Tema 13: La apertura a la belleza

Introducción a la experiencia estética, la belleza y el arte

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I. ACERCA DE LA BELLEZA

Introducción.

Tema 13: La apertura a la belleza

Cuando describíamos las dimensiones de la vida personal humana, mencionamos entre otras -como la apertura a la verdad por medio de la inteligencia, la apertura al bien a través de la voluntad…- la apertura a la belleza, la capacidad del hombre y la mujer de percibirla y de contribuir a ella. En ella se revela de un modo profundo y muy sugerente la creatividad del espíritu humano.

La vida se nos haría insoportable sin la belleza. “La humanidad puede vivir sin ciencia y sin pan, pero sin la belleza no podría seguir viviendo, porque entonces no existiría razón para permanecer en este mundo.” (F. Dostoievski)

Sostiene el filósofo contemporáneo Roger Scruton que “perder la belleza es peligroso, pues con ella perdemos el sentido de la vida. Y es que no estamos hablando de un capricho subjetivo, sino de una necesidad universal de los seres humanos. Sin ella, la vida es ciertamente un desierto espiritual… Con ella convertimos el mundo en nuestra casa, y al hacerlo ampliamos nuestras alegrías y encontramos consuelo para nuestros dolores.”

La belleza no es solo un fenómeno más o menos deslumbrador, como esas “maravillas” que en ocasiones nos fascinan: paisajes y fenómenos de la naturaleza, sinfonías colosales, las maneras asombrosas de afrontar la vida que descubrimos en algunas personas… También, como una música misteriosa que se entreteje con nuestra vida diaria, se halla presente en muchas de nuestras decisiones y experiencias cotidianas: la ropa que vestimos, la forma de decorar nuestro hogar, la música que nos gusta escuchar o bailar, el parque al que acudimos a correr o los parajes que nos gusta visitar de vez en cuando, la presencia en nuestras ciudades de rincones y detalles ornamentales o espacios ajardinados, y tantas otras. Multitud de detalles y gestos que nos hacen agradable el vivir.

En esas preferencias, en esas experiencias y en esos gustos nos reflejamos y nos encontramos en cierto modo a nosotros mismos. El ser humano se hace a sí mismo según el modo en que concibe la belleza, es decir, según el modo de percibir, sensible e intelectualmente, el bien, la perfección y la plenitud en el ámbito de lo real.

La belleza alimenta nuestra energía y provoca en nosotros un gozo profundo, nos impulsa hacia lo mejor de nosotros mismos y nos hace intuir en la realidad y en las otras personas un “algo más” ideal y sublime, atrayente. Heidegger decía que las obras de arte despiertan en nosotros el misterio de la realidad; son, afirmaba, una revelación, una “epifanía del ser”. Plotino y Tomás de Aquino definían la belleza como “el esplendor de lo real”, y Platón, por su parte la concebía como una “llamada de otro mundo” que resplandece misteriosamente en este.

Los pensadores clásicos hablan de que la realidad, el ser, se manifiesta según facetas diferentes como verdad, bien y belleza. Lo real es susceptible de ser conocido por nuestra inteligencia: es inteligible, verdadero; se ofrece también como algo valioso y bueno a nuestra voluntad. Además, al ser percibido y conocido, mediando el sentimiento, despierta en el espíritu humano una complacencia, un agrado: la belleza.

La experiencia estética

Empecemos por reflexionar en la experiencia estética, en ese encuentro -a veces un verdadero impacto-, que nos saca de la indiferencia o de la monotonía y despierta nuestra admiración, nuestro asombro. La belleza, en efecto, es objeto y fundamento de una experiencia humana singular, camino privilegiado que nos permite asomarnos al orden profundo de la realidad y a lo humano permanente, latente en nuestra vida cotidiana.

Puede tratarse del hallazgo de algo insólito y poderosamente llamativo como la inmensidad del mar, el hechizo de una noche estrellada o la grandiosidad de las montañas; puede ser un gesto que nos conmueve profundamente, como una lágrima que se desliza por la mejilla de una persona querida, una acción compasiva o la hermosura natural de un rostro. Puede surgir también ante la expresión de la creatividad humana: una melodía musical, una escultura, un poema, un edificio... Ya se trate de la belleza del mundo natural o de determinadas acciones humanas, o bien de una obra artística, experimentamos una emoción característica, un palpitar del corazón, como un especial enamoramiento, incluso.

¿Quién no se ha sentido como “fuera de sí” por el poder de una melodía y ha notado una emoción y un gozo difíciles de describir? Algo así confesaba Red, uno de los protagonistas del film Cadena perpetua (F. Darabont, 1995), interpretado por Morgan Freeman, cuando en un momento determinado, encerrado tras los muros de una cárcel, escucha por los altavoces del patio un fragmento de Le nozze di Figaro:

“No tengo ni la más remota idea de qué cantaban aquellas dos italianas y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas. Supongo que cantaban sobre algo tan hermoso que no podía expresarse con palabras y que, precisamente por eso, te hacía palpitar el corazón. Os aseguro que esas voces te elevaban más alto y más lejos de lo que nadie, viviendo en un lugar tan gris, pudiera soñar. Fue como si un hermoso pájaro hubiese entrado en nuestra monótona jaula y hubiese disuelto aquellos muros. Y por unos breves instantes hasta el último hombre de Shawshank (el presidio) se sintió libre…” [https://youtu.be/23nnJij_yc4]

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Poco después, Andy, otro de los protagonistas, comenta:

“Esa es la belleza de la música. No te lo pueden quitar nunca. ¿No habéis sentido nunca la música así?... La necesitas para no olvidar que hay cosas en el mundo que no están hechas de piedra, que tienes, que hay algo dentro, que no te pueden quitar, que es tuyo. -¿De que estás hablando? -De esperanza.”

La experiencia estética es un encuentro asombroso de algo bello por parte de alguien que se admira, se emociona y se entusiasma. Este entusiasmo altera el interior de la persona y lo agita profundamente. A menudo se manifiesta mediante expresiones de júbilo y de elogio generalmente sonoras: gritos, silbidos, aplausos… emitiendo ruido, porque las palabras se quedan pequeñas ante el gozo que se siente. El aplauso surgió, se ha dicho, como una forma de “civilizar” el entusiasmo.

Pero a veces el gozo experimentado ante algo bello se concentra en un silencio cargado de emociones que se traducen en expresiones más discretas pero no menos efusivas: la risa y la sonrisa, el trepidar del corazón, el brillo de unos ojos que ceden incluso al llanto, el enrojecimiento del semblante, el estremecimiento, la agitación del aliento o los suspiros… Algunos han definido esta experiencia como fruición, un deleite y gozo extremo, incluso como “éxtasis”, como un poderoso “salir de sí” que se expande por todo el ser y conmueve lo más profundo de la persona.

La experiencia y el encuentro de lo bello nos saca poderosamente de la indiferencia, nos conmueve, nos hace captar un “más allá”, o un “no sé qué”, que resplandece en lo que percibimos con nuestros sentidos hasta estremecer nuestro corazón.

La captación de lo bello empieza por nuestros sentidos: llamamos bello a lo que al ser percibido nos agrada. La vista y el oído parecen tener prioridad en este ámbito, ya que su poder cognoscitivo es muy superior al de los demás sentidos, aunque estos también nos aportan atisbos de belleza. Pero aunque la experiencia estética empieza por lo sensible, va más allá de los sentidos y afecta a la persona entera: inteligencia, imaginación, voluntad, corazón, afectos, amor. En la vivencia de lo bello se manifiesta también la dimensión espiritual del ser humano. Determinadas corrientes, incluso, conciben el arte como un intento de hacer visible lo invisible. La perfección que apreciamos en la forma de las cosas -su “hermosura”- se caracteriza por una fecunda sobreabundancia, por ser en cierto modo espejo y signo de una plenitud para la que el ser humano parece estar dotado y concebido.

¿Qué es la belleza?

Pero volvamos a la belleza. Ya hemos aludido a autores como Heidegger, Plotino, Tomás de Aquino y Platón, que se referían a la belleza como una revelación, como el esplendor de lo real, como la llamada de otro mundo que resplandece en este. Precisamente, en un bello fragmento de su diálogo Fedro, Platón describe un rasgo de la existencia humana que llega a denominar “locura”, y también “entusiasmo”, y que identifica con el amor a la belleza:

“Cuando alguien contempla la belleza de este mundo, recordando la belleza verdadera, le salen alas, y así, experimenta deseos de alzar el vuelo, y al no lograrlo mira hacia arriba como si fuera un pájaro… Esta es la mejor forma de entusiasmo, tanto para el que la posee como para que el que con ella se comunica; y al que participa de esta forma de locura, se le llama enamorado.” (Fedro, 249, d-e)

La belleza provoca un gozo profundo, no una simple satisfacción pasajera. Tiene que ver con lo esencial del ser humano, con su vida interior y con su sed y vocación de sentido. Y es que, como sugiere Platón, es también un camino y una puerta hacia una dimensión no visible, hacia la trascendencia. Tiene mucho de misterio, y para muchos, desde Pitágoras, es una prueba inequívoca de que el ser humano es también espíritu, interioridad, capacidad de armonía, aspiración a lo más elevado.

El encuentro con la belleza tiene un poder transformador. Pero requiere la capacidad de contemplar: una forma de mirar y de escuchar que no es simplemente la de los sentidos. Es más bien la del corazón, la del espíritu humano. No es un simple placer. Es, propiamente hablando, gozo.

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La descubrimos tal vez en el abrazo amoroso y consolador de una madre, en una sonrisa de felicidad, en la amabilidad de un simple transeúnte, en el nacimiento de un niño, en el esplendor de una puesta de sol, en el inabarcable horizonte del mar, en una melodía, en el paseo por un bosque de hayas en el otoño, en el encanto de una plaza solitaria habitada por el canto de los pájaros, hasta en el esfuerzo de un niño que ha conseguido por primera vez atarse los cordones de los zapatos…

Cuando la belleza atraviesa la corporalidad humana –vista, oído, tacto, movimiento…- y llega a lo íntimo, al corazón, se hace contemplación, gozo, exaltación, admiración, energía, entusiasmo, arrobamiento. Algunos hablan incluso de experiencia casi “mística”, de un éxtasis. En todo caso, como espejo de la naturaleza humana, abierta a lo real, manifiesta que somos algo más que meros animales que buscan la satisfacción de sus necesidades inmediatas de supervivencia. La captación e interiorización de la belleza alimenta el espíritu humano, lo cual la convierte en necesaria para el hombre.

Toda belleza, tanto la que hallamos en la naturaleza como la artística, nos presenta de manera única la misteriosa maravilla de lo real, su profunda riqueza y su gratuidad. El ser humano no puede vivir sin la belleza. Algo de esto se refleja en una anécdota atribuida al poeta Rainer María Rilke (1875-1926).

Se cuenta que, en compañía de una amiga francesa, Rilke iba todos los días a la Universidad. En el camino, en un rincón, encontraba siempre a una pobre mendiga que pedía limosna a los viandantes. La viejecita, como una estatua sentada en su sitio habitual, permanecía inmóvil, tendida la mano y fijos los ojos en el suelo. Rilke nunca le daba nada, al contrario de su compañera que casi siempre solía dejar caer en su mano alguna moneda.

Un día la joven le preguntó:

- ¿Por qué no le das nunca nada a esta pobrecilla?

- Creo que hemos de darle algo a su corazón, no a sus manos, repuso el poeta.

Al día siguiente, Rilke llevó una espléndida rosa entreabierta, la puso en la mano de la mendiga e hizo ademán de continuar. Entonces sucedió algo inesperado: la mendiga alzo los ojos, miró al poeta, se levantó del suelo con mucho trabajo, tomó la mano del hombre y la besó. Acto seguido, se fue, estrechando la rosa contra su pecho. Nadie la volvió a ver durante toda la semana. Pero ocho días después, la mendiga de nuevo apareció sentada en el mismo rincón de la calle, inmóvil y silenciosa como siempre.

- ¿De qué habrá vivido esta mujer en estos días en que no recibió nada? -preguntó la joven.

- De la rosa -respondió el poeta.

¿Qué significa que la belleza es el esplendor de lo real? Significa que el mundo se muestra ante nosotros como portador de algo que lo caracteriza y a la vez lo trasciende, y que “brota” de él: armonía, perfección, gracia, encanto..., un “algo más” que la simple suma de sus elementos. E. Jüngel decía ingeniosamente que “bello es aquello que sale del cuadro”. A través de la belleza se experimenta el orden que atraviesa y sostiene el mundo, y lo convierte en un ámbito de sentido y significado.

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Copo de nieve visto al microscopio

¿Quién no ha experimentado alguna vez ante una obra maestra en forma de melodía, de cuadro, de película…, una profunda emoción, una sensación de alegría y plenitud? Captamos de forma intuitiva pero cierta que aquello es algo más que unas notas musicales, un lienzo impregnado de pigmentos de color o una atinada combinación de secuencias fotográficas.

La experiencia y captación de la belleza es también relación, encuentro, experiencia amorosa incluso. Es hallazgo de algo valioso, verdadero y bueno en algún sentido, como el presentimiento de que en todo lo real hay algo más, que tiene que ver con el deseo más radical y verdadero del corazón humano, el deseo de una plenitud y de una felicidad sin fin y sin hastío.

En la experiencia estética la belleza aparece como algo que se percibe y se siente, que se vive pero que no se posee en sentido estricto, porque nos desborda y nos supera. En realidad acontece algo más notable: experimentamos que, lejos de poseer la belleza, en realidad es ella la que nos posee a nosotros. En resumidas cuentas, en la belleza persiste siempre un cierto misterio. Algo de esto quiso expresar el propio Rilke en su epitafio: “Rosa, oh contradicción pura, deleite de ser sueño de nadie bajo tantos párpados”

Platón, en su diálogo Hippias Mayor, hace una importante distinción: la cuestión fundamental acerca de la belleza no consiste en saber si algo es bello, lo cual puede muy bien atribuirse al parecer subjetivo del espectador, sino por qué es bello. Preguntaba también San Agustín: “¿Las cosas son hermosas porque gustan, o por el contrario, gustan porque son hermosas?” (De vera relig., XXXII, 59). Si bien la contemplación de lo bello siempre nos produce deleite, lo cierto es que la belleza no es producida por este último. Propiamente hablando, no es bello lo que agrada, por el hecho de agradarnos, sino que agrada verdaderamente sólo aquello que es bello [Más adelante se reflexiona sobre las corrientes artísticas contemporáneas que, enfrentándose a la concepción clásica, exaltan lo feo, o que al menos desvinculan el arte de la belleza, reduciéndolo a la libre expresión del artista e incluso a la mera transgresión, como rebeldía frente a lo real y a lo establecido.]. Amamos las cosas porque son bellas, pero no son bellas porque las amamos.

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Bello es “aquello cuya sola percepción agrada”, afirmará Tomás de Aquino (S. Th., I-II, q. 27 a. 1 ad 3). Las cosas bellas -en las que descubrimos las notas de integridad, proporción y claridad, según el Aquinate- despiertan en el ser humano el deseo de su contemplación y originan una forma peculiar de agrado, el deleite estético. Pero la belleza es una suerte de esplendor objetivo, un brillo especial que la realidad irradia y que ilumina nuestro conocimiento y nuestra voluntad. Constatamos así que hay algo en la realidad, en las cosas, en las acciones y obras humanas que hace que al contemplarlas nos agraden. Estamos habituados, de este modo, a considerar y apreciar como bello aquello que tiene algo en sí que lo hace agradable a nuestros sentidos y conmovedor a nuestro corazón. El gusto no sería entonces la causa de que algo sea bello, sino su consecuencia.

La importancia del asombro.

Pero la belleza llega hasta nosotros a través del asombro, un sentimiento de sorpresa y de admiración ante algo que no esperábamos y que nos impulsa al conocimiento, a la contemplación y al disfrute, al deleite. Es deseo de conocer y de gozar. El asombro invita a buscar, a crecer, a avanzar. Es también una actitud de humildad y agradecimiento ante algo bello.

Nos hallamos en un contexto social y cultural cada vez más frenético y superficial, lo que, entre otras cosas, hace la tarea de educar más compleja y a la vez aleja a nuestros niños -y no solo a ellos, por supuesto- de lo esencial. Un sinfín de actividades les apartan ya del juego libre, de la naturaleza, del silencio, del conocimiento sereno y profundo de las cosas y de su valor, de la belleza.

Tomemos como ejemplo al escritor inglés Gilbert K. Chesterton. Escribía a principios del siglo XX: “Cuando somos muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta.”

Y así muchos, tal vez desde su infancia, se pierden lo mejor de la vida: descubrir el mundo, abrirse a la realidad y adentrarse en ella. Un ruido ambiental ensordecedor acalla las preguntas; las prisas de los adultos y el vértigo de las informaciones impiden pensar y saborear; las estridentes pantallas saturan los sentidos e interrumpen el aprendizaje lento y sosegado de todo lo maravilloso que se descubre por primera vez. Muchos hombres y mujeres, desde edades tempranas, se ven lastrados por esta corta capacidad de mirar de forma abierta y honda a la realidad. Sólo les mueve lo inmediato.

Dejar que el asombro y la contemplación nos eduquen es crecer con la mirada abierta a la belleza, a la hondura y variedad de las cosas, aprender a contemplarlas con respeto y gratitud.

El mismo Chesterton poseía una mirada capaz de admirarse hasta el extremo. “Éste fue mi fundamental propósito: inducir a los hombres a comprender la maravilla y el esplendor de la vida y de los seres que la pueblan”. En una frase formidable que a Borges le encantaba recordar, Chesterton afirmaba:“Todo pasará, sólo quedará el asombro, y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas”.

Stephen Hawking escribió que hay una pregunta radical que nunca podrá ser contestada por la ciencia: “¿Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir?”. Chesterton, que miraba el mundo desde la admiración permanente, expresará esa contingencia radical con palabras sencillas e insuperables: "Hasta que comprendamos que las cosas podrían no ser, no podremos comprender lo que significa que las cosas son." El genial novelista inglés gustaba repetir que el verdadero milagro no es que los ciegos vean, sino el mismo hecho de ver. "Hay algo, decía también, que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrarte algo a la vuelta de la esquina. La mayor de las maravillas es la existencia y naturaleza de cada cosa.”

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El asombro suscita el interés, la ilusión, el deseo de conocer y de saber, es la puerta hacia un aprendizaje lleno de sentido y de significados. Por eso es el principio del conocimiento: una emoción que tiene mucho de trascendencia personal, un sentimiento de admiración y de elevación frente a algo que nos supera y nos estimula.

El ser es el fundamento objetivo de la belleza, y como el ser se dice de muchas maneras, existe también una amplísima analogía de la belleza. Un paisaje, un rostro, una tempestad marina, el amor de una madre, un atardecer... pueden suscitar un placer estético que delata con mayor o menor profundidad el misterio y la riqueza de lo real.

Desarrollar la capacidad de asombrarse conduce a mirar la realidad -las cosas, las personas, los acontecimientos- con humildad, agradecimiento, deferencia, sentido del misterio -de hallarse ante algo en cierto modo sagrado- y con respeto.

La belleza se funda en la perfección de un objeto y se expresa a través de ella, pero tal perfección debe ser percibida por el sujeto. Y así, la realidad reconocida como bella se vuelve también amable.

Antoine de Saint-Exupèry describe en su libro El principito el valor que adquieren las cosas por su relación con las personas a las que se ama. Su valor y su belleza no residen en su utilidad o en el mero agrado sino en la hondura de la mirada que las contempla, alumbrada por el amor.

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“El zorro volvió a su idea: -Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¿mira! ¿Ves allá los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¿será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…” (El principito, cap. XXI)

El criterio de valoración estética depende de la perfección del objeto: de su integridad, de su encanto y armonía; pero también de la madurez, de la actitud y sensibilidad del sujeto. Es lo que en El principito se describe como “ver con el corazón”. Cuanto más rica, plena, intensa y armónica es la vida espiritual del sujeto, tanto más elevada y enriquecedora será -entre otras cosas- su experiencia estética.

La sensibilidad estética y la contemplación.

Uno de los principales obstáculos que impiden captar y apreciar la belleza es precisamente la falta de sensibilidad, que tiene mucho que ver con la incapacidad para el asombro. Esta puede deberse a falta de cultivo, al hecho de no haber aprendido a mirar, a escuchar, a captar en el silencio y en el sosiego ese “esplendor”, esa armonía o esa gracia que se desprende de las cosas que configuran la naturaleza a nuestro alrededor, que brota de las acciones nobles como la amabilidad, la delicadeza, la compasión, el perdón, el heroísmo cotidiano…; también de las creaciones del ingenio y del corazón humano que nos muestran las bellas artes.

Es importante disponer de espacios de silencio para poder reflexionar, apreciar y saborear la belleza de lo que nos rodea, porque todas las cosas, toda realidad, tiene en sí la posibilidad de suscitar el sentimiento estético.

El “gusto estético”, la sensibilidad, es educable. Se puede orientar e incrementar, perfeccionando nuestra personalidad. Obviamente, también puede corromperse o desviarse, envileciendo al ser humano. Se educa a través de experiencias estéticas, del encuentro con la belleza, gracias casi siempre a que alguien acierta a despertar en nosotros esa capacidad de percepción profunda de lo bello y nos enseña a “gustar” y saborear, a disfrutar, a emocionarnos con algo hermoso.

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Toda realidad es capaz de “hablar” al hombre y de comunicarle verdad y belleza, y todo hombre está en condiciones de captarlas, si bien en grado diverso según sea su personal formación y disposición, y su gusto estético. La belleza no es racional en sentido estricto ni meramente sensible. Es ambas cosas a la vez, y algo más… es la sobreabundancia que emana de lo real, que resplandece en las cosas, en las acciones, en las personas, y que nos envuelve, nos posee y plenifica cuando sabemos mirar y escuchar con hondura admirativa.

Lo primero que acontece en la experiencia estética es el asombro que sigue y acompaña a la captación sensible; el asombro se convierte en fruición y deleite, en contemplación gozosa: un “pararse para mirar”, para escuchar; un percibir atento, exento de toda posesión utilitaria, desinteresado. Le basta con el encuentro y el gozo de lo que “saborea” y gusta. Lo contemplado se interioriza entonces, se hace propio y se “está” en su presencia, dejándose uno mismo “apropiar” a la vez por ello, por lo que irradia, hasta culminar en un sentimiento de plenitud, el entusiasmo, en aquella suerte de “enajenación” y “estar poseído por algo divino” que tiene mucho de enamoramiento, según lo describía Platón (Cfr. Fedro, 249, d-e). Ya no es una mera “delicia para los sentidos” sino un gozo o fruición a la vez sensible y espiritual de toda la persona.

En el Museo del Prado se encuentra un cuadro singular, debido al pincel de José de Ribera (1591-1652), titulado El tacto.

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Un hombre ciego, vestido pobremente, se destaca sobre un fondo oscuro, y palpa con sus manos un busto situado sobre una mesa. Ribera se sirve de los contrastes entre luces y sombras para destacar las partes más importantes desde el punto de vista expresivo y dotarlas de emotividad. Las dos zonas más intensamente iluminadas son, por un lado, la frente despejada, que sugiere una honda e intensa actividad pensante; por otro, las manos que acarician la escultura detenidamente… como si vieran.

Arriba, el ciego, si bien no puede percibir la luz, muestra que siente y “ve”, aun con los párpados cerrados. Contempla. La frente iluminada y el gesto sereno y concentrado ofrecen una sutilísima actitud de reflexión y atención. Contempla, sí; ve con el corazón y la imaginación. Contempla y goza. La suya es una mirada interior. Su alma acaricia y saborea las sensaciones que transmiten las manos, que palpan detenidamente el busto -con palpar de ciego, clarividente, como diría el poeta Blas de Otero-, también más claro e iluminado que el resto del cuadro.

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El gusto estético, la capacidad de apreciar y saborear lo bello, de percibir íntimamente la belleza, es una síntesis armónica de los sentidos, la inteligencia, la voluntad y el afecto, de las capacidades cognoscitivas y afectivas todas de la persona.

La belleza es una dimensión de la realidad que se hace íntima -la experiencia estética es siempre personal e intransferible en sí misma-, pero a la vez, paradójicamente, se convierte en potencialmente efusiva, porque algo en nosotros nos impulsa a comunicarla, lo mismo que todo hallazgo de lo que es verdadero y bueno en la vida. La experiencia de lo bello es una especie de intuición contemplativa, de “connaturalidad” profunda -es un íntimo ver con el corazón- que a la vez implica relación, efusividad, que incita a la comunicación. Es más, cuando la impresión suscitada por la belleza no se comunica, palidece, se debilita; en cambio, al comunicarse y comprobar cómo la belleza se difunde, tiende a consolidarse y a crecer; incluso a elevarse. Se disfruta más de la belleza cuando se comparte. Y cuando se da, no se pierde, como ocurre con todo lo espiritual en nuestra vida (el conocimiento, la alegría, el amor, la virtud…).

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II. EL ARTE Y LA BELLEZA

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E. MUNCH: El sol.

Introducción.

La efusividad de la experiencia estética lleva a que el ser humano, impactado y en cierto modo cautivado por el resplandor irradiante de lo real, se convierta en instrumento de la belleza misma y contribuya a recrearla mediante la expresión de sus sentimientos. Se ha dicho que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mt 12, 34); pero esa sobreabundancia que alimenta la creatividad humana también se sirve de otros medios: líneas y colores, sonidos, palabras escritas o interpretadas, la edificación y disposición de ambientes y espacios acogedores… Y así es como surgen el poema, la escultura, la canción, el cuadro, el drama, el espacio humano creado por un edificio.

En su origen, la palabra “arte” significaba la actividad racional del hombre en toda su extensión. Poco a poco se fue asimilando a la actividad práctica y a la técnica, y de ahí viene, por ejemplo, la palabra “artificial” -lo producido por el ser humano- en contraposición con lo natural. Será en el Renacimiento cuando se empiece a hablar de las “Bellas Artes” y éstas vengan a apropiarse del significado más específico que ha perdurado hasta hoy, el del arte como actividad humana que aporta belleza al mundo.

Pero más allá de las denominaciones, lo cierto es que, desde su origen en la historia y la prehistoria humanas, lo que hoy llamamos arte -en sus diversas manifestaciones- ha sido una actividad cuyo propósito no es el remedio de las necesidades urgentes de la vida -la utilidad- sino la obtención de un deleite mediante la expresión y transmisión de belleza.

El aspecto más esencial de la actividad artística es seguramente la transmisión de sentimientos. Dicha transmisión espolea y provoca, conmueve, sacando de la indiferencia. La sensibilidad del artista experimenta en primer lugar una emoción o inspiración, de su vivencia brota un afán creativo, y con su saber hacer y su originalidad, sirviéndose de ciertos recursos materiales, produce una obra “tocada” por la belleza que se ofrece a otros seres humanos.

A su vez, el artista se recrea a sí mismo de alguna manera -se cultiva y enriquece en cierto modo- al crear y expresar sus vivencias a través de la obra. Como Cervantes hace decir a Don Quijote: “cada uno es hijo de sus obras”; y esto bien puede aplicarse al artista y su creación.

La obra de arte.

La obra de arte, más que repetir lo que ha experimentado el artista, sugiere algo de lo que éste sintió, pero dejando abierta a los intérpretes o receptores la posibilidad de vivir, en diálogo con lo expresado por el artista, una experiencia genuina propia, diferente a la de aquél.

El arte “recrea” la realidad. A veces, como decía Aristóteles, “imita” la naturaleza y su dinamismo efusivo; otras la reviste creativamente de luz, de encanto, de gracia, aunque no sin esfuerzo. El autor se asombra y mira con ojos creadores las cosas, los acontecimientos, y los humaniza; o resalta su esplendor semioculto brindándolos al corazón humano. Y entonces el ruido se hace música, el color vida, la piedra y el hierro edificio, el mármol beso, la palabra luz… De ello se podría aducir una infinidad de ejemplos.

PEDRO SALINAS
El poema.

Y ahora, aquí está frente a mí.
Tantas luchas que ha costado,
tantos afanes en vela,
tantos bordes de fracaso
junto a este esplendor sereno
ya son nada, se olvidaron.
Él queda, y en él, el mundo,
la rosa, la piedra, el pájaro,
aquéllos, los del principio,
de este final asombrados.
¡Tan claros que se veían,
y aún se podía aclararlos!
Están mejor; una luz
que el sol no sabe, unos rayos
los iluminan, sin noche,
para siempre revelados.
Las claridades de ahora
lucen más que las de mayo.
Si allí estaban, ahora aquí;
a más transparencia alzados.
¡Qué naturales parecen,
qué sencillo el gran milagro!
En esta luz del poema,
todo,
desde el más nocturno beso
al cenital esplendor,
todo está mucho más claro.

El poeta Pedro Salinas expone cómo “el mundo, la rosa, la piedra, el pájaro”, el beso o el mismo sol, adquieren una luz nueva, una milagrosa claridad en el “esplendor sereno” del poema, labrado y concebido en el arduo esfuerzo del proceso creativo.

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Antonio Canova: Pisque reanimada por el beso del amor. Museo del Louvre.
El mármol se ha convertido en beso…

La obra, una vez producida, posee además una existencia propia, independiente de la vida del artista -y a veces incluso de sus mismas intenciones- que brota de su lógica interna, de sus hallazgos, de las sugerencias que brinda al espectador. Puede incluso decirse que la obra supera a su creador en algún sentido, que en ella pueden captarse cosas que tal vez no pensó el autor expresamente. Por ello deberá ser valorada según su perfección específica -el logro efectivo de la comunicación o de la aparición en el espectador de unos sentimientos- y no tanto según la intención del autor, en muchos casos difícilmente reconocible. Permanece abierta a las múltiples resonancias que puede inspirar al espectador. Se cuenta que al compositor Robert Schumann le preguntaron en cierta ocasión qué significaba la pieza que había tocado; se giró de nuevo hacia el piano y, sin abrir la boca, volvió a tocarla. Eso era lo que significaba y sigue significando esa pieza…. Y “el que tenga oídos para oír, que oiga.”

La obra, si es genuina, lleva el sello y la impronta de su autor, pero no es su autor. Así, sabemos de geniales artistas que impregnan de belleza o rectitud sus creaciones artísticas, o que resuelven airosamente en la ficción situaciones complicadas, pero que en la vida real naufragaron estrepitosamente. ¿Acaso, por ejemplo, era Molière en su vida personal un gran conocedor del corazón humano, dado que creó a la admirable Celimena? De ser así, seguramente no se habría casado con la coqueta Armande Béjart, que tan desgraciado le hizo.

La experiencia interior del autor, personal, singularísima, se traduce a través del proceso creativo en una obra de potencial universalidad, al resonar con acentos peculiares, singulares también, en las diferentes subjetividades de quienes la contemplan y la hacen experiencia propia. En la película El cartero y Pablo Neruda (M. Radford, 1994), el protagonista, un sencillo cartero de pueblo que ha utilizado poemas del escritor para ofrecerlos a la joven que ama, responde a la protesta del poeta: “La poesía no es de quien la escribe, es de quien la necesita.” [https://youtu.be/SdR5Ip9cKsc]

La expresión y transmisión de sentimientos que el artista lleva a cabo mediante sus obras se realiza a través de recursos muy heterogéneos: palabras en la literatura, sonidos en la música, superficies coloreadas en la pintura… Cada uno de esos medios actúa en nuestra sensibilidad y presenta potencialidades expresivas diferentes. La peculiaridad de los mismos ha llevado a la clasificación y diferenciación de las “Bellas Artes”. No obstante, a pesar de la diversidad de sus medios expresión, existe una unidad fundamental, una analogía entre las artes, que nos permite hablar “del arte” en general y concebirlo como una forma universal de expresión y comunicación.

Clasificación de las artes

El arte expresa y transmite sentimientos de índole muy diversa. Se vale de muy variados medios de expresión y comunica entre sí a los hombres mediante sistemas de lenguaje propios que actúan a través de los sentidos.

Aunque el dinamismo, fecundidad y complejidad de las diferentes artes es inagotable, puede llevarse a cabo una útil clasificación -convencional, simplificada inevitablemente- en función de los medios y recursos de los que se sirven: Pintura, Escultura, Arquitectura, Danza, Música y Poesía (Literatura) configuran la clasificación tradicional de las bellas artes desde la época del Renacimiento. A estas seis se ha venido a añadir en los últimos tiempos el Cine, llamado por este motivo el “séptimo arte”, si bien algunos consideran que debiera ceder dicho lugar a la Fotografía, ya que en el fondo el Cine se sirve de una secuencia dilatada de imágenes fotográficas, a la vez que asimila e integra valores y recursos de todas las demás.

Artes estáticas o espaciales
-se valen de una materia tangible-

Artes mixtas

Artes dinámicas o temporales, rítmicas

Arquitectura (a través de la construcción crea ambientes y espacios humanos habitables)

Cine

Música (se sirve de las vibraciones sonoras)

Escultura (genera formas volumétricas moldeando o tallando diferentes materiales)

Teatro

Danza (movimiento de las formas de la corporalidad humana)

Pintura (se sirve de pigmentos de color aplicados a una superficie)

Ópera

Literatura (se sirve de la palabra, oral o escrita)

Las líneas, planos, las luces y el color, los sonidos… no son meros instrumentos o símbolos de lo que el artista quiere expresar: son la expresión misma. Cada arte tiene su propia preceptiva, que va variando con las tendencias y las épocas, con las aportaciones más geniales de los propios artistas. La “bondad” y perfección de una obra de arte, su mérito más genuino, radica en que expresa unos sentimientos y comunica unas vivencias (esa es su finalidad) utilizando sabiamente medios adecuados.

En algunos momentos se establecieron “categorías” entre las diferentes artes: Junto a las “artes mayores” -las arriba mencionadas- se hablaba y se habla aún, con carácter algo peyorativo, de las “artes menores”, en función de la técnica empleada, por considerarlas más artesanales (presuntamente menos “nobles”), y caracterizadas por su función de “artes aplicadas”: orfebrería, cerámica, grabado, diseño y decoración, gastronomía, perfumería, bordado, confección… No obstante, esta clasificación se da por superada, ya que, entre otras cosas, incluso la misma noción de arte se ha difuminado hasta el extremo en los últimos tiempos.

Lo que en realidad nos permitiría establecer la mayor o menor entidad de las artes no es que su lenguaje y técnica expresiva sea más o menos noble o su misión más o menos excelsa, sino que su eficacia expresiva -como fuente y cauce de emoción, serenidad, gozo, entusiasmo…- sea más o menos poderosa.

Otra clasificación difícil de sostener es la que se refiere al asunto o tema sobre el que versa la obra: acontecimientos históricos, temática religiosa, bodegón, pintura de género, retrato, exaltación de valores político-sociales, etc. Pero la supuesta trivialidad de un tema (unos zapatos viejos, un cubo de basura, unos cacharros o unas frutas dispuestas sobre una estantería) no tiene por qué impedir que las emociones de quien lo contempla puedan ser relevantes y hasta sublimes.

Tema 13: La apertura a la belleza

Un ejemplo bien conocido es el cuadro de Rembrandt titulado “Buey desollado”, que no fue recibido en Italia debido a que una comisión de “expertos” se opuso a su adquisición por tratarse de una vulgar escena de carnicería, asunto al parecer indigno de figurar en un Museo.

En la actualidad la crítica es unánime al apreciarlo entre las más admirables y valiosas obras del pintor. Lo que en realidad expresa esta pintura no es la realidad empírica de un animal desollado y colgado de unos garfios, sino la emoción plástica experimentada por el pintor ante el animal, que acertó a expresar genialmente mediante el juego de luces, sombras, texturas y colores que hacen sugerente la figura, soporte de unas vibraciones de luz y de color que Rembrandt acierta a traducir en calidades pictóricas. Hoy es uno de los cuadros más valorados del Museo del Louvre.

Y algo semejante cabe afirmar del “Bodegón con cacharros” de Zurbarán, o del “Par de botas” (1886) de Van Gogh:

Tema 13: La apertura a la belleza
Tema 13: La apertura a la belleza

Escribe Martin Heidegger a propósito del cuadro de Van Gogh:

«Un par de zapatos de campesinos y nada más. Y sin embargo... Por la oscura apertura del gastado interior del zapato se avizora lo fatigado de los pasos del trabajo. En la burda pesadez del zapato se ha estancado la tenacidad de la lenta marcha por los surcos que se extienden a lo lejos y todos iguales del campo azotado por un rudo viento. Sobre la piel está lo húmedo y hastiado del suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad de los senderuelos al caer el día. En el zapato vibra el apagado llamamiento de la tierra, su silencioso regalo del grano maduro y su inexplicable fracaso en los áridos yermos del campo invernal. A través de ese instrumento corre la aprensión sin lamentos por la seguridad del pan, la silenciosa alegría por haber vencido una vez más la miseria, la angustia ante la llegada del parto y el temblor ante el acecho de la muerte. Ese instrumento pertenece a la tierra y se guarda en el mundo de la campesina. A base de esa pertenencia cobijada surge el instrumento mismo de su descansar en sí mismo. Pero tal vez sólo por el cuadro veamos todo eso en el zapato. La campesina, en cambio, lleva simplemente los zapatos.» (El origen de la obra de arte)

Ese par de botas viejas, a los ojos del pintor, resplandece de belleza. Constituye un hallazgo de sentido y de humanidad profunda. Otro tanto podría decirse de estos dos poemas dedicados a asuntos en principio triviales, un cubo de basura y el agua que sale por el grifo.

“Cántico doloroso al cubo de la basura”
Soneto. Rafael Morales

Tu curva humilde, forma silenciosa,
le pone un triste anillo a la basura.
En ti se hizo redonda la ternura,
se hizo redonda, suave y dolorosa.

Cada cosa que encierras, cada cosa
tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.
Aquí de una naranja se aventura
la herida piel silente y penumbrosa.

Aquí de una manzana verde y fría
un resto llora zumo delicado
entre un polvo que nubla su agonía.

Oh, viejo cubo sucio y resignado,
desde tu corazón la pena envía
el llanto de lo humilde y lo olvidado.

El agua corriente.
Juana de Ibarbourou.

Esta agua que viene
Por los nervios pardos de las cañerías,
A dar a mi casa su blanca frescura
Y el don de limpieza de todos los días:
Esta agua bullente
Que el grifo derrama,
Está henchida del hondo misterio
Del cauce del río, del viento y la grama.

Yo la miro con ávido anhelo...
Es mi hermana la onda viajera
Que a la inmensa ciudad ha venido
De no sé qué lejana pradera.
Y parada ante el grifo que abierto
Me salpica de cuentas la enagua,
Siento en mí la mirada fraterna
De los mil ojos claros del agua.

En ambos poemas la sensibilidad de uno y otro autores, unida al acierto técnico por su dominio de la palabra y por las figuras poéticas utilizadas, produce en el lector atento -sensible también- un juego de emociones y sugerencias que no pueden caracterizarse sino como bellas. Y lo mismo podría decirse, entre tantos ejemplos magníficos, de la conocida evocación del “olmo seco”, o de las riberas del Duero y los campos de Soria, nacidas del alma y de la pluma del poeta Antonio Machado.

Uno de los términos que aplicamos a la belleza en las artes es el de “hermosura”. “Hermoso” deriva del termino “forma”, y con él se alude al lenguaje artístico, a lo que captan nuestros sentidos, a la expresión en la que cristaliza y se hace patente la vivencia emocional que inspiró al artista, que vendría a ser el “contenido”.

El lenguaje artístico es el arte mismo: líneas, volúmenes, colores, sonidos… Pero para que la forma sea arte necesita un contenido: no puede haber expresión si no se expresa nada. El contenido no es propiamente el tema o asunto que se representa, sino la emoción, la vivencia que el artista intenta transmitir a propósito de ese asunto.

En el caso de la pintura el contenido no es el objeto que sirve de modelo ni el hecho narrado (un cesto de frutas, una batalla, un mito, un personaje, un rincón…) sino la expresión plástica, hecha de color e imagen, que el pintor plasma en el lienzo: no es el buey de carne y hueso que sirvió de modelo a Rembrandt, sino el que se contempla en el cuadro; el que aparece y se muestra en su aparecer cromático, en su textura, en el contraste luminoso, y las sugerencias emocionales que despierta en el contemplador. No son los cacharros del bodegón de Zurbarán los que admiramos, sino los dibujados por el artista en el bodegón. No son los lugares en los que Van Gogh plantó su caballete los que nos asombran, sino la fuerza expresiva y la vitalidad que irradian los cuadros en los que nos traslada su intuición emocionada. El paisaje de Toledo que pintó El Greco era un paisaje bellísimo; pero lo que nos estremece no es el paisaje, sino el cuadro.

Tema 13: La apertura a la belleza
Tema 13: La apertura a la belleza

La expresividad del arte: “Clasicismo” y “romanticismo”. La “gracia”.

Se dice de una obra de arte -La Odisea, El Quijote, Hamlet, la Novena Sinfonía, el Mesías de Haendel, la Gioconda o Las Meninas…- que es “clásica” porque acierta a transmitir algo nuclear de lo humano permanente, y por ello, a pesar del paso del tiempo y de los gustos, nunca pasará de moda.

El filósofo W.G.F. Hegel, sin embargo, distinguía entre lo que él llamaba el arte “clásico” y el arte “romántico”. No se refería a lo que acabamos de decir ni a estilos de una época determinada, sino al propósito expresivo del arte, en el que pueden predominar dos tendencias muy interesantes para comprender lo que es el arte.

Hegel llamaba clásico al arte que busca la perfección y el equilibrio mediante una correspondencia precisa, una congruencia perfecta entre forma y fondo. En el arte clásico todo “está en su sitio”, manifiesta una armonía en cierto modo simétrica; la obra dice lo que tiene que decir, ni más ni menos. El arte clásico produce la serenidad de lo perfecto, de lo acabado. Algunos autores hablan de la inspiración “apolínea”, del gusto por el orden, el equilibrio, la claridad y la nitidez, por la racionalidad. Su valor “poético” está en el sentido obvio de lo que muestra o dice, sin apenas margen a lo inesperado.

Tema 13: La apertura a la belleza

Por su parte, en el arte romántico el mensaje se abre, tiende al infinito y se acerca a lo inefable, a lo que desborda las formas establecidas y terminadas. Busca intencionadamente el desequilibrio entre el fondo y la forma; ésta, la forma, sólo puede sugerir un mensaje o una experiencia inabarcable. Produce la inquietud del misterio, el vértigo de lo insondable, el anhelo ascensional a lo infinito. La inspiración que lo alimenta es lo “dionisiaco”, lo vital, lo excesivo. Es fuego, arrebato emocional, llamarada, contraste y dinamismo.

Tema 13: La apertura a la belleza

La música de J. S. Bach sería así un buen ejemplo del concepto clásico [https://youtu.be/sLcSNsUxzzg], mientras que Vela Bartok, con sus buscadas disonancias, lo sería del romántico [https://youtu.be/pG26BMDVR9E]. La arquitectura grecorromana, suscitada por un deseo de armonía, sería el mejor espejo del clasicismo, y también lo sería la arquitectura racionalista del XX; mientras que el barroco o Gaudí, por ejemplo, lo serían del romanticismo. Lo mismo cabe decir, respectivamente, si comparamos a Velázquez y El Greco en el ámbito de la pintura.

Sin embargo, las distinciones y las clasificaciones “de libro” no siempre se corresponden exactamente con la realidad. Por ejemplo, si comparamos una catedral gótica (León, Burgos, Chartres…) con el Partenón -paradigma eminente del clasicismo- podría decirse que se trata de una idea “romántica”, ya que representa un anhelo ascensional al infinito y un intento de liberación de la materia, zarandeado por la policromía vibrante de las vidrieras y alentando una especie de vuelo espiritual. Pero a la vez, al ser la prodigiosa y precisa respuesta racional a un problema constructivo -la crucería frente a la bóveda de cañón y los pesados muros románicos- y un brillante paradigma de equilibrio y luminosidad entre los elementos constructivos, puede también considerarse ejemplo de creación clásica.

Tema 13: La apertura a la belleza
Tema 13: La apertura a la belleza

La contraposición a la que acabamos de aludir entre el espíritu clásico y el romántico nos da pie para recordar que, en el corazón del Siglo de Oro español, San Juan de la Cruz escribió en su Cántico espiritual, aquel famoso verso: “… y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo.” En él, la expresión “un no sé qué” resulta un maravilloso hallazgo poético: logra definir -sin definirlo- lo indefinible (L. Borobio).

La armonía, tradicionalmente considerada como una propiedad fundamental de la belleza, es la dimensión sensible del orden que constituye el cosmos, el mundo real, y es apreciable normalmente en la obra de arte, especialmente en las “clásicas”. Pero esta armonía no significa rígida simetría o fría regularidad, ya que no excluye ese “romántico” no se qué que, con paradójica precisión, define la vaguedad sugerente del encanto.

Ese “no sé qué” que desprende lo real a los ojos del artista, haciéndolo resplandecer como algo bello, es lo que en términos artísticos se llama la gracia. Esta expresa algo misterioso, que nos desborda pero que al mismo tiempo nos posee; nos explica y a la vez se nos escapa. Es una especie de sobreabundancia no prevista, un don gratuito que invita a asomarse más allá de lo que definimos y poseemos, el signo de algo superior a lo que se aspira pero que las palabras no aciertan a ceñir y precisar.

Tema 13: La apertura a la belleza

Apreciamos gracia en un elemento que rompe una simetría o un ritmo, que sorprende por inesperado y diferente… y que sin embargo realza la hermosura de lo contemplado. Se descubre en las vagas sugerencias que insinúan, en los recursos que sorprenden (como acontece en el humor), en el contrapunto que acentúa la sintonía de líneas musicales distintas, en el juego travieso del elemento que rompe la monotonía de una serie y que, sin embargo, enfatiza su belleza.

La aparición de la gracia en el arte nos recuerda que éste se halla como atravesado por una realidad misteriosa, por una chispa imprevisible y luminosa que posee la llave del encanto. La gracia es un hallazgo feliz.

Tema 13: La apertura a la belleza
Antonio Gaudí: Mosaico en trencadis, en el Park Güell. Barcelona.

El artista la puede buscar, pero siempre surge como un regalo inmerecido, gratuito. La simple copia de recursos graciosos que no brotan de la propia experiencia estética lleva al amaneramiento de lo artificioso, al melindre y la afectación fingida. Es lo que acontece a menudo, por ejemplo, en desafortunados intentos de revivir estilos y maneras propias de otras épocas (neogótico, neoclásico…) pero carentes de alma, del aliento de lo auténticamente vivido.

El arte, espejo y símbolo de la realidad y de la condición humana.

El arte es espejo de la condición humana, una de cuyas dimensiones más fundamentales es la aspiración a la belleza, estrechamente vinculada a la cuestión del sentido y del significado de la vida. Es tarea del arte humanizar, hacer elocuente lo real en toda su amplitud y hondura, iluminando su riqueza oculta, y de modo singular la sorprendente y dramática existencia del ser humano.

Acudamos a un ejemplo, el cuadro de Guy Rose titulado La Mère Pichaud, pintado el año 1890.

Tema 13: La apertura a la belleza

La luz procedente de la ventana, en el ángulo superior derecho, atraviesa el espacio e ilumina la silla, el rostro y el regazo de la anciana. Pero no es el esplendor de los colores lo que llama nuestra atención. El interior es oscuro, concorde con la pobreza que parece reinar en la cocina de esta casa humilde. ¿Es una obra realista? Así está catalogada. Y también lo está como “pintura de género”, un género menor. ¿Seguro…?

Lo que conmueve es el valor simbólico que adquieren sobre todo la mesa y la silla, las manos y la figura de la anciana. Es lo que no vemos lo que nos llega al alma. Esas manos abatidas sobre el halda; girado el rostro con un rictus de melancólica tristeza; esos ojos entornados que miran la silla vacía, nos están narrando una historia de vida, una razón de amor, presente en todos los rincones y acentuada por una ausencia.

“-Y ahora, ¿para qué seguir viviendo?”, parece preguntarse en sus adentros. “-¿Para qué estas manos, que tanto han trabajado para que él estuviera contento a través de los detalles de cada día, de mi cuidado?”.

Si nos detenemos en los utensilios o en el paño de cocina de la pared del fondo, comprenderemos que nos están diciendo a gritos que no es el orden por el orden lo que ponía en pie a esta mujer cada mañana, sino la creación de un espacio acogedor y digno, en su pobreza, para la persona amada, que es otra manera de decir amor. Estamos ante una madre, la mère Pichaud. Esto es la esponsalidad -y la maternidad, según el título nos revela-, don inconmensurable de la feminidad que sabe convertir el cuidado y la servicialidad en espacio de acogida, creatividad y dignidad, desde un corazón magnánimo. El arrugado y áspero rostro de la mujer no es hermoso. Pero sí lo es su persona, agraciada por una belleza interior. Todo el cuadro, en fin, es en su sencillez una magnífica expresión de amor y de belleza.

A través del arte, de manera singular, el ser humano se incorpora a la tarea de la creación que atraviesa y fundamenta el mundo. No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, por así decir, a cada ser humano se le confía la posibilidad de contemplar la belleza de este mundo y la responsabilidad de ser artífice de su propia vida, hasta llegar en lo posible a hacer de ella una obra de arte, incluso una obra maestra.

Como ya escribiera en el siglo XVI Baltasar de Castiglione en su libro El cortesano, “la belleza exterior es el verdadero signo de la belleza interior”. No ha de olvidarse tampoco que la esencia de la elegancia, que procede etimológicamente de eligo, elegir, consiste en manifestarse de acuerdo con un atractivo equilibrio integral, interior y exterior, con la belleza que brota de la riqueza de la propia intimidad.

Más allá de las modas, esos gustos cambiantes que experimentan las épocas y los grupos humanos, fruto a veces de la novedad y a veces también del hastío, el desarrollo de nuestra vida personal y compartida reclama algo “bello de verdad” que llene y no decepcione, que no se gaste, que perdure sin aburrir. Por eso el arte, aunque es susceptible de cambios y novedad, aunque acepte y produzca bonitos atavíos pasajeros, presenta una vocación a la belleza “siempre antigua y siempre nueva” (S. Agustín), capaz de inspirar y alentar al hombre a través de los rigores del camino de su vida.

La belleza que muchas veces nos presenta la moda no es realmente verdadera y profunda, porque sus parámetros no resisten el paso del tiempo. Y si hay una palabra que defina el frenesí vital de la modernidad en Occidente, tal es superficialidad. No hablamos de mera frivolidad, sino de cansancio moral. Algo de esto percibió ya Dostoievski cuando escribió que “la belleza salvará al mundo”.

Existe en la naturaleza espiritual del ser humano una necesidad de belleza. Sin ella estamos incompletos y nos falta la alegría de vivir, el gozo que nos alienta y nos hace presentir que estamos hechos para algo -una Belleza con mayúsculas- que nos trasciende y a la vez nos aguarda. Se trata al mismo tiempo de una necesidad de sentido. Es la descripción que hallamos en el Fedro platónico del loco entusiasmo de quien se encuentra con algo bello en este mundo. Experiencia vivida y narrada también por un gran buscador, Agustín de Hipona:

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.” (Confesiones, X)

Tanto el artista como el espectador pueden llegar a apreciar la belleza y la verdad profundas que laten en y “más allá” de todas las cosas. El arte es una forma de conocimiento profundo. No al modo de las ciencias o la filosofía, que utilizan el razonamiento o la inferencia deductiva, las comprobaciones estadísticas o la argumentación sistemática. Como afirmaba Heidegger, “la obra de arte da a conocer notoriamente otra cosa, revela otra cosa, es alegoría… es símbolo, representa un mundo.” Y ese peculiar “ver con el corazón”, ese “hacer visible lo invisible” que es propio del arte, puede ser extraordinariamente clarividente y revelador. “Y es que la belleza -escribe Scruton- nos reclama para sí: nos llama a renunciar a nuestro narcisismo y mirar con reverencia al mundo”.

Una novela puede expresar, de manera más directa e inmediata que un tratado de antropología o de ética, muchas verdades relativas al hombre y a su conducta, y puede hacerlo paradójicamente a través de formas –historias, relatos, juegos de palabras– imaginadas, inventadas. Lo mismo cabe decir de una obra dramática o incluso de un poema. Aristóteles hablaba de esta experiencia y la llamó “catarsis”, purificación. De las obras de arte se podían extraer lecciones para la vida, experiencias de proyección de las propias tensiones y problemas, para retornar a la vida cotidiana más sabios, más equilibrados, más enriquecidos interiormente.

Tema 13: La apertura a la belleza

La pintura, además de expresar belleza, puede declarar muchas verdades de modo más directo, y con frecuencia más eficaz, que otras descripciones o visiones conceptuales. El retrato de Inocencio X –«troppo vero, Velázquez, troppo vero!»– puede ser más elocuente que una descripción científica de su carácter.

El cuadro se realizó durante el segundo viaje a Italia de Velázquez, entre principios de 1649 y mediados de 1651. Hay constancia documental de que el papa posó para Velázquez en agosto de 1650. Se cuenta que, cuando el papa vio terminado su retrato, exclamó, un tanto desconcertado: Troppo vero!demasiado veraz»), aunque no pudo negar la calidad del mismo -tan reveladora, al parecer-.

La “Estética” y el arte moderno y contemporáneo.

En el pensamiento metafísico helénico y medieval se consideraba que la belleza del ámbito natural conducía de modo más inmediato que el artificio humano a la riqueza del ser y a su misterio. La realidad misma, se pensaba, había sido medida por un Logos divino y llevaba consigo la huella de la armonía y la fecundidad creadora de Dios.

La percepción de la belleza, en este marco, involucraba también la del bien y la verdad, al captar la perfección propia de la realidad contemplada en su propio orden. La intensidad de la belleza de todas las cosas era fruto de su intensidad ontológica, de su perfección. Los griegos habían percibido esto, señalando el ideal de la kalokagathía, de la unidad de fondo de lo bello y de lo bueno como facetas de una misma realidad.

El nacimiento de la Estética como ciencia o disciplina autónoma se produce en el ámbito alemán a través de Kant (1724-1804), deudor del pensamiento estético del siglo XVII y especialmente de Baumgarten (1714-1762), quien en el año 1750 publicó una obra cuyo título era precisamente Aesthetica, con la intención de dotar a este particular tipo de conocimiento del rigor de la ciencia.

Después de Kant la verdad de las cosas ya no será medida por la inteligencia y el amor divinos, sino por la razón humana. En la estética kantiana, el placer que la belleza suscita no es entendido como un eco del misterio y de la grandeza de lo real, y huella en último término de la Belleza que es el Creador mismo, sino como el eco de la grandeza y de la libertad del sujeto humano, que se vuelven paradigmáticas en la subjetividad del genio. La belleza será una creación del genio humano, del genio del artista.

La Modernidad surgió con la idea suprema de autonomía en todos los órdenes de lo humano, lo cual también se aprecia en el arte, que paulatinamente se irá alejando de la realidad como referente para convertirse sobre todo en libre expresión del artista. Hallamos así un nuevo modo de mirar la realidad que la refleja, no como se considera que “es”, sino como el artista la percibe. La preocupación del arte no estribará en ser la voz de aquello que rezuman las cosas, que configura su naturaleza y que a la vez las trasciende, sino en ser la voz y la obra creadora del artista, del hombre “superior”, tocado por el genio.

El objeto de la Estética ya no será en sentido estricto la belleza, sino su percepción: puesto que no existe un fundamento de la belleza en el ser de las cosas, en la realidad, se desconectará de la verdad que la inteligencia descubre y del bien que orienta nuestra voluntad. La percepción de lo bello obedece a otra instancia, ajena a la objetividad de lo verdadero y de lo bueno. ¿Existe, así pues, alguna facultad peculiar que nos permita juzgar acerca de lo bello?

El alejamiento de la belleza natural respecto del ámbito estético es consecuencia de la consideración del mundo físico como un simple hecho, carente como tal de todo bien y belleza, de una razón de ser, y que por ello el hombre está llamado a controlar y perfeccionar con su acción, libremente y sin referencias, improvisando incluso. Su valor dependerá de la estimación humana. La naturaleza es entendida en contraposición a la libertad del espíritu humano, como si las creaciones del espíritu y, en consecuencia, la belleza artística, fueran posibles sin ninguna referencia a la belleza natural del ser creado. La belleza se reduce exclusivamente al ámbito subjetivo.

En la Modernidad, por consiguiente, el arte dejará de ser el reflejo de una belleza y de una verdad creadas y medidas por el Logos divino. No queda espacio para ninguna otra belleza que la artística, pues no hay otro ser que el que acaece a través del conocer y del actuar humanos.

Ya a fínales del XIX los expresionistas defenderán un arte más personal e intuitivo, donde predomine la visión interior del artista —la «expresión»— frente a la plasmación de la realidad —la «impresión»—.

En el siglo XX, adoptando un acento subversivo, la libertad creativa se hará reivindicación y ruptura hacia toda norma. Así, la historia reciente del arte se podría interpretar sin demasiada dificultad como una evolución del “artista imitador” al “artista dios” que, liberado de la mímesis, se convierte en creador absoluto. La libertad subjetiva del creador artista decide lo que es arte. “Todo lo que escupe un artista es arte.” (Kurt Schwitters)

Ante la impresión de que el arte se había fosilizado, y ante la aparición de la Fotografía para dar cuenta fiel de una realidad que es tal cual es, pero nada más…, se tratará de provocar la crisis de las certezas de los espectadores, eliminando y superando toda distinción entre arte y no arte, arte y vida, artista y espectador, bello y no bello… Veamos con algo más de detenimiento el ejemplo de tres pintores representativos.

Tema 13: La apertura a la belleza

Jackson Pollock (1912-1956) fue un artista estadounidense considerado como la figura por excelencia del Expresionismo abstracto, alcanzó reconocimiento por su estilo de chorrear pintura (dripping). Dejó la representación figurativa y desafió la tradición occidental de utilizar caballete y pinceles. Pintaba sobre el suelo, en cualquier dirección y sin propósito previo.

“Cuando estoy “dentro” de mi pintura, no soy consciente de lo que estoy haciendo. Tan solo después de un periodo de “aclimatación” me doy cuenta de lo que ha pasado. No tengo miedo a hacer cambios, destruir la imagen, etc., porque la pintura tiene vida propia. Intento dejarla salir… Miren pasivamente y traten de recibir lo que la pintura les ofrece y no traigan temas ni ideas preconcebidas de lo que deberían estar buscando." Se trata de ver la pintura por lo que es, pintura pura, sin significado ni mensaje simbolizado o representado. El objetivo de sus pinturas es evocar al espectador a la reflexión… además de servir como canal de terapia para el propio artista.

Tema 13: La apertura a la belleza
Jackson Pollock. Convergence. Albright-Knox Art Gallery

Marcel Duchamp y el vaciamiento estético del arte.

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El dadaísta Marcel Duchamp (1887-1968), se erigirá en un hito significativo dentro de este proceso. Se le considera incluso el artista más influyente del siglo XX. Fue el precursor de la devaluación generalizada del objeto estético. El momento estelar del giro que se provocará en la estética contemporánea lo protagonizará un urinario. Sí, un urinario de porcelana.

Duchamp lo tituló provocativamente “Fuente” (Fontaine), lo firmó bajo el pseudónimo de R. Mutt y lo presentó en 1917 a la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York para que fuese incluido en su exposición anual. Las bases de la muestra establecían que todas las obras serían aceptadas, pero al poco tiempo la Fuente fue rechazada y retirada. Sin embargo la provocación surtió efecto. Con ella se inició una auténtica revolución en el mundo del arte introduciendo el llamado vanguardismo y mostrando que cualquier objeto mundano podía considerarse una obra de arte con tal de que el artista lo quitara de su contexto original (en este caso, un baño) y lo situara en un nuevo contexto -una galería o un museo- y la declarara como tal. Creó así la primera obra de “arte conceptual” y abrió las puertas a las invasiones bárbaras que establecieron que cualquier cosa en un museo -¿y por qué no fuera de un museo, por qué no en un vertedero, en un garaje o un Parlamento o en cualquier otra parte?- es arte.

Dadá, se dijo, es destrucción. Una destrucción creativa si se quiere, pero destrucción. Dadá es anti-todo. Anti-arte, anti-literatura, anti-dadá incluso… Es el caos, el azar… tirando hacia lo gamberro, hacia lo escandaloso. Nada hacía más feliz a un dadaísta que “escandalizar a un burgués”. Duchamp, anticonvencionalista refinado e irreverente, “olió” que la pintura estaba muerta, pudriéndose en los museos/mausoleos, y “descubrió la belleza” (o al menos una sorprendente fuente de sugerencias) en lo coyuntural, lo fugaz y lo superficial. Pintando bigotes a la Gioconda pensó que estaba mejorando al original. O así lo dio a pensar. Y muchos le creyeron.

A través de los readymades, objetos de uso común, muchas veces modificados, presentados como obras de arte, pone en tela de juicio la identidad del producto artístico y su distinción respecto a los objetos de la vida corriente: billetes de tren, artículos de periódico, fragmentos de fotografías, botellas, sombreros, ruedas de bicicleta, planchas, urinarios...

El arte de Andy Warhol (1928-1987), prolongando esta deriva, conocerá un éxito absoluto con el Pop Art, que -reaccionando contra el expresionismo abstracto, al que considera elitista y rebuscado- utiliza imágenes conocidas pero les da un sentido diferente. Ya no habrá diferencia entre La Gioconda, Marilyn Monroe y una botella de Coca-Cola o una lata de conservas Campbell, porque el artista convierte en arte cualquier objeto sólo con firmarlo: “Yo firmo todo, billetes de banco, tickets de metro, incluso un niño nacido en Nueva York. Escribo encima “Andy Warhol“ para que se convierta en una obra de arte.”

Tema 13: La apertura a la belleza

El arte experimental de las últimas décadas busca otras vías para involucrar al espectador en la obra, pensada cada vez más no como una realidad acabada y aislada, sino más bien como un espacio abierto, como instalación o performance, en la que el propio espectador entra a formar parte activa y efectiva de la obra.

Tema 13: La apertura a la belleza

Algunos artistas utilizan el feísmo para agredir la sensibilidad del público, al que consideran demasiado autocomplaciente y convencional y cuyo criterio estético desprecian. Épater le bourgeois se había convertido en grito de guerra de los poetas decadentes y simbolistas franceses de finales del siglo XIX como Baudelaire y Rimbaud. En Las flores del mal de Charles Baudelaire tenemos un buen ejemplo de esta voluntad de «espantar al burgués» llevando a la obra de arte todo aquello que la sensibilidad convencional teme o condena: el crimen, la barbarie, la crueldad, lo anómalo, la deformidad, etc. Esta postura de ofender el "buen gusto" burgués, será una forma de liberación y crítica por parte de los citados movimientos estéticos de Vanguardia, en particular por el dadaísmo y el surrealismo.

Persistirá hasta nuestros días de múltiples formas. Por ejemplo, adquirió una explicable notoriedad la discutible obra de Piero Manzoni, que mediante el citado épater le bourgeois denuncia la mercantilización capitalista del arte. Mayúscula ironía: en 1961, Manzoni puso sus propios excrementos en 90 latas de metal de 5 cm de alto y un diámetro de 6,5 cm y las etiquetó literalmente con las palabras «Mierda de Artista». Vendió cada lata al peso teniendo en cuenta la cotización de oro del día. Hoy podemos ver esas latas en instituciones tan prestigiosas como el Georges Pompidou de París, la TATE Gallery de Londres y el MOMA de Nueva York. En el año 2007 incluso se llegó a subastar un ejemplar en 124.000 €.

Tema 13: La apertura a la belleza

Este fenómeno no es exclusivo de la pintura. Se extiende a todas las artes. Tomemos un ejemplo -entre muchos- de la música. Una de las más entrañables obras de Mozart es seguramente la ópera cómica El rapto del serrallo, en la que cuenta el triunfo del amor fiel entre los prometidos Constanza y Belmonte, a pesar de haber sido aquella recluida en el harén del pachá Selim. El año 2004 fue representada por la Ópera Cómica de Berlín, bajo la dirección de Calixto Beitio. En la turbulenta puesta en escena de Beitio, las palabras y la música hablaban de amor y compasión, pero el mensaje quedaba brutalmente ahogado por chillonas escenas de tortura, asesinato y crudo sexo narcisista que ensuciaban el escenario. El arte, aquí también, no sólo se separa de la belleza sino que ha intentado estrangularla.

A pesar de excesos posiblemente aberrantes como los anteriores, hay algo de verdad en todo esto. Aquello que el arte moderno subraya con fuerza particular es la necesaria presencia del sujeto -también del sujeto-espectador-, porque solamente a través de la interioridad del artista puede aferrarse el orden moral o espiritual que la realidad cotidiana esconde.

Sin embargo, la pérdida de referencia respecto de la realidad, el alejamiento de la belleza constitutiva del ser de las cosas, lleva al paroxismo, la trivialidad y la falta de sentido. Por otro lado, desde luego, no todo el arte contemporáneo refleja esta desorientación. Existen muy notables excepciones. Algo, sin embargo, resulta interesante en todo esto: lo que el arte tiene de espejo -y en este caso de denuncia, aunque sea involuntaria- de la cultura dominante. En la llamada posmodernidad, la dispersión y extravagancia que a menudo ostenta el arte en muchas de sus manifestaciones no es sino el síntoma manifiesto de una auténtica crisis generalizada de civilización.

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ACTIVIDADES

1. FORMA Y CONTENIDO EN EL ARTE.

Tema 13: La apertura a la belleza

Hemos visto que el contenido de una pintura no es el objeto que sirve de modelo ni el hecho narrado en el cuadro, sino la expresión plástica, hecha de color e imagen, que el pintor plasma en el lienzo. El contenido es algo genuino, creado por el artista, que puede o no representar fielmente el aspecto visible del modelo. Es “lo que el autor quiere decir” y lo que la representación pictórica despierta en nosotros.

A este respecto, ¿podrías explicar lo que quiere decir el pintor René Magritte con este cuadro, titulado “Esto no es una pipa”?

2.- “¿QUÉ ES LO BELLO?”

(Sócrates, burlándose disimuladamente del sofista Hippias con la invención de alguien que le hace preguntas difíciles, muestra que Hippias es incapaz de definir qué es la belleza).

SÓCRATES: …Hace poco, en una discusión en que yo criticaba la fealdad de unas cosas y alababa la belleza de otras, me vi puesto en apuros por mi interlocutor. Me preguntó, no sin ironía: “¿Cómo sabes, Sócrates, lo que es bello y lo que es feo? Veamos: ¿puedes decirme qué es la belleza?” Y yo, corto de inteligencia, me quedé sin poder darle una respuesta satisfactoria. Después de la conversación, irritado contra mí mismo, mi hice reproches amargos, decidido, en cuanto encontrase al primero de vosotros, los sabios,… a profundizar en la cuestión, y a volver ante mi adversario para proseguir el combate. Hoy llegas a propósito. Explícame, pues, qué es la belleza… Es evidente que tú conoces muy bien este tema…
HIPPIAS: Es un problema muy pequeño, Sócrates; despreciable, si puedo hablar así.
SÓCRATES: Más fácil me será instruirme y quedar ya asegurado contra un adversario.
HIPPIAS: Contra todos los adversarios, Sócrates: si no, mi sabiduría sería miserable y tonta.
SÓCRATES: (…) “¿No es por la justicia por lo que son justas las cosas?”. Contéstame ahora, Hippias,…
HIPPIAS: Contestaría que por la justicia.
SÓCRATES: Entonces, ¿la justicia es algo?
HIPPIAS: Desde luego.
SÓCRATES: Entonces, ¿también los sabios son sabios por la sabiduría, y todas las cosas buenas son buenas por la bondad?
HIPPIAS: Por supuesto.
SÓCRATES: ¿Y esas cosas son algo?; pues, si no, de ningún modo serían.
HIPPIAS: Lo son, claro.
SÓCRATES: Entonces, ¿las cosas bellas no son bellas por la belleza?
HIPPIAS: Sí, por la belleza.
SÓCRATES: ¿Y ésta es algo?
HIPPIAS: Lo es. Pero eso, ¿qué importa?
SÓCRATES: Entonces él dirá: ¿qué es esa belleza?
HIPPIAS: Pero lo que pregunta ése me parece que es: qué cosa es bella, ¿no?
SÓCRATES: No lo creo, Hippias, sino “qué es lo bello”.
HIPPIAS: ¿Y en qué se diferencia de lo otro?
SÓCRATES: ¿Te parece que en nada?
HIPPIAS: Pues no se diferencian en nada.
SÓCRATES: Seguro que lo entenderás mejor. Vamos, amigo, fíjate: no te pregunto qué es bello, sino qué es lo bello

PLATÓN: Hippias Mayor.

Este fragmento es un buen ejemplo del modo en que Sócrates aplicaba su método en la búsqueda del saber, en confrontación con el modo propio de los sofistas.

En el fragmento se pregunta acerca de “lo bello”. ¿Qué diferencia existe entre la pregunta “qué es bello” y la pregunta “qué es lo bello”?

3.- DOS MIRADAS SOBRE EL (MISMO) SER HUMANO.

Tema 13: La apertura a la belleza
Velázquez
Tema 13: La apertura a la belleza
Dalí

Veamos en primer lugar El enano Sebastián de Morras, cuadro de Velázquez (1599-1660). Un enano en la corte estaba al servicio del Rey como bufón. Su trabajo era propiciar con dichos y acciones la risa de los cortesanos. Velázquez supo mostrarnos sin embargo en este cuadro la dignidad propia del ser humano, de todos, incluso la de quienes tienen un cuerpo desvalido.

Salvador Dalí (1904-1989) lo transforma en ocasión para el hazmerreír. Los dorados y blancos de antorchados y adornos se transforman en huevos fritos de mofa… Dos miradas muy diferentes, totalmente contrapuestas más bien, acerca del mismo ser humano, Sebastián de Morras, y del ser humano mismo, de lo que le hace a cualquier hombre o mujer digno de respeto o de irrisión.

Después de observar despacio ambos cuadros, y de apreciar sus parecidos y diferencias… ¿Podrías aventurar qué es lo que diferencia las miradas pictóricas de Velázquez, pintor “clásico”, y del surrealista Salvador Dalí? ¿Podría decirse algo acerca de las épocas en las que ambos vivieron y de las que de algún modo son referentes en lo estético y en lo artístico?

CUESTIONARIO

1) ¿Se puede decir que la apertura a la belleza es una característica propia y exclusiva del ser humano, expresiva de su dimensión espiritual? ¿Por qué?

2) Escribe Max Scheler: “La propiedad fundamental de un ser "espiritual" es su independencia, libertad o autonomía existencial… frente a los lazos y la presión de lo orgánico de la "vida"... Semejante ser "espiritual" ya no está vinculado a sus impulsos, ni al mundo circundante (a diferencia de lo que acontece en los animales), sino que es "libre frente al mundo circundante", está abierto al mundo.” Subraya Scheler que el hombre es el ser capaz de “decir que no” al impulso instintivo; “en comparación con el resto de los animales es un asceta”. Y según él esta “ruptura” coincide con el despertar de una dimensión nueva respecto a la de la vida: el espíritu. El hombre no está simplemente sujeto a las condiciones del “medio” (como pasa con los animales), sino que la naturaleza de su conducta es susceptible de una expansión ilimitada hasta donde alcanza el "mundo" de las cosas existentes y, por lo mismo, abierta al mundo. Y concluye Scheler: “El hombre es, según esto, la X cuya conducta puede consistir en ‘abrirse al mundo’ en medida ilimitada”. (Cfr. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos.)

¿Serías capaz de aplicar esta reflexión a la experiencia estética humana?

3) El encuentro con lo bello se inicia en una percepción sensible. Los clásicos definían lo bello, precisamente, como “lo que al ser visto, agrada”. También se habla del “buen gusto” o del “gusto estético” para referirse a la sensibilidad, por ejemplo. De hecho, el ser humano cuenta con una pluralidad de facultades sensitivas: vista, oído, olfato, gusto, tacto. Incluso podrían incluirse a este respecto la cinestesia, la imaginación y la memoria, por ejemplo. Explica cuál o cuales de nuestros sentidos son propiamente, según tu parecer, los que mejor nos abren a la experiencia de la belleza y por qué.

4) ¿Podrías explicar qué quiere decirse cuando se afirma que el arte es un intento de “hacer visible lo invisible”?

5) ¿Qué crees que significa la expresión de Saint-Exupèry: “ver con el corazón”? ¿Qué tendría que ver con la experiencia estética?

6) Se ha dicho que la obra de arte, más que repetir lo que ha experimentado el artista, sugiere algo de lo que este sintió. ¿Podrías explicar qué diferencia hay entre “decir” algo y “sugerirlo”? ¿Podrías poner algún ejemplo, tomado de la expresión artística?

7) Para la concepción grecolatina y medieval, la belleza era una dimensión de lo real, susceptible de ser reproducida y enriquecida por la obra del artista. Para la “estética” moderna, después de Kant y sobre todo en el arte posmoderno, el arte empieza por atribuirse a sí mismo la capacidad de crear belleza y paulatinamente se irá desvinculando de ella hasta convertirse simplemente en lo que desea el artista. Objetividad y subjetivismo se contraponen e incluso parecen excluirse. ¿Crees que son incompatibles orden y gracia, el arte que tiene como referente la naturaleza de las cosas y el que reivindica la plena creatividad del artista? Explícalo con tus palabras.

8) A tu juicio, ¿qué es lo que define a una obra de arte? Razona tu respuesta.