El ser humano

Unidad de cuerpo y espiritu

Autor: Andrés Jiménez Abad

El ser humano

1. Una mirada reduccionista

¿Es el ser humano una cosa más entre las cosas? Una mirada superficial seguramente tenderá a considerar que, según el punto de vista que se utilice, un ser humano, sobre todo si en él o en ella no concurren cualidades sobresalientes, puede ser tenido simplemente como “un millón de hombres partido por un millón” (Koestler). Sería un caso más entre muchos de la especie humana, un trabajador más o menos eficiente, más o menos capaz de desarrollar determinadas facultades o de desempeñar ciertas tareas. En algunos casos, ni eso: un ser anónimo de entre las masas de infelices que ni siquiera han desarrollado una mediana normalidad intelectual, o que en el mundo mueren de hambre, o víctimas de enfermedades epidémicas...

En el Museo de Historia de Washington se representa un cuerpo humano de 77 kgr. de peso. En recipientes de cristal de diferentes tamaños se guardan los productos naturales y químicos que se encuentran en un organismo humano: 48 litros de agua, 17 de grasa, 4 de fosfato de cal, 1’5 kgr. de albúmina, una placa de gelatina de 5 kgr., así como otros más pequeños con almidón, carbonato cálcico, azúcar, cloruro de socio, etc. ¿Es eso el hombre?. Ante la complejidad del ser humano se puede caer en la simplificación de reducirlo a su dimensión física, química o biológica, por ejemplo. En el citado Museo, el recinto en el que se guardan los ingredientes mencionados, dedicado precisamente al hombre, se encuentra junto a un amplísimo elenco de obras humanas de la más dispar condición y de muy variada importancia histórica. Salta a la vista que la causa de tales realizaciones tiene que ser “algo más” que un cóctel de productos y reacciones químicas un tanto sofisticado.

El ser humano

Quien mira solamente una de las secciones del cilindro verá un círculo o un rectángulo, pero no un cilindro. Algo parecido les sucede a las antropologías que reducen al hombre a uno de sus aspectos particulares. Toman la parte por el todo y pierden de vista al propio hombre.

Éste puede ser reducido a alguna o a algunas de sus dimensiones, lo cual es correcto pero con una condición: que cada aspecto o punto de vista no vaya precedido por un ‘nada más que’. Porque el hombre es cada una de sus facetas o dimensiones ‘y mucho más’. Considerar al ser humano como nada más que un factor económico, un animal que habla, un bípedo implume, un animal con voluntad de poder, un complejo de tendencias movidas por el instinto sexual, etc., es incurrir en un reduccionismo, en una visión que no entiende realmente la profunda y sorprendente realidad que constituye a un hombre o mujer como alguien y no simplemente como algo.

2. Dimensiones fundamentales de la persona humana

Una persona es un ser dotado de naturaleza racional, único e irrepetible, y llamado a configurar su propia vida de acuerdo con el desarrollo responsable de su libertad. El filósofo latino Boecio, la define como una “sustancia individual de naturaleza racional” y Santo Tomás “sujeto subsistente en una naturaleza espiritual”. ¿Qué significa esta definición? Ante todo, implica dos notas:

A) SUSTANTIVIDAD. El modo de ser según el cual está constituida la persona es el de un sujeto, el sujeto de su propio existir. Cada persona es un ser irreductible a otro, por más semejantes que sean ambos. Esta autonomía en el existir recibe el nombre de sustantividad. No es una parte inherente a otra cosa. Es un individuo, una realidad concreta y singular, una totalidad completa, aunque dependiente. Existe en sí mismo y por sí mismo, aunque no se basta a sí mismo para existir. Es única e irrepetible. Este es el modo más excelente de existir, lo cual significa que la persona es un ser de la mayor riqueza o dignidad ontológica. Posee entidad, identidad y dignidad propias; un valor previo a sus acciones y logros adquiridos.

B) NATURALEZA RACIONAL. La naturaleza o esencia de una cosa es el modo de ser constitutivo de esa cosa. Que la persona es un individuo de naturaleza racional significa, por de pronto, que es un ser espiritual, un yo dotado de intimidad y un ser radical y operativamente abierto.

Ello manifiesta en el ser personal una forma eminente de vivir, una riqueza interior o profundidad que le define como alguien y no simplemente como algo. Es sujeto de su propio obrar. A lo largo de todas sus operaciones y acciones, el yo se hace presente como fuente y origen; incrementa su haber, permaneciendo el mismo sin agotarse en el curso o la suma de sus acciones, sin reducirse a ellas. No es resultado, sino principio de su obrar, aunque el obrar de cada uno repercuta en su biografía, en su haber vital y una persona sea también, en cierto modo, hija de sus obras. Pero el ser de la persona no se agota en su hacer; es siempre ‘más’ y es previo, fuente y principio de ese hacer.

De la riqueza constitutiva de la persona se alimenta su obrar; es fuente de novedades y por eso puede innovar, dar más de sí -creatividad- y darse a sí misma sin perderse o empobrecer lo que es, sin agotarse en lo que hace. La intimidad es lo que se da cuando uno se da a sí mismo en lo que hace. Esto es lo que, por ejemplo, da un sentido profundo al gesto de ofrecer y de aceptar un regalo. Y lo que explica que el rechazo o el desprecio de un regalo sea valorado por el oferente como una pérdida profunda y no como una ganancia, aunque quede en posesión material del objeto que deseaba regalar.

La persona muestra la más elevada dignidad ontológica, ya que amalgama lo propio de la naturaleza intelectual, de la máxima dignidad en el orden de la naturaleza de las cosas, y lo propio de la subsistencia, que es el modo más excelente de existir. Nos referimos aquí a una dignidad en el grado de ser.

Pero la naturaleza humana encierra una gran riqueza de capacidades operativas, lo cual expresa su carácter abierto, efusivo, creativo y relacional. La dignidad ontológica del sujeto que actúa se comunica también a lo que hace, más allá del valor externo del resultado. El obrar sigue al ser y el modo de obrar sigue al modo de ser. Se puede hablar también de una dignidad operativa, reflejo de la dignidad ontológica del ser personal y consecuencia del modo de obrar libre, cuya más honda dimensión es la dimensión moral, la calidad o categoría propia y hondamente humana de una persona.

Sin embargo es preciso considerar primero cuáles son las dimensiones radicales de la persona que se ponen de manifiesto en su operatividad. Como el ser humano va más allá de lo físico y lo biológico, el obrar humano no se reduce a las expectativas biológicas de la persona, a la mera satisfacción de sus necesidades orgánicas o fisiológicas, sino que se desborda mediante la apertura a la realidad, a través y más allá de su corporalidad, manifestando lo específico de su naturaleza racional, de su intimidad creativa y aportadora de riqueza.

Precisemos un poco más la dimensión de racionalidad y su apertura a lo real, que se expresa en el ámbito de las potencias o facultades espirituales constitutivas y en el de las relaciones fundamentales.

1. Facultades espirituales de la naturaleza humana:

a) Inteligencia: apertura al ser y a la verdad.
b) Voluntad libre: apertura y autodeterminación respecto del bien.
c) Apertura a la belleza: contemplación y creatividad.

2.- Relaciones fundamentales propias de la naturaleza humana:

d) Sociabilidad: apertura a otras personas
e) Dominio: apertura responsable de la persona hacia el entorno.
f) Trascendencia: apertura a un sentido último y plenificante, la búsqueda de la felicidad, el ansia constitutiva de la comunión con Dios.

En el ser humano (en el ámbito de la naturaleza humana) es preciso referirse también a la corporalidad, dimensión fundamental por la cual la persona se expresa y se instala en el mundo material, en un espacio y un tiempo determinados, y se configura en una doble modalización recíproca, de varón o de mujer.

a) La inteligencia es la capacidad o facultad de conocer el ser profundo de las cosas. Supone comprender lo que las cosas son, pueden o deben ser, captar lo universal, tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento (reflexión), distinguir medios y fines, pensar la negación, la existencia y la inexistencia. Por ella el conocimiento humano se abre a un horizonte de infinitud.

b) La voluntad libre es la capacidad de disponer de sí mismo con vistas a lo que se sabe que es bueno. Supone una autonomía en el obrar, la posibilidad de disponer de sí mismo confiriendo un contenido y una orientación a la propia vida. Ello significa autodominio (ser dueño de los propios actos, decisiones e iniciativas) y responsabilidad (asunción de las implicaciones y consecuencias de los actos realizados por propia iniciativa). Por ella el deseo humano se abre a la universalidad del bien.

c) La apertura a la belleza es la capacidad estética del espíritu humano. En ella se pone de manifiesto una dimensión que trasciende el puro dato sensible, la apertura contemplativa al mundo, que revela la creatividad del espíritu humano y que descubre en la realidad un sentido profundo, más allá de lo inmediato, al que también contribuye por medio de la actividad artística.

d) La sociabilidad es la constitutiva inclinación a dar y recibir compartiendo de algún modo la propia vida con otras personas. Es un salir de sí mismo para entrar en relación con otros seres humanos sin merma de la propia identidad e intimidad. La sociabilidad se funda -en el plano de la naturaleza- en una doble tendencia o necesidad humana: la necesidad de recibir o dependencia, y la necesidad e inclinación a dar o efusividad. Esta última capacidad es particularmente significativa, puesto que es la más peculiar de la persona como un ser dotado de intimidad. Es la dimensión más netamente creativa, el cauce por el que discurren el conocimiento intelectual y la libertad, y la forma más profunda de enriquecimiento humano.

De modo singular, la dimensión de apertura a los otros halla su significado más profundo en la vocación o tensión del ser humano -creado como hombre y como mujer- a la comunión personal (“communio personarum). La persona es un ser relacional, un ser en relación. La antropología cristiana -a la que la “teología del cuerpo” de S. Juan Pablo II ha aportado una claridad extraordinaria- remarca este aspecto de manera sustancial. «El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina. En la ‘unidad de los dos’ el hombre y la mujer son llamados desde su origen no solo a existir el uno al lado del otro, o simplemente juntos, sino que son llamados también a existir recíprocamente el uno para el otro» (Mulieris dignitatem, 7).

Entrando así pues en el plano sobrenatural, el ser humano es imagen de Dios, sobre todo, en la comunión de las personas; y esta no es solo “espiritual”, sino que en el acto creador de Dios está inscrita también la corporeidad del hombre y de la mujer como una llamada a la comunión.

e) El dominio es la relación propia del ser humano con las cosas que forman entorno natural en que discurre su vida. La apertura al mundo supone una confrontación con seres no personales de los que depende la subsistencia humana, lo que implica para el ser humano una responsabilidad o tarea, un trabajo cargado de exigencias para el hombre mismo: encontrarse al cuidado de la tierra y de los seres naturales para convertir el mundo en un lugar habitable.

Por su racionalidad, la persona puede decidir sobre el uso de las cosas, poseer y someter a seres de dignidad inferior para configurar el mundo y remediar las necesidades de un vivir digno. Las exigencias que su existencia corporal impone al ser humano, para mantenerse en el ser y perfeccionarse como persona, obligan a éste a adecuar ‘la tierra’ a las necesidades humanas, pero su condición de ser personal es la que le concede derechos y deberes en el dominio y uso responsable de los bienes terrenos.

f) Trascendencia indica aquí la conciencia de la ordenación de la propia existencia a un fin último de plenitud. Es la apertura y necesidad de un sentido para la propia vida, el ansia de felicidad. Sin un sentido, sin trascendencia, la vida humana se viviría en rigor para nada, por lo que todo en la existencia se convertiría en irrelevante y la existencia humana misma en un absurdo, lo cual haría insoportable el vivir. Este es el ámbito o marco de la dimensión ética y religiosa del ser humano. [A esto apunta el célebre comienzo de Las confesiones de San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón permanece inquieto hasta que descansa en Ti.”] Para éste, el mero sobrevivir sólo es valioso como condición necesaria -pero no suficiente- para comprender lo que son las cosas y él mismo; para elegir y proyectar el curso de su propia vida, para establecer ámbitos de habitabilidad y convivencia, para descubrir el porqué y el para qué de su vida y de la realidad misma en su globalidad.

Pero es que, además, la muerte es un hecho crucial, condición ineludible de la vida humana. De toda vida por lo demás, pero el ser humano es el único ser vivo que sabe de antemano que va a morir. Y esto dota de una luz singular a nuestra existencia. La muerte es indudablemente el término de esta vida, pero hay algo en el ser humano que mira más allá, y que anhela que el horizonte no sea la nada. De no ser así, la vida acabaría siendo algo intrascendente (literalmente: lo que no va más allá). Si sólo se vive una vez, dado que moriremos, y si el más allá es un misterio abierto a un horizonte de esperanza, esta vida no es algo trivial ni repetible, porque tiene fin y porque reclama una finalidad.

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A este misterio decisivo para el ser humano aporta luz la revelación cristiana con la afirmación de que el ser humano está llamado a una definitiva comunión con Dios, que también incluye la corporalidad humana, esencial en nuestra naturaleza.

Que las almas, incluso al separarse del cuerpo, son inmortales es una verdad que intuyeron los filósofos griegos y que de hecho proclama también el credo cristiano. Pero la novedad de nuestra fe es que nuestros cuerpos están llamados a la resurrección, reintegrándose tras la muerte -separación de materia y espíritu- a la unidad con el alma espiritual. A pesar de su crecimiento, sus sufrimientos, su envejecimiento hasta la muerte y su descomposición orgánica, el cuerpo humano está destinado a resucitar. En una visión de fe, este dato ha sido acreditado por el acontecimiento histórico fundamental que ha sido la resurrección de Jesús de entre los muertos. Los primeros cristianos son llamados en los Hechos, precisamente, “Testigos de la Resurrección".

3. El puesto del ser humano en el cosmos

Una de las evidencias más rotundas que ofrece la historia humana frente al curso vital de las demás especies animales es su fecundidad cultural. En el transcurso histórico de los acontecimientos humanos se aprecia una capacidad singular de innovación, de originalidad, de tradición y progreso.

La historia se muestra así como una aportación de novedades, en la que la especie humana no se ha limitado a una adaptación forzosa el medio ambiente. Contando con una realidad de la que forma parte, pero al mismo tiempo desde una peculiar distancia, el hombre la ha considerado objetivamente, se ha medido con ella y la ha asumido hasta llegar a transformarla. El ser humano ha sido capaz de conocer la realidad, hacerla suya y trascenderla.

Esta capacidad pone de manifiesto que la especie humana, a diferencia de lo que ocurre en las demás especies biológicas, no marca a sus miembros pautas fijas e innatas de conducta, sino que ofrece espacios para la autodeterminación de cada uno de ellos. Esa capacidad que encontramos en cada ser humano para disponer de sí mismo en forma original, para tomar decisiones como sujeto de su propio obrar, es lo que conocemos con el nombre de libertad.

No es que el ser humano carezca de determinaciones en su actuación. La libertad humana actúa entre determinaciones que son su límite -no pocas de las cuales ella misma ha configurado-, pero de las que puede también servirse para trazar un camino inédito y fecundo. Es el caso, por ejemplo, de las leyes de la aerodinámica, en las que se cumple una paradoja elocuente: impiden que el hombre vuele y a la vez lo hacen posible. Ello ocurre gracias a que el ser humano puede conocer dimensiones virtuales en la realidad y aportar soluciones nuevas a las dificultades de su existencia.

Aunque esas determinaciones intervienen en la configuración de la trayectoria vital humana, las dimensiones más propias e identificadoras de un sujeto no son previsibles a partir de tales determinaciones. El yo, la identidad expresada a través de las decisiones y que las sustenta, no es la suma o producto de una red más o menos compleja de circunstancias. Lo que el ser humano tiene de “único”, no es de ningún modo un resultado, sino algo previo, un dato originario.

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La conducta animal es siempre una respuesta tipificada a los datos captados del mundo circundante; su posible “originalidad”, fruto de ciertos aprendizajes y adaptaciones, no rebasa las pautas prefijadas por cada especie. Para cada especie animal hay un número fijo de desencadenadores que determinan un tipo de comportamiento relativamente similar o constante para todos los individuos de la especie. Ciertos estímulos, configurados dentro del esquema de captación de una especie determinada, desencadenan una conducta similar en todos los individuos, que se repite inalterable generación tras generación. Las reacciones provocadas por los estímulos dependen de la significación que éstos tienen para el organismo.

Los “instintos” -aunque este término no es demasiado preciso- son pautas fijas e innatas, desencadenadas por excitadores altamente especializados, propios de cada especie animal, que determinan la conducta de los individuos. Incluso las conductas aprendidas por los animales, fruto de la adaptación y la asociación a situaciones concretas por parte de ciertos individuos, quedan dentro de los límites de la significación biológica propia de la especie.

En el caso del ser humano y a diferencia de los animales, la relación con el entorno rebasa esencialmente la significación biológica, no puede explicarse como el mero desencadenamiento de una respuesta o conducta ante determinados estímulos. Mientras que en la conducta animal todo parece previsto por la especie para la supervivencia, en el ser humano aparece un interés singular por las cosas en sí mismas, tengan o no relación con su propia supervivencia.

El animal vive como inmerso en su ambiente y determinado por sus estados orgánicos, mientras que el hombre es autónomo frente al entorno y a la presión de lo orgánico. Es “libre frente al medio circundante y está abierto ilimitadamente al mundo”, en expresión de Max Scheler. Precisamente por eso se explica que, mientras las especies animales han de adaptarse al entorno para sobrevivir, el ser humano se caracteriza fundamentalmente por la transformación del entorno a la medida de sus necesidades y de sus posibilidades creativas.

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La inespecialización de la especie humana hace del hombre un animal biológicamente deficitario e incluso inviable, pero si sobrevive e incluso supera y domina a los otros seres vivos es gracias a un recurso suprabiológico, no encadenado a los esquemas genéticos de la especie, que permite a los individuos humanos una relación original con la realidad, abierta a posibilidades que van más allá de lo inmediato -la mera supervivencia-, captando y suscitando virtualidades en las cosas, entendiendo lo que éstas son e instrumentalizándolas dentro de proyectos y fines propios. Ese recurso es la inteligencia. Recogiendo un ejemplo de Leonardo Polo podemos decir que el hombre no inventa un instrumento, por ejemplo el arco y la flecha, sólo porque necesite alcanzar determinados objetos o alimentos a distancia. También otros animales tienen esa necesidad y no inventan nada. Si el ser humano ha inventado -es decir, ha aportado novedad- es porque con su inteligencia ha descubierto posibilidades ofrecidas por determinados objetos, una rama de árbol, por ejemplo, y los ha convertido en instrumentos de su interés. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar arcos y flechas.

Las cosas se constituyen ante la inteligencia como objetos, cobrando una autonomía que los animales no perciben. Ya no son meros estímulos, desencadenadores de una reacción fisiológica de agresión, de atracción o de huida. Las “cosas” son “algo en sí”, de lo que el ser humano se puede distanciar y observarlo tal como es, o como puede llegar a ser; puede también producir algo nuevo a partir de ello. “Se dice que Miguel Ángel ‘veía’ la figura que quería esculpir en el bloque de mármol. Allí, en lo que físicamente era sólo un trozo de piedra, el artista adivinaba la forma de su Moisés.” (A. Llano)

4. Corporeidad y espíritu

Lo que aparece inicialmente ante nuestra mirada es la corporalidad del ser humano. La riqueza expresiva que ofrece el cuerpo humano es tal que no podemos considerarlo algo puramente físico o fisiológico -sin quitar importancia a lo biológico-orgánico, que sigue siendo esencial en nuestra naturaleza-.

Aunque hay algo en nosotros que rebasa el espacio y el tiempo (a saber, el espíritu), es indudable que tal vinculación sitúan al ser humano en un aquí y un ahora y nuestra vida “biográfica” no puede prescindir de su concreción física y biológica.

Nuestra corporalidad es de índole material y vital. Muchos de sus aspectos pueden ser considerados como fenómenos mecánicos, térmicos, eléctricos, etc., y las interacciones que se producen en este nivel constitutivo influyen indudablemente en los niveles más profundos de nuestra vida personal: la fatiga, la enfermedad, la presencia de ciertas sustancias químicas en la sangre, la necesidad fisiológica, etc., son ejemplos evidentes al respecto. Pero al mismo tiempo, al considerar numerosos gestos, acciones y dimensiones de nuestro cuerpo, percibimos y comprendemos la existencia de un ámbito interior del que es expresión. Quizás los ejemplos más claros pueden ser el rostro y la mirada, las manos y el lenguaje articulado. Pero pueden añadirse la risa y el llanto, el trabajo, el arte, la exaltación, la sexualidad, y tantos otros.

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La noción de espíritu parece ser objeto de fuertes controversias. Ello obedece en la mayor parte de los casos a una falta de precisión terminológica. Numerosas caracterizaciones del espíritu se quedan en la ambigüedad y en una determinación negativa, como mera ‘ausencia de materia’. En otros casos, la definición, descripción o fenomenología del espíritu o de lo espiritual queda abierta a incesantes profundizaciones. No obstante, “el que no podamos definir la naturaleza esencial de una realidad no autoriza a desechar su existencia. Como observaba Popper contundentemente, si no sabemos qué es la materia, a nadie debería escandalizar que no sepamos qué es el espíritu” (J. L. Ruiz de la Peña).

Decir que el espíritu es “lo contrario de la materia” es una mala definición, no sólo por ser negativa, sino también y sobre todo porque no afecta a todo lo definido ni sólo a lo definido. En efecto, hay realidades no materiales que no son tampoco espirituales: una estructura, el orden o configuración de un objeto material no es materia en sentido estricto, sino lo que ordena y estructura a la materia. Por ejemplo, la disposición de los colores en un lienzo no es un color, ni la disposición de los ladrillos en una pared es tampoco un ladrillo; de modo análogo, la estructura y el orden en que se dispone lo material en un complejo no es un elemento material más, ni la morfología y funciones de un organismo son un órgano más, sino que sólo son explicables desde un orden que las regula.

Pero sucede, además, que el espíritu no supone necesariamente la exclusión de lo material. El yo humano no es materia, pero tampoco es una simple estructura “hueca”. Se expresa y se enriquece corporalmente: el cuerpo es el ámbito de inserción del yo humano en el cosmos espacio-temporal (en un aquí y un ahora). Al ser asumida por el espíritu humano, la materia emerge como cuerpo humano. Nuestro cuerpo es la modalidad que el espíritu humano toma en el mundo.

El espíritu puede ser descrito apoyándose en la experiencia que tenemos de nuestra condición: Así, un espíritu es un yo, alguien. Es un ser que puede llegar a disponer de sí mismo como sujeto para la orientación de su existencia. Ese ser sabe y elige; es decir, se determina a sí mismo: decide. Es dueño y por lo tanto responsable de su actuar. Puede darse a sí mismo en lo que hace, y no se vacía ni se pierde. Está dotado de interioridad o intimidad. La intimidad es una riqueza interior, una forma de posesión de sí mismo y de la propia actividad tal que el sujeto, manteniendo su propia identidad a través de su obrar, se halla presente en todo él como fuente, fundamento y protagonista.

Un espíritu es un ser abierto constitutivamente a la realidad en toda su posible infinitud. La racionalidad en nuestra naturaleza denota precisamente un sujeto espiritual.

Pero, por su parte, el cuerpo humano no es sólo materia. Llama la atención la enorme complejidad estructural del organismo humano, junto a su asombrosa unidad funcional. Tiene un orden, una configuración, unas operaciones vitales, y además en su configuración y en su actividad se aprecia una riqueza ontológica que va más allá de lo espacio-temporal, de lo estrictamente corpóreo. Es signo y cauce de una autotrascendencia y tensión constitutiva hacia la comunión de las personas. Es el trascender visible (la expresión) en el tiempo y en el espacio de una realidad íntima personal.

A la estructura constitutiva que determina nuestra corporalidad humana, al núcleo y la energía vital que la penetra, es precisamente a lo que de forma tradicional se ha denominado alma racional y espiritual.

El alma no es la negación del cuerpo humano sino su actualización. Como tampoco el espíritu es negación de la materia, sino su elevación; una forma de superación o de trascendencia -ir más allá de sí- que no supone aniquilación, sino una forma de realización más elevada.

Ni el cuerpo humano es pura materia ni el alma humana es un espíritu puro. En nuestra herencia genética recibimos una información complejísima que condicionará nuestras actitudes, preferencias, emociones, etc. La diferenciación sexual conlleva inclinaciones y manifestaciones somáticas, afectivas, volitivas peculiares. Multitud de situaciones en las que está implicado nuestro cuerpo, como su propia imagen y estimación, la salud, sus posibilidades motoras o su impulsividad, por ejemplo, condicionan y forman parte fundamental de nuestra experiencia y nuestra conducta. Son a la vez fuentes de expresión y límites de gran relevancia.

Puede afirmarse que en el cuerpo humano, a diferencia de lo que ocurre en los animales, lo biológico está como al servicio de la racionalidad y de la comunión de las personas. Incluso se ha llegado a estudiar con profundidad la correspondencia existente entre la inteligencia humana y la morfología del cuerpo. Un aspecto decisivo al respecto es la no especialización del cuerpo humano que, si a simple vista puede parecer una “deficiencia” o desventaja frente a la dotación constitutiva de muchas especies animales, altamente especializadas, ofrece sin embargo una plasticidad operativa que se convierte en efectivo elenco de posibilidades al servicio de la racionalidad, de la fuerza creativa del espíritu. En expresión de Tomás de Aquino, se da en el ser humano una “capacidad para lo infinito. Por eso no podía la naturaleza imponerle determinadas apreciaciones naturales, ni tampoco determinados medios de defensa o abrigo, como a los otros animales... Pero en su lugar, posee el hombre de modo natural la razón y las manos, que son el órgano de los órganos, ya que por ellas puede preparar variedad infinita de instrumentos en orden a infinitos efectos”.

La inespecialización del cuerpo humano hace posible el uso de la boca y la laringe para hablar, de las manos para usar y fabricar instrumentos, para crear formas artísticas, realizar gestos simbólicos... Ello expresa el hecho de que se halla biológica y funcionalmente preparado y adaptado para servir a la inteligencia y la voluntad. Todos sus elementos se encuentran funcionalmente relacionados entre sí, formando parte de un todo unitario, en el que las funciones son no sólo orgánicas sino asimismo intelectivas (hablar, tocar un instrumento musical...) Así, algunos de los rasgos constituyentes de la corporalidad humana (el bipedismo, la postura erguida, la disponibilidad manual, el peculiar desarrollo cerebral, la constitución de la laringe...) remiten unos a otros y concebirlos aisladamente sería no entenderlos.

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El caso de las manos, ya aludido, es particularmente elocuente, “instrumento de instrumentos” (Aristóteles), “órgano de los órganos” (Tomás de Aquino). Pueden señalar, acariciar, golpear, conocer, saludar, pedir, dar, esculpir, abrir, agarrar, hablar, tomar, dejar... Sirven “para todo” porque no son propiamente garras ni pezuñas; no están adaptadas para apoyarse en el suelo ni están configuradas para una sola cosa, como en el caso de otros muchos animales. Son expresivas, puesto que acompañan al rostro y a la palabra, al pensamiento, a la creación y la percepción artística, a las emociones...

El rostro da a conocer singularmente a la persona. Identificamos a hombres y mujeres por su rostro y la mayor parte de las relaciones personales se significan a través de él. Muchas veces nuestra cara “lo dice todo” de nosotros: en ella se hacen patentes los sentimientos y vivencias; la simpatía, el amor, el odio, el entusiasmo, la aversión y el rechazo, la acogida y la autodonación, la comprensión y la ignorancia... Un rostro humano reclama, especialmente en el cruce de las miradas, la intelección, el respeto, la ayuda. Pide ser entendido en su alteridad absoluta, como una fuente de libertad semejante a mí mismo. Es ámbito de encuentro en el que me siento interpelado, responsabilizado. Al mismo tiempo se muestra como igual a mí y como distinto, es decir, como un misterio a cuyo fondo intuyo que nunca llegaré del todo.

El animal, en rigor, carece de rostro. No hay en su cara significación profunda. Sus reacciones emocionales, cuando se producen, carecen de riqueza expresiva y profundidad en la mirada y en el gesto facial. Cuando el animal se asusta, o cuando es atraído o se enfurece, lo hace según un patrón específico, no lo manifiesta a través de un rostro como un ser singular en el que sean elocuentes y profundos los matices de lo vivido.

La naturaleza humana incluye una dimensión biológica, sin duda, pero el cuerpo humano está configurado, más allá de su funcionalidad biológica y sus condiciones físicas, para cumplir funciones no orgánicas, como el lenguaje, el trabajo o la creación artística, entre otras. Mi cuerpo soy yo (como observaron, entre otros, Gabriel Marcel y M. Merleau-Ponty), aunque no soy un simple cuerpo. Racionalidad y corporalidad son dimensiones de la persona humana que, siendo irreductibles entre sí, presentan sin embargo una vinculación manifiesta y una radical unidad. Cabe decir, con exactitud, que el cuerpo humano es espiritual y que el espíritu humano es corporal. El hombre no es ni sólo materia, ni sólo biología, ni sólo espíritu. Es una unidad, una realidad sustantiva, que incluye dos dimensiones, una material y otra racional, que se requieren mutuamente para formar un único ser, la persona humana.

La dimensión racional incluye o asume la estructuración física y orgánica, específica de nuestra corporalidad, y la operatividad vital y afectivo-sensorial, profundamente arraigada en ella también; pero no se agota en todo ello, puesto que realiza operaciones que rebasan lo material y lo biológico, como son entender, expresar simbólicamente, reflexionar sobre sí, saber, confiar, perdonar o amar, entre otras muchas.

Así, entender es captar la esencia de algo. Entender qué es el fuego, por ejemplo, no quema, mientras que sentirlo táctilmente sí. Captar una esencia rebasa el ámbito material, puesto que rebasa la concreción a un momento preciso del espacio y del tiempo. El entendimiento capta o concibe esencias rebasando los límites espacio-temporales puesto que son universales y universalizables. Así, por ejemplo, si entiendo lo que es un barco, lo reconoceré tanto si es un velero como si es un trasatlántico o una carabela, esté aquí y ahora o en otra parte y momento. La representación intelectual de un objeto es inmaterial. Pero si lo concebido por la inteligencia es inmaterial, entonces es que el entender trasciende el espacio y el tiempo. Y ese es un rasgo de lo espiritual.

Veamos lo que sucede en el amor humano. La donación de sí mismo a la persona amada, que supone renuncia y abnegación, buscar por encima de todo el bien de aquél a quien se ama, va más allá de las meras reacciones fisiológicas. El poder disponer de sí mismo en la entrega amorosa, porque se es dueño de sí hasta el punto de comprometer incluso el propio futuro, es también una manifestación  -seguramente la más profunda- del espíritu.

La persona desborda el ámbito de lo material, lo corpóreo y lo biológico -que no obstante le siguen siendo propios-, al acceder al ámbito de lo espiritual, que expresa su dimensión más profunda. Y además, esta superioridad de lo espiritual, esta realidad “trans-biológica” -la expresión es de Karl Jaspers-, es un serio indicio de la pervivencia de la persona humana tras la muerte biológica.

5. Persona masculina, persona femenina

El cuerpo humano, constitutivo y expresión de la persona, manifiesta además, y hace patente, un decisivo modo de ser: es masculino y femenino. Se manifiesta en su constitución sexuada y sexual desde la raíz de su configuración cromosómica y genética. Pero al mismo tiempo sirve de cauce a una diferente modalización que, pasando por el dimorfismo morfológico -anatomía y fisiología propias y correlativas en el varón y en la mujer-, modula también el modo de sentir, querer y pensar. Y por eso la persona es masculina o femenina. Esta dualidad en el modo de ser persona se ve ahondada significativamente en la generación humana de índole sexual, a la que sirve la diferenciación corporal masculina y femenina.

La dualidad varón-mujer afecta a la persona entera: cuerpo, afectividad, racionalidad, conducta; y por lo tanto también a la cultura y a la vida social, reflejo y objetivación en buena medida de la subjetividad personal. La persona humana es varón o mujer, en referencia recíproca y complementariedad radical. La persona en cuanto varón es para la mujer, y en cuanto mujer es para el varón. Ser en el cuerpo varón o mujer significa que la persona humana se ofrece en reciprocidad adecuada a una forma de vida en complementariedad, en convivencia íntima, mediada por la mutua referencia corporal, basada en la libre donación mutua y en la comunión de las personas.

El ser humano
René Magritte: Los amantes

Ciertas cualidades decisivas en toda persona madura parecen más peculiares del modo de ser persona masculino y otras del modo de ser persona femenino. Hay, por ejemplo, un modo masculino de ejercer la ternura, distinto en la mujer; del mismo modo que hay un modo femenino de ejercer la firmeza, distinto en el varón. Que exista una cierta inclinación hacia determinadas disposiciones no significa exclusividad en su adquisición y ejercicio. El modo de ser masculino parece más capaz de aportar una tendencia a la exactitud y la racionalización, la técnica, el dominio sobre las cosas, la capacidad de proyectos a largo plazo. El modo femenino de ser persona muestra una mayor espontaneidad para el conocimiento de las personas, la delicadeza y el matiz en el trato, la capacidad de atender a lo concreto, la generosidad, la intuición en el raciocinio, la tenacidad... Ello no supone un “reparto” de cualidades, y menos aún una distinción de rango o dignidad, sino una predisposición a la complementariedad, al respeto y a la ayuda mutua. No es que existan cualidades masculinas y femeninas, sino un diferente modo de cultivarlas y de mostrarlas, masculino y femenino, que induce a la colaboración entre las personas de uno y otro sexo.

Intentar vivir sin contar con nuestra dimensión físico-biológica es intentar romper la unidad constitutiva del ser humano. La ruptura con lo biológico no libera de ataduras, antes bien conduce a lo patológico.-