Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

La extraña historia de los ladrones del tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres

Autor: Andrés Jiménez Abad


Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

PRESENTACIÓN

Momo es una novela juvenil publicada en 1973 por Michael Ende, el autor de La historia interminable. Es una narración, a primera vista, fantástica. Pero el mensaje que nos transmite encaja tan ajustadamente con nuestro tiempo, que uno tiene la sensación de encontrarse ante una historia demasiado real.

Momo es una niña prodigiosa. Tiene a su edad -entre ocho y once años- el don de consejo, más esperable en una persona mayor que en una preadolescente. No se sabe quienes son sus padres y vive entre las ruinas de un anfiteatro romano, en un espacio que los vecinos le han acondicionado. Viste desgarbadamente. La prenda más habitual es un chaquetón que desborda su cuerpecito, siempre arremangado y con un cinturón que impide arrastrarlo por el suelo. No lo hace por capricho, tiene además el extraño don de discernimiento. Ella sabe lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Desde luego no las cosas materiales.

Por ejemplo, lo más importante para ella es tener amigos, ganarse nuevos amigos, dedicar su tiempo a la amistad. Su don de consejo no consiste en que sabe dar a cada persona la respuesta más sagaz y conveniente, no. Su habilidad admirada es que sabe escuchar a cada persona de tal manera, que todos se retiran de ella con la impresión de haber sido entendidas. Ser escuchados, he aquí una de las necesidades más urgentes y epidémicas de nuestro tiempo. Escuchar desde la intimidad y no con mirada y oídos distraídos, como quien oye llover. Cuando alguien nos escucha, nos parece que le importamos.

El estilo de vida de Momo y sus amigos ha desencadenado una persecución a muerte por parte de los hombres grises, una especie de secta que predica el ahorro del tiempo, como clave para conseguir una vida más confortable y feliz. Han llenado la ciudad, las fábricas, oficinas y trasportes de eslóganes del tipo “El tiempo es oro”, frente a Momo que tiene muy claro que el “tiempo es vida”. Trabajar más en menos tiempo. Para ello hay que suprimir todo aquello que por no producir beneficios contables debemos tenerlo por pérdida del tiempo, por dilapidarlo. Toda actividad humanitaria se convierte en pasatiempo y por ello hay que suprimirla. Aún a costa del estrés, del vacío existencial y de una corrosiva y amarga tristeza.

Michael Ende nos está poniendo delante una radiografía de una enfermedad común de nuestro tiempo. Siempre deprisa y hacia fuera de nosotros mismos sin hallar momento para el encuentro íntimo ni la confidencia. En el ser humano todo modelo es posible, toda manera de vivir practicable; pero sólo una, la que se acomoda al bien de nuestra naturaleza, nos lleva hacia la perfección y la felicidad.

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UN APARTADO ANFITEATRO

El escenario inicial donde discurre Momo es el del contraste entre las modernas urbes, agitadas por el ruido y por las prisas, “donde la gente va en coche o en tranvía, tiene teléfono y electricidad…”, y ciertos reductos en los que -lejos del mundanal ruido- la sencillez y la pobreza caracterizan a ciertas gentes buenas, acogedoras y alegres que, sin grandes filosofías, muestran que la felicidad no consiste en llegar a tener lo que se quiere, sino en saber querer y apreciar lo que se tiene, aunque sea poco. Gente, como se dice en las primeras páginas, amable y pobre, que “conocía la vida”.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

En uno de esos raros lugares aparece un día Momo, una niña también pobre, con unos ojos negros de limpia y sugerente mirada. Analfabeta, escapada de un hospicio sin alma, se instala entre las ruinas de un antiguo anfiteatro con ayuda de sus vecinos, gente sencilla que, para recibirla, organiza una sencilla y divertida fiesta “como sólo saben celebrarlas la gente modesta”.

La amistad entre la pequeña Momo y la gente de los alrededores hizo que la niña viera remediadas sus principales necesidades. Siempre tenía algo que comer, “un techo sobre su cabeza, una cama y, cuando tenía frío, podía encender el fuego. Y lo más importante, tenía muchos y buenos amigos.”

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SABER ESCUCHAR

Lo más sorprendente era que en ese tenerse unos a otros, en su amistad, la gente pronto se dio cuenta de que había tenido mucha suerte, pues necesitaban a Momo hasta el punto de que ésta llegó a hacerse imprescindible.

Pero, ¿por qué?... Pues resulta que Momo poseía una curiosa capacidad: la de escuchar. Gracias a ella, vecinos y amigos se redescubrían a sí mismos. El hecho de ser acogidos y estimados por alguien les movía a comprenderse y quererse a sí mismos y entre ellos. Pero, ¿tan importante es saber escuchar?

Pues sí, escuchar, escuchar de verdad, es atender, comprender, acoger, valorar. La verdadera escucha es interior. A través de la mirada, incluso de la disposición corporal, nos mostramos abiertos a lo que la otra persona dice desde su corazón. Apreciamos no sólo sus palabras, sino también lo que quiere decir a través y más allá de esas palabras.

La escucha sincera, sin juzgar ni condenar al otro, concediéndole su tiempo, suscita sentimientos positivos de confianza entre las personas. Es en el fondo un aspecto esencial del trato respetuoso y amable. Hablamos de la habilidad de escuchar, no sólo lo que la persona está expresando directamente, sino también los sentimientos, ideas o pensamientos que subyacen a lo que se está diciendo. Por eso no es posible escuchar con prisas. Es necesario tiempo, sosiego, silencio, paz. Y muy pocas personas saben escuchar de verdad.

El texto que vamos a leer a continuación se centra en el modo en que Momo sabía prestar su atención a los demás, fundamentalmente a través de una escucha acogedora y sincera, saliendo de las propias preocupaciones y mostrándose atenta sólo a quien le estaba hablando. El efecto en las demás personas era sorprendente y muy positivo.

Cuando sabemos escuchar a los demás –o cuando nos sentimos escuchados de verdad-, la persona a la que se escucha, casi sorprendentemente, se siente atendida, comprendida y valorada; y es capaz de sacar lo mejor de sí misma. La actitud de escucha a los demás no es fácil, ha de ser aprendida y cuidada. Es una clave esencial para una relación de respeto a las personas, de confianza, de amistad.

El respeto implica aceptar a las demás personas como valiosas por encima de todo, reconocer su dignidad personal a pesar de sus defectos o de las diferencias que puedan producirse en el trato o la relación mutua. El modo en que las personas nos sentimos tratadas –respetuosamente o no- repercute en el concepto que podemos llegar a tener de nosotras mismas y del grado de autoconfianza o autoestima que podamos desarrollar.

“Casi siempre se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. (…)

Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?

No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada de todo eso.

Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que —ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?

No, tampoco era eso.

¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?

Nada de eso. Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar.

Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar. Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.

Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y es con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.

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Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería.

O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres.

Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.

¡Así sabía escuchar Momo!

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CÓMO HACER BIEN LAS TAREAS DE CADA DÍA

Leemos en el capítulo IV de “Momo”:

“Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír amablemente y no contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero cuando la creía necesaria, pensaba sobre ella. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está, había olvidado qué había preguntado, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía.

Sólo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión, todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.

Cada mañana iba, antes del amanecer, en su vieja y chirriante bicicleta, hacia el centro de la ciudad, a un gran edificio. Allí esperaba, con sus compañeros, en un patio, hasta que le daban una escoba y le señalaban una calle que tenía que barrer.

A Beppo le gustaban estas horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía que era un trabajo muy necesario.

Cuando barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso—inspiración—barrida.

Paso—inspiración—barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí. Después proseguía paso—inspiración—barrida.

…Después del trabajo, cuando se sentaba con Momo, le explicaba sus pensamientos…

—Ves, Momo —le decía, por ejemplo—, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla.
Miró un rato en silencio a su alrededor; entonces siguió:

—Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.

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Pensó durante un rato. Entonces siguió hablando:

—Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.

Volvió a callar y reflexionar, antes de añadir:

—Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.

Después de una nueva y larga interrupción, siguió:

—De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.

Asintió en silencio y dijo, poniendo punto final:

—Eso es importante.”

La doble lección moral que se nos transmite en este sencillo texto es de gran actualidad y su aprendizaje y puesta en práctica de una urgencia inexcusable.

Beppo Barrendero, así se llama el amigo viejo de Momo, es un hombre bajito y entrañable. Primera lección: Beppo no miente nunca, porque, como nos dice en el texto, “todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión”. Su candidez está henchida de sabiduría. Cuando le plantean una pregunta nunca responde a la ligera, por eso se toma el tiempo necesario hasta aburrir al interlocutor. Sólo Momo le entiende, porque sabe que su respuesta pausada estará llena de lucidez.

Si hoy sirve en apariencia cualquier respuesta es porque no escuchamos ni atendemos, y en el fondo nos da igual la afirmación que su contrario. Sí, hasta se puede mentir si se entiende que sacaremos algo a cambio. Es lamentable lo que ocurre en nuestros días. La mentira oficial está al cabo de cada día y en medio de nuestras calles. En los medios de comunicación y en las altas tribunas políticas. Se nos miente porque nadie tiene en cuenta nuestra dignidad. Se nos miente con engaño doloso, porque se nos considera estúpidos. Se insiste en que el fin justifica los medios. Se nos miente porque se ha perdido la confianza en la verdad. Qué más da, si total…

Segunda lección. La llamamos moral porque hacer bien todo lo que se nos ha encomendado implica estar sometido ese “todo” a una ley suprema de moralidad y de belleza. La perfección del mundo depende del trabajo bien hecho, de hacer bien el bien.

Nuestro tiempo exige todo inmediatamente. Pero las prisas no van de la mano con ninguna obra bien acabada. Incluso hacer una tortilla francesa como Dios manda exige destrezas y saberes no improvisados. Claro que de ese modo reconocemos la dignidad del comensal, por humilde que sea; pero al mismo tiempo mostramos las potencialidades de un huevo, que precisamente fue creado para alcanzar su plenitud y ofrecérsela a los humanos. De lo contrario nunca hubieran sido reconocidas. Lo mismo digo de una acelga, cuidar a los enfermos o educar a los niños. Y así con todo. El trabajo bien hecho es impagable; por eso tiene como recompensa la satisfacción interior.

Beppo nos va a aleccionar sobre otra faceta vinculada a las prisas. Los peligros del estrés y del desaliento. De un lado para otro, siempre corriendo, siempre con la sensación de no llegar y siempre con la impresión de tener que echar las manos a la cabeza porque lo mejor o se te ha olvidado o no has podido ni comenzarlo. Y así un día tras otro “hoy como ayer y siempre igual”. Tarde o temprano nos rompemos. No podemos más.

La lección de Beppo no dice que es mejor ignorar lo que tenemos que hacer. Eso sería un disparate. Su consejo es que no podemos hacer a la vez las mil tareas pendientes. Al contrario: una después de otra y sin mirar hacia los lados. Si miras el total de la larga calle es imposible que no te sientas abrumado. Lo mismo que si consideras la tarea que todavía te queda por realizar. Por ello Beppo desaconseja mirar la larga calle que has de barrer. Las mil tareas nos desbordarán: “—Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.”

Su consejo no puede ser más simple pero tampoco más práctico y certero. Paso a paso y poco a poco o como con gracejo repite Beppo: “Paso—inspiración—barrida” “Paso—inspiración—barrida”. Lo decía ya nuestro viejo refranero: “Poco a poco hila la vieja el copo”.

No olvidemos que la vida no tiene de real más que el momento presente. Lo pasado ya no existe, el porvenir tampoco, todavía; solo pertenece a Dios. La vida ha de ser llenada de intensidad y amor -divino y humano- en este instante que está transcurriendo, porque nadie puede prometerse el próximo segundo. Hay que ceñir toda la vida y toda la actividad a ese “ahora”, que es el único tiempo que Dios nos concede. Si es el único tiempo que tenemos para santificarnos, no busquemos en otra parte la felicidad.

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EL TIEMPO ES VIDA: A PROPÓSITO DE UN BARBERO

Uno de los capítulos más representativos del mensaje de la novela de Michael Ende es el capítulo sexto. En él se comienza y se concluye con una reflexión acerca del tiempo y de su auténtico valor: “El tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.”

Es este precisamente el tema nuclear de toda la obra. Deberíamos preguntarnos por qué se insiste en esto. En el arranque de este capítulo, se afirma:

“Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana… Todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo”.

El propio San Agustín en su obra Las confesiones enuncia aquella paradoja que se ha hecho tan famosa: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que o lo pregunta, no lo sé”.

Ciertamente, no es fácil de comprender. Pero es importante y a la vez urgente meditar sobre él. Y en este libro con hechuras de novela juvenil se hace con gran hondura a través de los diferentes personajes. Ya hablamos en el programa anterior del Beppo Barrendero y de la importancia de vivir, valorar y aprovechar el momento presente.

En este capítulo es la historia del barbero Señor Fusi la que nos sirve para distinguir entre dos maneras de entender qué es el tiempo: la que afirma que el tiempo es oro, un capital que se agota al emplearlo y que ha de invertirse de manera rentable, no perderlo lamentablemente en cosas que no sean útiles. Frente a esa forma de concebirlo existe otra, que es la que propone Michael Ende: el tiempo es vida, es decir, donación de uno mismo, vida consciente convertida en don, ocasión para obrar haciendo el bien y amar, buscar el bien de aquellos a los que uno dedica su tiempo. Por eso se añade que la vida reside en el corazón.

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El señor Fusi es un personaje entrañable para los clientes y los vecinos. Inquieto al ver que el tiempo se le iba sin haber dejado en su vivir algo que le prestigie, le ha asaltado la idea de que debe recuperar el tiempo y tras recibir la visita del agente correspondiente de los hombres grises ha decidido cambiar su estilo de vida.

El barbero afable se ha convertido en un ser huraño que solo busca en su trabajo ganar tiempo y dinero, aunque deje de hacerlo con la habilidad de antes y pierda la satisfacción que siempre le había proporcionado. De la misma manera corta su dedicación a los amigos, a Dorita, la amiga inválida, e incluso al cuidado de su madre. Para colmo, abandona el hábito del examen cuidadoso había realizado siempre antes de dormir. ¿Pero adónde había ido el tiempo ahorrado? El tiempo es una sucesión fugaz que solo se remansa psicológicamente cuando la fiesta o la obra buena, permiten el recuerdo gozoso y la satisfacción personal. Claro que ganaban más dinero, claro que podían vestir mejor; pero cada vez se volvían más nerviosos e intranquilos; sus rostros aparecían tristes y se estaban volviendo desagradables.

Un hecho llama poderosamente la atención: los hombres seducidos por el tiempo no soportan el silencio. Aturdirnos es mejor que dar ocasión para caer en la cuenta de la locura en que vivimos. Griterío en todo momento, griterío en toda la ciudad. Es insoportable adentrarnos en nuestro interior y constatar que nos hemos quedado vacíos. ¿Seguro que se trata de una novela fantástica?:

El propósito de ahorrar tiempo para poder empezar otra clase de vida en algún momento del futuro se había clavado en su alma como un anzuelo. Y entonces llegó el primer cliente del día. El señor Fusi lo atendió refunfuñando, dejó de lado todo lo superfluo, se estuvo callado, y, efectivamente, en lugar de en media hora acabó en veinte minutos. Lo mismo hizo desde entonces con todos los clientes. Su trabajo, hecho de esta manera, no le gustaba nada, pero eso ya no importaba. Además del aprendiz, contrató dos oficiales y vigilaba que no perdieran ni un solo segundo. Cada movimiento se realizaba según un plan de tiempos exactamente calculado. En la barbería del señor Fusi colgaba ahora un cartel que decía: “el tiempo ahorrado vale el doble”. (…)

Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los amenazaba el silencio. Pero está claro que no se trataba de un ruido divertido, como el que reina allí donde juegan los niños, sino de uno airado y pesimista, que de día en día hacía más ruidosa la ciudad…

Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.

Prosigamos con la narración. Se nos presenta a un hombrecillo normal, sencillo y bueno. El señor Fusi no era “un peluquero famoso, pero era apreciado en su barrio. No era pobre ni rico. Su tienda, situada en el centro de la ciudad, era pequeña, y ocupaba a un aprendiz.” Como a todo el mundo, de vez en cuando, al señor Fusi le venían momentos de melancolía. Aquél era un día gris, plomizo, también para su ánimo.

“-Mi vida va pasando, se decía para sí, entre el chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma del jabón. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? El día que me muera será como si nunca hubiera vivido… ¡Toda mi vida es un error!... Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad, sería distinto… Y se imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal como lo veía en las revistas.”

La verdad es que la cosa no era para tanto. Le encantaba charlar con sus clientes, opinar y escucharles. Su trabajo le gustaba y sabía que lo hacía bien. Pero hay momentos en que uno se olvida de todo eso…

Aparece en escena entonces un astuto ladrón de tiempo, un “hombre gris”, como se le llama en la novela. Los hombres grises encarnan un poder siniestro, puesto que se encargaban de inocular la prisa a todas las personas con el fin de que perdieran la paz, el sosiego y la capacidad de valorar las cosas que tenían. Les hacían ver que habían nacido para el éxito y que lo que importa en la vida es hacer muchas cosas, sin perder nada de tiempo en aquellas que no fuesen útiles.

Los hombres grises encarnan simbólicamente una versión moderna del “carpe diem”, la mentalidad del triunfo a toda costa por medio del propio hacer que sustituye el bien por lo útil, por el propio interés, por el éxito. El éxito estriba en trabajar mucho, en producir, en triunfar en el dominio de las cosas y de los hombres, de los negocios. En ganar más dinero y en tener aún más cosas, aquí y ahora, ya; del modo más eficiente y rentable. Averiguar cómo fun­ciona el mundo y aprovecharse de su funcionamiento, al máximo y a cualquier precio. Convencer, seducir, explotar, manejar eficazmente las apariencias para triunfar. Y así hacerse a uno mismo. La libertad a la que se aspira se reduce al poder adquisitivo.

Pues bien, el hombre gris convencerá al señor Fusi de que, en efecto, ha gastado su vida inútilmente. Su tiempo, le dice es un capitalazo, una fortuna que tiene que invertir con sagacidad. Y empieza a enumerar las cosas que el buen peluquero realiza cotidianamente y que según él son un despilfarro de tiempo porque no obtiene nada tangible a cambio; tiempo perdido. Lo que deberá hacer a partir de ahora será ahorrarlo:

“Se trata, simplemente, de trabajar más deprisa, y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daría más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.”

Y añade enseguida:

“Bienvenido a la gran comunidad de los ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor Fusi, es un hombre realmente moderno y progresista. ¡Le felicito!”.

Y efectivamente, pensando que todo era idea suya, empezó a dejar de lado las charlas con sus clientes y a despacharlos casi en la mitad del tiempo.

“En la barbería colgó un cartel que decía: El tiempo ahorrado vale el doble”. Escribió una cartita breve, objetiva, a la señorita Daría, en la que decía que por falta de tiempo no podría ir a verla. Vendió su periquito a una pajarería. Envió a su madre a un asilo bueno, pero barato, adonde la iba a ver una vez al mes. También en todo lo demás siguió los consejos del hombre gris, pues los tomaba por decisiones propias.”

Pero “cada vez se volvía más nervioso e intranquilo, porque ocurría una cosa curiosa: de todo el tiempo que ahorraba, no le quedaba nunca nada. Desaparecía de modo misterioso…”

El caso es que nunca se paró a preguntarse por ello. Había caído en una especie de obsesión ciega. Y lo mismo le ocurría a mucha gente de la gran ciudad bajo el bombardeo de campañas en la radio, la televisión y los periódicos, que pregonaban las ventajas de nuevos inventos que ahorraban tiempo y traerían un día la verdadera libertad y la felicidad a los hombres. Pero la realidad era otra: Es cierto, tenían más dinero y gastaban más, vestían mejor… pero sus rostros eran de desagrado, cansancio y amargura. Y no tenían tiempo para escuchar a nadie que pudiera ayudarles. Ni podían celebrar verdaderas fiestas, alegres o serias. Ya no tenían verdaderos sueños ni eran capaces de soportar el silencio, ya que en él se intuía lo que estaba ocurriendo de verdad. Y por eso hacían ruido siempre que les amenazaba el silencio.

“El que a uno le gustara su trabajo y lo hiciera con amor no importaba; al contrario, eso sólo entretenía. Lo único importante era que hiciera el máximo trabajo en el mínimo de tiempo…” “-El tiempo es oro, ahórralo”, se les repetía, incluso en las propias escuelas.

Y así, la ciudad cambió. Las casas eran todas iguales porque era más barato y más rápido construirlas así. Todo estaba calculado y planificado con exactitud. Cada centímetro y cada instante. Era, en fin, un desierto de monotonía. Y como nadie daba su tiempo si no era por el propio interés, su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría. Y añade el narrador:

“Los que lo sentían con claridad eran los niños, pues nadie para ellos tenía tiempo.”

Alguna vez hemos recordado lo que decía Viktor Frankl: “A menudo se tiene la impresión de que algunas personas caminan cada vez más y más de prisa con el fin de no plantearse si van en realidad a alguna parte”. Frente a ello, se trata de descubrir el tesoro que existe en cada instante, el único real, por otra parte, aunque efímero. "Saber" viene etimológicamente de "saborear", de pararse a apreciar el "sabor", la belleza y la singularidad de cada cosa -y de cada persona-, de dedicarle atención. De dejarla ser lo que es y captar su trascendencia, como una nota necesaria y única en la gran sinfonía de la creación.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

Se trata, en fin, de caer en la cuenta -como el principito del que hablaba Saint Exupèry, gracias a su amistad con el zorro- de que el tiempo es vida, donación de sí, ocasión de obrar amando. Es una forma de darse sin perderse y una fuente de valor: "El tiempo que perdiste por tu flor es lo que la hace tan importante".

Este tiempo que es vida consciente y convertida en don, no tiene "precio" sino "valor". Y si el tiempo es vida, dar tiempo es dar vida, amar. El amor da valor a todas las cosas y también al tiempo efímero, cuando éste se convierte en don. Santa Teresa de Calcuta decía que "el valor de nuestras acciones no está en su cantidad, su magnitud o su espectacularidad, sino en el amor que ponemos al realizarlas". Pero el amor no sabe de prisas, lo que busca es “saborear”, permanecer, contemplar. Algo que olvidó el señor Fusi buscando desesperadamente no perder el tiempo para ser feliz.

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SIN TIEMPO PARA LOS HIJOS

En el comienzo del capítulo 7 de Momo, el autor nos cuenta el caso de los niños que se acercaban por el anfiteatro donde vivía Momo para pasar algunos buenos ratos con ella y sus amigos Beppo Barrendero y Gigi, el contador de historias.

Los ladrones de tiempo –los “hombres grises”- habían extendido su negativa influencia por todas partes, y los efectos de ella son percibidos de modo especial, como vamos a ver, por los niños. Éstos notaban que sus padres, obligados a trabajar mucho tiempo fuera de casa, ya no tenían tiempo para dedicarles. A cambio, les compraban caros juguetes con los que pretendían compensar su ausencia.

Pero lo malo es que los vínculos personales iban dejando el sitio a la soledad. Y la soledad traía consigo, no solo el aburrimiento y la pérdida de la alegría, sino la percepción de que, en el fondo eran menos queridos de verdad. Dar tiempo es dar vida, pero cuando no se tiene tiempo para estar con los próximos, se produce un lento pero implacable enfriamiento de las relaciones. El llamado “tiempo de calidad” no es capaz de suplir un tiempo vital suficiente, el que consiste en “estar con” otra persona, sin prisas, dando lugar a la escucha, a las confidencias, al simple e insustituible “vivir juntos” los unos para los otros.

El termómetro más preciso de este vacío no es otro que el de una tristeza que se va haciendo habitual. La tristeza de no tener ya la certeza de ser querido de verdad.

El caso es que Momo, Gigi y Beppo empiezan a sospechar que está pasando algo:

“-Me da la impresión de que nuestros amigos vienen cada vez menos a verme. A algunos hace tiempo que nos los he visto” –dijo Momo.

“-Sí –opinó Gigi pensativo-, a mí me ocurre lo mismo. Ya no es como antes. Pasa algo.”

Beppo, asintió: “-Sí, es verdad. Se acerca. Ya hace tiempo que vengo observándolo. -¿El qué? –preguntó Momo. –Nada bueno, respondió Beppo. Y añadió: -Empieza a hacer frio.

–Pero cada vez vienen más niños, dijo Gigi. –Precisamente por eso –dijo Beppo. Pero no vienen por nosotros. Sólo buscan un refugio.”

Precisamente aquella tarde había varios niños nuevos, entre ellos uno más pequeño que se trajo una radio. Todos ellos se limitaban a sentarse, aburridos. A veces molestaban, porque sí, y lo estropeaban todo. A menudo había incluso gritos y peleas.

Y otra cosa interesante: Cada vez era más frecuente que los niños trajeran toda clase de juguetes caros –un tanque de mando a distancia, un cohete espacial, un robot…- con los que no se podía jugar de verdad. Eran tan perfectos que no dejaban nada para la imaginación. Por eso, al cabo de un rato, acababan volviendo a sus antiguos juegos, para los que bastaba un par de cajas, un mantel roto o un puñado de guijarros con los que imaginaban mil fantasías.

Pero aquella tarde no había forma de jugar…

“Porque el niño pequeño que se había traído una radio portátil… había puesto el aparato a todo volumen. Era una emisión de publicidad.” –Bájala, le dijeron. —Ni tú ni nadie tiene que mandarme nada. Puedo poner mi radio tan alto como quiera.

Pero al cabo de un ratito se calló, bajó la radio y miró para otro lado. Momo fue hacia él y se sentó, callada, a su lado. El niño apagó la radio.”

Gigi entonces les pidió que contaran algo de ellos y de sus casas. Y de repente los niños se pusieron tristes.

—Ahora tenemos un coche muy bonito —dijo al fin uno de ellos—. El sábado, cuando mi mamá y mi papá tienen tiempo, lo lavan. Si he sido bueno, también me dejan ayudarlos. Más adelante yo también quiero tener un coche así.

—Yo —dijo una niña pequeña—,puedo ir cada día al cine sola, si quiero. Allí piensan que estoy bien guardada, porque ellos no tienen tiempo para ocuparse de mí.

Después de una breve pausa añadió́: —Pero no quiero estar guardada. Por eso vengo aquí́ a escondidas…

—Yo ya tengo once discos de cuentos —dijo un chico pequeño—, que puedo escuchar cuantas veces quiera. Antes me contaba cuentos mi papá, por la noche, cuando volvía de trabajar. Eso sí que era bonito. Pero ahora no está nunca. O está cansado y no tiene ganas.

—¿Y tu mamá? —preguntó María. —También está fuera todo el día.

—Sí —dijo María—, en mi casa pasa igual… Cuando vuelvo del colegio, caliento la comida que nos han dejado. Entonces hago mis deberes. Y entonces... —se encogió de hombros—, bueno, entonces nos vamos a pasear, hasta que oscurece. Casi siempre venimos aquí.

Todos los niños asintieron, porque más o menos les ocurría lo mismo a todos.

—En realidad me alegro —dijo Blanco, aunque no parecía nada alegre—, de que mis padres no tengan tiempo para mí. Porque si no, empiezan a pelearse y me pegan.

De repente se dirigió hacia ellos el niño de la radio y dijo: —Pues a mí me dan mucho más dinero que antes.

—¡Claro! —contestó Blanco—. Lo hacen para librarse de nosotros. Ya no nos quieren. Pero tampoco se quieren a sí mismos. Nada les gusta ya. Eso creo.

—¡Eso no es verdad! —gritó, airado, el niño nuevo—. Mis padres me quieren mucho. No es culpa de ellos que ya no tengan tiempo. Por eso me han regalado la radio portátil. Es muy cara. Eso es una prueba, ¿no es verdad?

Todos callaron. Y, de pronto, este niño, que durante toda la tarde había sido un aguafiestas, empezó a llorar. Intentó ocultarlo y se frotó los ojos con los puños sucios, pero las lágrimas corrían en rayas claras por sus mejillas manchadas.

Los demás niños le miraban comprensivamente o miraban al suelo. Ahora lo entendían. En realidad, todos estaban en el mismo caso. Todos se sentían dejados en la estacada.

—Sí —volvió a decir el viejo Beppo después de un rato—, empieza a hacer frío.

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“NO TENGO TIEMPO”

Momo estaba muy extrañada de que sus amigos, las gentes sencillas que vivían en el barrio, no vinieran a verla para que ella les escuchara y de ese modo se encontrasen a sí mismos. Todo apuntaba en la misma dirección: ya nadie tenía tiempo.

Hubo una vez en que tuvo que mediar en una discusión entre Nicola, el albañil, y Nino, el tabernero, y hacía ya mucho que no habían ido a verla.

Alguien le dijo que Nicola no aparecía apenas por su casa, pues trabajaba en un barrio de nueva construcción al otro lado de la ciudad y que ganaba un motón de dinero. Así que le estuvo esperando y se encontró con que llegó tardísimo y al parecer no muy sobrio. Se alegró mucho de ver a su amiga Momo, pero reconoció que, aunque tenía ganas de ir a visitarla, no tenía tiempo para asuntos… particulares.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

“-Ya no es como antes, le dijo. Los tiempos cambian. Ahora se trabaja a otro ritmo, se va muy deprisa y todo está organizado hasta el último detalle. Te confieso que bebo demasiado, pero es que no puedo soportarlo: Demasiada arena en el mortero, ¿entiendes? Esas casas durarán poco. Chapuzas, eso son. Y lo peor no es eso. Las casas que hacemos no son casas. Son, son almacenes de gente. ¿Pero a mí qué? Me pagan y ya está. Antes era diferente, me sentía orgulloso de hacer un buen trabajo, pero ahora. Algún día, cundo haya ganado bastante, dejaré este trabajo y me dedicaré a otra cosa.

¿Sabes?, debería ir a verte. Mañana mismo, ¿vale? ¿O pasado mañana?... Pero Nicola no fue ni al día siguiente ni al otro. No fue. Puede que realmente no tuviera tiempo nunca.”

Así que a continuación, Momo fue a la taberna de Nino. Se encontró a su amigo y a Liliana su mujer en medio de una agria discusión. En un rincón estaba su bebé en un capazo y lloraba. Momo se acerco a él, lo tomó en las rodillas y le acunó hasta que se calló.

“-Ah, Momo, dijo Nino, ¿qué quieres? Ahora no tenemos tiempo para ti.

-Sólo quería saber por qué hace tanto tiempo que no venís a verme.

-No lo sé, -dijo Nino irritado. Tenemos otras reocupaciones ahora.

-Sí, dijo Liliana, ahora tiene otras preocupaciones. ¿Te acuerdas de aquellos viejos, mi tío Ettore y sus amigos, que antes siempre se sentaban en la mesa de la esquina?¡Los ha echado a la calle! No se hace una cosa así́. Es inhumano y cruel. Aquí́ no molestaban a nadie.

—Con el único vaso de vino tinto que cada uno de ellos podía permitirse cada noche no podíamos ganar nada, repuso Nino. Así́ no hubiéramos llegado a ningún lado. Sabes muy bien que no podemos seguir así́. El propietario me ha subido el alquiler. Tengo que pagar un tercio más que antes. Todo sube. ¡De dónde quieres que saque el dinero si convierto mi taberna en un asilo para viejos chochos? ¿Por qué tengo que cuidar de los demás? A mí tampoco me cuida nadie.”

Pero tras recapacitar, Nino y Liliana se acercaron con su bebé dos días más tarde para visitar a Momo. El tabernero se había disculpado con los viejos y con tío Ettore, y volvieron.

–Supongo que mi taberna no se convertirá en gran cosa, pero vuelve a gustarme…

Lo que no se imaginaba Nino es que los hombres grises volverían a la carga, y antes de lo que pensaba su vieja taberna se terminaría convirtiendo en un moderno autoservicio de comida rápida. Como era de esperar, con su taberna volvería a desaparecer también la sonrisa de su cara.

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BEBENÍN, ¿LA MUÑECA PERFECTA?

En el fragmento siguiente, asimismo tomado del capítulo 7 de Momo, se ofreceuna certera crítica a una mentalidad basada en el tener como fuente del máximo valor para las cosas, las acciones y las personas.

El mayor engaño de la mentalidad pragmática vigente en nuestros días es pensar que en el fondo somos lo que tenemos. Pero la verdad es otra: la persona es siempre más que lo que tiene y hace. Y sólo un amor incondicional, una amistad verdadera, es capaz de sacar a una persona del “anonimato” y de hacerla reconocerse valiosa por el mero hecho de ser ella misma.

La abundancia de cosas, de bienes de consumo, no es capaz de llenar el corazón humano. En el fragmento se habla de una muñeca extraordinaria –“Bebenín, la muñeca perfecta”-, pero donde dice muñeca podríamos poner el nombre de tantas cosas que han usurpado su lugar a las relaciones profundas entre las personas, singularmente el tiempo, el amor y la amistad.

Sin saberlo, Momo se había cruzado en el camino de los hombres grises…. Una tarde especialmente calurosa Momo encontró una muñeca en las escaleras laterales del anfiteatro… Era casi tan grande como la propia Momo y reproducida con tal verismo, que se la hubiera tomado por una persona pequeña, una damisela elegante o un maniquí de escaparate. Llevaba un vestido rojo de falda corta y zapatitos de tacón.

Momo la miraba fascinada. Cuando al cabo de un rato la tocó con la mano, la muñeca agitó un par de veces los párpados, movió la boca y dijo con voz rara, como si saliera de un teléfono:

—Hola. Soy “Bebenín”, la muñeca perfecta.

Momo se retiró asustada, pero entonces contestó, casi sin querer: —Hola; yo soy Momo. De nuevo, la muñeca movió los labios y dijo:

—Te pertenezco. Por eso te envidian todos.

—No creo que seas mía. Alguien te habrá olvidado.

Tomó la muñeca y la levantó. Entonces se movieron de nuevo sus labios y dijo:

—Quiero tener más cosas.

—¿Ah, sí? —contestó Momo, y reflexionó—. No sé si tendré algo que te vaya bien.

—Hola —sonó la muñeca—. Soy “Bebenín”, la muñeca perfecta.

—Sí —dijo Momo—, ya lo sé.

—Te pertenezco —contestó la muñeca—. Por eso te envidian todos.

—Eso ya lo has dicho…

—Quiero tener más cosas —repitió la muñeca.

—No tengo nada… (pero podemos) jugar a que vienes de visita —propuso Momo.

—Hola —dijo la muñeca—, soy “Bebenín”, la muñeca perfecta. Te pertenezco. Por eso te envidian todos.

—Escucha —dijo Momo—, así no podemos jugar, si siempre dices lo mismo.

—Quiero tener más cosas —contestó la muñeca, mientras pestañeaba.

Momo lo intentó con otro juego, y cuando éste también fracasó, con otro y otro más. Pero no salían bien.

Al cabo de un rato, Momo tuvo una sensación que no había sentido nunca antes: aburrimiento.

Entonces se asustó un poco. Porque muy cerca había un elegante coche gris ceniza, de cuya llegada no se había dado cuenta. Había un hombre que llevaba un traje de color telaraña, que fumaba un pequeño cigarro gris. También su cara era cenicienta. Momo sintió escalofríos.

—Qué muñeca tan bonita tienes —dijo con una voz monótona—. Todos tus amiguitos te la envidiarán. Seguro que ha sido muy cara, ¿no? —continuó el hombre gris. —Me parece que eres muy afortunada. Pero tengo la impresión de que no sabes cómo hay que jugar con una muñeca tan fabulosa.

—Quiero tener más cosas —sonó de repente la muñeca.

—¿Lo ves, pequeña? —dijo el hombre gris—, ella misma lo está diciendo. Con una muñeca tan fabulosa no se puede jugar igual que con otra cualquiera. Hay que ofrecerle algo, si uno no quiere aburrirse con ella.

Fue hacia su coche y abrió el maletero. —En primer lugar —dijo—, necesita muchos vestidos. Aquí tenemos, por ejemplo, un precioso vestido de noche. Y aquí hay un abrigo de pieles de visón auténtico. Y aquí una bata de seda. Y un equipo de esquí. Y un traje de baño. Y un traje de montar. Un pijama. Un camisón. Un vestido. Y otro. Y otro...

Poco a poco se formaba una montaña.

—Bueno —dijo,—, con esto ya podrás jugar un buen rato, ¿no es verdad? Pero al cabo de unos días también esto se vuelve aburrido, ¿no crees? Pues bien, entonces tendrás que tener más cosas para tu muñeca. Aquí hay, por ejemplo, un bolso pequeñito de piel de serpiente, con un lápiz de labios pequeñito y una polvera de verdad, dentro. Aquí hay una pequeña cámara fotográfica. Aquí un televisor de muñecas, que funciona de verdad. Aquí una pulsera, pendientes, … un sombrerito de primavera, palos de golf, frasquitos de perfume, sales de baño...

—Como ves —prosiguió el hombre gris—, es muy sencillo. Sólo hace falta tener más y más cada vez, entonces no te aburres nunca. Pero a lo mejor piensas que algún día la perfecta “Bebenín” podría tenerlo todo, y que entonces volvería a ser aburrido. Pues no te preocupes, pequeña. Porque tenemos el compañero adecuado para “Bebenín”.

Con esto sacó del maletero otra muñeca. Era igual de grande que “Bebenín”, igual de perfecta, sólo que se trataba de un joven caballero.

—Éste es “Bebenén”. Para él también hay interminables accesorios. Y si todo eso se ha vuelto aburrido, hay todavía una amiga de “Bebenín”, que también tiene un equipo completo que sólo le va bien a ella. Y para “Bebenén” hay también el amigo adecuado. Como ves, se puede seguir así interminablemente, y siempre sigue habiendo algo que todavía puedes desear.

—Y bien —dijo el hombre por fin, mientras expulsaba densas nubes de humo—, ¿comprendes ahora cómo se ha de jugar con una amiga así?

—Sí —contestó Momo. Empezaba a tiritar de frío.

—Entonces ya no necesitarás a tus amigos, ¿entiendes? Ahora ya tendrás bastantes diversiones, pues tendrás todas esas cosas bonitas y recibirás cada vez más, ¿no es verdad?. Y eso es lo que quieres, ¿verdad? Tú quieres tener esta fabulosa muñeca, ¿no? La quieres, ¿verdad?

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

Momo movió la cabeza.

—Qué, ¿qué pasa? —dijo el hombre gris, enarcando las cejas— ¿Quieres decirme qué le falta a esa muñeca perfecta?

Momo miró al suelo y reflexionó.

—Creo —dijo en voz baja— que no se la puede querer.

Durante un buen rato, el hombre gris no dijo nada. Finalmente hizo un esfuerzo.

—No es eso lo que importa —dijo con voz gélida. Momo le miró a los ojos.

—Lo único que importa en la vida —prosiguió el hombre—, es llegar a ser alguien, llegar a tener algo. Quien llega más lejos, quien tiene más que los demás recibe lo demás por añadidura: la amistad, el amor, el honor, etc.

—¿Es que a ti no te quiere nadie? —preguntó Momo con un susurro.

El hombre gris se dobló y se hundió un tanto en sí mismo. Entonces contestó con voz cenicienta:

—Tengo que reconocer que no me he encontrado con mucha gente como tú.

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¿QUÉ ES EL TIEMPO?

Si tuviéramos que reducir a un solo tema el mensaje de Michael Ende en la novela Momo, sin duda habría que señalar el tiempo y su valor. Es conocido aquel texto de San Agustín en sus Confesiones:

“¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? … ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.”

San Agustín, sin embargo, profundizó en la temporalidad como dimensión propia y constitutiva de las criaturas, que están sujetas al cambio. La temporalidad, afirma, es un pasar, un sucederse. Se manifiesta distendiéndose en tres momentos: como futuro -lo que todavía no es-, como pasado -lo que ya no es- y como presente -el tenue y misterioso "filo" entre el futuro y el pasado, entre lo que todavía no es y lo que ya no es. El presente es un "estado que no permanece", un devenir o pasar irretenible entre esas dos "nadas": lo que no es aún y lo que ya no es.

Nuestro ser es un "ser en la temporalidad", un fluir, "ser dejando de ser". De este modo se advierte claramente lo precario, fugaz y limitado de nuestra existencia.

Sin embargo, aunque sujeto a la condición de criatura sumida en el tiempo, en el hombre -imagen de Dios que posee memoria, entendimiento y voluntad- se da una cierta elevación; puede trascender de algún modo el fluir del tiempo con su conciencia: Con la memoria podemos hacer presente algo del pasado, y con la expectación (esperanza), anticipar de algún modo el futuro. Podemos traerlos en parte a nuestro fugaz presente, efímero pero intenso; el único real, pero precario.

El tiempo -la temporalidad- es la condición propia de las criaturas; es estar sometido a un pasar continuo, acercándonos a lo que está por venir para dejar inmediatamente de tenerlo, disuelto en lo que ya ha sido. Las cosas de este mundo son pasajeras, su ser es pasar, existir de manera sucesiva, “poco a poco”, ser dejando de ser al mismo tiempo.

Pero en Dios, añade San Agustín, no hay tiempo. Él es permanencia, un presente que no pasa. Es Eternidad, plenitud de ser. La eternidad no es una mera prolongación indefinida en el tiempo, sino la condición propia del Ser perfecto, una posesión plena y simultánea de una realidad presente y permanente: sin principio, fin, futuro ni pasado. Un presente de duración eterna.

Pero algo diremos de Momo también, claro está. Después de haberse encontrado la protagonista con los hombres grises, esos ladrones del tiempo que hacen vivir a los hombres de manera superficial y precipitada, se encuentra con una tortuga llamada Casiopea, que camina muy despacio pero avanza más deprisa que nadie, y que le conduce hasta el Maestro Hora: un misterioso personaje, especie de ángel que asigna vida y muerte a los humanos, y que enseña a Momo a comprender qué es el tiempo y su valor.

El tiempo, le dice, es personal e intransferible:

“-Cada hombre tiene su tiempo”.

“-Yo, le contesta Momo, no dejaré que nadie me robe mi tiempo”.

Y el maestro le propone a la niña un misterioso acertijo.

“Tres hermanos viven en una casa:
son de veras diferentes;
si quieres distinguirlos,
los tres se parecen.
El primero no está: ha de venir.
El segundo no está: ya se fue.
Sólo está el tercero, el menor de todos;
sin él, no existirían los otros.
Aún así, el tercero sólo existe
porque en el segundo se convierte el primero.
Si quieres mirarlo
no ves más que otro de sus hermanos.
Dime pues: ¿los tres son uno?,
¿o sólo dos?, ¿o ninguno?
Si sabes cómo se llaman
reconocerás tres soberanos.
Juntos reinan en un país
que ellos son. En eso son iguales.”

-¡Uy!, sí que es difícil. Exclamó Momo.”

(Y tras pensarlo durante un buen rato, Momo exclamó al fin:) “-¡El futuro! El primero no está: ha de venir: es el futuro… Y el segundo –prosiguió- no está porque ya se fue: es el pasado.

El maestro Hora asintió y sonrió encantado.

-Pero ahora se vuelve difícil… ¿Quién es el tercero? Es el menor de todos, y sin él no existirían los otros… Pero es el único que está… ¡¡Es ahora!! ¡Este instante! El pasado son los instantes que ya han sido y el futuro son los que han de venir. Así que los dos no existirían si no hubiera el presente. Eso es verdad.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

-¿Pero qué significa lo que viene ahora? “Aún así, el tercero sólo existe porque en el segundo se convierte el primero…” Eso quiere decir que el presente sólo existe porque e futuro se convierte en pasado… Pero “si quieres mirarlo no ves más que otro de sus hermanos.” Y ahora entiendo también lo demás, porque se puede pensar que sólo existe uno de los tres hermanos… o ninguno, porque uno sólo existe porque también hay los demás. Se le revuelve a uno la cabeza…

-Pero el acertijo no ha terminado todavía –dijo el maestro Hora- ¿Cuál es el país e que los tres reinan juntos y qu ellos mismos son?

-¿El tiempo! –exclamó Momo, mientras batía palmas-. ¡Sí, es el tiempo! ¡Es el tiempo!

-Dime todavía cuál es la casa en la que viven los tres hermanos –le exigió el maestro Hora.

-Es el mundo –contestó Momo.

-¡Bravo! (…)

-¿Y qué es en realidad el tiempo? -Se preguntó la niña. Está ahí, pero no se le puede tocar ni retener. Es algo que siempre pasa… Quizá sea una especie de música que no se oye porque suena siempre. Aunque creo que ya la he oído alguna vez, muy bajito… Venía de muy lejos, pero sonaba muy dentro de mí.

El tiempo, dijo el maestro Hora, es algo que todo hombre lleva en su pecho. Y al igual que tenéis ojos para ver la luz, oídos para oír los sonidos, tenéis un corazón para percibir, con él, el tiempo…

Y entonces, preguntó Momo: -¿Eres tú la muerte?

El maestro Hora sonrió: -Si los hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuviesen miedo, nadie podría robarles su tiempo de vida. Yo se lo digo con cada hora que les adjudico. Pero creo que no quieren escucharlo. Prefieren creer a aquellos que les dan miedo.”

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EL VALOR DEL MOMENTO PRESENTE

A cada día le basta su afán (Mt. 6, 34). Son palabras de Cristo, invitando a confiar en la Providencia divina. Pero son también palabras de una gran sabiduría humana.

El pasado ya no existe, el futuro no sabemos si vendrá, y la vida se reduce al momento presente; por eso lo más realista es vivir con plena intensidad el ‘ahora’, haciendo sólo lo que nos pide en este instante la voluntad de Dios, arrojando el pasado a la misericordia, encomendando el futuro a la confianza y viviendo el presente con esmero, con paciencia y con amor.

Si bien se mira, el presente es el único tiempo real, pero es fugaz. Es un fluir, instante a instante.

Muy a menudo nos perdemos en la nostalgia de un pasado irrecuperable, a menudo enmarañado, cargado de frustraciones y de culpas… Nos refugiamos en él, le damos vueltas y más vueltas… encadenados a la melancolía o quizás al rencor. Y se nos olvida que tenemos que vivir aquí y ahora, junto a los que ahora nos rodean y caminan a nuestro lado.

Pero también puede que nos proyectemos con ansiedad hacia un futuro que la imaginación y la sensibilidad desfiguran como si se tratara de algo real, cuando sólo es un espejismo. Vivimos así atemorizados, o alimentando ensoñaciones que nos sacan de la realidad presente. El que sólo mira hacia un futuro irreal, con temor o con fantasía infantil, no afronta con madurez los acontecimientos y pruebas del momento; se evade, lo mismo que el nostálgico se refugia en lo que pasó, y se inhiben ambos de la responsabilidad presente dejando pasar con cada instante una ocasión irrepetible.

El pasado, lo ya vivido, es experiencia y legado, es lección para quien reflexiona y extrae consecuencias para un futuro, el ahora, que es resultado de lo que se ha vivido. A su vez, lo que está por venir se halla sujeto a mil contingencias. Cuando lo anticipamos, a menudo deformado por la imaginación y por la sensibilidad, y no vivimos responsablemente el ahora que lo hará posible, el futuro se convierte en fantasma que roba el sosiego y la paz.

¿Es que no hay que soñar? Sí, desde luego. Pero poniendo a continuación la mano en el arado, afrontando serena e intensamente el presente para sembrar el futuro con tenacidad y esperanza.

Hay sin embargo formas inadecuadas de vivir el presente; como el “carpe diem” hedonista: la mirada febril de quien vive a toda prisa y se afana por la satisfacción inmediata. Se vive atropelladamente, haciendo una cosa dentro de otra, dejando de atender a lo real y de saborearlo, secuestrados por el deseo de placer o por la melancolía. Sin paz.

También se prodiga entre nosotros desde hace algún tiempo una forma de concentrar la atención en el presente, influida por misticismos afines al budismo. Se muestra como una forma de autoconocimiento y autoayuda en la que se busca un equilibrio, una quieta identificación con el “todo universal”, pero sin trascendencia alguna. En la novela Momo, que venimos comentando, se intuye cierta familiaridad con ese género de inspiración; no obstante, permite hacer también una lectura más universal y trascendente, como la que venimos haciendo aquí.

El fragmento que hoy les acercamos, tomado del capítulo 7 de la novela de Michael Ende, habla de la belleza de esas “flores horarias” que llamamos instantes, de cada “ahora” irrepetible que llega y se va, y que debemos aprender a descubrir en su valor. Nuestra vida se compone de momentos presentes, misteriosos ojos de un puente frágil que une las riberas del tiempo y de la eternidad, del nacer y del morir. Atravesar cada uno de esos ojos mirando a Dios, atento a su Voluntad, es el secreto de la felicidad humana, incluso de la santidad. "Cada segundo -escribe San Francisco de Sales- viene a nosotros cargado de una invitación de Dios, y cada segundo se hunde en la Eternidad cargado de nuestra respuesta".

Haz lo que haces, lo que estés haciendo; hazlo bien, conviértelo en don. Ofrécelo al Señor. En todos los órdenes de la vida: si estudias, pon todo tu empeño, de igual manera que si estás orando o haciendo deporte. Incluso en tiempo de confinamiento obligado.

Durante su vida en la tierra, Cristo estaba donde tenía que estar. En vez de soñar su obra, la realizaba. En lugar de pensar cuando trabajaba en Nazaret: ‘es demasiado poco para mí’, decía: ‘aquí está mi tarea y mi lugar’. Hay que saber estar donde se debe estar… En un espacio pequeño, en una ocupación insignificante, un alma grande encuentra donde desplegarse. Profundiza. Trasciende. No es preciso cruzar todo el mundo… Basta trabajar donde Dios nos coloca, llenando de amor la obligación de cada instante. A cada día le basta su afán.

Rodeaba a Momo una penumbra dorada... Poco a poco, se fue dando cuenta de que se hallaba bajo una cúpula inmensa, totalmente redonda, que le pareció tan grande como todo el firmamento.

En el centro, en el punto más alto, había una abertura circular por la que caía, vertical, una columna de luz sobre un estanque igualmente circular, cuya agua negra estaba lisa e inmóvil como un espejo oscuro.

Muy poco por encima del agua titilaba en la columna de luz algo así como una estrella luminosa; era como un péndulo increíble que oscilaba sobre el espejo oscuro.

Cuando el péndulo estelar se acercaba lentamente a un extremo del estanque, salía del agua, en aquel punto, un gran capullo floral. Cuanto más se acercaba el péndulo, más se abría, hasta que por fin quedaba totalmente abierto sobre las aguas.

Era una flor de belleza tal, que Momo no la había visto nunca. Parecía componerse solamente de colores luminosos que Momo nunca había sospechado siquiera existieran.

Pero entonces, muy lentamente, el péndulo volvió a oscilar hacia el otro lado. Y mientras, muy poco a poco, se alejaba, Momo vio consternada que la maravillosa flor comenzaba a marchitarse… como si desapareciera para siempre algo totalmente irrepetible.

Pero al mismo tiempo comenzaba a abrirse al otro lado del estanque el capullo de una nueva flor, más hermosa todavía. (…) Momo se fue dando cuenta de que cada nueva flor era totalmente diferente a la anterior y que la que estaba floreciendo le parecía cada vez la más hermosa.

Le parecía que nunca se cansaría de este espectáculo.

Y Momo escuchó… Era la música que a veces oía, muy bajito y como de muy lejos, mientras escuchaba el silencio de la noche estrellada... Iba entendiendo poco a poco... Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos. Y comprendió que todas esas palabras iban dirigidas a “ella”.

—Maestro “Hora” —murmuró—, nunca pensé que el tiempo de todos los hombres es... tan grande —dijo por fin.

—Lo que has visto y oído, Momo —respondió el maestro “Hora”—, no era el tiempo de todos los hombres. Sólo era tu propio tiempo. En cada hombre existe ese lugar, en el que acabas de estar. Pero no se puede ver con ojos corrientes.

—¿Donde estuve, pues?

—En tu propio corazón —dijo el maestro “Hora”, y le acarició el revuelto pelo.

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MORIR DE ÉXITO… POR FALTA DE SENTIDO

El libro de Michael Ende nos muestra cómo los ladrones del tiempo que manipulan a los hombres hasta eclipsar su conciencia, los “hombres grises”, deciden actuar contra Momo de una forma cruel: dañando a sus amigos y apartándolos de ella para que así no tenga a nadie a quien querer.

“-Esa niñita depende de sus amigos. –reflexionan los hombres grises reunidos-. Le gusta regalar su tiempo a los demás. Pero pensemos, por un momento, qué ocurriría si ya no hubiera nadie con quien pudiera compartir su tiempo… Nos limitaremos a apartar de ella a todas esas personas, de modo que ya no pueda encontrarlas. Entonces estará completamente sola. ¿De qué le servirá entonces el tiempo? Será una carga, incluso una maldición. A la corta o a la larga, ya no lo soportará.”

Es muy elocuente lo que se está diciendo: el tiempo –porque en el fondo es vida, nuestra vida- es para darlo. Si no se da, se convierte en una carga y una maldición. Es literalmente “tiempo muerto”, insoportable. El tiempo que no es entrega y servicio a “a los demás” está vacío, es la vivencia de una existencia vacía, sin verdadero sentido, vivida en falso.

Momo había estado retirada durante un año -que se le pasó rapidísimo, como si fuera un solo día- descubriendo la presencia en su corazón de ese tiempo que es vida verdadera, llena de sentido y de valor. Durante ese periodo de tiempo los hombres grises habían actuado eficazmente para corromper a sus amigos envenenando su corazón y apartarlos de Momo para siempre.

“Con Gigi Cicerone a los hombres grises les había resultado muy fácil. La cosa había empezado cuando apareció en un periódico un largo artículo sobre Gigi. “El último narrador auténtico”, había dicho el titular.

De resultas de eso, cada vez venía más gente al viejo anfiteatro para ver y oír a Gigi… Pronto le contrató una agencia de viajes que le pagaba una buena suma por enseñarle como si fuera un monumento. Los turistas llegaban en autocares.

Pero sus cuentos ya no tenían alas, aunque seguía negándose firmemente a contar dos veces la misma historia.

A los pocos meses le contrató la radio y después la televisión. Contaba sus historias tres veces por semana ante millones de oyentes y ganaba montones de dinero.

Por esa época ya no vivía cerca del viejo anfiteatro, sino en otro barrio, donde vivía toda la gente rica y famosa. Tampoco se llamaba Gigi, sino Girolamo.

Y dejó de inventar, como antes, historias nuevas. Ya no tenía tiempo. Y cuando hubo contado la última sintió, de repente, que estaba vacío y hueco y que no podía inventar nada más.

Ahora tenía tres secretarias eficientes que hacían los contratos por él, a las que dictaba sus historias, que le hacían la publicidad y regulaban sus citas. Ya no le quedó ningún momento para buscar a Momo.

Un día gris recibió la llamada de los hombres grises: —No hace falta que nos presentemos. Nos perteneces desde hace tiempo. No digas que no lo sabíais.

—Ahora soy un gran hombre, les dijo. ¡Veremos si podéis conmigo!

—Tú no eres nadie —dijo la voz—. Nosotros te hemos hecho. Tú eres un muñeco de goma. Nosotros te hemos hinchado. Pero si nos molestas, te haremos deshinchar. ¿Acaso crees en serio que lo que eres ahora lo debes a tu insignificante talento? Hemos sido nosotros los que hemos hecho realidad todos tus sueños.

—¡Eso no es verdad! —replicó Gigi——. ¡Es mentira!

—Precisamente tú quieres venirnos con la verdad. Antes gastabas tantas palabras sobre lo que es y no es la verdad. Pobre Gigi, no sacarás nada bueno si tratas de atenerte a la verdad. Te has hecho famoso con nuestra ayuda por tus embustes. Lo único que conseguirás es que tu éxito se vaya tan rápidamente como vino… ¿Acaso no es mucho más agradable ser rico y famoso?

—Sí —reconoció Gigi, con voz ahogada.

A partir de ese día, Gigi había perdido todo el respeto por sí mismo. Renunció a su plan y siguió como hasta entonces, pero se sentía un estafador. Y lo era. Antes, su fantasía le había llevado por caminos alados. Pero ahora mentía.

Se convirtió en el payaso, en el pelele de su público, y lo sabía; sus cuentos se volvían cada vez más estúpidos o sentimentaloides. Pero eso no dañaba su éxito; al contrario, se decía que era un nuevo estilo. Se convirtió en la gran moda. Pero a Gigi no le causaba alegría. Ahora sabía a quién se lo debía. Lo había perdido todo.

Pero seguía corriendo con el coche de una cita a otra, volaba en los aviones más rápidos y dictaba ininterrumpidamente sus viejas historias, con ropajes nuevos, a sus secretarias. Según todos los periódicos, era “sorprendentemente fructífero”.

Así, Gigi el soñador se había convertido en Girolamo el embustero.

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EL VACÍO DE LA JAULA DE ORO

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

En nuestra anterior reflexión, dejamos al bueno de Gigi, el contador de historias amigo de Momo, encumbrado en el éxito y la riqueza, sumido en el utilitarismo difundido por los ladrones del tiempo, y convertido en un mentiroso. Era rico y famoso, pero era esclavo de las prisas, de la superficialidad y de las apariencias. Ya no era él mismo.

Hoy leemos en el capítulo 15 del libro de Michael Ende, que Momo ha regresado de nuevo a la ciudad, y buscando a sus amigos tiene noticia de que Gigi es la nueva estrella de la televisión, la radio y los periódicos y que solo se dedica a cosas importantes… Además, ahora vive en la zona más rica de la ciudad. Por eso, Momo decide ir a buscarle.

Pero el encuentro no puede ser más decepcionante. Gigi habla sin parar y no escucha. Sabe que su vida “de tejas abajo” es superficial y vacía, ya no es capaz de soñar. No vive en paz, sino disperso y apresurado, esclavo de las prisas y de su propia jaula de oro. Su vida en el fondo es un infierno… pero es un infierno “cómodo”, dirá. Aunque eso tampoco es verdad.

Gigi sabe que necesita Momo, pero quiere arrastrarla a su vida de lujo, apariencias y apresuramiento. Gigi necesitaba volver a ser Gigi, pero no le habría servido de nada que Momo dejar de ser Momo. Sólo podremos ayudar a los demás a sacar lo bueno de sí mismos cuando nosotros luchemos por ofrecerles también lo mejor de nosotros, y de verdad. Si esta comunicación profunda no es posible, la mera proximidad física se convierte en una insalvable distancia, y en una coexistencia insoportable.

La última casa, en lo alto de la calle, estaba rodeada de un muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín era de planchas de hierro, de modo que no se podía mirar al interior. No se veía por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.

En ese momento se abrió, de repente, la puerta y salió, a toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempo justo de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.

El coche frenó con un gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigi saltó al suelo.

—¡Momo! —gritó, con los brazos extendidos—. ¡Es Momo en persona; mi pequeña Momo!

Momo se había levantado de un salto y corrió hacia él. Gigi la recogió y la levantó en sus brazos.

—¿Te has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero siguió hablando—:

Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una prisa enorme, ¿entiendes? Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía que volvieras. ¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía? ¡Tenemos que contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosas mientras tanto! ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo, ¿qué hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes, Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía estábamos todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qué tiempos tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.

Momo había intentado varias veces contestar a Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, se limitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto de antes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera, le resultaba muy extraño.

Mientras tanto, se habían apeado del coche cuatro personas más: un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tres señoras de caras severas y muy maquilladas.

La segunda señora echó una mirada a su reloj.

—Si no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delante de las narices.

—Dios mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedo hablar unas palabras con tranquilidad, después de tanto tiempo. Ya lo ves, Momo, no me dejan.

—Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nos paga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.

[Entonces invitó a la niña a subir al enorme vehículo.]

—Ya lo ves. A eso hemos llegado. No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Ya no me queda nada con qué soñar. Estoy harto de todo.

Miró por la ventanilla, triste.

—Lo único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, no contar nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida, volver a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, y sin ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por eso prefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, pero por lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! No podrás entenderlo.

Momo sólo le miraba y entendía que estaba enfermo, mortalmente enfermo. Intuía que los hombres grises no eran ajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismo no lo quería.

En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto. Allí ya esperaban a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unos periodistas le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero las azafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegar en pocos minutos.

Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Escúchame, Momo —dijo en voz baja—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en este viaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa. Puede que entonces se me vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿te acuerdas? Por favor, ayúdame.

A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el corazón por ello. Pero sentía que ese no era el buen camino, que Gigi tenía que volver a ser Gigi y que no le serviría de nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos se llenaron de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió. Asintió, triste, mientras que las señoras, a las que él mismo pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar con la mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya había desaparecido.

Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Le parecía que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.

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TODO LO QUE NO SE DA, SE PIERDE

Hasta ahora hemos acompañado a la pequeña protagonista de este cuento, aprendiendo con ella el valor del tiempo, ese tiempo que es vida y que reside en el corazón, y que ha de convertirse en don para otros si no queremos que sea un tiempo muerto, devorado por la enfermedad mortal de la tristeza, del aburrimiento o de la banalidad.

Este tiempo es en realidad la oportunidad que se nos ofrece para embellecer el mundo; una ingente cantidad de instantes, de “ahoras” irrepetibles que hemos de convertir en don. ¿Os habéis dado cuenta de que al ahora lo llamamos también presente, porque tiene sentido de regalo? La lógica del don es paradójica: cuando uno da, y da de corazón, no pierde. En su libro La ciudad de la alegría, el escritor Dominique Lapierre recuerda un proverbio indio: “Todo lo que no es dado, es perdido”, todo lo que no se da, se pierde. Y es que en el fondo sólo se tiene lo que se da.

En una sociedad economicista, movida sólo por el deseo de tener y acaparar, esto no se entiende. Si das algo, lo pierdes, te quedas sin ello. Y por eso el tiempo se convierte en oro, en un capital que no debe darse gratis sino que ha de invertirse para obtener rendimiento, ganancias, para lograr algo a cambio. Hacer y tener: así razonan los hombres grises en el cuento de Michael Ende, y con ese razonamiento convencen y esclavizan a las gentes que, sin saber por qué, empiezan a correr y a correr, pensando en no perder el tiempo en cosas inútiles, para tener éxito y ser más ricos, para tener más cantidad de un tiempo que ya no es vida, sino humo, banalidad. Tiempo muerto. La radical esterilidad.

Sin embargo hay bienes que no se ven ni se miden, pero que hacen que esta vida valga la pena ser vivida. Son los bienes mayores, los más valiosos, los que precisamente no tienen precio: el amor personal, la amistad, el perdón, la experiencia de la belleza, la acogida sincera, el esmero que se pone en el trabajo bien hecho, la ayuda generosa, la heroicidad en lo pequeño como en lo extraordinario…

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

Este es el gran error: pensar que somos lo que tenemos, pensar que se puede comprar cualquier cosa, incluso el aprecio incondicional de los demás. ¿En qué consiste la situación más trágica para la persona? De acuerdo con la lógica de los hombres grises, la escasez de recursos, la pobreza o indigencia material.

Pero según la lógica de la donación, la de Momo, la auténtica pobreza sería más bien la escasez de alegría, la incapacidad de hacer del propio tiempo un don incondicional, gratuito; y por lo tanto el carecer de amigos. Porque, como dice el psiquiatra Viktor Frankl, “la puerta de la felicidad sólo se abre hacia afuera”.

¿Recuerdan lo que se dice en El principito? “Lo que hace importante a tu rosa es el tiempo que tú has perdido con ella”. Pocas cosas hay que contribuyan tanto a crear lazos personales, vínculos y realidades valiosas, como el dedicar tiempo gratuitamente a los demás. ¿Por qué? Porque el tiempo nos pertenece en exclusiva, y una vez gastado, ya no vuelve. Es totalmente nuestro. Y así, al dedicar tiempo a alguien, ese alguien se hace único en nuestra vida. Porque somos nosotros los que nos damos en ese tiempo. Y eso es precisamente el amor. Darse, servir, dedicar tiempo y atención a quien amamos.

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DEL MIEDO A LA CONFIANZA AUDAZ

Momo, después de haber contemplado las flores horarias, los “instantes” que residen en su corazón y la hermosura de ese milagro que es la existencia, se siente apesadumbrada y a oscuras. Al volver al lugar donde conoció a sus amigos, comprueba que todos han caído en la trampa de la avidez, de la codicia y de la explotación del tiempo; y se siente terriblemente sola y abandonada pues ya no hay quien la escuche.

Ella habría querido volver a encerrarse en su corazón para acariciar sus “flores horarias” y escuchar su eterna y misteriosa melodía, pero no termina de conseguirlo. La oscuridad se agranda. Es entonces cuando cae en la cuenta de algo muy profundo:

“Que durante este tiempo de oscuridad había pensado solo en sí misma, en su propio abandono, en su miedo. Cuando en realidad eran sus amigos los que estaban en peligro.”

Uno de los hombres grises le había dicho a Momo, a gritos:

“—Los hombres hace tiempo que son inútiles. Ellos mismos han convertido el mundo en un lugar donde ya no hay sitio para ellos. “Nosotros” dominaremos el mundo.”

Y se dio cuenta de que su tiempo le había sido dado para ayudar a sus amigos a ser mejores y felices.

“Eso era lo que vivía ahora: que hay riquezas que lo matan a uno si no puede compartirlas.”

Y entonces se produjo el cambio.

“El sentimiento de miedo y desamparo, repentinamente, se volvió en su contrario. Lo había superado. Ahora se sentía valerosa y confiada, como si ninguna fuerza del mundo pudiera hacerle nada; o, mejor dicho, ya no le importaba nada de lo que le pudiera ocurrir.”

Momo se lanza entonces a luchar contra los hombres grises para devolver su tiempo a los hombres, ese tiempo que es vida y gracia. Para ello tendrá que superar una espesa y asfixiante cortina de humo –que desde una clave cristiana bien podríamos interpretar como el pecado, puesto que surge de la putrefacción de la vida, del tiempo entregado a los hombres, bajo la insidia tentadora de los ladrones del tiempo y de la vida por los que los humanos se han dejado convencer: “es un infierno”, llega a decir Gigi, convertido en el triunfador pero desesperado Girolamo, “pero es cómodo…”

“Esa muralla de humo –explica el Maestro Hora a Momo- se compone de tiempo muerto… En cada hora que yo doy a los hombres se mezcla algo del tiempo muerto, fantasmal, de los hombres grises. Y cuando los hombres lo reciban, enfermarán de ello, enfermarán de muerte.

-¿Qué enfermedad es esa?, pregunta Momo.

—Al principio apenas se nota. Un día, ya no se tiene ganas de hacer nada. Nada le interesa a uno, se aburre. Y esa desgana no desaparece, sino que aumenta lentamente. Se hace peor de día en día. Uno se siente cada vez más descontento, más vacío, más insatisfecho con uno mismo y con el mundo. Después desaparece incluso este sentimiento y ya no se siente nada. Uno se vuelve totalmente indiferente y gris, todo el mundo parece extraño y ya no importa nada. Uno ya no puede alegrarse ni entristecerse, se olvida de reír y llorar. Entonces se ha hecho el frío dentro de uno y ya no se puede querer a nadie. Cuando se ha llegado a este punto, la enfermedad es incurable. Ya no hay retorno. Se corre de un lado a otro con la cara vacía, gris, y se ha vuelto uno igual que los propios hombres grises. Se es uno de ellos. Esta enfermedad se llama aburrimiento mortal.

No vamos a detallar la confrontación entre Momo y los hombres grises. Baste decir que es el enfrentamiento entre la pureza, la ingenuidad, la esperanza, la vitalidad de una niña que no tiene ningún bien material pero que conoce los valores importantes de la vida: la amistad, la generosidad, la bondad y la escucha. Por otro lado, los hombres grises, fantasmas tristes y fríos, que viven robando tiempo, vida y sentido a los hombres.

El triunfo de Momo es el del bien sobre el mal, y llevará finalmente a que las gentes vuelvan a dedicar su atención a sus semejantes, a admirar la belleza de una flor y el canto de los pájaros… Todo culmina, como debe ser, con una celebración festiva, que durará hasta que el cielo se cubra de estrellas… Una fiesta de esas que brotan al lograr el bien que amamos; una fiesta que es un a la vida y gratitud.

“Y cuando hubieron acabado el júbilo y los abrazos y los apretones de manos y las risas y los gritos, todos se sentaron en las gradas de piedra, cubiertas de hierba. Se hizo un gran silencio. Y Momo se puso en el centro de la plazoleta. Pensaba en las voces de las estrellas y las flores horarias.

Y entonces se puso a cantar con voz clara.”

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A LA PLENITUD POR LA ENTREGA SINCERA

Concluimos ya nuestra lectura del libro Momo, de Michael Ende. Es tiempo de hacer balance de lo que hemos ido considerando hasta aquí.

Momo no es un cuento de hadas para niños; es en realidad un poderoso mensaje para los adultos. En él se explica cómo el hecho de perseguir el éxito profesional o el dinero como único fin solo trae la infelicidad. Lo importante es saber emplear tu tiempo en escuchar, en ponerte en el lugar del otro, en ayudarle a conocerse, juzgarse y valorarse a sí mismo. Se trata de ayudarle a desarrollar lo mejor de sí.

Amar de verdad implica atender, comprender, aceptar y valorar. Pero todo eso requiere tiempo. Un tiempo que es vida cuando se convierte en don, y que se pudre y se hace infecundo cuando se quiere aprisionar con avaricia, cuando el amor ofuscado a los medios que facilitan la supervivencia nos hace perder de vista los verdaderos fines de la vida.

Momo es una niña con un don muy especial: sólo con escuchar consigue que los que están tristes se sientan mejor, los que están enfadados solucionen sus problemas o que a los que están aburridos se les ocurran cosas divertidas. De repente, la llegada de los hombres grises va a cambiar su vida. Porque prometen que ahorrar tiempo es lo mejor que se puede hacer, y pronto nadie va a tener tiempo para nada. Ni siquiera para jugar con sus niños. Momo es la única que no cae en la trampa, y sirve de piedra de toque para la conciencia de quienes la conocen y la tratan. Su descubrimiento del valor del tiempo y su pureza de corazón, que le hace ser fiel a sí misma incluso a contracorriente, nos dejan un tesoro de enseñanzas sobre la amistad, la bondad y el valor de las cosas sencillas.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

Al mismo tiempo pretende mostrarnos que cada humano tiene un tiempo que es vida, un tiempo precioso que debe atesorar y emplear solamente en atender y compartir vida, afanes y gozos con los demás, en especial sus más próximos, sus vecinos.

Los antagonistas de la pequeña Momo, los hombres grises, son símbolo de una amenaza real: la pérdida de lo humano en la sociedad contemporánea. Estos diablejos, fantasmas cenicientos viven del tiempo ahorrado de los hombres, tiempo quitado a la familia, a los amigos, a la vida, y entregado completamente a la efectividad de un trabajo rápido, extenuante e impersonal.

“Ahorrar, ahorrar, ahorrar”, se convierte en el lema de la humanidad entera, hasta que ya nadie tiene tiempo para nadie. “Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.” Como si no hubiera un más allá y todo se resolviera a golpes de voluntad humana. Se dice que “el tiempo es oro”, pero se nos olvida cada vez más que sobre todo «el tiempo es vida, y que la vida reside en el corazón».

Existir es ya un regalo. Convertir la vida en don y compartirlo es finalidad para la vida. El don es una forma de servicio que excluye la obligación de retorno. Puede haber en ella reciprocidad, pero ésta siempre es libre, gratuita. Uno no da para recibir nada a cambio, sino por interés sincero hacia el bien del otro a quien se ofrece el don.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

El tiempo cobra verdadero valor dándolo, convirtiéndolo en escucha y servicio para otras personas. Pero ahorrándolo, como sugieren los tentadores sin alma, la vida se apaga y el tiempo se destruye, convirtiéndose en “tiempo muerto”. Llevados por la tentadora propaganda difundida a gran escala por los hombres grises, los humanos empiezan a desvivirse por nada en realidad. Sólo piensan en acaparar su tiempo para sí mismos y entonces es cuando de verdad lo pierden. La ciudad se llena de edificios de hormigón tristes y feos, todos semejantes. “No son casas, son “almacenes de gente”, dirá Nicola, el amigo albañil de Momo. Se multiplican los “depósitos para niños” para que aprendan a hacer cosas útiles para el futuro y han dejado de jugar. Sus padres, como todo el mundo, ya no tienen tiempo para dedicarse a ellos, y todos se mueven deprisa, trabajan deprisa, como si alguien les estuviera persiguiendo. En esta nueva sociedad, dominada por los hombres grises, ya no hay tiempo que perder: tiempo y vida para charlar, para sonreír, para soñar, ya no hay espacio para la imaginación, la creatividad, pero sobre todo ya no hay tiempo para escuchar, para dedicarlo a los que nos importan. La frase más repetida y triste, que inunda el mundo como una humareda asfixiante, es “no tengo tiempo”.

Momo es una metáfora brillante y a la vez terrible sobre la era del consumismo, de la tecnología, de la fama televisiva y mediática, de la ambición y del control social. Una era en la que ya no hay tiempo para los valores importantes en los que reside la felicidad, y en la que sólo queda tiempo para trabajar deprisa, para conseguir el éxito, para seguir la ola de la multitud dominada por el utilitarismo y el hedonismo. El tema era sin duda muy actual en 1974, cuando se publicó por primera vez el libro, pero lo es aún más hoy en día. Correr, correr… hacia ninguna parte.

“Cada día eran más los que se dedicaban a lo que ellos llamaban “ahorrar tiempo”. Y cuantos más eran, más los imitaban, e incluso aquellos que en realidad no querían hacerlo no tenían más remedio que seguir el juego.

Diariamente se explicaban por radio, televisión y en los periódicos las ventajas de nuevos inventos que ahorraban tiempo, que un día, regalarían a los hombres la libertad para la vida “de verdad”. En las paredes se pegaban carteles en los que se veían todas las imágenes posibles de la felicidad. Debajo ponía en letras luminosas:

“Los ahorradores de tiempo viven mejor. Los ahorradores de tiempo son dueños del futuro. Cambia tu vida: ahorra tiempo.”

Pero la realidad era muy otra. Es cierto que los ahorradores de tiempo iban mejor vestidos que los que vivían cerca del viejo anfiteatro. Ganaban más dinero y podían gastar más. Pero tenían caras desagradables, cansadas o amargadas y ojos antipáticos. Ellos, claro está, (…) no tenían a nadie que pudiera escucharles y les ayudara a volverse listos, amistosos o contentos. Pero incluso si hubieran tenido a alguien así es más que dudoso que jamás hubieran ido a verle, a menos que se hubiera podido resolver la cuestión en cinco minutos. Si no, lo habrían considerado tiempo perdido. Según decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que conseguir como fuera y a toda prisa diversión y relajación.

Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los amenazaba el silencio. Pero está claro que no se trataba de un ruido divertido, como el que reina allí donde juegan los niños, sino de uno airado y pesimista, que de día en día hacía más ruidosa la ciudad.

No se niega el valor relativo del tener y del hacer, sino que se afirma que, bien orientado, lo que hacemos y lo que poseemos se subordina al bien y al valor de la persona, del ‘ser mejor’ del otro.

Y es que además, el ser humano, en cuanto persona, no es una máquina de calcular, sino un ser asombrosamente capacitado para el don y que halla su felicidad precisamente en el don de si mismo. Porque este es el gran estupor: el ser humano es persona, es decir, un ser llamado a darse a sí mismo a través de su actividad, y que cuanto más da, más crece y es más plenamente humano.

Una lectura filosófica de Momo, de Michael Ende

La persona es el ser que puede darse a sí mismo sin perderse; antes bien, cuando se da a sí misma en lo que hace o en lo que da, se experimenta más plena y satisfecha.

No es que haya que despreciar o suprimir los contratos o el dinero mismo, o la dimensión instrumental de la vida. No. En absoluto. Pero se trata de medios y no de fines, de aspectos relativos a lo más valioso y digno: la persona humana misma y su dignidad constitutiva. Darse no es inadecuado a la naturaleza humana; todo lo contrario: es su vocación y coronación. Porque “el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (G. Spes, 24); porque –en última instancia- cada hombre y cada mujer es imagen y semejanza de un Dios Creador que es amor, puro don de sí.