Teorías éticas
ÍNDICE
- Criterios clasificatorios de las éticas:
- Éticas objetivistas y éticas relativistas.
a.1. Relativismo moral.
a.2. Objetivismo moral. - Éticas materiales y ética formal.
- Éticas objetivistas y éticas relativistas.
- Los sofistas: la ética como convención.
- Sócrates: objetivismo e intelectualismo moral.
- Platón: la vida moral al servicio de la anamnesis.
- Aristóteles: felicidad (vida buena) y virtud.
- La felicidad como fin.
- ¿Qué es la virtud?.
- Epicuro: hedonismo negativo.
- El estoicismo: la búsqueda de la eupátheia.
- Características generales.
- Cosmología estoica.
- Psicología.
- El sabio estoico.
- S. Agustín: el mal, la libertad y el amor.
- Sto. Tomás: Vida buena y ley moral.
- El fin último.
- La ley moral.
- Las virtudes.
- Hume: emotivismo moral.
- Kant: la ética formal.
1. Criterios clasificatorios de las éticas.
Hay bastantes criterios para clasificar las éticas. En aras de la claridad y de la brevedad nos ceñiremos a los dos más clásicos.
a. Éticas objetivistas y éticas relativistas.
Este primer criterio de clasificación hace referencia a dos posiciones recurrentes a lo largo de toda la ética que consideran que las normas morales tienen un carácter relativo (relativismo) o bien que tienen un carácter objetivo (objetivismo).
a.1. Relativismo moral.
Hay quienes afirman que las normas morales son relativas. Pero, ¿relativas a quién? O bien a una sociedad que las establece por convención (relativismo social) o bien a uno mismo que es quien decide, según su conveniencia, qué es lo que es “bueno” (relativismo individual).
El relativismo tiene sus argumentos. Destacamos dos:
- Si las normas morales fueran objetivas, todo el mundo debería reconocerlas. Pero si recorremos las distintas sociedades y culturas nos encontramos con en diferentes sociedades y culturas rigen normas diferentes.
- Algunos relativistas sostienen que sólo tienen sentido los juicios o proposiciones que expresan hechos verificables. Así, pues, las normas morales o son juicios que no expresan nada porque predicados como “bueno” y “malo” no son verificables o bien los juicios morales son proposiciones descriptivas enmascaradas.
a.2. Objetivismo moral.
Sin embargo, para los objetivistas morales las normas morales son categóricas. Es decir, los predicados bueno y malo nos dicen que algo es bueno en sí mismo y malo en sí mismo con independencia de que lo sepamos o no y de que nos guste o nos disguste. Lo bueno lo es siempre y para todos con independencia de que lo sepamos, lo aceptemos o nos guste. Es pues, tan objetivo como lo es una mesa, si no más (ya que es más importante).
Los objetivistas utilizan fundamentalmente un argumento que quiere demostrar la falsedad de la posición contraria. Dice así: Los relativistas son incoherentes porque aunque digan que lo bueno y malo es relativo emiten continuamente juicios morales con pretensión de universalidad.
Dicen, por ejemplo, que hay que ser tolerante, que hay que hacer justicia, que la ablación del clítoris de las mujeres es un atentado contra la dignidad de la mujer.
Si la tolerancia, la justicia y la dignidad no son algo bueno en sí mismo, ¿por qué se habla de ellos como si lo fuesen?
b. Éticas materiales y ética formal.
El segundo criterio clasificatorio fue establecido por Kant.
Kant distinguió entre éticas materiales y ética formal. Los juicios morales podríamos que tienen un contenido, materia, fin u objeto –todos ellos son términos sinónimos-. Es decir, mandan algo. Así la materia del juicio moral que dice “no robarás” tiene como materia, como contenido el robo. Pero, además, todo juicio moral tiene una forma, un modo de mandar el contenido. Así las normas morales, mandan de forma imperativa, van en imperativo. Esa es la forma de todo juicio moral.
Así, ética material será toda ética que considera que lo que determina la bondad o maldad de la norma moral es la materia de la norma moral. “No robarás” es una norma moral que nos manda no robar porque el robo en sí mismo es malo. (Kant entendió que todas las éticas anteriores a él eran éticas materiales).
Ética formal, por su parte, es la que considera que lo que determina la bondad o maldad de la norma moral es su forma. Toda norma moral va en imperativo, es categórica. Es decir, es universal y necesaria. Válida para todos y sin excepción posible. ¿Cómo se yo que no debo robar? Porque al intentar universalizar, convertir en norma moral válida para todos y sin excepción, me encuentro con la norma “No robarás” que es conforme a la razón. Si universalizo la contraria “Todos debemos robar” me encuentro con una norma que repugna la razón.
En sentido estricto tendríamos que decir que la única ética formal es la kantiana. Pero también se suelen introducir como “éticas formales” la ética del discurso (Apel y Habermas) y la teoría de la justicia de Rawls.
2. Los sofistas: la ética como convención.
Las primeras reflexiones de la filosofía sobre el hombre (sobre el comportamiento moral, sobre los orígenes de la moralidad, sobre la organización social y política) tienen lugar en Grecia en el siglo V a.de C. y es Atenas el escenario de las discusiones sobre estos temas. En este siglo y en esta ciudad, la más próspera de Grecia, aparecen una serie de pensadores, denominados sofistas. Éstos eran extranjeros en Atenas y, por consiguiente, no podían participar en la política de la ciudad; sin embargo enseñaban a los jóvenes que podían permitírselo económicamente, las habilidades necesarias para triunfar política y socialmente. La mejor herramienta para convencer a los adversarios en el ágora (plaza pública donde tenían lugar las asambleas de los ciudadanos) era la capacidad de hablar en público y convencer a los adversarios; por ello los sofistas eran grandes maestros de oratoria, de retórica.
Si es cierto lo que nos cuenta Platón, los sofistas eran relativistas morales. O bien relativistas sociales como Protágoras que afirmaba que “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que no son” o bien relativistas individuales como Gorgias que defendía un escepticismo tanto gnoseológico como moral al afirmar: “Nada existe. Si algo existe, no se puede conocer. Si se puede conocer, no se puede comunicar”.
Pero parece ser, como indica Platón en su diálogo Gorgias, que la tesis moral clave de los sofistas afirmaba que había que distinguir entre la ley natural, la que la naturaleza ha dado a los hombres, que consistiría en la búsqueda de la propia supervivencia a costa de todo y de todos y la ley moral, que sería creación de la sociedad, con la finalidad de que en la lucha por la supervivencia los más débiles, la mayoría de los hombres, no sucumbieran al poder de los fuertes.
En consecuencia, los sofistas negaban la existencia del bien moral objetivo y consideraban que la noción de bien es un invento que da lugar a la ley moral (relativismo social) cuando el único “bien” es el que el individuo estima en razón de su propia supervivencia (relativismo individual).
3. Sócrates: objetivismo e intelectualismo moral.
Sócrates se opone a este grupo de pensadores defendiendo la posibilidad del conocimiento humano frente al escepticismo y el relativismo de los sofistas. La verdad y el Bien se pueden conocer y uno puede distinguir comportamientos virtuosos de los que no lo son. Frente al relativismo moral Sócrates defiende que lo bueno no es relativo, sino absoluto y se pueden definir todos los conceptos universales abstrayendo de los ejemplos particulares aquello que es común a todos ellos. De esta forma se puede llegar a conocer la belleza, el bien, etc. identificando qué tienen en común todos los fenómenos bellos o todos los comportamientos virtuosos. La forma de llegar al conocimiento no es la retórica (erística) que enseñaban los sofistas (mero arte de la argumentación que no tiene como fin descubrir la verdad sino convencer de algo sin importar si es verdadero o falso, bueno o malo) sino la dialéctica, el diálogo, (método de investigación que conduce desde la ignorancia al conocimiento a través de la búsqueda de las verdades generales).
Otra de las tesis socráticas era que la verdad la debe encontrar uno mismo en sí mismo. Por ello el diálogo se establecía con uno mismo y si bien él era el interlocutor de sus discípulos, no daba respuesta alguna sino que realizaba preguntas incesantes con el doble fin de hacer consciente al interlocutor de su ignorancia y, tras ello, incitarle a la búsqueda de las verdades universales.
Este método fue denominado por el propio Sócrates como mayeútica (arte de dar a luz). Sócrates no enseña, sólo ayuda a que su interlocutor descubra la verdad dentro de sí mismo).
La Ética de Sócrates es un intelectualismo moral. Al Bien se llega a través de la investigación racional, de la inteligencia y el que actúa inmoralmente lo hace o bien por desconocimiento de lo bueno (ignorancia) o bien porque está loco. En consecuencia el origen del mal moral reside en la ignorancia o bien culpable o bien adquirida. Aunque sólo la primera, ignorancia culpable, es la moralmente relevante.
Al considerar el Bien como un concepto objetivo, universal, no relativo a los individuos o a las sociedades, Sócrates podría ser considerado como un defensor de una ética objetivista, según la cual el hombre puede conocer el bien y actuar conforme a él, logrando así un criterio universal para poder juzgar sus actos y los de los demás.
4. Platón: la vida moral al servicio de la anamnesis.
Platón hereda de Sócrates el objetivismo y el intelectualismo moral pero la ética platónica es inseparable de su visión de la realidad.
Platón considera que la realidad está constituida por tres grandes elementos:
- El orden inteligible. La auténtica realidad. Constituida por lo que Platón denomina ideas o formas. Estas son realidades eternas e inteligibles que no son más que expresiones de la idea fundamental, el Bien o Uno.
- El orden sensible. Generado por el Demiurgo. Una suerte de dios intermedio que ha constituido el mundo sensible tomando como modelo las Ideas y plasmándolas en la materia eterna y amorfa (chora).
- El orden humano. Constituido por las almas humanas que, debida a una culpa originaria, han caído desde el mundo inteligible al mundo sensible, tomando cuerpo. Al caer han olvidado el mundo del que proceden y tienen como tarea ética el recordarlo con el fin de desprenderse del cuerpo y volver a él.
Por lo tanto, el hombre debe recordar (anamnesis) en su prisión sensible y ascender por el camino de la verdad como indica el principio del libro VII de República en el conocido mito de la caverna.
Pero, ¿cómo se asciende?
Platón propone tres caminos, no excluyentes, sino complementarios:
- Dialéctica: Es la vía lógica (intelectiva) para el ascenso al conocimiento de las ideas y de los primeros principios y, sobre todo, del principio supremo: Bien (Uno). Sería el resultado de la aplicación correcta del método platónico: la oralidad dialéctica. Es decir, se ascendería mediante la interrogación continua pero siempre desde una opción claramente filosófica. Desde la opción del discipulado platónico. Es decir, los diálogos platónicos sólo serían una iniciación completada en el acceso a las propias lecciones platónicas transmitidas sólo por vía oral dentro del seno de la Academia.
La dialéctica tiene dos momentos:
- Dialéctica ascendente mediante la cual "se asciende" desde nuestro trato con las realidades sensibles (respecto a las cuales sólo cabe opinión o doxa) a la contemplación de las auténticas realidades o ideas -iríamos desde lo particular a lo más general- .
- Dialéctica descendente (diairesis) en la que se descomponen las ideas más generales en ideas cada vez más particulares hasta llegar a la contemplación de los primeros principios y al más supremo de todos el Bien (Uno).
- Impulso erótico. Es la vía alógica, que no irracional. El acceso no es intelectivo sino tendencial; pero eso no quiere decir que sea irracional ya que ambas vías son complementarias para Platón. En Banquete, Eros (amor) es tomado como imagen del filósofo: el amante busca lo que le falta, la belleza (como el filósofo busca lo que le falta: la verdad), y en un principio busca la belleza de los cuerpos, luego la de las almas, luego la de las leyes y normas morales, la de las ciencias, buscando una belleza cada vez más perfecta y más alejada del mundo sensible, hasta llegar a la idea misma de belleza o belleza en sí, que es "aquello por lo cual todas las cosas bellas son bellas".
- Catarsis (purificación): Es la vía moral. Tarea necesaria para el que quiere ascender hasta el mundo de las ideas, y consiste en que el alma se libere lo más posible de las exigencias del cuerpo (la filosofía es anticipo o preparación de la muerte, como en Fedón señala Sócrates antes de morir).
Como hemos visto la situación del hombre es caótica en el orden sensible creado por el Demiurgo y al que no pertenece. Así la aventura del ser humano (intelectiva, tendencial y moral) es una aventura política. Para Platón, como para todo ateniense de su época el sujeto moral es sujeto político. Es decir, ser hombre es ser ciudadano (politai) ya que la vida del hombre es inseparable de la polis (ciudad) y de sus leyes. Como decía Píndaro expresando esta idea: “La ley se convierte en rey”.
Para comprender esta unidad ético-política debemos volver al mito del carro alado de Fedro. A través de ese mito Platón afirma que en el alma del hombre hay tres apetitos: el apetito concupiscible (deseo de placeres), el apetito racional (deseo de verdad y dominio de los placeres) y un tercer apetito que no es razón porque es pasional y que no es deseo porque a menudo choca contra éste (apetito irascible).
Según nuestro filósofo en el hombre deberían funcionar adecuadamente cada uno de estos apetitos guiados por su correspondiente virtud: templanza para el apetito concupiscible, fortaleza para el irascible y prudencia para el racional.
Además todas ellas deberían relacionarse armónicamente de tal forma que el apetito racional controlase a los otros dos. La virtud regulativa que se encargaría del buen funcionamiento del todo sería la justicia.
Pues, así como es el hombre así debe ser la polis. Es un hecho que el ser humano, encerrado en el cuerpo no puede ascender hasta el mundo de las ideas si el apetito racional no restablece el orden perdido controlando a los otros dos y, en especial, al apetito concupiscible.
Para ello y puesto que el hombre es un ser político, es necesario constituir un cierto orden en el caos que le ayude a retornar al mundo inteligible. Ese es el Estado platónico.
En la ciudad platónica son necesarios hombres que se ocupen de atender las necesidades materiales de los ciudadanos. Estos serán los campesinos, artesanos y comerciantes. Hombres en los que predomina la parte concupiscible y, por tanto, están todavía lejos de ascender por el camino de la verdad, aunque pueden acercarse un poco más a él si realizan bien su función en la ciudad.
También son necesarios aquellos que se dediquen a la custodia y defensa de la ciudad, los guardianes. Hombres en los que predomina la parte irascible del alma. Tendrán que velar además, no sólo de los peligros externos sino también de los internos: que la clase gobernante no sea ni demasiado rica ni demasiado pobre, que la ciudad no sea ni demasiado pequeña ni demasiado grande, que cada ciudadano realice la función que le corresponde según el apetito que predomine en su alma y que se imparta a cada uno el tipo de educación que le conviene a su alma.
Por último es necesario que en la ciudad haya hombres que la sepan guiar y sepan hacerlo hacia su fin: el conocimiento del mundo inteligible, la vuelta a él. Éstos serán aquellos en los que predomina el apetito racional: gobernantes (filósofos).
Éstos deben ocuparse de instaurar las leyes que regulen el funcionamiento adecuado de la ciudad instaurando en ella la virtud de la Justicia, a saber, que cada estamento realice sus funciones, según su virtud propia, como servicio al todo y, sobre todo, como servicio que haga justicia a lo que la realidad debe ser: vuelta al mundo inteligible y conocimiento pleno de él (noésis, contemplación, eros). Al fin y al cabo esa es la meta del filósofo y de todo hombre ya que todo hombre tiende a la belleza que es esplendor (manifestación) del principio supremo del Bien (Uno).
5. Aristóteles: felicidad (vida buena) y virtud.
a. La felicidad como fin.
Aristóteles nos ha dejado tres tratados de ética: la Ética a Eudemo, la Ética a Nicómaco (obra maestra dedicada a su hijo y que consta de diez libros) y la Gran Ética (mayoritariamente considerada como no auténtica, sino obra de un aristotélico posterior).
El análisis del obrar humano que Aristóteles realiza en sus tratados éticos se fundamenta en los hechos de experiencia, los cuales le permiten elaborar un estudio psicológico de la conducta humana. La ética de Aristóteles, al igual que el resto de su filosofía, es teleológica; es decir, está referida a un fin o propósito. Toda actividad natural tiende a un fin, pues es el fin lo que mueve al agente a obrar. Del mismo modo que el universo forma un sistema ordenado dirigido a un fin, la vida moral del hombre debe formar un todo ordenado y dirigido a un fin único cuya pauta, como veremos, se corresponde con la unidad ordenada del alma humana. De entre la diversidad de bienes, unos se desean en tanto que medios y otros por sí mismos. En este sentido, la ética de Aristóteles tiene un fin que se resume en la búsqueda de la felicidad.
Ahora bien, ¿en qué consiste la felicidad?. Se advierte de modo inmediato que su identificación popular con el placer, el honor o la riqueza no resulta adecuada. Para Aristóteles los auténticos bienes no podrán ser ni exteriores (como las riquezas), ni corporales (como los placeres), sino sólo los del alma. En este sentido, considerará que los verdaderos bienes del hombre son los bienes inteligibles y especialmente Dios. Para Aristóteles la felicidad (o bienestar) consiste más bien en una actividad, no en un estado o hábito. El bien supremo o meta última de toda actividad es la felicidad. Y cada ser consigue la felicidad al realizar la actividad que le es natural y propia. Es decir, todo ser natural tiende a realizar determinadas actividades, y el ejercicio de éstas trae consigo la satisfacción de sus tendencias y, con ello, la perfección y la felicidad. Como la actividad más propia y natural del hombre, la que corresponde más adecuadamente a la naturaleza de éste, es la actividad intelectual, la forma más perfecta de felicidad será la actividad contemplativa:
En el hombre, puesto que su naturaleza viene determinada por la actividad del alma, la felicidad consistirá en una operación intelectual en conformidad con la virtud. Así pues, la actividad propia y peculiar del hombre, aquella que corresponde a su facultad más elevada, es "una actividad del alma conforme a la razón"; es decir, la plena actualización activa de la naturaleza racional del hombre. Por consiguiente, la vida contemplativa es la fuente de la felicidad: sólo el ejercicio de la contemplación, acomodada plenamente a las exigencias de la naturaleza humana, puede producir felicidad verdadera. De esta manera inició una moral espiritualista intelectualista, en la que las pasiones se subordinaban a la contemplación como la actividad más noble del hombre. Por otra parte, se trata de una moral teocéntrica, en el sentido de que Dios es el objeto último de la felicidad humana.
Según hemos visto, el hombre sabio busca la felicidad en el ejercicio de la actividad que le es propia al hombre, es decir, en la vida intelectiva. La felicidad consiste en una vida virtuosa conforme a la razón. No obstante, el Estagirita se percata de que esa actividad no es posible de modo permanente en esta vida, como lo es en Dios, que es Acto Puro. Así pues, el hombre no puede alcanzar la felicidad plenamente, sino de modo parcial o limitado. Una vida totalmente dedicada a la contemplación sería posible solamente si el hombre no tuviera necesidades corporales, problemas económicos, interferencias sociales, etc. Como todo el mundo juzga que la felicidad no se da sin placer, una vida feliz es al mismo tiempo una vida agradable. Por consiguiente, no excluye el goce moderado de los placeres sensibles y de los demás bienes exteriores, con tal de que no impida la contemplación de la verdad. La vida buena humana debe incluir, por tanto, bienes exteriores. Tanto los bienes internos como los externos debe poseerlos y actuarlos el hombre a lo largo de toda la vida, es decir, haciendo que ese género de vida sea un estado duradero.
b. ¿Qué es la virtud?
La felicidad ha sido definida como la actividad del alma según las virtudes. Por consiguiente, es preciso determinar qué debe entenderse por virtud. Recordemos que en el alma se distinguen tres "partes" o funciones: vegetativa, sensitiva e intelectiva. Por consiguiente, cada una de ellas tendrá su peculiar virtud o excelencia. El alma vegetativa no es específicamente humana, sino común a todos los vivientes. No ocurre lo mismo con el alma sensitiva ya que, si bien de por sí es irracional, participa de algún modo de la razón en cuanto puede someterse a ella. En los hombres, a diferencia de los animales, existe también una parte racional del alma que es independiente del cuerpo. La virtud propiamente humana es aquella en la que interviene la razón, ya que la naturaleza específica del hombre consiste en ser racional. Ahora bien, como el ser racional se escinde en lo racional puro (inteligencia) y lo racional en cuanto domina el cuerpo (voluntad), Aristóteles distinguirá dos tipos de virtudes humanas: las virtudes dianoéticas o intelectuales (que corresponden a la parte racional del alma y se refieren al ejercicio de la inteligencia) y las éticas o morales (que se refieren a la sensibilidad y los afectos, y que consisten en el dominio de las tendencias e impulsos irracionales propios del alma sensitiva).
Virtudes dianoéticas o intelectuales: Son las perfecciones del puro entendimiento. Dentro de estas virtudes intelectuales establece una nueva clasificación, ya que en la parte racional del alma introduce una subdivisión entre entendimiento especulativo o teórico y entendimiento direccional o práctico. El primero versa sobre las cosas universales y necesarias, su objeto es la verdad, y le corresponden tres virtudes: el entendimiento intuitivo (nóus), la ciencia (episteme) y la sabiduría (sophía). El entendimiento direccional o práctico tiene por objeto las cosas particulares y contingentes, y su función es razonadora, pues a esta facultad le corresponde también deliberar acerca de las acciones en particular. Comprende las siguientes virtudes: el arte (techné), la prudencia (frónesis) y virtudes menores complementarias de la prudencia: discreción, perspicacia y buen consejo.
La virtud propia de la razón teórica es la sabiduría teórica, mientras que la prudencia o sabiduría práctica lo es de la razón práctica. La sabiduría se refiere a aquellos objetos que son superiores al hombre; la contemplación sería el resultado de su ejercicio a la vez que la actividad que proporciona la felicidad perfecta. La prudencia es la cualidad práctica del entendimiento por la que delibera correctamente en orden a obrar bien. Aristóteles otorga a esta virtud un papel decisivo para la conducta humana, ya que vincula inseparablemente a todas las virtudes éticas: las virtudes fijan el fin y la prudencia señala los medios. Por tanto, mientras que Sócrates señalaba que toda virtud es una forma de prudencia, Aristóteles afirma que no es posible ser verdaderamente virtuoso sin prudencia, ni ser prudente sin ser virtuoso.
Virtudes éticas o morales: Dentro del alma sensitiva, Aristóteles distingue las pasiones (movimientos transitorios de la afectividad), las potencias (raíz activa de los actos humanos), y las disposiciones adquiridas o hábitos (cualidades estables que otorgan al sujeto una facilidad en la realización de ciertos actos). Los hábitos buenos son las virtudes, mientras que los hábitos malos son los vicios. En su Ética a Nicómaco define la virtud ética como un estado (hábito o disposición) referido a la elección, que consiste esencialmente en la observancia de una medianía relativa a nosotros determinada por una regla, tal como la determinaría un hombre prudente. Conviene explicitar algo más dicha caracterización:
En primer lugar, la virtud es un estado: no es una emoción o una potencialidad, sino una disposición estable del carácter, adquirida gradualmente a través de la práctica persistente de las acciones moralmente buenas. Todas las virtudes son hábitos que se adquieren por medio de la repetición. Por tanto, la virtud se aprende de la misma manera que se aprenden las artes u oficios: mediante la práctica o, lo que es lo mismo, ejecutando aquellas acciones que se adecúan a la clase de persona que se quiere llegar a ser. Las virtudes morales no son ni un efecto innato de la naturaleza, ni algo contrario a ella: el hombre está predispuesto a adquirirlas al repetir muchas veces un mismo acto. En segundo lugar, es un estado o hábito referido esencialmente a la elección moral. En tercer lugar, la virtud consiste en el justo medio. No puede darse la virtud moral cuando hay exceso o defecto: la virtud implica justa proporción, justo medio entre dos excesos. Pero no se refiere a un medio aritmético o cuantitativo. Esta teoría del justo medio es probablemente una de las tesis de la ética aristotélica más conocidas, aunque no siempre adecuadamente interpretada. Aristóteles distingue cuidadosamente entre el medio "de la cosa", el exacto punto medio matemático, y el medio "relativo a nosotros", que es simplemente la cantidad o grado justo para nosotros. Lo que quiere dar a entender es que el actuar del hombre debe estar regido por la prudencia o regla recta. En todas nuestras acciones existe una debida y correcta proporción que nos es preciso observar. La conducta del hombre virtuoso deberá ser cabalmente correcta y adecuada, sin que sobre o falte nada de lo que la oportunidad exige. Para Aristóteles, la virtud ética está íntimamente ligada a la recta razón, pues ella señala el defecto y el exceso que se han de evitar para alcanzar el justo medio. A su vez, la recta razón se adquiere por la prudencia. Por consiguiente, en última instancia, el criterio o baremo de dicha regla de proporción se puede encontrar en el juicio del hombre prudente: hombre de sano criterio y juicio experimentado, que posee la virtud intelectual de la sabiduría práctica.
Las virtudes morales, por su parte, se subdividen según regulen la parte irracional del alma (fortaleza o valor, templanza, pudor o modestia) o las relaciones del hombre con sus semejantes (liberalidad, magnificencia, magnanimidad, dulzura o mansedumbre, veracidad, buen humor, amabilidad, y justicia). Así, la fortaleza aleja al hombre de la cobardía y la temeridad, regulando el apetito irascible; la templanza regula los placeres de los sentidos; y la modestia o pudor versa sobre las emociones. La virtud por excelencia es la justicia, que tiene en Aristóteles un sentido muy preciso: es obediencia a la ley por una parte y, por otra, relación de igualdad respecto a los demás hombres. Esta segunda consideración implicará la distinción entre la justicia conmutativa y la justicia distributiva.
6. Epicuro: hedonismo negativo.
La ética de Epicuro es hedonista ya que lo que hace buena o mala una acción moral es el placer.
¿Por qué el fin de toda acción moral es el placer?
Porque es el bien al que aspira nuestra naturaleza. Que esto es así le parece evidente pero podemos convencernos de ello observando que tanto los recién nacidos como las crías de otras especies tienden a buscar el placer y a evitar el dolor. A este argumento se le ha denominado argumento de la cuna.
El fin de esta búsqueda es no padecer ansiedad en el alma ni dolor en el cuerpo. Es decir, alcanzar la ataraxia y la aponía.
Por ello clasifica los deseos o inclinaciones con el fin de ver qué tipos de placeres producen.

Pero el placer que persigue el epicureÍsmo como tal es un poco especial. Se trata de evitar el dolor a toda costa. Es decir, no hay mayor placer que el de evitar el dolor.
Epicuro insiste en que hay que buscar siempre placeres naturales cuya carencia producirá menos dolor y hay que evitar los placeres no naturales (su carencia produce mayor dolor).
Esta clasificación la completa con otra:

Los placeres en movimiento son que acompañan al proceso por el que se satisface un deseo.
Los placeres en reposo los que se obtienen tras la satisfacción del deseo.
Conforme a la clasificación contenida en el cuadro Epicuro que los placeres del alma son superiores a los del cuerpo y los placeres en reposo a los placeres en movimiento.
El sabio puede tener placeres de todos estos tipos pero buscando siempre que sean placeres satisfechos de modo natural.
7. El estoicismo: la búsqueda de la eupátheia.
La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio a comienzos del s. III antes de Cristo. Su nombre es debido al lugar donde se reunían, la stoà poikile, un pórtico decorado con pinturas. De ahí que a esta escuela también se le denomine “filosofía del Pórtico”.
Podemos distinguir tres grandes períodos en la escuela estoica:
- Estoa antigua: Se localiza en el s. III a. C. Sus principales representantes son Zenón, Crisipo y Cleantes.
- Estoa media: Siglo II a.C. Destacan Panecio y Posidonio.
- Estoa romana: Se desarrolla en los dos primeros siglos de nuestra era. Los grandes estoicos romanos son Séneca, Epicteto y el emperador Marco Aurelio.
a. Características generales.
La característica más importante del estoicismo es su exaltación de la virtud. Lo incomparablemente más excelso es la virtud, aunque sea un simple átomo de ella. Los demás bienes en comparación suya son pequeños e insignificantes. De hecho si a la virtud le unimos cualquiera de esos otros bienes extramorales (salud, belleza, placer, fama, etc.) éstos no añaden nada a aquella.
Por tanto, sólo la virtud es buena. Tan es así que los estoicos reservan el nombre de bien para la virtud y al resto de los “bienes” extramorales los denomina con el término valor (axía).
Además, consideran que la eudaimonía (vida buena) a la que aspira nuestra naturaleza racional es la vida virtuosa. La virtud es la felicidad.
Esta tesis vuelve a ponernos de manifiesto que los valores (“bienes” extramorales) son, desde el punto de vista ético, indiferentes (adiaphora).
Por ello no hay que poner el corazón en esos bienes externos y pasajeros ya que cifrar nuestra dicha en ellos no nos hace más que esclavos condenando nuestra vida a la frustración y al fracaso.
Aún más, ese tipo de vida daría rienda suelta las pasiones que tenderán a apoderarse de nuestro corazón y nos cegarán con respecto al verdadero bien arrastrándonos hacia conductas irracionales.
Frente a las pasiones el estoicismo propone la apatheia (serenidad) de las que emancipa estando por encima de los “bienes” extramorales, del temor y hasta de la muerte. De hecho, si las condiciones de la vida hicieran imposible la práctica de la virtud, habría que optar por el suicidio.
Para comprender estas afirmaciones generales debemos conocer qué piensan los estoicos acerca de la naturaleza (cosmología) y del alma (psicología).
b. Cosmología estoica.
El universo es un inmenso ser vivo dirigido por una razón universal. Esa razón universal (logos) es su alma. El logos es divino y guía a la naturaleza hacia su realización, hacia su fin (telos).
El hombre se encuentra inmerso en ese ser divino en el que, según expresión de Cleantes, “somos, nos movemos y existimos”. Por tanto, hay una familiaridad del hombre con toda la naturaleza pero, al mismo tiempo, al estar el hombre dotado de razón es partícipe del orden divino y ahí reside su dignidad incomparable y de ahí brota su tarea moral.
Por ello, la virtud es la vida racional. Es decir, la incorporación total al plan de la Razón universal.
Esta idea es articulada por la estoa en la doctrina de la oikeiosis. Con este término se quiere indicar el proceso por el que el individuo, a partir de los impulsos o tendencias primeras implantadas en su naturaleza por el Logos llega a descubrir cómo debe adecuarse al plan que éste ha establecido.
El niño se mueve por el principio de autoconservación huyendo de todo lo que le amenaza (amor propio). Pero, al alcanzar los 14 años, considera los bienes naturales como indiferentes rompiendo así con el amor propio y apareciendo el universalismo de la razón. El hombre se percibe como parte del orden racional universal apareciendo así vínculos de familiaridad con el resto de los hombres. Aparece una suerte de amor que supera los vínculos de la sangre y los vínculos sociales llegando a ser universal. El sabio estoico es cosmopolita y su ocupación será desentrañar el admirable orden natural para mejor plegarse a él.
Esa adecuación le llevará a la serena aceptación de todo lo que el destino depare asintiendo con lucidez y libertad a su identificación con el designio del Logos. Así el sabio se hace verdaderamente inmortal porque el orden racional divino es, por definición, lo que nunca perece.
c. Psicología.
La actividad del alma del ser humano es un modo de la actividad del alma racional del universo (hegemonikón).
Para los estoicos las representaciones, los juicios, los deseos y las pasiones son actos del alma racional.
El estoico es el que lucha por desprenderse de los deseos y pasiones que agitan su alma. Pero como estos son actividades del hegemonikón los concibe como juicios falsos que éste emite atribuyendo a los “bienes” extramorales la bondad o maldad que no poseen. Así el deseo, el temor, el placer y el dolor (pasiones fundamentales) y todas las pasiones que se derivan de ellas no son verdaderos males pues no afectan a la virtud.
Las pasiones no se pueden controlar, por su naturaleza tienden al descontrol ya que son movimientos violentos del alma. Son como un corredor que corriendo en el estadio a toda velocidad se le exigiera que se parara en seco o que girara a un lado u otro. No lo podría hacer. En consecuencia, la razón no puede moderar las pasiones, debe extirparlas.
Nuestra escuela sostiene que se puede hacer ya que como son fruto de un juicio erróneo y para que haya tal juicio es necesario el asentimiento a esa apariencia que intenta mostrarnos los valores como bienes. Y el asentimiento está en nuestras manos. Podemos dejarnos llevar por las apariencias tal como sostiene la común opinión del vulgo o, por el contrario, podemos pensar y penetrar en la vanidad de todos los aparentes bienes y, en consecuencia, negar mi asentimiento a ellos.
En definitiva, el camino de la virtud es un camino de conocimiento. De aquí se concluye que sólo el sabio es bueno.
d. El sabio estoico.
El sabio estoico es aquel que vive conforme a la naturaleza. Intenta centrarse en la consecución del auténtico bien, la virtud y, para ello, lucha contra sus pasiones intentando eliminarlas con la ayuda de su razón.
Pero, eso no quiere decir que prescinda de los “bienes” moralmente indiferentes (valores). No. Los cultivará: honrará a sus padres y amigos, fundará una familia ocupándose de ella, participará en la vida política, cuidará de su salud, intentará alcanzar un cierto bienestar material y prestigio social, etc. Y todo esto lo hará porque esas acciones son conformes con la naturaleza y, sobre todo, porque las realizará de manera virtuosa. Lo que le interesará no será conseguir esos supuestos bienes sino simplemente su intento de alcanzarlos. Es decir, nunca deberá perder de vista que esos “bienes” son moralmente indiferentes. Lo único bueno es participar y colaborar en el orden racional del universo adecuándose al destino que la Razón universal le ha encomendado. Por ello, no se sentirá contrariado si no alcanza esos bienes naturales. Lo importante es cumplir bien el papel que le ha sido asignado.
Frente a lo que muchas veces se piensa, el estoicismo al defender la extirpación de las pasiones y de los deseos no propugna una ausencia total de sentimientos. El estoico no es el hombre que ni siente ni padece. Su ideal se cifra en la eupátheia, estado de ánimo que comprende diversas emociones que son congruentes con el predominio de la razón en el alma.
El deseo es sustituido por la boúlesis, el apetito racional de los bienes que, aun siendo indiferentes convienen a nuestra naturaleza por designio del Lógos. El temor es desbancado por la eulábeia, la prudencia que lleva a evitar los males naturales. El placer pasa a ser reemplazado por la chará, serena alegría de quien, persiguiendo los bienes naturales y huyendo de los males, no se deja hipnotizar por ellos pues pone su confianza en el designio divino. Y el dolor es sustituido por su ausencia. El sabio estoico, al identificarse con la Razón universal no puede dolerse de nada.
8. S. Agustín: el mal, la libertad y el amor.
La superación agustiniana del maniqueísmo- filosofía que consideraba que había dos coprincipios necesarios, el del bien (Ormuz) y el del mal (Ahrimán)- se realiza mediante el desplazamiento de las falsas cuestiones surgidas al plantearse la pregunta por el origen del mal. San Agustín antepone metódicamente el problema de la naturaleza del mal al de su origen.
Frente al dualismo maniqueo y también al optimismo neoplatónico, san Agustín, que sintió vitalmente el contraste entre el mal y el bien, planteó el problema desde un enfoque originado en la revelación bíblica y heredero de la polémica Patrística contra la gnosis. Su doctrina sobre la naturaleza del mal, precedida sobre todo por ideas de san Ireneo y de Hipólito, es una de las líneas fundamentales de la filosofía cristiana.
La "Esencia plena" o Dios es el Bien, tanto para Platón como para San Agustín. Las perfecciones de las criaturas, repetidamente enumeradas, no son más que participaciones, según un más o menos, del Bien. En consecuencia, por la creación toda realidad es buena en la medida en que es. El mal, pues, no ha sido creado por Dios. Sin embargo, existe. Por consiguiente, no puede sino consistir en la privación de la perfección debida. Y, por ser privación, para existir se apoya en el bien como en un sujeto. A partir de San Agustín, estas dos identificaciones: del ser con el bien, y del mal con la privación del bien (y, por tanto, privación de ser o de realidad), las encontraremos frecuentemente repetidas por los pensadores medievales.
Conviene distinguir entre las diferentes clases de males: los males físicos o naturales no son propiamente males, según San Agustín, sino privaciones queridas por Dios en vistas del bien total del universo. El único mal verdadero es el mal moral, el pecado, que procede de la libre voluntad de las criaturas racionales. La voluntad humana, considerada en sí misma, es buena, y el libre albedrío es un bien y condición para alcanzar la felicidad. Sin embargo, la voluntad creada es falible, se puede equivocar, y el ejercicio del libre albedrío comporta el riesgo del pecado. Por consiguiente, la voluntad libre se hace mala cuando está privada del orden debido.
La moralidad tiene su base en la ley eterna, a la que no escapa ningún ser creado. La Ley divina ampara a la ley natural, y la ley temporal, ha de supeditarse a la ley natural, como ésta lo está a la ley divina. La ley divina sólo determina inexorablemente a la naturaleza física y a los seres irracionales, no así al hombre, dotado del libre albedrío. Por ser libre, sobre él recaen obligaciones de perfección. En este contexto de ley divina explica Agustín el problema del mal: las cosas de por sí son buenas, pero cuando se apartan del orden querido por Dios, se produce el mal. El mal hay que entenderlo como privación, como relajación del ser. Si Dios tolera el mal, es para que el hombre pueda ejercer su libertad. El hombre alcanza su plenitud, su felicidad solamente en su encuentro con Dios.
San Agustín puso de relieve la esencial significación de la voluntad en la conducta concreta y en la vida moral del hombre. Para Plotino el hombre era el alma; un alma que se orientaba a lo inteligible no sólo en el orden del pensamiento sino también en el del querer. Esta "novedad" plotiniana es específicamente relevante en San Agustín, quien la convierte en motivo existencial. Así, para San Agustín lo ético es voluntad o, como él gusta decir, amor. La acción moral no se reduce en nuestro filósofo a un silogismo, sino que se produce como función de un estrato profundo del corazón humano, es decir, de la voluntad y amor. San Agustín ve el alma de la moral en el amor. De ahí el sentido de su fórmula: "Dilige et quod vis fac" (Ama y haz lo que quieras).
Esta primacía de la voluntad en el pensamiento agustiniano no debe ser interpretada como un voluntarismo individualista del capricho o del poder, ni tampoco como un puro emotivismo. Según San Agustín, el corazón tiene también su ley: en la voluntad del hombre están inscritas con trazos imborrables las leyes del bien.
Si el amor es al alma de la vida ética, se revela ya que su fin o coronamiento estará en la felicidad. San Agustín tiene ante sí toda la doctrina en torno a la eudemonía de los antiguos (Platón, Aristóteles, Cicerón, Filón, Plotino) y sabrá sacar partido de todo. Pero en él se perfila una nueva línea que será guiada por su concepción de la moralidad como voluntad y amor. Si nuestra vida es amor y anhelo, su plenitud y acabamiento consistirá en un estado de reposo y un goce de la felicidad. La meta de la felicidad no es ya el pensamiento del pensamiento (como en Aristóteles), sino la plenitud del amor en la adecuación de la voluntad con su fin.
9. Sto. Tomás: vida buena y ley moral.
La teoría moral de santo Tomás está fundamentalmente basada en la ética aristotélica, a pesar de que algunos comentadores insisten en la dependencia agustiniana de la moral tomista. En este sentido, al ser asumida la ética aristotélica en una perspectiva teológica, ciertamente no se puede acusar en modo alguno al Aquinate de minimizar la primacía agustiniana de la gracia. Sin embargo, parece obvio que, en la medida en que San Agustín es el inspirador de buena parte de la filosofía medieval ejerza cierta influencia, como se puede observar en la metafísica y la teología, en el pensamiento de santo Tomás; pero no hasta el punto de difuminar el eudemonismo aristotélico claramente presente en la ética tomista. Siguiendo, pues, sus raíces aristotélicas Santo Tomás está de acuerdo con Aristóteles en la concepción teleológica de la naturaleza y de la conducta del hombre: toda acción tiende hacia un fin, y el fin es el bien de una acción. Hay un fin último hacia el que tienden todas las acciones humanas, y ese fin es lo que Aristóteles llama la felicidad. Tomás de Aquino concibe la ética como la ciencia que considera el orden que la razón humana introduce en los actos de la voluntad. Dicho orden se establece con vistas al fin último de la vida humana; viene expresado por ley moral, y se realiza a través de las virtudes morales.
a. El fin último y la felicidad
Ya hemos comentado que, tanto Aristóteles como Tomás de Aquino consideran que el fin de todas las acciones humanas es adquirir la felicidad (eudaimonía). Ambos coinciden en que la felicidad no puede consistir en la posesión de bienes materiales. La felicidad consiste en perseguir aquello que es lo más natural para la propia naturaleza. Según Aristóteles lo más genuino del hombre es el uso de la razón, del logos, así el hombre será feliz en la medida en que desarrolle al máximo su poder cognoscitivo y ejercite la capacidad racional. Ahora bien, mientras que Aristóteles identificaba la felicidad con la posesión del conocimiento de los objetos más elevados (con la teoría o contemplación), Tomás de Aquino, de acuerdo con su concepción trascendente del ser humano y su intención de conciliar aristotelismo y cristianismo, identifica la felicidad con la contemplación beatífica de Dios, con la vida del santo. Para el Aquinate, la vida del hombre no se agota en esta tierra, por lo que la felicidad no puede ser algo que se consiga exclusivamente en el mundo terrenal. Como el alma del hombre es inmortal, el fin último de las acciones del hombre trasciende la vida terrestre y se dirige hacia la contemplación de Dios (Causa Primera y principio del ser) en la vida futura. Es importante señalar que Tomás de Aquino no concibe dicha contemplación en términos estrictamente intelectualistas; es decir, no considera que sea simplemente un acto de conocimiento, sino también de amor. De esta manera, aristotelismo y agustinisimo están presentes en su concepción acerca de la contemplación. Así pues, si la felicidad intelectual o racional aristotélica se alcanza en este mundo, Tomás de Aquino defiende que la felicidad terrenal no es absoluta ni total si no se proyecta hacia cotas más altas, como es el conocimiento divino. La perfecta felicidad, el fin último, consiste básicamente en la visión de Dios. Por naturaleza, el hombre tiende a buscar la verdad y a gozar de ella. En esto consiste la felicidad máxima y perfecta del hombre.
La felicidad que el hombre puede alcanzar sobre la tierra, pues, es una felicidad incompleta para Santo Tomás, que encuentra en el hombre el deseo mismo de contemplar a Dios, no simplemente como causa primera, sino tal como es Él en su esencia. No obstante, dado que es el hombre particular y concreto el que siente ese deseo, hemos de encontrar en él los elementos que hagan posible la consecución de ese fin. A la razón le corresponde dirigir al hombre hacia su fin, y el fin del hombre ha de estar acorde con su naturaleza por lo que, al igual que ocurría con Aristóteles, la actividad propiamente moral recae sobre la deliberación, es decir, sobre el acto de la elección de la conducta.
b. La ley moral
Partiendo del principio de que todo lo real tiende a su fin, Santo Tomás hace notar cómo hasta los seres que carecen de razón se encaminan hacia la finalidad para la que han sido creados. Sobre este concepto de fin se funda el de ley natural o moral, entendida ésta como vía hacia el fin. Santo Tomás la define como "participación de la ley eterna en la criatura racional", que permite alcanzar la felicidad, a la que el hombre es encaminado de manera natural. Así pues, la ley moral es la norma de conducta del obrar humano y determina lo que conviene o no al hombre según su propia naturaleza. Pero el hombre es, por naturaleza, un ser racional y, por consiguiente, la ley moral debe ser al mismo tiempo natural y racional.
La misma razón que tiene que deliberar y elegir la conducta del hombre es ella, a su vez, parte de la naturaleza del hombre, por lo que ha de contener de alguna manera las orientaciones necesarias para que el hombre pueda elegir adecuadamente. Al reconocer el bien como el fin de la conducta del hombre la razón descubre su primer principio: se ha de hacer el bien y evitar el mal. Este principio tiene, en el ámbito de la razón práctica, el mismo valor que los primeros principios del conocimiento teórico o especulativo (no contradicción, identidad). Al estar fundado en la misma naturaleza humana es la base de la ley moral natural, es decir, el fundamento último de toda conducta y, en la medida en que el hombre es un producto de la creación, esa ley moral natural está basada en la ley eterna divina.
Existe una ley eterna que es la ordenación del gobierno divino del mundo. La ley eterna es la norma suprema de la moralidad, ya que la ley natural o moral es la participación de la ley eterna en la criatura racional. Según Santo Tomás, la ley eterna es conocida por cada hombre en sí mismo de forma inmediata y espontánea, al menos en sus principios más generales, y es aplicada a través de un juicio práctico o prudencial, que se denomina conciencia moral (y que no debe ser confundida con la conciencia psicológica). De este modo, el ejemplarismo moral de San Agustín queda aceptado en cuanto a su fundamentación trascendente, al presentarse la ley natural impresa en la mente humana como una participación de la ley eterna.
Por otra parte, de la ley natural emanan las leyes humanas positivas, que serán aceptadas si no contradicen la ley natural y rechazadas o consideradas injustas si la contradicen. Pese a sus raíces aristotélicas vemos, pues, que Santo Tomás ha conducido la moral al terreno teológico, al encontrar en la ley eterna un fundamento trascendente de la ley natural. Por otra parte, los dos soportes de la ética tomista, el fin y la ley eterna, configuran el pensamiento moral de Santo Tomás sobre una base totalmente objetiva, en cuanto trascendente al sujeto. La ley moral natural no es relativa, sino la misma para todos los hombres (es universal); los preceptos de la ley natural no pueden modificarse ni alterarse con el tiempo (es inmutable) y ningún hombre con uso de razón puede alegar ignorancia sobre sus contenidos (sus preceptos son evidentes).
c. Las virtudes.
El medio para conseguir la felicidad es la virtud. Se trata una conducta adquirida o hábito de naturaleza buena que facilita el obrar conforme a la ley. Aparte de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), Santo Tomás distingue, al igual que Aristóteles, dos clases de virtudes: las morales y las intelectuales. También coincide con el Estagirita al considerar las virtudes como hábitos, acciones buenas encaminadas a vivir correctamente. Por virtud entiende, pues, un hábito selectivo de la razón que se forma mediante la repetición de actos buenos y que, al igual que para Aristóteles, consiste en un término medio, en conformidad con la razón.
La doctrina ética de las virtudes morales e intelectuales no sólo es expuesta detalladamente por Santo Tomás en el Comentario a la Ética a Nicómaco, sino que penetra el desarrollo total de la segunda parte de la Suma Teológica:
- Virtudes intelectuales: Son hábitos operativos buenos, radicados en el entendimiento, y que habilitan a éste para llevar a cabo, de manera segura, fácil y eficaz, los juicios correspondientes a la especulación (simple contemplación de la verdad) y a la producción (construcción de todo tipo de artefactos útiles o bellos). Las virtudes que se refieren a la especulación son la inteligencia (o hábito de los primeros principios), las ciencias, y la sabiduría; y las que se refieren a la producción son las artes, ya sean mecánicas o liberales.
- Virtudes morales: Son hábitos operativos buenos, que radican en diferentes facultades humanas, y que habilitan a éstas para obrar rectamente desde el punto de vista moral. Son muchas las virtudes morales, pero todas se agrupan en torno a cuatro fundamentales, denominadas cardinales: a) la prudencia, que radica en el entendimiento, o mejor, en la razón-práctica; b) la justicia, que radica en la voluntad; c) la fortaleza, que radica en el apetito irascible, y d) la templanza, que radica en el apetito concupiscible.
10. Hume: emotivismo moral.
Hume dedica a la investigación ética la tercera parte de su Tratado de la naturaleza humana y la Investigación sobre los principios de la moral.
Le parece indudable e indiscutible que la sensibilidad de un hombre se ve afectada por las imágenes de Bien y Mal.
El problema, por tanto, no estriba ahí. El problema reside en cuál es el fundamento del Bien y el Mal. ¿Se fundan en la razón o en el sentimiento?
A la luz de lo que hemos visto antes no podemos sino afirmar que Hume piensa que el fundamento de la moral está en el sentimiento. (Recordemos que la razón no puede producir una acción, sólo lo pueden hacer las pasiones).
De hecho, en el “Apéndice 1” de la Investigación sobre los principios de la moral expone cinco argumentos con los que pretende dejar claro que la razón no es la fuente de la moral:
- Tomemos un ejemplo de una acción considerada habitualmente como injusta (criminal): la ingratitud; y, dentro de lo que la razón descubre en ella, busquemos en qué consiste el crimen. La razón conoce hechos y relaciones.
Dentro de los hechos que forman parte de un acto ingrato, ¿hay alguno que sea propiamente el crimen? ¿Cuál? ¿La mala voluntad o indiferencia de la persona ingrata? Si fuera así, habría crimen siempre que hubiera mala voluntad o indiferencia; pero no se considera que la mala voluntad contra quien nos ha hecho mal o la indiferencia hacia aquél a quien no debemos nada sean criminales. Por tanto, esos hechos no son el crimen.
Tampoco consiste el crimen en ninguna relación (p. ej., la oposición entre la buena voluntad de una persona A hacia otra B y la mala voluntad o indiferencia de B hacia A; si el crimen fuera esta relación, tan criminal sería A como B).
Ni es tampoco la relación entre una acción injusta y la regla de lo justo (la regla que dice lo que se debe hacer y lo que no), ya que habría aquí un círculo vicioso: conocemos la regla de lo justo tras examinar las relaciones morales que se dan en las acciones, y conocemos estas relaciones al comparar tales acciones con la regla de lo justo.
No siendo un hecho o una relación (que es lo que la razón puede conocer), hay que admitir que la virtud y el vicio son conocidos a través del sentimiento.
La razón interviene en un juicio moral en cuanto que da a conocer todos los hechos y circunstancias que concurren en el acto que se juzga; pero, una vez conocidos éstos, la aprobación o desaprobación del acto en cuestión ya no son asunto de la razón, sino del sentimiento. - Para aclarar lo que se quiere decir, se puede comparar la belleza natural con la belleza moral (justicia). La razón, por sí sola, no puede descubrir en ningún objeto la belleza: ninguna descripción de una obra de arte incluye la belleza como una de sus partes o como una relación entre sus partes; la belleza sólo es conocida mediante un sentimiento de agrado que surge en quien contempla la belleza, de tal modo que sólo puede conocer la belleza aquél que es capaz de sentirla (de la misma manera, sólo puede conocer la justicia quien está constituido de tal forma que siente aprobación ante los actos justos y desaprobación ante los actos injustos).
- Si la moralidad o inmoralidad de un acto consistiera simplemente en ciertas relaciones presentes en el acto mismo, sería tan propia de seres pensantes como de objetos inanimados (ya que en lo que les sucede a éstos pueden darse exactamente las mismas relaciones: p.ej., la misma relación existe en un árbol que, al crecer, destruye a su padre y en el asesinato de Agripina por Nerón).
- Todo lo que es deseable por sí (y no por otra cosa) lo es por estar de acuerdo con el sentimiento y afecto humanos.
Ahora bien, puesto que la virtud es algo deseable por sí mismo (y no por el posible premio al que vaya unida), ha de ser sentida, no conocida racionalmente.
De esta forma, quedan delimitadas las fronteras de la razón y del gusto: la primera conoce la verdad y la falsedad, el segundo siente la belleza y la fealdad, el vicio y la virtud.
La razón, por tanto, tiene un papel, pero sólo el de clarificar –cuando no están claras- el juicio sobre nuestras pasiones. Es decir, preparar el camino para que podamos juzgar sobre ellas a la luz de un sentimiento universal de lo que es bueno o malo.
Ese sentimiento universal Hume lo refiere a la naturaleza humana. Es decir, los hombres estamos hechos de tal modo que llamamos bueno a aquello que produce placer (atracción) y malo a lo que produce dolor (repulsión) a todo hombre. No sólo a mí. Por tanto, aquí Hume intenta desde su teoría emotivista –fundada en el sentimiento- y empirista de la moralidad no caer en el relativismo sino establecer una moral universal. A este sentimiento le llamará humanidad y que define como un sentimiento por la felicidad del género humano, y un resentimiento por su miseria.
Evidentemente, podríamos afirmar que en este sentido la ética de Hume es un utilitarismo. Pero esto hay que aclararlo.
Hume distingue dos tipos de virtudes. (Entendiendo por virtud como toda acción o cualidad mental que da al espectador el sentimiento placentero de la aprobación y al vicio como lo contrario):
- Virtudes naturales. Las que vienen dadas naturalmente por ese sentimiento de humanidad. La virtud natural fundamental es la benevolencia. (La utilidad del género humano viene dada naturalmente).
- Virtudes artificiales. Las que son arbitrarias y están basadas en la utilidad social. Podríamos llamarlas también virtudes sociales. Éstas son necesarias debido a la tendencia del ser humano al egoísmo. La virtud social por excelencia es la justicia. (Aquí hablamos de una utilidad social y, por tanto, variable. La utilidad vendrá dada por tanto por las circunstancias empíricas de cada sociedad y de cada época histórica).
11. Kant: la ética formal.
Kant parte de que la moralidad es un hecho por lo que no se apoya en principio teórico alguno.
Este hecho se expresa en la ley moral. La ley moral no puede ser demostrada por la razón teórica, ni confirmada por la experiencia pero está ahí y se mantiene firme sobre sí misma.
Además, la conciencia nos muestra de forma innegable la existencia de la ley moral y su irreductibilidad a ley de la naturaleza. Por mucho que intentemos justificarnos nadie puede librarse “de la propia crítica y del reproche que se hace a sí mismo”.
¿Por qué no podemos librarnos del juicio de la conciencia moral? Porque la ley moral es debida. Es decir, la ley moral exige su propia realización. Así, hablamos de obligación moral o deber. (No podemos confundir la obligación moral con la obligación de las leyes de naturaleza: en el primer caso dicha obligación supone la libertad, en el segundo se realiza con total independencia de ésta).
En definitiva, el deber consiste en la necesidad de realizar una acción por respeto a la ley.
Kant hace una serie de distinciones:
- Principios prácticos: Proposiciones que encierran una determinación universal de la voluntad a la que se subordinan diversas reglas prácticas. Estos pueden ser:
- Subjetivos o máximas: Cuando la condición es considerada por el sujeto como sólo válida para su voluntad. Expresa una relación puramente contingente. Su forma típica sería: “Siempre que se dé A, haré B”.
- Objetivos, leyes o imperativos: Cuando la condición es válida para todo ser racional. Por lo tanto expresa una necesidad, un deber ser. A su vez, podemos distinguir:
- Imperativos hipotéticos: Determinan a la voluntad como medio (condición) para conseguir otra cosa o fin. Su forma típica es: “Haz B, si quieres A”. (B siempre es un medio para realizar A). Ej.: “No mates, si quieres tener la conciencia tranquila”.
- Imperativos categóricos: Determinan a la voluntad absoluta e incondicionadamente. Es decir, la acción no es un medio para conseguir otra cosa sino que es un fin en sí misma. Es, por tanto, necesaria en sí misma. Su forma típica es: “Haz A”.
Hechas estas distinciones surge una cuestión: ¿cómo han de ser los principios prácticos de la moralidad?
Todos sabemos que tales principios deben ser reglas de acción que tengan validez absoluta para todo el mundo y en cualquier circunstancia. Es decir, deben ser principios universales y necesarios.
En consecuencia, no podrán ser máximas sino imperativos. ¿Pero qué tipo de imperativos?
No hipotéticos porque la ley moral se nos presenta de forma absolutamente incondicionada, debe ser querida y realizada por sí misma ya que es un fin absoluto y no un medio relativo. Por tanto, los principios prácticos deberán ser imperativos categóricos.
Ya sabemos que los principios prácticos de la moralidad deben ser imperativos categóricos; ahora tenemos que abordar una cuestión subsiguiente: ¿Las éticas que determinan que el fundamento de determinación de la norma moral se encuentra en la materia o contenido de la norma moral proporcionan imperativos categóricos o hipotéticos? Dicho de otro modo: ¿Puede una ética ser ética material?
Veamos lo que dice Kant al respecto:
- Todo principio práctico material es empírico.
Si el objeto o materia es el fundamento de determinación de la voluntad, entonces ésta se determina:- Por la representación del objeto. (Experiencia)
- Por la expectativa de placer en la realidad del objeto. (Esta expectativa sólo puede fundarse en la experiencia, pues nunca puede conocerse a priori de ninguna representación si estará ligada a placer o dolor o si será indiferente).
- Ningún principio práctico material puede proporcionar una ley práctica.
Sabemos que toda ley práctica debe tener una validez universal (vale para todos los seres racionales y para todos los casos de lo mandado por la ley) y necesaria (vale sin ninguna condición, categóricamente).
Sabemos igualmente que todo principio práctico material es empírico tal como quedó indicado en 1) y que la experiencia no funda universalidad ni necesidad.
Por tanto, los principios prácticos materiales no pueden dar lugar a leyes prácticas (universales y necesarias). - Todo principio práctico material es un caso del principio universal del amor a sí mismo o felicidad propia.
Lo que Kant quiere decir es que los principios prácticos al ser empíricos hacen que la voluntad se determine por el placer o el dolor que encuentran en la materia de la norma moral. En definitiva, todas las éticas materiales son éticas hedonistas, y, por tanto interesadas. En definitiva, no pueden ser éticas porque la ética tiene que ser absolutamente desinteresada. (Uno no se puede hacer bueno de forma interesada, el bien –como el amor- o es desinteresado o no es bien. Es decir, es un fin en sí mismo, no un medio y toda ética hedonista utiliza el bien como un medio para conseguir placer –felicidad propia-). - Además, los principios materiales suponen a la voluntad sometida únicamente al mecanismo de las inclinaciones (la búsqueda de placer y la evitación de dolor). En consecuencia, son una negación a efectos prácticos de la libertad.
(Es decir, el ser humano estaría sometido a las inclinaciones naturales que le harían buscar el placer y el dolor, según la interpretación de las éticas materiales, y eso supone estar sometido a las férreas leyes de la naturaleza que están determinadas por la conexión absolutamente necesaria entre las causas y los efectos; entre las que no cabría, por tanto, en absoluto la libertad. En definitiva Kant de nuevo insiste en que toda ética material supone la negación del hecho moral, lo cual es absurdo). - Por último, todo principio práctico material supone una dependencia absoluta de la libertad con respecto a su objeto. A esto Kant lo denomina heteronomía moral. Las éticas materiales serían éticas heterónomas que en vez de liberar al sujeto moral, le esclavizarían haciendo depender su voluntad libre de objetos ajenos a él.
En conclusión: Kant deja claro que toda ética material es empírica y por lo tanto no puede fundar leyes prácticas (universales y necesarias), es hedonista (busca sólo el placer), niega la libertad del sujeto moral (reduce la moralidad al mecanismo de las inclinaciones) y además es heterónoma (hace depender a la voluntad libre de objetos ajenos al sujeto moral y, por tanto le esclaviza). En definitiva las éticas materiales (todas ellas) niegan totalmente el hecho moral y, no sólo son falsas, sino que además, no son éticas.
Pero Kant no concluye aquí con un rotundo NO a la posibilidad de que el fundamento de determinación de la voluntad pueda estar en la materia de la norma moral, va más allá porque tiene que determinar qué éticas son materiales. Por eso establece un cuadro en el que clasifica todos los principios prácticos materiales posibles, llegando a la conclusión de que todos los sistemas éticos que ha conocido la historia de la humanidad hasta entonces son sistemas éticos materiales con todo lo que ello supone.

Entonces lo que queda claro es que los principios prácticos materiales son siempre imperativos hipotéticos, no categóricos.
Por tanto, el carácter de ley que presentan los principios prácticos morales si no puede residir en la materia de la norma moral tendrá que residir en su forma. La forma de la ley es la que le aporta a ésta su universalidad y necesidad y no su materia o contenido. Así pues, la ley moral es ley por su forma, no por su materia, lo cual no quiere decir que la ley no se refiera a una materia –entonces no habría ley ya que toda ley manda algo- sino que lo que hace que la ley sea ley es la forma de ésta.
En consecuencia, el fundamento de determinación de la voluntad tiene que ser la forma. Lo que hace posible que una máxima pueda ser pensada como un caso de una ley práctica universal y necesaria –incondicionada- es la forma. Esta es la ley fundamental de la razón práctica o norma suprema de la moralidad a la que Kant denominará imperativo categórico.
El imperativo categórico kantiano se puede expresar de tres formas (las dos últimas aparecen en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres):

Si nos fijamos en la primera formulación del imperativo categórico, nos podremos preguntar qué es eso de que obremos de tal forma que la máxima de nuestra voluntad pueda valer como principio de una legislación universal.
Con esta formulación Kant nos está diciendo que el imperativo categórico nos tiene que ayudar en nuestra vida moral concreta a saber si lo que vamos a hacer es lo que debemos hacer o no. ¿Cómo? Partiendo del caso concreto (lo que pretendemos hacer, la máxima de nuestra voluntad) y universalizándolo; es decir, intentar convertirlo en ley universal. Puede ocurrir que no haya problema. Por ejemplo: Me encuentro en una situación en la que creo que no debo mentir. ¿Debo hacerlo? Universalicemos la máxima: “No se debe mentir”. Me doy cuenta, por tanto, que estoy ante un caso de un principio práctico incondicionado, ley moral. Por lo tanto, sé que eso es lo que debo hacer.
El problema aparece, sin embargo, cuando la máxima al universalizarla repugna a la razón porque hay contradicción ya que no puede pensarse como ley práctica.
La contradicción puede ser de dos tipos:
- Intrínseca a la máxima: Cuando realmente no se puede universalizar la máxima. Kant pone el ejemplo del suicidio. Es imposible universalizar dicha máxima ya que la vida exige ser preservada.
- Intrínseca a la voluntad que piensa la máxima: La máxima puede ser universalizada pero la realización de lo que pide repugna a la voluntad del sujeto moral. El ejemplo que propone es el de un hombre que se encoge de hombros ante la desgracia ajena. Esta actitud puede ser universalizada pero ese principio no puede ser admitido por todos como ley pues entonces, ¿qué pasaría si yo llegara a estar en desgracia?
Si el imperativo categórico es la ley suprema de la moralidad ya que ésta es ajena a cualquier tipo de condicionamiento empírico, entonces la razón pura ha de ser legisladora universal como indica la tercera formulación de dicho imperativo. Es decir, la razón moral es autónoma, no heterónoma. El fundamento de determinación de la ley moral, reside en el propio sujeto y lo constituye. El sujeto moral descubre en sí la ley moral y sabe que debe cumplirla.
Si la razón práctica es autónoma, eso quiere decir que está totalmente desligada del orden empírico de la ley de la naturaleza en el que sólo funciona la causalidad bruta. La razón práctica es libre.
Así nos encontramos que en el orden del conocimiento hemos llegado a deducir la libertad desde el imperativo categórico, pero en el orden de la fundamentación el imperativo categórico sólo es posible si el sujeto moral es libre. En el orden moral no funciona la causalidad no libre sino la causalidad por libertad –como le gusta decir a Kant-.
A modo de resumen recogemos en el siguiente cuadro las características fundamentales de la ética formal kantiana:

El hombre debe obrar por respeto a la ley, en eso consiste sin duda la virtud. Pero nosotros sabemos que la virtud debe traer consigo, como consecuencia necesaria, la felicidad. El hombre bueno debe ser feliz. Asimismo sabemos que la felicidad no es plena sino acompaña al bien. Por tanto, virtud moral y felicidad se reclaman mutua y necesariamente. Y a esta unión entre ambas Kant la denomina supremo bien.
Pero aquí surge un problema. Si deben ir de la mano, ¿por qué no van? Y no sólo eso, ¿por qué a veces las máximas de realización de ambas son diversas y hasta contradictorias? ¡Cuántas veces hemos conocido que el que vive feliz, es moralmente malo y que al virtuoso se le llega a causar la mayor infelicidad quitándole la vida!
Kant piensa que dicha antinomia tiene solución. O bien el enlace entre virtud moral y felicidad es analítico (virtud y felicidad serían lo mismo), o bien es sintético. La primera solución ha sido expuesta –según Kant- por los estoicos y los epicúreos pero a él le parece que virtud moral y felicidad son realidades distintas, por lo que el enlace entre ambas debe ser sintético y, además, a priori.
Pero al determinar dicho enlace surgen dos proposiciones antinómicas:
- El deseo de felicidad es la causa motriz de las máximas de la virtud. Esto es imposible ya que, como vimos al criticar las éticas materiales, la felicidad (materia) no puede fundar ninguna ley práctica incondicionada y, en consecuencia, no puede fundar el bien moral, ni la virtud.
- La máxima de la virtud es la causa eficiente de la felicidad. Es contrario a la experiencia. La experiencia, como ya citamos más arriba, nos hace ver que muchas veces la virtud no trae consigo la felicidad, sino más bien la desgracia. La virtud, por tanto, muchas veces exige los mayores sacrificios. (Pensemos en los casos históricos de Sócrates o de Tomás Moro, entre otros).
¿Entonces la antinomia no tiene solución?
Kant piensa que sí. La solución viene de b) ya que esta proposición es falsa sólo de modo condicionado. Es decir, es falsa en el mundo en que vivimos, mundo sensible. Pero la vida moral no pertenece al mundo sensible, sino al mundo nouménico o inteligible (metafísico); por tanto, puede haber una conexión necesaria entre virtud moral y felicidad en dicho mundo.
Pero esta conexión nouménica necesaria entre virtud moral y felicidad no es inmediata, sino mediata. Sólo puede darse a través de los postulados de la razón práctica.
Éstos son tres: la libertad, la inmortalidad y Dios.
Kant no se para a demostrar el primero porque, como ya vimos, es condición de posibilidad –en el orden de la fundamentación- de la ley moral.
Sin embargo, inmortalidad y Dios no son condiciones de la ley moral sino condiciones de la realización de ésta en el supremo bien.
La inmortalidad deriva de la propia exigencia de realización del supremo bien en lo que se refiere a la virtud. Alcanzar la perfección moral o santidad –en lenguaje kantiano- es una tarea infinita ya que siempre se puede ser mejor. Así pues, la propia exigencia de la perfección moral implica una vida eterna –que no se acabe- en la que el progreso moral pueda ser continuo tal como exige la propia estructura de la moralidad.
Pero aquí aparece un problema. El hombre no podrá llegar nunca a ser bueno, en consecuencia tampoco feliz. Kant resuelve el problema acudiendo a un ser infinito sumamente bueno y feliz –Dios- para el que el hombre que persigue la virtud renunciando la felicidad es plenamente santo y, por tanto, él le otorga la felicidad como pura gracia.
La segunda parte de la Crítica de la razón práctica se ocupa del modo en que hay que hacer para que las leyes morales aniden en el corazón del hombre. Es decir, el método para que esas leyes no sólo sean objetivas sino subjetivas (guías de la acción moral).
El método propuesto por Kant se divide en dos grandes partes:
- Hay que hacer que los asuntos referentes a la moralidad y sus leyes sean ocupación natural (habitual) del ser humano:
- Preguntándose si la acción es conforme objetivamente a la ley moral y a cuál lo es.
- Preguntándose si la acción simplemente es conforme a la ley o si, además, tiene valor moral. Es decir, si se ha actuado por inclinación o por respeto a la ley.
- Fomentar el interés en las acciones y su moralidad a través de ejemplos:
- De forma negativa: Haciendo ver que la vida moralmente buena nos libra de la pesada carga de las inclinaciones.
- De forma positiva: Haciendo ver que la vida virtuosa, conforme al deber y por respeto al deber, es la única forma de respetarnos a nosotros mismos.