Tema 8: Voluntad, libertad, amor

La voluntad humana, manifestación del yo personal. La libertad y el amor.

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1. La voluntad, capacidad de querer.

Tema 8: Voluntad, libertad, amor

La voluntad es el apetito racional, una facultad que tiende de modo natural a lo que la inteligencia descubre como bueno. Así como las tendencias sensibles se inclinan hacia lo que aparece como agradable a los sentidos, el análisis racional es capaz de trascender los estímulos de agrado y desagrado, y de descubrir otras dimensiones en los objetos de la realidad, elaborando juicios de valor.

Cuando se habla de la voluntad como tendencia natural se quiere significar que es propia de la naturaleza humana, no que sea espontánea. Precisamente, lo espontáneo es más propio del nivel sensible y aún más del ámbito animal o incluso del vegetal. La especie humana, a diferencia de lo que ocurre en las demás especies biológicas, no marca a sus miembros pautas fijas e innatas de conducta, sino que ofrece espacios para la autodeterminación de cada uno de ellos.

En el nivel racional, un estímulo no desencadena de manera forzosa una respuesta o reacción, sino una tendencia que puede o no ser secundada por el individuo. En la conducta propiamente humana es preciso que se dé una cierta deliberación y un consentimiento del sujeto. Tal consentimiento es el que le hace dueño y responsable de lo que decide.

Y por ello la voluntad humana, que supone la capacidad de determinarse a sí mismo, o libertad, es el ámbito donde se determina el contenido y la orientación de la personalidad de cada hombre y mujer. Así, la voluntad que hace suya una acción mala se hace mala a sí misma, ya que por la voluntad la persona hace ‘suyo’ lo querido. La persona resulta afectada como persona (moralmente) en cada acto deliberado. Para bien o para mal, la voluntad implica una cierta identificación personal con lo querido. En última instancia, yo soy –en el ámbito de mi personalidad, que voy configurando por medio de mis decisiones- lo que quiero ser.

Se ha dicho, con gran perspicacia, que el término final de todos los actos de la voluntad es el fin último del ser humano, la felicidad, y que todos los demás bienes los quiere la voluntad como medios para conseguir dicho fin último, la perfección integral de la persona. Sería el primer fin en la intención y aquello por lo que se quiere todo lo demás.

La voluntad depende ciertamente del juicio de valor de la inteligencia, pero no está sometida a él. No basta conocer una cosa para quererla. La voluntad no es un automatismo. Puedo querer o no algo con independencia de que me agrade o no. Cabe incluso que ni siquiera secunde con mi voluntad lo que mi inteligencia juzga como bueno. La voluntad humana sigue el juicio de la inteligencia, pero no mecánicamente, sino como fruto de una decisión.

Al acto propio de la voluntad se le llama volición, y consiste en querer. Pero querer, en sentido estricto, no es ni mucho menos un simple tener ganas. Es más bien un querer sabiendo. Este acto puede dirigirse a un objeto concreto: querer a una persona, querer un libro, un reloj, etc. Pero también puede tomar por objeto otro acto de una facultad cualquiera: quiero ver, oír, andar, hablar... En el primer caso se llama elícito y en el segundo imperado.

Estructura del acto voluntario

¿En qué consiste la volición, el querer sabiendo? Tanto los actos elícitos como imperados tienen una estructura común, cuyo análisis es sumamente útil por la riqueza de matices que contiene.

Ya hemos dicho que los actos de la voluntad dependen de los actos de la inteligencia. Y también que, no obstante, aquellos no siguen automáticamente a éstos. Además, el acto voluntario puede referirse a los fines, a los medios y a la ejecución. En este último caso es cuando suele considerarse un acto voluntario completo.

Con respecto a los fines:

 

 

Inteligencia

Voluntad

Concibe un objeto como bueno

Lo asume como fin y tiende a él: intención

Con respecto a los medios:

 

 

Inteligencia

Voluntad

Examina y discierne los medios (deliberación)

Consentimiento y elección acerca del medio o medios (decisión)

Con respecto a la ejecución:

 

 

Inteligencia

Voluntad

- Ordena el proceso a seguir y las tareas

- Manda la ejecución efectiva (resolución)

- Ejecución, en su caso

- Disfrute o fruición

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El acto voluntario completo supone querer el fin, elegir los medios y llevarlos a la práctica. Si el querer no pasa de las intenciones se llama veleidad. La libertad propiamente dicha –como capacidad de disponer de las propias acciones– se sitúa en el ámbito de la decisión. Uno es responsable de lo que ha decidido. Por este motivo, aunque pueda haber impedimentos u obstáculos exteriores, en última instancia el peor el enemigo de la libertad es uno mismo, si no se determina a elegir y a actuar.

En la voluntad se expresa y transparenta del modo más auténtico el mundo interior de la persona. La voluntad es la expresión más transparente de la persona y de la personalidad, ya que implica la autodeterminación de las personas en orden a su intervención en el mundo, a la configuración de su personalidad y al logro de su plenitud moral.

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2. La libertad

Una de las evidencias más notables que nos ofrece la historia humana, frente al curso vital de las demás especies animales, es su fecundidad cultural. En la historia, en el transcurso de los acontecimientos huma­nos, se observa una capacidad de innovación singular, acumulativa y original. La historia es una aportación de novedades.

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La especie humana no se ha limitado a una adaptación forzosa al medio ambiente. Ha sabido contar con una realidad objetiva, medirse con ella y asumirla, hasta llegar a transformarla. El ser humano se reconoce por su capacidad para contar con la naturaleza de las cosas y trascenderla sin traicionarla.

Esa capacidad implica que la especie humana, como ya dijimos, no marca a sus miembros pautas fijas e innatas de conducta, sino que ofrece un amplio margen para la auto­determinación de cada uno de los individuos. Esa capacidad es lo que conocemos con el nombre de libertad.

La libertad es la propiedad más característica y esencial de la voluntad. Consiste en poder elegir, en poder disponer de uno mismo por medio de sus acciones. En ella se pone de manifiesto el protagonismo del ser humano acerca de la configuración de su biografía, de su vida personal. En la libertad se manifiesta de modo muy nítido lo que significa ser persona, ser alguien.

Viene a ser sinónimo de autodominio, de autodeterminación. No es ilimitada, sino que tiene que desenvolverse entre condiciones que vienen dadas a nuestra voluntad, e incluso por las creadas por nuestras decisiones previas. El actuar libre provoca consecuencias a las que luego es preciso atenerse. Por otra parte, la libertad forma parte de la naturaleza humana, y ha de contar con ésta. El que la naturaleza humana sea una naturaleza “abierta”, en virtud de su racionalidad, no implica que el hombre pueda disponer de sí mismo como si no fuera humano. Pretenderlo (comportarse de modo que no es propio de la naturaleza humana) puede llevarle al desequilibrio o incluso a la destrucción.

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La libertad humana actúa entre determina­ciones que son su límite, pero de ellas puede también servirse para trazar un camino inédito y fecundo. Es el caso, por ejemplo, de las leyes de la aerodinámica, en las que se cumple la humana paradoja: impiden que el hombre vuele y a la vez lo hacen posible.

Todo acto libremente querido, la decisión o elección, ha de contar así pues con factores condicionantes externos e internos. Pero sólo tiene lugar como fruto y efecto de una determinación personal, emanada de la iniciativa del sujeto, que es su causa originaria, y que decide manifestarse o determinarse con respecto a algo. Soy yo quien, porque quiero, me deter­mino a mí mismo a tomar postura y actuar. Y por ello, por­que la iniciativa parte de mí, soy dueño de mi propio acto y puedo responder de él. Sólo un ser que se posee a sí mismo puede darse, disponer de sí.

Formas insuficientes de libertad

Circulan no obstante algunas nociones inadecuadas de la libertad humana que, por insuficientes, es preciso analizar:

1) Libertad como liberación. La primera de ellas consiste en concebirla como un resultado, como fruto de estructuras socioeconómicas o mecanismos biopsicológicos. No sería yo el protagonista de mi “libre” actuar. Lo serían ciertas estructu­ras o impulsos inconscientes, pongamos por caso, que desencadenarían mi elección. Pueden reconocer­se en esta postura autores como Skinner, Lorenz, Freud o Marx, entre otros.

Se da aquí por supuesto que la libertad no es fruto de la propia determinación, sino resultado de factores externos al sujeto. En suma, que el ser humano no es la fuente última de sus decisiones. Si cambian las condiciones, cambian las ‘decisiones’.

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Pero conviene advertir en ello una confusión patente entre causa y condición. Es verdad que nuestras decisiones dependen de circunstancias, impulsos inconscientes, modas, patrones sociales, etc.

Sin embargo, aun cuan­do sin estos factores no pudiera explicarse una concreta actuación individual, tampoco ellos bastan para explicarla. Son elementos necesarios, quizás, pero no suficientes para dar lugar por ejemplo, a acciones como perdonar, amar oblativamente o arrepentirse.

En todas ellas se da una decisión que no viene dada, ni es previsible, a partir de las condiciones biológicas, sociales, culturales en cuyo marco se ins­cribe nuestra vida personal. No hay un cálculo que agote y comprenda plenamente al ser humano; siempre queda un plus, una última aseveración —aunque sea de sometimiento— de la que depende finalmente cualquier elección consciente.

Contra el determinismo [El determinismo es aquella concepción que niega que el ser humano sea libre. Sostiene que sus decisiones son mero resultado de factores externos, que no dejan espacio al libre disponer de uno mismo.] de fondo que late en esta postura reduccionista pueden aportarse significativos hechos de conciencia que lo desmienten: la vivencia de responsabilidad acerca de ciertos actos o de determinadas obligacio­nes morales, la existencia de figuras como el héroe, el rebelde o el santo, y disposiciones como las ya apuntadas del amor como donación, el arrepenti­miento o el perdón.

2) Libertad como indeterminación. Otra forma insuficiente de entender la libertad es la que se sitúa, por decirlo así, en el extremo opuesto, el de la independencia o indeterminación pura.Se entiende en este caso como una forma de vida con­sistente en no cerrarse jamás posibilidades, no que­rer atarse a una decisión que entrañe alguna forma de lazo o vínculo; en sustraerse, en suma, a toda for­ma de obligación o de deber.

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Se advierte en este caso una confusión entre autode­terminación e indeterminación. Y se revela en ella un intento de eludir vínculos, creados por la autodetermi­nación del sujeto, en suma, la responsabilidad. Por responsabili­dad se entiende el dominio de las propias acciones y de sus consecuencias. Así, una elección, por emanar de la iniciativa de un sujeto, trae consigo implicaciones y consecuencias que sólo a él pueden imputarse en su mérito o demérito. Ser responsable es asumirse a sí mismo y a lo que es de uno mismo; ser autor y dueño, sin renuncia, de las propias decisiones. La responsabi­lidad implica, de alguna manera profunda, asumirse y poseerse. Ningún animal —como ha afirmado Nietzsche con razón— es capaz de prometer.

Esta concepción individualista de la libertad, propia de un pasotismo a ultranza, de ciertas formas de escepti­cismo o de algunas corrientes nihilistas, supone una visión de la libertad que choca con la evidencia más palmaria: nuestra libertad no se implanta en el vacío, sino en una realidad con la que es preciso contar y que impone límites a nuestros deseos. Y supone también concebir al hom­bre como un ser desarraigado, sin referencias, un creador de valores que, sin embargo, no poseen fuerza moral, ya que no generan vínculos. Estrictamente hablando, sólo se basan en la fuerza física, en la imposición más o menos violenta.

Este modo de entender la libertad quiere eludir cualquier forma de vinculación. Presenta dos prototipos claros: el del autosuficiente y el del nihilista.

El autosuficiente es un individuo que busca en todo momento bastarse a sí mismo, no depender de nadie. Quiere ser sólo “de sí” y “para sí”, no acepta “ser de otro” ni “para otro” de ningún modo.

El nihilista es un hombre desarraigado, no quiere agotar posibilidades de elección, pero acaba por paralizar en sí mismo toda posibilidad de enriquecimiento moral. Es, por esencia, el hombre solo, éticamente vacío.

Pero es preciso advertir que el compromiso moral, por el contrario, no sólo no atenta contra la libertad, sino que la supone, la enaltece y la llena de valor. Comprometerse es la plenitud del valor de una decisión. Una decisión que se abandona ante la menor dificultad, es expresión de un carácter voluble, pusilánime o inconstante; y en realidad es una decisión sin valor. Una decisión que no se mantiene no es una decisión valiosa. Un acto libre es valioso, es más plenamente libre, cuando se sostiene a pesar de las dificultades. Más aún, llegará a escribir S. Kierkegaard, el acto supremo de libertad es aceptar compromisos que puedan vincular para siempre.

Gilbert K. Chesterton, el clarividente maestro de la paradoja, escribía: “Nunca podría concebir ni tolerar ninguna utopía que no me dejara la libertad a la que más me siento apegado: la libertad de atarme”. Concebir la libertad humana como mera ruptura de las relaciones en las que el ser humano se reconoce dependiente o vinculado a otros, es reducir la libertad a la mera “liberación de vínculos”. Y si esto es todo, tendremos ante nosotros a un hombre que es “libre” en apariencia, un hombre “suelto” -un solitario-, pero que no tiene nada por lo que comprometer su libertad.

Pero si esto es así, entonces su libertad no sirve para nada, a no ser para atrincherar la propia soledad, desarraigándose, y sembrando de aristas el entorno de sus relaciones, eludiendo todo compromiso estable (y más aún si es definitivo) con otras personas.

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Es claro, finalmente, que entender la libertad como falta de vinculación presenta un riesgo demasiado grave: dejada a su dinámica propia se convierte en amenaza contra los menos fuertes.

Este es el tipo de voluntad que sostiene la idea del Estado moderno (Hobbes [Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, defiende la libertad como “posibilidad de usar el propio poder como se quiera”. A su juicio, “el hombre es un lobo para el hombre”, como ya dijo el autor clásico Plauto. Por eso, el estado está autorizado a contar con un poder absoluto para limitar la fiereza a la que tiende la libertad individual si se deja a su dinámica propia. De este modo, el Estado sería el depositario del Derecho, que establece los límites y el margen de libertad que les queda a los individuos. (Pero entonces el problema es quién limita el poder del Estado).], Bodino, Maquiavelo…). Se impone por ello acudir a un límite y nace así una tercera forma –insuficiente también- de concebir la libertad.

3) Es la noción formalista, liberal, para la cual la libertad consistiría en poder realizar todo tipo de acciones con tal de que no se perjudique a terceros.

Esta concepción, a primera vista muy plausible, encierra no obs­tante un serio vacío conceptual: Que la libertad consista “esencialmente en poder hacer todo aquello que no perjudica a los otros” (según afirma textualmente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 27 de agosto de 1789 en su artículo 4º), sólo es posible si mi liber­tad, la de cada uno, termina donde empieza la de los demás; afirmación no menos plausible seguramente que la anterior, pero no menos ambigua tampoco.

Porque -y esta es la verdadera cuestión, que afecta al contenido de la libertad— no está claro dónde empieza la liber­tad de los demás.

Responder que empieza donde acaba la mía no deja de ser un circulo vicioso que nada explica. Si previamente no se ha esclarecido este problema, el perjuicio a terceros queda a la oportunista dis­creción del momento, podrá depender de la astucia o incluso de la posible arbitrariedad de las leyes impuestas –en suma, de la voluntad del legislador–. La fuerza ha sido sustituida por el poder político y por la astucia.

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3. Dimensiones de la libertad humana: dónde empieza la libertad.

Se trata ahora de esclarecer el fundamento y dimensiones del libre actuar humano, en respuesta al pro­blema de saber dónde empieza la libertad del hombre. Millán Puelles ha distinguido tres dimensiones en la liber­tad humana: fundamental, psicológica y moral, que pueden responder al problema.

1) La libertad fundamentales la apertura constitutiva del ser humano a la realidad en cuanto tal. El modo cons­titutivo de ser del hombre, su naturaleza, no está sujeta a esquemas fijos de captación y de reacción ante los estímulos que le llegan de su entorno, sino que, comprendiendo lo que las cosas son en virtud de su conocimiento intelectual, puede referirse a ellas en su totalidad, puede reflexionar y juzgar sobre ellas, puede advertir y conferirles virtualidades insospechadas y servirse de ellas para fines muy distintos, proyectando así y decidiendo su propia operación, incluso por encima de sus apetencias o inclinaciones biológicas.

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Es precisamente en la racionalidad humana, cifrada en su capacidad de conocer trascendiendo estímulos, y en su capacidad de autodeterminación, donde empieza y encuentra su fundamento la libertad del ser humano, y por eso éste es constitutivamentelibre.

2) Ahora bien, sobre esta positiva indeterminación constitutiva del ser humano se levanta una segunda dimensión, la libertad psicológi­ca o capacidad de elegir (también llamada libre albedrío).

Dentro de ella es preciso además distinguir, por una parte, la ausencia de coac­cióno de impedimentos, que constituye lo que ha dado en llamarse libertad de. Es un aspecto indis­pensable, pero insuficiente aún, para comprender en toda su hondura lo que es la libertad.

Para elegir no basta con la falta de ataduras; se requiere elegir de hecho, es decir determinarse. Es preciso reconocer también una libertad para, que constituye el núcleo mismo de la libertad psicológica; es la capacidad de autodeterminación, esa fuerza psicológica gracias a la cual el sujeto, sin coacción previa o frente a ella, se determina a sí mismo a elegir. La decisión tomada, la acción así realizada, son del dominio del sujeto, de su responsabilidad. Y en esto consiste propiamente el libre albedrío del hombre, en ser dueño de la propia determinación.

Pero demos otro paso. A través de las dos dimensiones anteriores, la libertad fundamental y el libre albedrío, cabe advertir que la vida humana presenta un ineludible componente de riesgo, que es propio de la condición humana: El obrar libre no es siempre fácil ni es siempre satisfactorio; no está, por decirlo así, “garantizado en su éxito”. Puede ser difícil en ocasio­nes lograr una libertad que venza a los impedimentos externos o internos. Pero también pue­de serlo, e incluso más, dar a la elección un contenido y una meta que permitan al hombre ser más dueño de sí mismo, aún más libre, más plenamente humano.

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Puede ocurrir, de hecho, que en determinados casos la elección se vuelva contra sí misma y engendre escla­vitud, adicción o dependencia, reduzca su propia operatividad y su horizonte. La libertad más plena –y más plenamente humana, por ello- será aquélla por la que el hombre se hace más plenamente humano, más dueño de sí mismo.

3) Esta observa­ción nos conduce a una nueva dimensión de la libertad, aquella según la cual el hombre se instala en el máximo posi­ble de plenitud y de incremento operativo. Es la dimensión moral de la libertad.

El obrar libre es cauce para la felicidad, para el perfeccio­namiento del existir; no sólo en términos de bienestar, sino también en términos de bien ser. Mediante el uso perfectivo de la libertad el hombre reafirma su naturaleza y su dignidad originaria forjando una segunda naturaleza —la per­sonalidad moral— por medio de la adquisición de hábitos, disposiciones estables que suponen un dominio efectivo y plenificante, denominadas virtudes. En última instancia, también, esta forma de vivir, de querer y de elegir es la que conduce al amor humano.

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La virtud entraña el buen uso del libre albedrío, la libre elección del bien, el compromiso moral. Este com­promiso que es el que define el núcleo de la libertad moral, supone el empeño res­ponsable de la persona en la configuración del bien, la plena pose­sión de sí misma con vistas a la fecunda y bienhecho­ra donación de sí, que expresa el alto valor de una decisión que no se borra ni se desvanece con las circunstan­cias cambiantes.

Así entendida la libertad, puede reconocerse que no es real y verdaderamente libre quien, por resignarse a un actuar empobrecido, no puede disponer de lo mejor de sí mismo (ya que en rigor no lo posee), y por ello ama poco. Nadie da lo que no tiene, y quien no se posee a sí mismo –puesto que se encuentra más bien a merced de sus necesidades, encadenadas a estímulos más fuertes que el sujeto– difícilmente puede disponer real­mente de sí, es decir, no puede darse. El más alto grado de libertad estriba en poder disponer se sí mismo para el bien, para el mayor bien; aportar perfección al mundo, constituirse en autor. Ser creativo. Amar.

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Nadie, en consecuencia, es más libre que aquel hombre o aquella mujer que sabe hacer de su libertad un don —y en esto consiste precisamente el amor—, creando un vínculo avalado por la fidelidad a otro ser, el ser amado, al que se considera merecedor del mayor bien del que pueda disponerse: el bien que es uno mis­mo. Amar a una persona es querer el bien para ella, el mayor bien posible; es poner la propia vida a disposición del ser amado.

El más alto grado de libertad consiste en amar de manera efectiva, en entregarse a sí mismo. Y aquel ser merecedor de ser amado así, al que es coherente brindar el propio ser –que es el mayor bien que se posee- tiene que ser un bien al que se estima aún como más alto; dicho de otro modo, no puede ser simplemente algo, tiene que ser alguien. No puede ser en rigor un medio, un objeto poseíble; tiene que ser un fin. Es, estricta­mente hablando, una persona; sólo una persona puede llegar a ser merecedora de la entrega radical de otra persona, estar verdaderamente –ontológicamente- a la altura del don radical de un ser personal.

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4. La libertad como saber querer. La libertad y la persona.

Tema 8: Voluntad, libertad, amor

La plena libertad consiste, por lo tanto, en disponer de sí mismo para el bien, para el mayor bien.

Vista con profundidad, la libertad no es una meta en sí misma, sino un camino para hacer posible el amor, es decir, el don libre de sí con el que el ser humano realiza su propia humanidad y la enriquece moralmente.

La libertad se potencia cuando es creativa, es decir, cuando es resultado efusivo de la riqueza interior del ser humano, y de lo que hay de mejor en él. Y sobre todo, cuando esa creatividad culmina en el encuentro interpersonal, en la comunión de vida.

La “espontánea” volición del bien no se logra sin esfuerzo [Aquí, la “espontaneidad” o facilidad del querer no es algo previo, como un automatismo, sino el resultado de una educación laboriosa.]. La libertad más plenamente humana, dijimos, no es fácil. Es una espontaneidad aprendida que resulta de disposiciones firmes, de renuncias —toda elec­ción es de suyo renuncia a lo que no se elige— que a menudo son costosas.

La espontaneidad natural con la que el atleta saca partido de su constitución física y psicológica, superándose a sí mismo, no es improvisada, sino el resultado de un entrenamiento riguroso, de una larga ascesis cuyo objeto ha sido aprender a controlarse, a querer de modo efectivo; llegar a disponer de sí mismo, perfeccionándose con plena libertad y autodominio.

De ahí la importancia de educar la voluntad y de forjarla en el esfuerzo para conquistar la libertad creativa, y de orientarla hacia una aspiración noble y elevadora, un ideal valioso. La voluntad, el querer libre, transparenta el yo personal, es su más fiel expresión y el medio por el cual dispone de sí mismo y de sus acciones, configurando de esta forma su propia trayectoria biográfica, su persona­lidad.

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5. El amor humano.

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Es la suprema expresión de la voluntad. Consiste en querer el bien para alguien, como ya dijo acertadamente Aristóteles.

Conviene distinguir muy bien el amor que es propio de la voluntad –que es un querer– del amor propio de la afectividad, el sentimiento amoroso –que es un sentir–.

El amor sensible obedece a estímulos de agrado y en su raíz no es un acto libre, no es premeditado, sino un movimiento interior de atracción hacia algo, que acontece espontáneamente: una emoción, un sentimiento. Pero que por la misma razón puede desaparecer si el estímulo de agrado no persiste. No es, en rigor, un acto libre y del que se pueda responder. No tiene valor moral en sí mismo. Ahora bien, se puede o no consentir en él, y esto sí tiene ya valor moral, porque la voluntad lo confirma o lo rechaza.

El amor de voluntad, en cambio, es el querer que se dirige libremente hacia un bien que se comprende que es bueno. Es fruto de una decisión cuyo origen es la determinación del sujeto, que quiere algo o a alguien. En cierto modo, todo querer es amor, pero no es lo mismo amar una cosa que amar a una persona. El amor que se dirige a la cosa es un amor de posesión. Se busca poseer algo. Y se quiere ese algo para alguien, para uno mismo o para otra persona, y por lo tanto como un medio, que se pretende para un fin.

En cambio, el amor que se dirige a la persona no busca su posesión. No se la quiere “para nada” distinto del mismo ser amado. Se le quiere por él mismo y para él. Dicho de otro modo, es un amor de donación, de entrega. Su nombre técnico es el de amor de benevolencia. El amor de persona no busca poseer al ser amado, sino una comunión con él.

Características y exigencias del amor de persona.

Las notas –y exigencias- constitutivas del amor de persona son:

  1. Comunión, búsqueda de la mayor identificación posible entre el amante y el amado, que se traduce en aspirar a compartir vida y a estar juntos, estar disponibles mutuamente y respetarse.
  2. Entrega, es un ponerse a disposición de la persona amada, dar y darse para el bien de quien se ama, ponerse en el lugar del otro y querer para el otro lo que es bueno para él. Darle el mayor bien que se posee: uno mismo.
  3. Clarividencia, ver lo más profundo del ser amado, comprender, dar por buena a la persona amada (bendecirla), abrirse a un conocimiento que no cesa al descubrir la inmensidad del ser amado.
  4. Éxtasis, un salir y olvidarse de uno mismo que enriquece; ganar y crecer en el amor y porque se ama.
  5. Tema 8: Voluntad, libertad, amor
  6. Solicitud o celo, que supone cuidar y ayudar a la persona amada descendiendo a lo concreto, y rechazar todo lo que le daña o envilece: amor que atiende a los detalles, se renueva cada día, se hace delicadeza y generosidad, se esfuerza por convertir la propia vida en fuente de alegría para el otro. Busca hacer del propio amor algo excelente porque se trata de ofrecer lo mejor al otro.
  7. Permanencia: Amar es crear lazos, vincularse, ser fiel. El que ama se obliga con respecto al amado. Se ama a la persona por ella misma, no por sus cualidades, su riqueza o su salud. Y por lo mismo, el amor se mantiene cuando esas cualidades o aspectos cambien o incluso desaparezcan.

El amor de persona ha de ser concreto.

El amor de persona, por sublime que pueda ser, no es algo abstracto. En rigor, si apuramos aún más, podría llegar a decirse que el amor, así, sin más, no existe, sino que existen las personas que aman o se aman. Y las personas son seres concretos. Los más concretos que existen: un tú y un yo. Únicos, irrepetibles. Y el amor, si de verdad existe, se da vivo en las personas y con la singularidad que es propia de las personas. No hay dos amigos iguales. Cuando el amor se dirige a alguien, lo saca poderosamente del anonimato, lo singulariza, lo hace irrepetible, incomparable, único.

Y a las personas concretas, o se las ama de forma concreta, o no se las ama en absoluto. Escribía un joven a su amada: “Por irte a ver, atravesaría mares de fuego. Por irte a ver, pasaría entre cuchillos afilados. Por irte a ver, arrancaría las estrellas de su sitio.” Pero al final de la carta hacía un quiebro y, a modo de postdata, anunciaba lo siguiente: ‘El sábado, si no llueve, iré a verte”.

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El valor de un te amo depende de la profundidad vital de la que emana. Esa profundidad es lo que llamamos la intimidad, que es el núcleo más auténtico y central de la persona. La intimidad es ese ámbito del propio ser en el que el dar prevalece sobre el tener y el recibir. Más exactamente aún, en el que dar es recibir. Y es que la persona es esencialmente el ser que puede darse sin perderse, que se puede entregar en lo que hace y en lo que dice.

Por eso, hay gestos en apariencia pequeños que tienen un extraordinario valor por lo que en ellas hemos puesto de nosotros mismos. Como dice Simone Weil, “las mismas palabras –‘te amo’– pueden ser triviales o extraordinarias, según la forma en que se digan. Y esa forma depende de la profundidad en el ser humano de la que proceden”.

Hay muchas cosas que cuando las damos, las perdemos. Es el caso de las realidades materiales. Si le doy un sombrero a un amigo, me quedo sin él. Si doy algo de dinero, lo pierdo. Pero es el caso que hay otras ‘cosas’ que no se pierden cuando se dan. Al contrario, al darlas, crecen en nosotros y nos hacen crecer a nosotros mismos, nos enriquecen, pero ya no materialmente. Un caso claro es la amistad. Cuanta más amistad brindo a alguien, más crece en mí mi capacidad de amar, más grande y valiosa es mi amistad. “El amor, escribe Tagore, es una riqueza que beneficia a quien lo da, y esta generosidad puede permitírsela el último de los pobres.”

Se aprende a amar educando y fortaleciendo la propia voluntad –el verdadero querer- y la capacidad de asombro y de entusiasmo. Un simple “me gusta (o me gustas)”, “me apetece”, “me hace sentir”..., no pueden cimentar un amor profundo, porque no poseen consistencia. ¿Acaso podemos prometerle a alguien: “siempre me vas a gustar”?.

Enamorados que sienten despertar arrebatos de pasión, que gozan y sufren sus emociones, dejan de experimentar el mismo atractivo y los mismos sentimientos en un momento dado, o con el paso del tiempo: ya no sentimos lo mismo, no es como al principio... Porque, en rigor, ello no depende de nosotros, no está en nuestra mano y no podemos garantizarlo siempre.

El enamoramiento es –puede ser- el comienzo de algo que tiene que ser mucho más grande: el amor. Eso que Kierkegaard definía como un “sólo a ti, con todas las fuerzas de mi ser y para siempre”.

LAS DIMENSIONES DEL AMOR HUMANO


A) Sentimiento (sentir): “siento por ti”, “me gustas”, “necesito tu cariño”...

  • Es un ‘sentirse afectado o atraído/a’ por algo o alguien

B) Voluntad (querer): “te quiero”

  • Es un acto libre, que se origina en el sujeto
    • De posesión: querer una cosa, una cualidad de alguien
      • se quiere como un medio para algo o alguien
    • De donación o entrega: querer a una persona
      • se quiere a la persona por ella misma, como un fin

TIPOS DE AMOR DE PERSONA:

a) Amor de amistad

Tema 8: Voluntad, libertad, amor
  • se ama a la persona en virtud de alguna afinidad.

b) Amor conyugal

  • se ama a la persona a través de la complementariedad sexual y la donación propia que la corporalidad ofrece.

c) Amor paterno / materno – filial

Tema 8: Voluntad, libertad, amor
  • se ama a la otra persona (el hijo) desde el compromiso natural de ayuda para remediar su precariedad, porque uno se ve responsable máximo de ella (en el caso del amor filial, lo que mueve es el sentimiento y el deber de gratitud por lo recibido gratuitamente de los padres).

d) Amor fraternal

  • se ama al otro en virtud de la afinidad que supone aprender juntos las claves de la vida, compartiendo las mismas experiencias básicas e íntimas de aprendizaje de la vida y sintiendo una cierta responsabilidad por ello.
Tema 8: Voluntad, libertad, amor

e) Solidaridad

  • se ama a otra persona asumiendo la responsabilidad por su bien que entraña la fraternidad, pero de forma “adoptiva”, sin el punto de partida de las experiencias comunes (obsequiando, por así decir, la condición hermano a un “extraño”)

DEFORMACIONES DEL AMOR HUMANO


  • Amar a una persona como cosa (posesión)
Tema 8: Voluntad, libertad, amor
  • Amar una cosa (entidad no personal) como a una persona (entregarse a ella)
Tema 8: Voluntad, libertad, amor
  • Amar veleidosamente a una persona (no hacer por ella todo el bien posible)
Tema 8: Voluntad, libertad, amor

EL LUGAR DEL ‘CORAZÓN’

Se suele utilizar la palabra “corazón” para referirse habitualmente a la afectividad, al mundo de los sentimientos y las emociones. Un mundo algo misterioso e íntimo… Pero los sentimientos y la dimensión emocional no son siempre lo más profundo de la persona. “Seguir la voz del corazón”, en el sentido de “haz lo que te digan tus sentimientos”, puede ser un acto caprichoso y de auténtica ceguera: también el rencor, la venganza, la envidia, la ira o el deseo de poseer son “sentimientos”, y no son nada buenos como criterios de comportamiento.

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Pero, al mismo tiempo, el “corazón”, en su sentido más profundo, más allá de la mera afectividad, expresa el “yo”, a la persona misma; y la orientación de todo nuestro ser –razón y sensibilidad, voluntad y tendencia sensibles– a un bien universal, verdadero. Es el yo real y concreto, la intimidad, que vive en tensión hacia la plenitud, y donde todo sentimiento, idea, deseo, etc., quedan integrados en el amor.

EJERCICIOS

1.- Estructura del acto voluntario. Explicar.
2.- La libertad como apertura y la libertad psicológica: Explicar su relación.
3.- Explica la diferencia entre el “amor sensible” y el “amor de voluntad”.
4.- Características y exigencias del amor de persona. A la luz de las mismas, interpreta el siguiente fragmento de Cuando el mundo gira enamorado, de R. de los Ríos:

"-El amor no hace al hombre ciego, como a veces se dice: al contrario, le abre los ojos para percibir la personalidad espiritual de quien se ama y todos sus valores. Lo que realmente ciega al hombre son las `pasiones, señor Herzog." (Pág. 63)