La mujer: ¿en busca de una identidad perdida?

Autor: Andrés Jiménez Abad

(Publicado en: Cuadernos de pensamiento 34 (2021): pp. 165-194.
ISSN: 0214-0284 / ISSN-e: 2660-6070)

La mujer: ¿en busca de una identidad perdida?
“Es curiosa la visión monocular, propia de la perspectiva clásica en pintura, que manifiesta la tendencia a resolver el eterno conflicto del par, del «dos», eliminando uno en provecho del otro.” (Régine Pernoud)

Resumen

Elisabeth Badinter, tras criticar a finales del siglo XX un feminismo que se había encastillado en el victimismo a ultranza, reclama una conquista de la igualdad para las mujeres que no ponga en peligro sus relaciones con los hombres. Coincide así con destacadas feministas que insisten en una mayor valoración de la feminidad.

A la vista de la pugna suscitada actualmente entre el feminismo de género y el transfeminismo, por un lado, con mayoritarios sectores del “feminismo tradicional”, por otro, no parece descabellado reclamar una revisión de las bases antropológicas del feminismo, lo que incluye una mejor comprensión de lo que significa ser persona (masculina y femenina) y de una noción tan mal entendida por la Modernidad como es la de naturaleza humana.

Introducción

Un proverbio chino dice que la mujer sostiene la mitad del cielo, para muchos la más pesada. También puede afirmarse que sostiene la parte más fundamental de la vida, aquella en la que se defiende el valor de cada ser humano en particular y que se preocupa de manera fundamental por su educación y su cuidado.

Como escribe Julián Marías: “La mujer ha sido siempre la transmisora, la portadora del sistema de creencias de una sociedad y, en este sentido, la gran educadora. Nada importante arraiga si antes no pasa por la mujer, si ella no lo adopta.” (Marías, J.,1990, p. 24) Sin embargo, no ha dejado de ser la protagonista ausente de la historia. En muchos lugares y momentos, la mujer se ha visto relegada a una injusta y unilateral dependencia.

La escisión entre la vida pública y la vida privada generada por la mentalidad burguesa en el curso de la modernidad trajo consigo la separación y contraposición entre el sexo masculino, vinculado sobre todo a la primera, y el femenino, excluido de ella al verse reducidas las expectativas de la mujer al ámbito doméstico, el cual a su vez se vio injustamente devaluado en aras del triunfo social y la búsqueda de la riqueza, horizonte de los escenarios económicos y políticos, exclusivos de los hombres.

El siglo XIX verá la reivindicación de mujeres que reclaman igualdad de derechos civiles frente los varones sobre la base de una común dignidad. Hasta bien entrado el siglo XX tales reclamaciones no verán en Occidente sus primeros logros, como el acceso a los estudios superiores y el voto, pero la incorporación al tejido económico, aunque también se empezará a llevar a cabo, sobre todo a partir de la II Guerra Mundial, contará con el grave inconveniente de que las reglas de juego, pensadas para hombres que trabajan prioritariamente fuera del hogar, convertirán el mundo laboral en un territorio hostil para las mujeres.

La paulatina incorporación de las mujeres a un mundo laboral así concebido, ha llevado a muchas de ellas a la obligación de llevar una doble vida para hacer compatibles la dedicación profesional y la familiar.

Esta “doble presencia”, en el trabajo dentro y fuera del hogar, no compensada aún por una dedicación suficiente del varón al ámbito doméstico, ha llevado a muchas mujeres al estado anímico de no sentirse presentes de verdad en ninguno de los dos sitios, y por lo tanto a vivir más bien una “doble ausencia”. Parece evidente que algo no se ha hecho bien, ni cuando la mujer se vio alejada del protagonismo que le corresponde en la historia de la humanidad -dentro y fuera del hogar- ni cuando se ha incorporado al sistema productivo en el siglo XX.

Durante la época moderna, que otorgó máximo relieve a la vida pública, la mujer ocupaba un lugar juzgado como secundario en ese escenario. Se debería hablar en cierto modo de una “semihistoria”, en la que las mujeres parecen haber estado generalmente ausentes. Ello apremia a hacer justicia acerca de esta situación, pero evitando caer en formas de unilateralismo opuestas, igualmente parciales y negativas.

La historia de la humanidad ha de ser comprendida como la trayectoria de unos acontecimientos que no se reducen a la vida pública -en la cual la visibilidad ha sido acaparada por el hombre-. Si se considera bien, no es posible realmente una vida pública sin la base nutricia de la vida familiar y doméstica. Es en la familia estable, en la que la mujer generalmente ha tenido un papel esencial, donde se viene a la vida y se aquilata el ser de las personas, su vida moral, sus fortalezas, sus necesidades.

Una historia que pretenda dar cuenta cabal del curso de los acontecimientos humanos, con sus luces y sus sombras, debe reparar en la aportación de la mujer, sin la cual aquél no se puede entender ni valorar adecuadamente. Pero esto supone preguntarse en primer lugar si el dimorfismo sexual de la especie humana justifica un reparto excluyente de los ámbitos a través de los cuales el ser humano está presente y se desarrolla en este mundo, y si el poder -heredero y en muchos casos sinónimo de la fuerza- es el ámbito natural y adecuado para el crecimiento del ser humano en su misma humanidad.

Etapas del movimiento feminista

Aunque corramos el riesgo de caer en la simplificación, parece necesario recordar antes el trayecto seguido por el movimiento feminista desde su aparición con el fin de proyectar algo de luz sobre el panorama actual, en el que se observa una diversidad de discursos no siempre coincidentes, e incluso beligerantes entre sí.

1) El primer feminismo, tras los pasos de Olimpia de Gouges, guillotinada en 1793, da sus primeros e importantes pasos a mediados del siglo XIX y se extiende aproximadamente hasta 1930. Mary Wollstonecraft (1759-1797), en su obra Vindicación de los derechos de la mujer (1792), argumentaba que las mujeres no son por naturaleza inferiores al hombre sino que parecen serlo porque no reciben la misma educación, y que hombres y mujeres deberían ser tratados por igual como seres racionales. Con esta obra, estableció las bases del feminismo liberal.

Este movimiento es el llamado sufragismo, reivindica para la mujer el derecho al voto, el cual venía siendo privilegio de los varones desde el Renacimiento. Su objetivo principal será el acceso de la mujer, en igualdad de condiciones, a la economía, la política y la educación, que son actividades sociales hegemónicas durante la Modernidad. Por otro lado, se reclamarán derechos económicos, sociales y políticos, entre los que se incluirán el divorcio y el control de natalidad. Las primeras feministas de izquierda vincularon la opresión económica y política con la sexual, por lo que se posicionaron contra el matrimonio y la “familia tradicional”, defendiendo el “amor libre”, lo que les hizo en un principio un tanto impopulares.

2) El llamado segundo feminismo destaca en torno a los años sesenta y viene a coincidir con el llamado feminismo radical. Surge en Estados Unidos alrededor de Betty Friedan y de su libro La mística femenina. Unos años antes Simone de Beauvoir había publicado El segundo sexo, que se convertirá en libro de referencia del feminismo radical hacia 1968. Ambas autoras serán las abanderadas de esta segunda ola, que incorpora el placer a la lógica de la lucha de clases inspirándose en algunas de las doctrinas de Marx y Freud, de la mano de Bataille, Marcuse y el existencialismo de Sartre.

El “enemigo intelectual” a batir es aquí el “esencialismo”, que se identifica con un “naturalismo determinista”, al cual se atribuye la división de funciones y roles entre el hombre y la mujer -con sus consiguientes estereotipos-, y en el que se basaría la “concepción patriarcal” y la discriminación histórica de la mujer. Cobra así fuerza una concepción “culturalista” del ser humano, según la cual la diferencia entre hombre y mujer quedaría reducida al aspecto biológico, mientras que todo lo demás sería fruto de los planteamientos histórico-culturales y las luchas de intereses en términos de poder.

Este segundo feminismo alentará a las mujeres a liberarse de la “trampa de la maternidad” (Beauvoir) y del hogar, ese “confortable campo de concentración” (Friedan) herencia del patriarcado, que entorpecían sus aspiraciones de autorrealización.

En esta segunda etapa se pueden distinguir a su vez, de manera algo esquemática pero con bastante claridad, dos modelos diferentes:

Por un lado, el modelo liberal reformista, en Estados Unidos y Canadá, con un perfil más cultural, y que a través de los Women’s Studies empieza a introducirse en las universidades anglosajonas. Reclama que la mujer adquiera el dominio de su propio cuerpo y su sexualidad, y que se integre de lleno en el escenario público. Para ello plantea reformas legales que supriman las discriminaciones hacia las mujeres en la vida social. Trabajan mediante grupos de presión en el ámbito institucional.

Por otro lado, el modelo socialista, singularmente en Europa. Su activismo  se orienta a la intervención directa en la política, de acuerdo con los esquemas de la lucha de clases, que considera no obstante insuficientes. Frente al varón y al sistema masculino-patriarcal-capitalista, germen verdadero de una opresión radical, reivindica los derechos de la mujer. Persigue la auténtica revolución (no solo del sistema productivo sino también del reproductivo), lo que supone entre otras cosas la desaparición de la familia.

A finales de los años sesenta ambos modelos confluyen en una misma causa a pesar de sus diferencias, generando una estrategia de acción común que ha contribuido a configurar una ideología y una presencia de gran repercusión hasta nuestros días.

El feminismo norteamericano creció en el mundo universitario sobre todo con la creación de los Women’s Studies, ya mencionados, a través de los cuales se buscaba cambiar esquemas de pensamiento y actitudes culturales y sociales. Desde ellos se asesoraba a poderosos lobbies presentes en el seno de agencias y oficinas internacionales. En los países escandinavos se produce el mismo fenómeno, que hará sentir su influencia en las políticas de la naciente Unión Europea. Desde los años ochenta el feminismo radical estará cada vez más presente en universidades y organismos, ONGs, Agencias e Instituciones internacionales.

3) La tercera fase del movimiento feminista puede situarse a finales del siglo XX, sobre todo tras la IV Conferencia Mundial de la Mujer celebrada por la ONU, que había sido precedida por la CEDAW (Declaración sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer) en 1967. En los años noventa, esta tercera ola del feminismo denunciará abiertamente que el debate feminista debía ser revisado drásticamente. Hasta entonces, se afirma, se había centrado en un tipo de mujer (occidental, blanca, heterosexual y acomodada), dejando fuera a las mujeres negras, marginadas, lesbianas y a las transexuales.

A partir de este momento el revisionismo dará origen al enfoque de género. Judith Butler, en su libro El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), enfatiza que el rol de hombre o de mujer no vendría determinado por la naturaleza biológica constitutiva, sino que es una construcción económica y cultural. El siguiente paso será afirmar que la identidad sexual depende en exclusiva de la autodeterminación de cada individuo. A grandes rasgos, puede afirmarse que en este tercer feminismo el énfasis en la “igualdad” dará paso a la promoción de la “diferencia femenina”, y a la vez a la “inclusión” en la cultura y en los ámbitos sociales neurálgicos de todas sus posibles expresiones y modalidades.

La IV Conferencia de la ONU sobre la Mujer, celebrada en Beiging en septiembre de 1995, decíamos, puede considerarse como el momento en que la ideología o perspectiva de género inicia una fulgurante difusión internacional, especialmente en el ámbito político, de la mano de organismos y agencias internacionales.

El enfoque de género implica una diversificación de las identidades, que conlleva una importante deriva del feminismo hacia el lesbianismo y al auge del movimiento LGTBI, en confluencia con el movimiento Queer.

Tomando pie en los planteamientos de Judith Butler, la teoría queer considera que toda identidad sexual es “anómala”, incluida obviamente la heterosexualidad, ya que todos los deseos sexuales humanos son igualmente legítimos. Se propone eliminar la categoría de sexo y sustituirla por identidad de género, más fluida y abierta a la autodeterminación individual.

Mientras algunas feministas, en su mayoría jóvenes, aceptaron la teoría queer sin problemas y no tenían reparo en incluir a las mujeres transexuales en sus reivindicaciones (es el llamado transfeminismo o feminismo trans), el feminismo clásico empezó a mostrar una incomodidad cada vez mayor, señalando que la mujer es el sujeto político del feminismo, y si ya no hay hombres y mujeres sino construcciones socioculturales e individuales variables, el feminismo dejaría de tener sentido.

Volveremos más adelante sobre este importante asunto. Antes vamos a remontarnos al que consideramos origen histórico-filosófico del marco en el que hacen su aparición las reivindicaciones del movimiento feminista.

La deriva de la Modernidad:
separación entre la vida privada y la vida pública

Suele entenderse la Modernidad como el curso del pensamiento y de las mentalidades producido en Occidente desde el siglo XV hasta el siglo XX. Este término, sin embargo, no es estrictamente cronológico sino cultural: afecta sobre todo al curso de las ideas que arranca en la baja Edad Media, con el nominalismo ockhamista singularmente, y halla su culmen en el triunfo de la Ilustración y su hija primogénita, la Revolución Francesa.

Desde el punto de vista de las ideas, el momento de eclosión más decisivo de este periodo es sin duda la Ilustración, que pondrá las bases ideológicas dominantes durante la revolución industrial y en el proceso de urbanización que le siguió, determinando en gran medida el panorama cultural contemporáneo. De entrada, para el propósito de estas líneas, nos detendremos en los dos primeros aspectos.

La revolución industrial trajo consigo importantes cambios familiares y sociales; el proceso que llevó desde el campo hasta las ciudades a grandes sectores de la población tras la proliferación de las fábricas y la instauración del nuevo régimen, modificó los modos de vida y de trabajo.

En las épocas preindustriales, la familia extensa era una unidad productiva en la que el ámbito doméstico y el laboral estaban estrechamente unidos. Las mujeres colaboraban estrechamente en las diversas labores y no se dudaba de la centralidad y necesidad de su aportación. Más tarde, las fábricas sustituirán a talleres y granjas; los hombres acuden mayoritariamente a la ciudad e incluso a las colonias de ultramar a ganar un salario, mientras que muchas mujeres quedan en el hogar, atendiendo a los niños y a los más mayores.

Empieza a considerarse “trabajador” sólo a quien gana un salario. La mujer podrá elegir, a lo sumo, entre colocarse como mano de obra barata y poco cualificada, o permanecer en el ámbito doméstico, ya sea como “ama de casa”, como sirvienta o auxiliar. Se agudiza una división de funciones que excluye de manera decisiva a la mujer de la vida económica, política y cultural. Los varones asumen las actividades hegemónicas, la política, la economía y la ciencia. La llamada tecnoestructura [Las expresiones “tecnoestuctura” y “tecnosistema” pueden hallarse -diversamente matizadas pero con claras analogías- en los escritos de Daniel Bell, John Kenneth Galbraith y Alejandro Llano, entre otros.], formada por el Estado y por el mercado, y una ciencia cada vez más vinculada y sometida a sus demandas, llegará a convertirse en el principal patrimonio y legado de la Modernidad.

Vayamos ahora al aspecto ideológico y filosófico. Por su honda repercusión posterior, e incluso por su latente vigencia actual, es preciso mencionar el papel representado por el pensamiento y la actividad de Martin Lutero, que marcó en el siglo XVI un replanteamiento categórico en la trayectoria cultural de Occidente. Además de las convulsiones de carácter estrictamente religioso, la reforma luterana establece una tajante separación entre la conciencia -que preside el fuero interno- y las actividades temporales, el ámbito de la legalidad. El fuero interno es el ámbito de la moral y de la salvación por medio de la fe en Dios. El de los  asuntos y negocios temporales, por completo ajeno al primero, estará regulado por las disposiciones legales de una “racionalidad instrumental”, por usar el término acuñado por la Escuela de Frankfurt.

Bajo esta inspiración, la política y el mercado empiezan a desentenderse de la ética y de la vida religiosa, a la vez que se atisba el nacimiento de lo que dará en perfilarse como “Economía política”, en la que el significado personal y el uso dejan de considerarse relevantes y la única fuente de valor que se considera es el cambio, reflejado por el precio de mercado.

Con este giro se inicia una contraposición radical entre la vida privada y la vida pública, que será una de las características más relevantes de los tiempos modernos.

La cesura entre ambas esferas, la privada y la publica, traerá consigo la separación entre moral y racionalidad, entre subjetividad-subjetivismo por un lado y eficiencia-pragmatismo, por otro. Si se mira bien, no debería darse una exclusión recíproca entre ambas esferas, pero en la práctica el ámbito de la conciencia moral subjetiva acabará por vincularse de modo específico a las íntimas convicciones religiosas y morales del individuo y en cierto modo de la familia; en suma, del hogar, siendo la dimensión afectiva aquí altamente relevante.

Al mismo tiempo, y recíprocamente, los asuntos temporales, marcados  por la competencia técnica y la sagacidad para los “negocios”, quedaba bajo el alcance de los acuerdos y posturas determinados por la legalidad vigente, y por lo tanto del poder político y el comercio (de algún modo, también del poder militar, subordinado a ambos). Es el ámbito de la racionalidad -una racionalidad vinculada al lema de Bacon: “Saber es poder”- y de una libertad que mira hacia el enriquecimiento y el éxito social. Esta consideración de la vida pública entrará en fácil confluencia con una trayectoria cada vez más recurrente en el pensamiento político, surgida de la pluma de Nicolás Maquiavelo y claramente presente ya en el pensamiento de Thomas Hobbes, inspirador intelectual del absolutismo moderno pero también del liberalismo, y que se expresará de modo evidente en la Realpolitik del siglo XIX.

Y así, en una mentalidad moderna marcada por una antropología cada vez más pragmática y por el auge creciente de la burguesía, no es de extrañar que se acabe produciendo una escisión que tendrá también importantes consecuencias posteriores: la política, el comercio, la guerra, la vida púbica en general, serán tareas asignadas por antonomasia al hombre -racionalidad, poder, fuerza-, mientras que la mujer -sentimiento y receptividad- se convertirá en depositaria de la vida privada, configurada por las tareas domésticas, la atención a la familia y la educación religiosa y moral.

Tampoco resulta muy extraño que el redescubrimiento del derecho romano –que, entre otras cosas, sancionaba el estatus absoluto del paterfamilias- siembre en los albores de la edad moderna un importante factor de discriminación, ya que se establecen de nuevo las leyes sálicas y la prohibición de ejercer el comercio y la iniciativa económica por parte de la mujer, y se encumbra la autoridad del varón en la actividad política y en la familia misma, concebida en cierto modo políticamente, en detrimento de la mujer.

Para la mentalidad moderna, lo que mueve el mundo es el poder, que discurre esencialmente en el ámbito público y especialmente en la actividad económica y política (la guerra, incluso aunque obedezca a intereses económicos y comerciales, será en todo caso un instrumento esencialmente “político”). Marcado cada vez más por el espíritu burgués, el mundo moderno -en el cual el peso histórico recae sobre todo en el escenario público- se consolidará como un mundo netamente masculino. A partir del Renacimiento, en efecto, se había difundido una mentalidad ahora ya dominante, en la que el poder se considera lo decisivo y en la que se ensalza la productividad tangible, así como el dominio del mundo mediante la actividad política, comercial y fabril, competencias que se consideran ajenas por completo a las capacidades de la mujer. (Cfr. Ballesteros, J., 1995, 91 y ss.)

De manera correlativa, los valores que parece acaparar más fácilmente la mujer –la ternura, el cuidado y la donación a los demás, el conocimiento intuitivo, la receptividad amorosa de lo humano-, al parecer sin peso ni relieve público, serán menospreciados por una mentalidad racionalista y violenta en el fondo, quedando recluidos -junto con la mujer misma- en el ámbito doméstico. (Cfr. Blanco, B., 1991, 59)

Como fiel reflejo del pensamiento ilustrado de matriz luterana, G. W. Hegel justificará la exclusión de la mujer de la vida pública. Escribe en su Filosofía del Derecho: “El varón representa la objetividad y universalidad del conocimiento, mientras que la mujer encarna la subjetividad y la individualidad, dominada por el sentimiento. Por ello, en las relaciones con el mundo exterior, el primero supone la fuerza y la actividad, y la segunda, la debilidad y la pasividad.”

A comienzos del siglo XIX casi nadie duda de que el triunfo en la vida está vinculado a los asuntos públicos, al predominio político y al éxito en los negocios. Los estudios superiores, más relacionados con las competencias propias de la vida pública, al igual que las profesiones y los ámbitos de decisión, estarán vedados para la mujer hasta muy avanzado el siglo XX.

Como contraste, refiriéndose al “tiempo de las catedrales”, Régine Pernoud, tras analizar con detalle diversas fuentes históricas, concluye: “Vemos que las mujeres venden, compran, hacen contratos, administran propiedades y finalmente hacen su testamento con una libertad que ya habían perdido sus hermanas del siglo XVI, y más aún de los siglos XVII, XVIII y XIX.” (Pernoud, R., 1982, 182) El hecho es que a comienzos del siglo XIX las mujeres no podían presentarse a elecciones u ocupar cargos públicos, ni votar. No podían tener propiedades -que es tanto como decir que no existían socialmente-, estaban obligadas a transferir los bienes heredados al varón, como cabeza de familia. No podían tener negocios propios, dedicarse al comercio, ejercer la mayor parte de las profesiones, obtener créditos o disponer de una cuenta en un banco. No es exagerado afirmar que la sociedad industrializada y la llegada de una clase media burguesa hegemónica impulsaron al máximo el poder masculino, pasando la mujer a convertirse en cierto modo en posesión del marido y quedando al margen de la “historia que cuenta” (Cfr. Beard, M.R., 1972).

De este modo, el mundo configurado durante la Modernidad según el modelo del homo faber, desplazó a la mujer al reducto de la vida del hogar a la vez que desposeía a este de su importancia. Sería importante, por consiguiente, reflexionar sobre esta histórica devaluación de la “vida privada” -y de los valores relativos a la educación moral, la religiosidad y la dedicación al cuidado de las personas y de lo humano como tal- y sus consecuencias.

En primer lugar es necesario replantear la cesura efectuada entre vida privada y vida publica como si estuvieran regidas por diferentes legalidades éticas y jurídicas, por escalas de valores independientes entre sí. La filósofa española Adela Cortina, por ejemplo, ha denunciado que la “cosa pública” inventada por la Modernidad ha acabado convirtiéndose por su propia dinámica en una “cosa nostra”, asunto al fin de unos pocos y ajena a la moral; por ello ha insistido en la necesidad de considerar la vida pública desde criterios de moralidad y no sólo de eficiencia; y, a la vez, comprender la vida privada desde una plena racionalidad, de tal forma que no todo vale por el hecho pertenecer al “castillo” íntimo de cada uno. (Cfr. Cortina, A., 1998)

En segundo lugar, sería preciso reivindicar la aportación real de la “esfera doméstica”, de la familia misma, al ámbito de lo humano, al auténtico enriquecimiento de la vida en su conjunto. No está de más recordar que la familia -ese “lugar al que se vuelve”, en expresión de Rafael Alvira- se encuentra a la cabeza, no solo de las “instituciones” más valoradas, sino también de los “valores” mismos mayoritariamente reconocidos, como lo atestiguan una y otra vez oleadas sucesivas de encuestas realizadas entre jóvenes y adultos, al menos en España y en países latinos. A este respecto ha de insistirse en que esta esfera familiar es fundamento de los aspectos nucleares que dotan a las personas para su incorporación y aportación a la vida publica, al ámbito social en general. (Cfr. Alvira, R., 1998)

Nos hallamos aún hoy, sin embargo, ante un paradigma social diseñado por una civilización –la del humanismo androcéntrico del homo faber, meollo de la modernidad- en la que se echa de menos la sensibilidad por lo humano. Pero he aquí un fenómeno muy importante: “El protagonista de este mundo de valores es un hombre –varón- que ha cifrado en el poder su argumento vital, y en el éxito a ultranza el sentido de su vida. Muchas mujeres han caído en la tentación de pensar que ese era también su camino.” [Jiménez Abad, A.: “Cuando un sexo sufre, el otro sufre también. Hacia un nuevo feminismo.” http://lamiradaabiertaalser.blogspot.com/2015/02/cuando-un-sexo-sufre-el-otro-sufre.html]

“Por mal camino”

A mediados del siglo pasado, como es sabido, Simone de Beauvoir formuló la pregunta “¿qué es una mujer?”, y respondió que “no se nace mujer sino que se llega a serlo”,insistiendo en que ese “hacerse” carece de modelo. Sorprende que el feminismo radical cayera en la paradoja de adoptar en sus reivindicaciones el arquetipo del homo faber forjado por la Modernidad, lo que hizo que hubiera de enfrentarse a las contradicciones y problemas de una sociedad basada esencialmente en criterios de productividad y de eficiencia, profundamente desorientada acerca de lo que es importante en la vida y en la cual la competencia con el varón se hace notablemente difícil para las mujeres.

De hecho, el discurso feminista se ha diversificado notablemente a partir de los años sesenta: En un primer momento, escribe Elisabeth Badinter, “la imagen de la mujer tradicional se esfumaba para dejar paso a otra, más viril, más fuerte, casi dueña de sí misma y hasta del universo… Después de milenios de una tiranía más o menos suave que la condenaba a tareas subalternas, la mujer se convertía en la heroína de una película en la que el hombre interpretaba una papel secundario.” (Badinter, E., 2004, 16).

Con anterioridad, en su libro XY, la identidad masculina, de 1992, denunciaba ya que “para asemejarse a los varones, las mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina (sic) y a ser un pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de las alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria al imperialismo masculino”. (Badinter, E., 1993, 186)

Badinter, discípula de Simone de Beauvoir, destacada activista y estudiosa del movimiento feminista, sorprendió aún más con su libro Por mal camino, editado en 2003, en el que critica la dirección seguida desde los años ochenta por el movimiento feminista. Denuncia que “el feminismo radical” había dejado de defender el valor universal de la igualdad en la diferencia entre los sexos para lanzarse, enarbolando un victimismo a ultranza, a una lucha sin cuartel contra el sexo masculino y a favor de una discriminación positiva hacia las mujeres, por una parte, y por otra derivó hacia un individualismo anárquico -la “indiferenciación de las identidades”, “el relativismo sexual como principio político… que abre la vía a todas las excepciones”-, conducente al caos.

El feminismo radical, en su intento de acabar con el secular sometimiento de la mujer al varón, generó la denuncia y demonización del sexo masculino, como reconoce críticamente Badinter recordando posturas como las de A. Dworkin y C. MacKinnon, para quienes el hombre es de suyo “predador y violador” y “la violación es el paradigma de la heterosexualidad”. Badinter sostiene con firmeza que pensar que “sólo los hombres son celosos, maleducados y tiránicos es un absurdo que es urgente disipar… Hay que renunciar a una visión angélica de las mujeres que incluye la demonización de los hombres.” (Badinter, E., 2004, 96)

Además de tratarse de una generalización a todas luces injusta, Badinter advierte de que se acaba reproduciendo el dualismo determinista contra el que se empezó luchando. El antagonismo dialéctico “opresores-oprimidas”, afirma, “acaba ofreciendo un retrato de una humanidad cortada en dos poco realista. Por una parte, las víctimas de la opresión masculina, y por la otra, los verdugos todopoderosos. Para luchar contra esta situación, las voces feministas, cada vez más numerosas, atacan la sexualidad humana como raíz del mal. Con ello, dibujan los contornos de una sexualidad femenina en contradicción con la evolución de las costumbres y recuperan la definición de una ‘naturaleza femenina’ que se creía olvidada.” (Ibíd., 97)

Badinter sostiene que la mejora de la condición de las mujeres solo es posible “mediante una conquista de la igualdad que no haga peligrar sus relaciones con los hombres.” Y recuerda la aseveración de Margaret Mead: “Cuando un sexo sufre, el otro sufre también” (Ibíd.,149-150). Haciendo uso de un sentido práctico encomiable, viene a concluir: “Aumentar el número de guarderías y ofrecer mejores cuidados a los niños a domicilio harán más por ésta [la igualdad de los sexos] que todos los discursos sobre la paridad. E igualmente el permiso por paternidad, que da a entender simbólicamente que la conciliación entre vida privada y pública no atañe sólo a la mujer.” (Ibíd., 176-7)

De hecho, sobre todo en la década de los ochenta, algunas destacadas impulsoras de la emancipación femenina, como Betty Friedan, Alexandra Bochetti, Susan Brownmiller, Carol Gilligan, Germaine Greer, Michèle Fitoussi, Cristiane Collange o Antonietta Macciochi, entre otras, ante el menosprecio de lo genuinamente femenino generado por el economicismo exacerbado y la pretensión del feminismo de competir en esa contienda cuyas reglas de juego establecieron los varones, empiezan a reclamar enérgicamente una valoración adecuada de la feminidad, de la maternidad, de la corresponsabilidad e, incluso, una sensata vuelta al hogar.

Escribe así, por ejemplo, Cristiane Collange: “Quiero volver al hogar no necesariamente todo el tiempo. Quiero volver al hogar con mayor frecuencia, mucho más tiempo, con libertad. Quiero volver al hogar porque allí se sitúa mi sitio de amarre, mi centro de gravedad. El enchufe de amor donde cargo mis baterías de energía. No quiero pasar mi vida yendo y viniendo a otros sitios para buscar mi identidad. No acepto morir a lo largo de los años de aburrimiento doméstico ni de fatiga profesional. No creo ni en el trabajo liberador ni en el sacrificio femenino incondicional. Quiero todo a la vez. Estoy harta de ser una mujer cortada en dos”. (Collange, C., citada en Figueras, J., 2002, 36)

Es muy notable el caso de Betty Friedan, cuya obra La mística de la feminidad (1963) es uno de los textos básicos del feminismo. Friedan fundó y presidió el movimiento NOW, pero ya en 1981 escribe La segunda etapa, donde defiende abiertamente la colaboración con los hombres en la tarea de “comprender el lugar” de ambos sexos. Su rechazo no se dirigirá ya a la “mística femenina” de la vinculación al hogar, sino a la “mística feminista”, que define como una ideología que asignó la imitación del modelo masculino a las mujeres, soslayando su necesidad de intimidad, y reclamará también la dedicación a la familia como esencial para las mujeres. Siendo ya abuela de ocho nietos y basándose en su experiencia personal, escribe La fuente de la edad, en 1993, que abunda en los anteriores argumentos. (Cfr. Solé, G., 1995, 101-103)

La feminista australiana Germaine Greer, en Sex and Destinity (1984), se posiciona contra la mentalidad antinatalista por ser contraria a las aspiraciones de muchas mujeres, a la vez que denuncia la presión ejercida para lograr una independencia sexual que no libera a la mujer sino que, al contrario, la subordina aún más al varón. Alessandra Bocchetti, por su parte, afirmará que “la maternidad enseña a las mujeres a no separar razón y corazón.” (Bocchetti, A., 1985, 70)

Jean Bethde Elshtain, a partir de 1981, presentará un nuevo feminismo preocupado por la vida y por la atención a los hijos. En la obra Public Man, Private Woman, denuncia la propuesta del anterior feminismo de la incorporación de la mujer a la sociedad mercantil, reclamando que no se descuide el genuino mundo de la mujer, basado en la preocupación por los demás, que no es una alienación sino la base de una ética de responsabilidad social frente a la lucha por el poder en la que los perjudicados son siempre los más vulnerables. Una sociedad ha de proteger a los más débiles, lo cual no es menos valioso que la actividad productiva sino precisamente lo que la hace viable. Propone terminar con las disyuntivas excluyentes que trajo consigo la mentalidad moderna: servir o realizarse, público o privado, trabajo o familia. Recuerda que estas tareas de servicio no son privativas de la mujer sino que son también responsabilidad del varón. (Cfr. Elshtain, J.B., 1981)

Una de las mejores conocedoras del movimiento feminista, Karen Offen, recrimina a este su individualismo, y propone recuperar la dimensión relacional de la vida, el valor de la diversidad y la complementariedad y la importancia de la dimensión social. (Cfr. Offen, K., 1991, 135)

Merece también una especial mención, por su repercusión posterior, la “Ética del cuidado”, defendida por Carol Gilligan frente a lo que llama la “Ética de la justicia”. Gilligan, profesora de Estudios de género (Gender Studies) en la universidad de Harvard, publicó In a Different Voice (1982) a propósito de las reflexiones de L. Kohlberg sobre el razonamiento moral.

Kohlberg sostenía que los varones basan su razonamiento en la jerarquía universal de principios y normas, mientras que las mujeres contextualizan las situaciones y conductas, atienden a las relaciones personales, a los detalles de la situación… Ello las ubicaría en un rango inferior al de los varones en el proceso del desarrollo moral.

Pero para Giligan, la “ética de la justicia”, propia de una sociedad occidental masculinizada, fue creada para resolver los conflictos mediante la fuerza y la lucha por el poder. Valora el respeto a los derechos formales, la “justicia” y la universalidad desatendiendo las particularidades. Prima en ella la legalidad sobre la legitimidad. Se basa en una “responsabilidad ante la ley”.

La ética del cuidado, por su parte, es más propia de las mujeres, según Gilligan, y juzga atendiendo a lo concreto, a la situación, a las circunstancias personales. Está basada en la “responsabilidad hacia los demás”. Los seres humanos dependemos unos de otros, y por ello lo importante no son “las formas” sino el fondo de las cuestiones.

Gilligan había ayudado al propio Kohlberg en algunas de sus investigaciones, pero no puede aceptar que las mujeres sean menos maduras moralmente que los varones. Simplemente, afirma, hablan “con una voz diferente”, dan importancia a los vínculos, valoran el “cuidado” por encima del cumplimiento abstracto de las normas.

La ética del cuidado sugiere una cierta predisposición de las mujeres a la gratuidad y la solidaridad, a lo humano concreto. Pone en jaque el contractualismo del “tanto me das, tanto te doy”. Frente a la lógica pragmática del interés y de una equidad matemática, más propia del varón, reclama la puesta en valor de una lógica más próxima al don, al servicio, que mira más bien a lo que necesita cada uno.

Hay en las reflexiones de Carol Gilligan una crítica de fondo al racionalismo y a la voluntad de poder como claves para concebir y organizar la convivencia. Aunque algunos han intentando aproximar la propuesta de Gilligan al colectivismo y al estatalismo, es preciso advertir que la responsabilidad, la preocupación y el cuidado verdaderos son propios de las personas, no de las estructuras. Con palabras precisas y verdaderas afirmaba el papa Benedicto XVI: “El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido necesita: una entrañable atención personal.” (Deus caritas est, n. 28)

Tampoco es aceptable una lectura de la ética del cuidado que lleve a suponer que el derecho a decidir sobre la vida y el destino de las personas atendidas (no nacidas, disminuidas, enfermas, etc.) queda reservado a las personas que las cuidan, dado que el verdadero “cuidado” solo puede estar basado en el reconocimiento de la dignidad de la persona necesitada de ayuda.

De hecho, la ética del cuidado ha recibido por parte de la filósofa de la educación Nel Noddings un tratamiento más equilibrado, basado en el reconocimiento de la dignidad de todas las personas y de sus necesidades, así como en la tendencia natural a la ayuda hacia los semejantes y el compromiso con el entorno.

Debe garantizarse a todas las personas el acceso en equidad tanto al dar como al recibir cuidado. Si el cuidado es considerado como una práctica y un deber de una sola parte de la población -generalmente las mujeres- lo normal será que se prive a la otra parte -generalmente a los hombres- de la posibilidad de desarrollar las capacidades, virtudes y competencias que comprenden la ética del cuidado para unos y la ética de la justicia para otras.

Es cierto que los varones tienen y tendrán mucho que aprender de la sensibilidad de las mujeres hacia lo humano en cuanto tal, de su privilegiada aptitud para intuir el valor y la circunstancia que configura lo concreto, pero no sería justo asignar una exclusiva “vocación al cuidado” a las mujeres. Los ejemplos de tantos varones dedicados a una admirable atención a los menesterosos a lo largo de los tiempos desmentiría tal pretensión.

Es también muy claro que todas estas reflexiones surgidas en el seno mismo del feminismo radical de los años ochenta aportan razones incuestionables acerca de que la escisión entre vida privada y vida pública es estructuralmente injusta además de ineficiente, como también lo es la presunta superioridad de una vida cifrada en la eficiencia, la productividad y una racionalidad instrumental respecto de aquella dimensión que valora por encima de todo a la persona. Muy al contrario, sin un adecuado fundamento en esta última, una sociedad de la eficiencia al margen de consideraciones morales objetivas camina, por utilizar los términos empleados por C.S. Lewis, hacia “la abolición de lo humano”.

Feminismo y Queer:
una confrontación que reclama fundamentos antropológicos

Como se indicó más arriba, en la estela de la ideología o enfoque de género y bajo la inspiración de Judith Butler, ha ido tomando fuerza el movimiento queer. Con él ha salido a la luz un supuesto de fondo: al rechazar que haya una naturaleza humana que establezca una nítida diferencia -y referencia mutua- entre masculino y femenino, más allá de lo estrictamente biológico, el deseo y el sentimiento individuales acaban por convertirse en referencia exclusiva de la diversidad humana.

Así, el transfeminismo -el feminismo profesado por personas de sexo masculino que se sienten mujeres- ha acabado por manifestar que  el sujeto político del feminismo, “las mujeres”, se ha quedado estrecho y resulta excluyente, puesto que debería albergar no solo a las mujeres que lo son desde el punto de vista biológico sino a todas aquellas personas que desean ser consideradas mujeres.

El derecho a la autodeterminación de las personas significaría, por ejemplo, que cualquiera puede cambiar de sexo con solo desearlo, sin contar siquiera con un diagnóstico de transexualidad; bastaría con manifestar un mero deseo, incluso sin condiciones de edad. Esta suerte de “negacionismo sexual” se ha valorado por parte del “feminismo tradicional” como una amenaza y vulneración contra los derechos de las mujeres, puesto que nacer con sexo femenino o masculino determinaría la posición estructural en el mundo.

Un caso paradigmático es la creación de la Alianza contra el Borrado de las Mujeres por parte de diversos colectivos feministas españoles contrarios a la eliminación de la categoría “sexo” de la legislación, de las estadísticas y del discurso social y cultural. Concretamente ha surgido frente a la presentación por parte del Gobierno de España de la Ley sobre igualdad de las personas LGBTI. [Cfr.Anteproyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. (Ver Valoración de la ACBM al informe del Consejo General del Poder Judicial sobre la ley trans)]

Pero la querella del feminismo tradicional con el movimiento queer atañe también a otras batallas antiguas que libran las diferentes corrientes del feminismo; en concreto, la prostitución, la pornografía o los vientres de alquiler. Afirma Rosa Cobo, profesora de Sociología del Género de la Universidad de La Coruña, en declaraciones al diario “El Mundo”: “Hay un conflicto, una fuerte tensión discursiva entre el feminismo y un sector del movimiento LGTBI que se define como feminista y no ve violencia contra la mujer en los vientres de alquiler, la pornografía o la prostitución, porque los interpretan como actos de libertad.” [“El Mundo”, 03.03.2020. Olga R. Sanmartín: “Las feministas celebran el 8M divididas sobre la prostitución, los ‘vientres de alquiler’ y las teorías ‘queer’.”]

“Las consecuencias nefastas de que se vaya imponiendo esta ideología están siendo que el lobby gay se convierta en dominante en todos los campos de la difusión de la ideología feminista e imponga sus objetivos, como son la legalización de los vientres de alquiler, la legalización de la prostitución y convencer a la sociedad de que el deseo de cambiar de sexo expresado por menores es suficiente para que el niño se someta a tratamientos hormonales y quirúrgicos, sin necesitar ningún dictamen médico y psicológico” [Cit. en Sánchez de la Nieta, A. (2020)]. Si no fuese Lidia Falcón -fundadora del Partido Feminista de España- quien hubiera enunciado estas palabras, daría la impresión de que la reacción esencialista ha vuelto a los escenarios del debate público, reivindicando que la realidad es tozuda.

La contienda está servida, puesto que se considera que “la liberalización del cambio de sexo presenta un impacto negativo sobre las estadísticas que miden las desigualdades entre los sexos, sobre la integridad física de las mujeres presas, sobre los espacios separados por motivos de seguridad para las mujeres, sobre el derecho de las mujeres a la paridad y al deporte equitativo, sobre la investigación sanitaria que contempla las diferencias físicas entre mujeres y hombres.” [Cfr. ANÁLISIS DE LOS BORRADORES DE LEY LGTBI Y LEY LLAMADA TRANS, Valoración de la ACBM al informe del Consejo General del Poder Judicial sobre la ley trans]

La filósofa Victoria Sendón, acreditada representante del feminismo español, llega a escribir, casi con acentos de compunción: “El error original es que un feminismo oficialista y académico ha empleado la palabra ‘género’ para todo: violencia de género, perspectiva de género, leyes de género, experta en género, etc., convirtiendo a la mujer en un concepto vacío”. [Feminismo y generismo]

La crítica del feminismo alcanza así pues a cuestiones que en el fondo tienen que ver con la antropología. La ideología de género, al pretender negar cualquier atisbo de diferencia sexual entre hombres y mujeres, pasa inevitablemente por suprimir el concepto -la realidad- de mujer. Con términos que costarían más de un disgusto a un metafísico realista, llega a afirmarse: “No existe el “derecho humano” de los hombres a declararse mujeres. Podemos preguntarnos: ¿ese derecho de autodeterminación solo concierne al sexo o también pueden autodeterminarse la edad, la discapacidad, la nacionalidad, la etnia/raza y el nivel de renta?” [Valoración de la ACBM al informe del Consejo General del Poder Judicial sobre la ley trans]

La Alianza contra el Borrado de las Mujeres señala críticamente esta deriva al apreciar que incluso el término “personas transexuales” es sustituido en los textos legales por “el concepto ‘trans’, que incluye a travestis ocasionales…, a personas que afirman ser de “género fluido”, neutro, no binario, hombres que combinan tacones con corbata, hombres que se declaran mujeres sin modificar aspecto alguno, etc.” [Ibídem.] Con ello se echa de ver la necesidad de una dimensión empírica y bien definida que permita un mismo tratamiento jurídico. “El dimorfismo sexual de la especie humana -se insiste- es un hecho empírico evidente y con consecuencias sociales que no pueden ignorarse.” [Ibíd.]

El 13 de febrero de 2020, los biólogos Colin M. Wright y Emma N. Hilton publicaron un contundente artículo en el Wall Street Journal titulado “La peligrosa negación del sexo”, en el que animaban a luchar contra la ideología de género por ser una teoría acientífica y falsa: “Una cosa es afirmar que un hombre puede ‘identificarse’ como mujer o viceversa, y otra es esa tendencia, peligrosa y anticientífica, que vemos cada vez con más frecuencia: la negación directa del sexo biológico (…) Negar la realidad del sexo biológico y suplantarlo por una ‘identidad de género’ subjetiva no es simplemente una teoría académica excéntrica”. [The Dangerous Denial of Sex]

Lo masculino y lo femenino, vienen a insistir Wright y Hilton, no son simples construcciones sociales, y manifiestan que no existe base empírica para afirmar “un espectro sexual o sexos adicionales más allá del hombre y la mujer… El sexo, concluyen, es binario… Los biólogos y los profesionales de la medicina deben defender la realidad empírica del sexo biológico.” [Ibídem.]

Por otro lado, si se borrase la distinción binaria entre sexo masculino y femenino -como ocurre con la teoría queer y en general con el desarrollo conceptual del enfoque de género- la heterosexualidad ya no tendría sentido; y la homosexualidad tampoco. El contrasentido es bien patente ante la confusa fundamentación antropológica que se aprecia en la base de “este” feminismo.

Se hace absolutamente necesario ahondar en los fundamentos antropológicos de lo que significa ser mujer y ser hombre, replantear si es posible sostener y defender la singularidad personal y la libre configuración de la personalidad de cada individuo humano en el marco de una fundamentación consistente, en la que naturaleza y cultura, biología y libertad, singularidad y relación, y por supuesto hombre y mujer, no aparezcan como nociones excluyentes sino estrechamente articuladas dentro de una ontología con base en la realidad, acorde con los datos empíricos, más allá de todo constructo ideológico.

La necesidad de un “nuevo feminismo”

Jane Haaland Matláry, Ex-Secretaria de Estado de Asuntos Exteriores de Noruega, postula el auge de un “nuevo feminismo” que sirva de referente para la vida social. No duda en afirmar, en confrontación con la deriva dominante del feminismo actual, al que no duda en llamar “viejo feminismo”: “El principal problema del viejo feminismo ha sido su carencia de una visión antropológica que fundamentase el reconocimiento de la diferencia entre los sexos. Mientras el feminismo ‘igualitario’ intentaba igualar a los sexos y alentaba, en consecuencia, que las mujeres imitaran a los hombres, el actual feminismo ‘de género’ se fundamenta en la proposición ontológica de que tanto la masculinidad como la feminidad son concepciones de origen social. En consecuencia, no se trata de llegar a ser libres para ser nosotros mismos, auténticos hombres o mujeres, sino sobre todo de negar la existencia de dicha autenticidad. Pero esta teoría está tan alejada de nuestras experiencia cotidianas que no nos merece ninguna consideración.” (Haaland, J., 2000, 22-23)

Esta autora reprocha al “viejo” feminismo que le falta algo esencial: una antropología capaz de justificar en qué las mujeres son diferentes a los hombres y por qué, una comprensión mucho más profunda de lo que significan los términos femenino y masculino. En última instancia: una visión más fundada de lo que significa ser humano, en tanto que varón y en tanto que mujer. No se trataría, por consiguiente, de que las mujeres se incorporen al escenario privado y público que han configurado los varones a su modo, sino de reconfigurar los espacios sociales aportando una contribución genuina y todavía inédita de la feminidad.

Esta demanda de un nuevo feminismo parece  reclamar como punto de partida una antropología capaz de abrazar lo mismo la igualdad que la diferencia entre hombre y mujer, que supere por igual la sumisión y el igualitarismo y que permita comprender quién es realmente la mujer y quién es realmente el varón. Pero ello requiere a su vez una mejor comprensión de lo que significa ser persona (masculina y femenina) y de una noción tan mal entendida por la Modernidad como es la de naturaleza humana.

La polaridad antitética que en el discurso feminista enfrenta al “naturalismo” y al “culturalismo” en los últimos tiempos, así como a la vida privada y a la vida pública, es consecuencia de un planteamiento inicial inadecuado, como la deriva del propio feminismo ha puesto de manifiesto. En realidad, como ha expresado R. Spaemann entre otros, la cultura es naturaleza humanizada, no naturaleza abolida. La vida privada y la vida pública, el ámbito de la intimidad y el escenario social, no son excluyentes sino que, distinguidos adecuadamente, están profundamente vinculados.

La naturaleza humana no es estática y rígida, no implica un determinismo inamovible ni asigna funciones graníticas al hombre y la mujer. Es una naturaleza abierta, en la que la libertad tiene un papel decisivo y que pone de manifiesto una autonomía ontológica y operativa singular, que es la propia de la persona. Aunque poseedora de un modo constitutivo de ser que le diferencia esencialmente de cualquier otro animal u objeto, la persona humana es sujeto autónomo de operaciones en las que se expresa una realidad efusiva, creativa, relacional: la persona es “ser-con” y “ser-para”.

Ciertamente, nuestra naturaleza incluye una dimensión biológica, corporal, que determina entre otras cosas el sexo masculino o femenino de los individuos de la especie humana; sin embargo no se agota en ella en virtud de la racionalidad, de esa peculiar forma de apertura a lo real a la que nos referíamos y que tiene lugar a través y más allá de la corporalidad.

Sin duda, el cuerpo humano es un organismo biológico portador de una anatomía y una fisiología que configuran su “vida biológica”; pero es algo más también: es expresión de una realidad íntima, subjetiva, en la que se pone de manifiesto una singularidad llena de matices y posibilidades que desbordan las expectativas y posibilidades de lo biológico. Se puede hablar así de una “vida biográfica”, en la que se asume y se trasciende lo biológico en una unidad sistémica. (Cfr. Polo, L., 1991, 63 y ss.)

Ejemplos claros de ello son las manos, el rostro, la mirada, el lenguaje articulado, la risa y el llanto, el arte, el trabajo y la sexualidad humana, entre otros. En todos ellos, a diferencia de lo que ocurre en las demás especies, se hace presente un mundo interior, una intimidad, que es la que les confiere su sentido más pleno.

La persona humana es naturalmente sexuada. El sexo es un hecho empírico observable y estudiado de manera exhaustiva por la ciencia, que constata que se aprecia en cada una de las células de nuestro cuerpo (cfr. Bly, R., 1992, 228). Pero la modalización sexual abarca a la persona en su totalidad, también a su individualidad más íntima, si bien la sexualidad no existe como entidad propiamente hablando, ya que son las personas sexuadas, masculinas o femeninas, las que realmente existen. El dimorfismo sexual muestra una referencia mutua entre lo masculino y lo femenino. Como afirma Julián Marías, “ser varón es estar referido a la mujer, y ser mujer significa estar referida al varón” (Marías, J., 1987, 54). Y apunta la profesora Blanca Castilla que esta complementariedad hace pensar en lo que ocurre con la mano derecha respecto de la mano izquierda; si no hubiera más que manos izquierdas, no serían izquierdas (Castilla, B., 1993, 44). La mujer y el hombre se hacen “uno” en la posibilidad que se brindan el uno al otro para poder realizar algo que en solitario no sería posible, y no sólo en lo relativo a la genitalidad. (cfr. Id., 1997, 100)

Dice muy bien Elisabeth Badinter que “no hay una psicología masculina y otra femenina impermeables una a otra” (Badinter, E., 2004, 179). A veces, de manera un poco simplista, se ha hablado de cualidades masculinas y femeninas, lo que ha alimentado la consolidación de evidentes y equivocados estereotipos. Sin embargo, más que de cualidades “típicas” o “propias” del hombre o de la mujer, debería hablarse de modos diferentes de cultivar y manifestar ciertas cualidades que en realidad son propias de toda persona. “Masculinidad y feminidad no se distinguen tanto por una distribución entre ambos de cualidades o virtudes, sino por el modo peculiar que tiene cada uno de encarnarlas. En efecto, las virtudes son humanas y cada persona ha de desarrollarlas todas.” (Castilla, B., 1993, 78)

No tiene mucho sentido antropológico afirmar que existen “trabajos específicos” del hombre o de la mujer, pero sí puede apreciarse un modo peculiar de realizar algunos de ellos en ámbitos donde la relación personal es más significativa. Es lo que sugería sin duda Carol Gilligan al hablar del “cuidado”, por ejemplo. En este sentido puede decirse que el rol paterno y el materno no son fácilmente intercambiables -y tampoco se agotan en el rol reproductivo-. “La paternidad es algo fundamental para los hombres; un hombre llega a ser persona responsable al convertirse en padre... Y padre es todo hombre que se ocupa responsablemente de los demás, el que asume una responsabilidad hacia quienes son más débiles y dependientes. En definitiva, es aquel que no vive sólo para sí mismo. La condición de padre o de madre afecta a lo más profundo de la existencia humana. No se trata de un simple ‘rol’.” (Haaland, J., 2000, 45)

Dentro de este marco ha de pensarse la maternidad: “He sido siempre una mujer dedicada a una actividad profesional y consideraba mi trabajo como lo primero de todo, pero sólo cuando llegué a tener hijos pude darme cuenta de que es en la maternidad donde radica la esencia de lo femenino en su más profundo sentido. La maternidad no es simplemente una función auxiliar de la paternidad sino algo diferente. Para alguien como yo, que nunca pensaba en los niños ni demostraba interés hacia ellos, fue una especie de revolución existencial.” (Haaland, J., 2000, 24)

Corrientes contemporáneas como el transfeminismo, o más antiguas, como el marxismo con su concepción dialéctica o el existencialismo de Sartre y Beauvoir, vienen a decir que la maternidad sería resultado de determinadas pautas culturales, propias de un sistema de relaciones sociales o de una época; un rol, una función social y estructural. “Pero cuando una madre concibe, cría y se entrega al cuidado y la educación de su hijos, emprende una relación de por vida y sumamente profunda con otro ser humano, su hijo o hija. Esta relación define a la mujer y está en directa vinculación con su corporalidad y sus inclinaciones más hondas, le plantea ciertas responsabilidades y afecta enteramente a su vida. No está representando el rol de madre: es una madre.” (Jiménez Abad, A., 2013, 21)

Estas afirmaciones se ven respaldadas por numerosas voces femeninas que se niegan a renunciar a lo que consideran más genuino de su persona y su feminidad frente las exigencias de una sociedad androcéntrica: “El autentico radicalismo de la emancipación femenina consiste en la libertad de ser realmente una misma, de ser mujer en ‘términos de mujer’. Yo aspiro a que mis colegas masculinos respeten mi condición de madre. Quiero que me consideren como la mujer que soy, y no como una persona que aspira a ser como ellos. Quiero que mis valores femeninos y mis cualidades específicas sean apreciadas y reconocidas en la vida profesional y en la política al igual que lo son los valores y cualidades masculinos... Son mis cualidades femeninas las que precisamente me dan fortaleza, mientras que el imitar las conductas de los hombres me debilita porque entonces no soy verdaderamente yo misma.” (Haaland, J., 2000, 28- 31)

Evocando las expresiones de Simone de Beauvoir o del mismo Sartre, puede afirmarse que la mujer y el varón “se hacen”, pero no desde la nada (el “ser para sí”) o el vacío, sino a partir de su naturaleza humana constitutiva, que muestra el orden propio de realización y perfeccionamiento de la persona humana -mujer o varón- mediante el ejercicio de su libertad.

La contraposición entre “naturalismo” y “culturalismo” para entender lo masculino y lo femenino acarrea serias imprecisiones y contradicciones como las que han saltado a la luz en el devenir del movimiento feminista y muy singularmente en su confrontación con el transgenerismo queer.

No hay un antagonismo excluyente entre naturaleza humana y cultura. Esta última es en realidad el cultivo de lo específicamente humano; en el decir de Aristóteles, es una “segunda naturaleza”. La naturaleza humana, a su vez, no debe entenderse como una pauta determinista que asigna pautas fijas de comportamiento a las personas, sino como la excelencia posible que es capaz de lograr cada ser humano, hombre o mujer, cuando ejerce su libertad de acuerdo con el orden de perfeccionamiento que le es propio en cuanto humano.

Una de las lacras del “viejo feminismo” -empleando de nuevo la expresión de Haaland- es su individualismo, su propensión al narcisismo incluso. Ni el hombre ni la mujer son autosuficientes ni tienen como tarea suprema la autosatisfacción en clave hedonista. Ambos están hechos para dar y recibir, ambos están necesitados de ayuda y llamados al mismo tiempo a la efusividad y la creatividad en un ámbito de encuentro y complementariedad mutua que implica dar y recibir recíprocamente.

Por todo ello, las voces que reclaman en la actualidad -también desde el propio feminismo- una revisión de los planteamientos teóricos y prácticos de la causa a favor de las mujeres parecen necesitadas de reflexión más profunda acerca de lo que es el ser humano y de lo que significa ser mujer y ser varón. Esto debería llevar también a una más adecuada consideración del valor de la maternidad y de la paternidad. Esta podría ser la base de un “nuevo feminismo” -en el fondo un humanismo más cabal- que haga posible el trabajo conjunto de hombres y mujeres a favor de un mundo más plenamente humano.

Reflexiona al respecto Janne Haaland: “Por desgracia, las que se presentan a sí mismas como feministas no están muy interesadas en estos temas. Muy pocas son las que hablan de la trascendencia de la maternidad, ni en términos práctico-políticos ni en otros de una mayor profundidad. En este sentido, se puede afirmar que el feminismo moderno tiene una antropología muy pobre o lo que es peor: carece de ella. En vez de intentar comprender lo que significa realmente ser mujer -en qué consiste lo femenino, tanto en sentido ontológico como existencial-, el feminismo parece presuponer y presentar una visión del ser humano cargada de agresividad, y en la que los dos sexos están enfrascados en una continua lucha por el poder.” (Haaland, J. 2000, 48)

Hombres y mujeres son iguales en naturaleza, dignidad, derechos y deberes fundamentales. Y, al mismo tiempo, cada uno tiene en su singularidad personal la oportunidad de aportar al mundo una contribución genuina.

Es un hecho que -a pesar de las dramáticas diferencias existentes aún entre unas y otras latitudes en el planeta, entre unas culturas y otras- las mujeres gozan de más oportunidades para acceder a la educación. Empiezan a estar tan preparadas o más que los hombres, y es cuestión de tiempo que vayan logrando aportar sus talentos de manera significativa y contribuir así a un desarrollo más humano en todos los escenarios de la vida. Ni solo en los privados, ni solo en los públicos. En todos.

Para ello es preciso, además de acabar con las situaciones de injusticia y de discriminación, profundizar en los valores que la feminidad aporta a la condición humana y potenciar todo lo posible esta aportación.

Esta es también una tarea en la que las mujeres, cada una en la medida de sus posibilidades y su capacidad, han de asumir un imprescindible protagonismo (no exclusividad): “Queremos cambiar cosas como la valoración que se da al trabajo femenino, tanto el trabajo de ser madre como el trabajo profesional remunerado. Añadiremos también a nuestro programa las cuestiones humanas y sociales, como por ejemplo las condiciones de vida de los niños, el trabajo de los menores y la situación de las mujeres en otras partes del mundo. Queremos dar un rostro humano a la economía y favorecer los esfuerzos pacíficos para la reconciliación en los conflictos. Queremos demostrar la enorme importancia del factor humano y asegurar que la dignidad humana esté en el núcleo central de cualquier decisión política. Con esto no estoy diciendo que los hombres deban mantenerse al margen de los objetivos de este programa, sino que sólo las mujeres tienen cualidades específicas para sacarlo adelante.” (Haaland, J., 2000, 69-71)

La mujer está llamada a ser sujeto activo de la historia en todos los escenarios porque -como resaltaba en su día Carol Gilligan al poner en valor la ética del cuidado- es capaz de considerar al ser humano desde un genuino y fundamental punto de vista: el del corazón, más allá y por encima de planteamientos centrados en el poder; porque, a través de su espontánea disposición para la cercanía y para la ayuda, es más capaz de reconocer el rostro concreto de cada ser humano y su valor irrepetible. (Cfr. Juan Pablo II, 1195, 12)

Ciertamente las mujeres no han de verse excluidas de los ámbitos de ejercicio del poder en la vida pública, necesitados sin duda de su aportación peculiar; pero también pueden ayudar de modo esencial a recuperar el valor de la vida cotidiana que entreteje tiempo y afanes de los seres humanos concretos, contribuyendo a configurar vínculos y solidaridad, confiriendo un valor fundamental a las relaciones personales.

Janne Haaland afirma de manera sugerente que en cierto modo las mujeres son también el “sexo fuerte” porque pueden ejercer tareas esenciales de forma destacada y singular. “Pero -añade sin embargo- cada vez que imitan a los hombres dejan de ser auténticas y, en lugar de adquirir fortaleza, se ven abocadas a la neurosis y a la frustración.” (Haaland, J., 2000, 198)

Están llamadas a ser ellas mismas en la vida profesional y política, puesto que su modo de ser y de actuar aporta acentos, estilos y una hondura que no son siempre fácilmente asequibles para el hombre. Pero, para ello, no han de verse obligadas a competir según condiciones adversas para ellas y para el propio ser humano.

Es necesario plantear condiciones que hagan factible una adecuada complementariedad -dar y recibir recíprocamente- ajena a estereotipos, basada en la calidad humana y la singularidad de cada persona, hombre y mujer. Que excluya un sometimiento incompatible con la dignidad de la persona, lo mismo que una autosuficiencia individualista que, además de imposible, termina siendo improductiva y destructiva. (Cfr. Ballesteros, J., 1995, 106)

Quedan por delante muchos pasos que dar desde el punto de vista cultural y político. En primer lugar, el fomento de políticas familiares y sociales que no obliguen a la mujer a abandonar la vida profesional cuando tienen hijos, y que mediante la flexibilización de las condiciones laborales permitan hacer compatibles de manera adecuada ambas responsabilidades, porque los hijos son el mayor bien social. Por lo mismo, han de facilitar a los padres también la dedicación a las tareas domésticas y de atención a los hijos y mayores, así como los recursos necesarios para disponer de ayudas auxiliares.

No parece muy necesario advertir que una mayor presencia de la mujer en el mundo laboral y en la vida pública, debería ir de la mano de una mayor aportación del varón en las tareas relativas a la vida doméstica y la educación de los hijos. Evidentemente, las concreciones de este “reparto” de tareas deben ser tratadas de común acuerdo, teniendo en cuenta también las circunstancias oportunas. Es ciertamente deseable una responsabilidad compartida, una dedicación
conjunta, mutuamente enriquecedora, en la que cada cual aporte sus cualidades y talentos, tanto en la vida pública como en la doméstica.

Son precisas asimismo políticas activas que hagan factible la incorporación, el desempeño y la inserción laboral de mujeres y varones en los mismos términos, sin condiciones ni factores de injusta discriminación.

Se hace precisa una nueva perspectiva, la de un “nuevo feminismo”, basado en la común dignidad de toda persona humana, hombre o mujer, y en una concepción abierta -no determinista- de la naturaleza humana; ajeno por lo tanto a los esquemas del tosco pensar ideológico y a la paupérrima concepción de las relaciones y estructuras sociales basadas esencialmente en el poder.

Desde esta perspectiva las mujeres pueden contribuir de manera singular a cambiar el mundo. En realidad, como escribe Jane Haaland, “siempre lo han hecho aunque muchas veces detrás del escenario. Nuestras cualidades femeninas deben desarrollarse en todos los rincones de la tierra. Este es nuestro tiempo: el tiempo de las mujeres.” (Haaland, J., 2000, 199)

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