Del llanto

COMUNICACIÓN V Simposio SOFIC. 2023.

Autor: José Javier Ruiz Serradilla

RESUMEN: El sufrimiento extremo, que presenta el rostro de la aniquilación personal, se hace llanto. Fenómeno que revela. El llanto no es resignación sino queja y combate que manifiesta que todo dolor y sufrir es de la especie del mal por lo que no debe existir y ha de ser eliminado. En su exceso manifiesta que la peor de las muertes es la muerte moral encarándome con lo que debo ser. Muestra también que no solo me duelo sino que sufro y lo hago porque no soy “cuerpo” sino carne. Ciertamente, el llanto presenta a la carne como recesiva mostrando la posibilidad de la muerte eterna. Mas es rebelión porque, si miro con atención, me experimento no como absolutamente finito sino con finitud de origen, no de fin. Además, todo llanto im-plora, la presencia de otro para que me com-padezca, sufra conmigo, combatiendo así al mal que origina el sufrimiento. Llamada también al Otro, Dios, que sufre conmigo y que combate a mi lado enseñándome que el camino del llanto es combate mudo y silente. El combate del que no habla, el niño (infans), que me llama al despojo de la concupiscencia y de la soberbia a fin de que aflore mi yo auténtico, el que está vocado al amor agápico, a ser don del don. Llanto que, por ello, reclama al Mesías que, siendo don del don, repare el mal en la restauración (tiqqún) que, venciendo al mal, hará cesar todo sufrimiento y todo llanto.

Del llanto
Roy Litchtenstein, 1968

1. Propósito

El sufrimiento extremo suele devenir en llanto. Pero el llanto, en su esencia íntima, no es lamentación resignada. Si dejamos hablar al propio fenómeno, podemos descubrir cómo nos revela no solo su íntima esencia sino también lo que es y está llamada a ser la persona que, sufriendo, es invadida por el llanto.

Me propongo escuchar al llanto y, a modo de esbozo, relatar en las líneas que siguen, con docta ignorancia, lo que, entre sus espasmos y mi duro oído, he logrado inteligir. Siempre con la intención de destacar su relevancia antropológica.

2. Sufrimiento y llanto

Me duele. Sufro (sé qué es el dolor y sé que me duele). Más aún, mi sufrimiento pone en primer lugar el “me”. “Me” duele. Mi yo es afectado. Pero más que afectado, se siente invadido, infectado, por esa excrecencia del mal que es el dolor experimentado, dolido, sabido, sufrido. Y, lo peor, experimenta no ya su finitud, sino que esta es oscurecida hasta el punto de ser percibida por mí no como finitud relativa, sino absoluta. Se me oculta la relatividad de mi mortalidad y esta se me presenta como absoluta. El “me” anticipa la experiencia de la radical aniquilación, no ser -nada-. No comparezco ante mí como ser para la muerte sino como moribundo, abocado a nada, nihil. El nihilismo deja de ser una posibilidad teórica y, en el sufrimiento, empiezo a experimentarlo como realidad, la única realidad.

Así mi dolor se hace llanto. Y el llanto es queja y protesta (combate) pero nunca resignación.

Queja. Mi dolor me duele y sufro mi dolor. Y me quejo hasta las lágrimas. Mi llanto no es el explosivo “¡ay!” del dolor fortuito y punzante; es algo más profundo. Mi llanto aparece cuando el dolor me invade de tal forma que experimento su exceso, el que, de seguir así, terminará en mi deceso, en mi aniquilación. Mi queja es la constatación de un profundo sinsentido, no solo el de mi dolor y sufrimiento sino el de todo dolor y sufrimiento. Mi queja es la elevación de una pregunta: ¿Por qué? Una pregunta que, aunque intente responderla (y siempre lo hago cuando no estoy sumido en dolor y sufrimiento llegando a encontrar respuestas interesantes, plausibles, que parecen tener sentido) siempre decae en el sinsentido que revela mi padecimiento: que todo dolor y todo sufrir es de la especie del mal y que, como tal, no debería existir. Pero, sin embargo, parece ser el triunfante, el que al final tendrá carta de existencia; a saber, mi propia inexistencia.

Pero no me conformo, me quejo y esta se traduce en protesta. Lloro porque protesto. No puede ser que el sinsentido tenga la última palabra. No puede ser que no triunfe el sentido. El nihilismo no puede ostentar la palabra postrera. Y llego así al paroxismo del sufrimiento que parece aniquilarme y, al final, mudo, sólo me queda llorar. Todo verbo, todo logos, todo sentido parece desvanecerse, pero sigo llorando. ¿Por qué lloro? Porque las lágrimas son expresión del último combate contra el mal, porque el mal tiene que ser combatido, aunque no pueda ser definitivamente explicado. El mysterium iniquitatis debe ser combatido siempre y el último combate es el de las lágrimas, el sollozo. Ese sollozo que no entiende de resignación y de falsos consuelos que pretenden domesticar al mal cuando son mera finta para no mirarlo de frente a los ojos y huir de él, lo que supone reconocer, aunque sea implícitamente, su triunfo. Por eso el que sufre no se resigna nunca. El que le estimula a la vana resignación es aquel que todavía no sufre, el que no ha sido mirado cara a cara por el sufrimiento, el que no ha mirado a la cara del mal quizás porque se mueva en alguno de los niveles del estadio estético. Y, por ello, quiere que te resignes porque el que llora le hace lúcido y le pone de frente el mal exigiéndole mirarlo a la cara. Pero el que no quiere mirar, simplemente invita a la resignación, a la que mal llama consuelo. Y es que el único consuelo posible es que el mal sea vencido. Así, quien invita a la resignación lo perpetúa en su vida porque no lo combate y el no combatir al enemigo es dejarle avanzar, arrasar, aniquilar, ...

Lloro porque me quejo y me quejo para protestar, para combatir. La última lucidez la tienen mis lágrimas a las que no percibo ni lúcidas. Sólo callo y lloro porque el mal es un sinsentido y todo sinsentido debe desaparecer.

3. Llanto y lágrimas

Mi llanto se hace lágrimas. Y las lágrimas son agua. El agua de las lágrimas. Agua que vela la mirada y que se derrama.

Agua que sale de la tierra y que me pone delante mi condición finita: polvo soy y polvo seré (Gn 3:19, Biblia de Jerusalén). Agua que me recuerda que soy humus. Humus al que el dolor y el sufrimiento le expulsan el agua, tierra que va dejando de ser fértil y que aboca a ser tierra desértica. Mi llanto pone delante de mí que tiendo a la muerte, a ser humus reseco, cadáver.

Así esta agua que sale de mis ojos, que pronto serán glaucos, me vela la mirada y lo transparente se vuelve traslúcido para devenir opaco en un futuro no muy lejano pues, por mucho que me empeñe, todo futuro es cercano y acontece en mis lágrimas como terriblemente vecino. Lágrimas que velan mi mirada y que me recuerdan la ineludible muerte.

Lágrimas de exceso, el exceso de “mi” cuerpo, que tienden a reducirme a “cuerpo”. Pero ¿el llanto puede efectuar tal reducción? O, por el contrario, ¿no pone delante de mí esta pretensión reductiva que las vanas aspiraciones de mi yo herido, transido de concupiscencia y de soberbia, pueden acabar reduciéndome, si no lo han hecho ya, a más que cadáver, a la peor de las muertes: la muerte moral?

El llanto me lo recuerda transido de dolor y sigue protestando, negándose a ser consolado. ¿Por qué mi humus tiene que dejar de ser fértil? Queja y combate.

4. El exceso del llanto (sollozo)

En todo dolor sufrido lloro y lloro mi muerte. Y lloro con exceso. Mis lágrimas son excesivas. Sollozo. El agua de mis lágrimas se derrama y lo hace con conmoción. El sollozo es conmoción. Pero conmoción de mi profundo ser. En mis lágrimas me derramo, me muestro no tal como soy sino tal como debo ser. Las lágrimas brotan del yo que debo ser y que todavía no he sido. Del yo todavía no logrado, del que parece perderse por haberse abocado a la nada de la concupiscencia y la soberbia. Es el llanto del sollozo llamada a ese tiempo perdido para que vuelva. Es clamor por una nueva oportunidad que me permita hacerme cargo de mi muerte y en ella de mi vida. Por eso, las lágrimas que velan mis ojos conmueven mi interior y dirigen mi mirada hacia dentro. Allí descubro mi imagen todavía en esbozo y muchas veces borrada y emborronada. ¿Son las lágrimas de mi sollozo, de todo sollozo, aunque no sea mío, lágrimas de desesperación? ¿Pueden serlo? No lo creo. Son más bien una llamada, nueva -siempre nueva- a la conversión, a dejar que brille mi ser íntimo. Ese que está más allá de las heridas, el que es imagen (Nota 1). Es una llamada a dejar que brille esa imagen reparando la semejanza perdida que no deja ver la imagen. Eso son las lágrimas de mi sollozo, de todo sollozo. Y como tal, son lágrimas que me hacen constatar mi impotencia, mi debilidad, mi pequeñez, mi auténtica nada con la que la muerte no puede acabar, aunque el llanto obnubile mis ojos y a veces pacte con la parca nada que, aunque no me lo parezca, es un imposible lógico. La cuadratura del círculo de la muerte total, de la finitud absoluta, del ser para la muerte, se revela en la conmoción que devela la débil imagen que solo se puede restaurar desde la asunción de mi debilidad, de mi impotencia. Queja y combate de mi sollozo. Débil queja y combate rendido. Es que quizás mi sollozo manifiesta que la queja que vence al sufrimiento y a la muerte, y por ende al mal, solo es la queja del indefenso, del sufrido sufriente, del pequeño que es patiens impatiens (el que padece con impaciencia). El que padece con la impaciencia del que débilmente se queja en el abandono total. El que combate rindiendo las armas de la potencia para utilizar las armas de la impotencia, las armas del abandono. Sólo se musita en silencio un grito abandonado y sollozado, hecho fuente de lágrimas a las que no se encuentra sentido: Elohi, Elohi, lema' šĕbaqtani -“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”- (Mc 15:34). Un grito de lágrimas en exceso, un grito excesivo, tan excesivo que al espectador que no sufre le parece blasfemo porque no comprende que en ese grito se manifiesta lo más sagrado, lo que revelan las lágrimas del sollozo: mi imagen, la de mi yo. Y lo revelan en esa conmoción que no entiende, sino que sólo siente, se mueve y aunque no entienda, pre-entiende. Pre-entiende que en mi dolor, en mi sufrimiento y en mi muerte el mal no tiene la última palabra. Lo sé, pero lo sé sin palabras, lo sé en mis lágrimas.

5. Llanto y carne

Mis lágrimas brotan de ese yo íntimo, profundo. Mas ese yo, mi yo, que, anegado de dolor excesivo, sólo se ve como cuerpo doliente, sufre. Y sólo se puede sufrir “corpóreamente” si se es carne. No le duele al “cuerpo” sino a mí, a la carne, a mi carne. Por ello el dolor corpóreo que podría sentir si no fuera un ser personal sino un simple animal, sería un dolor dolido, porque todo dolor requiere un tener noticia de él. Sin embargo, mi dolor es un dolor sufrido. No me duele sólo el cuerpo, me duele la carne, mi carne, me duele. Y el dolor de la carne se llama sufrimiento. Mi carne sufre o, más bien, yo sufro en mi carne. Es este sufrir mío, manifestación, desgraciada manifestación, de mi naturaleza unitaria, de mi yo carnal.

Así, las lágrimas de mis ojos no pueden comprenderse como simple excrecencia acuosa de mis glándulas lacrimales. Mis lágrimas son lágrimas de mi carne. Lágrimas carnales porque las lágrimas auténticas solo pueden ser de carne, de “cuerpo”.

6. El receso de la carne: la llamada de la muerte

Mi carnal llanto es excesivo, es sollozo. Es tan excesivo que la carne se da en receso, en tal receso que se oculta a sí misma. Y cuando la carne se oculta aspira a ser ca-dá-ver (caro data vermis), carne dada a los gusanos. Aspira a ser cuerpo sin carne, cuerpo biológico. Aspira a la muerte total. Es el receso de mi carne el que me hace percibirme como absolutamente finito, el que no me deja reconocer mi naturaleza, el que me hace desear la muerte como única solución, el que se lamenta de haber nacido y de haber vivido, el que cree que hay que renunciar a la queja y al combate, el que se deja tentar por la nada, que no es más que otro nombre del mal. El que desespera. Y desesperar es el intento banal de renunciar al sufrimiento renunciando a ser persona humana. Transido de dolor sufrido y alentado por los falsos consoladores podría matarme, pero con ello, ¿podría librarme de ser lo que soy (Nota 2)? He ahí el problema.

Experimurque nos aeternos esse. “Experimentamos ser eternos”, nos espeta Spinoza (1996, parte quinta, proposición XXIII, escolio). ¿Hay realmente esa experiencia de mi eternidad? Ya Descartes nos pone en la pista de ella, aunque no logra desarrollarla al desdecirse él mismo por volver a una teoría del conocimiento únicamente representacionista, pues constata el yo como ruptura de toda distancia intencional, de todo horizonte. Hay una intencionalidad sin distancia, un conocimiento sin objeto, porque el sujeto -el yo- es conocido por, en y desde sí mismo. Este abrazo de sí, esa autoafección, es la que me da esa evidencia apodíctica y adecuada de mi yo (videre videor, escribirá Descartes (1979, 86; AT VII, 29) (Nota 3)). Ese abrazo de mí me descubre como viviente (Nota 4)- primer paso. El segundo paso es la genial observación, cartesiana también, de que no se puede conocer la finitud de mi yo más que a la luz de lo eterno (Descartes, R., 1979, 126; AT, VII, 51). Lo eterno es lo primario y lo finito derivado, mal que le pese a Feuerbach y sus secuaces. El tercer paso lo dan mis lágrimas que, a pesar del receso de la carne, aparecen como queja y combate contra el mal y sus secuaces. Y el peor secuaz es la muerte eterna. Si la muerte eterna fuera natural, mi finitud sería absoluta, pero he aquí que lloro. Si lloro es porque no acepto la muerte; por más que me empeñe, la lamento. Y aunque quisiera suicidarme para evitar el receso de la carne, el dolor que me anega y asfixia, no por ello dejo de lamentar mi muerte. ¿Por qué me rebelo ante la muerte? Porque no me experimento como absolutamente finito sino como eterno. Eso sí, eterno y finito al mismo tiempo, pero con una finitud solo de origen, no de fin, que me remite a esa fuente vital de la que provengo, la Vida, y que, como dice Henry, me abraza con ese abrazo de autoafección absoluta (Henry, M., 2001, 123-124). Es decir, sostiene mi vida desde su origen como eterna. Eternidad fundada, la mía, o finitud relativa (Nota 5). Eso me revela mi llanto agotador, mis lágrimas que parecen no acabar y que me conmocionan en lo más profundo de mi ser finito pero eterno.

7. La sal de las lágrimas: la apertura a la llamada

Mis lágrimas son agua, sí, pero agua salada. Mis lágrimas contienen sal. Y, ¿por qué la sal? Dice la mística judía que las lágrimas tienen sal para indicarnos que no pueden fluir sin cesar porque si lo hicieran, nos quedaríamos ciegos (Chalier, C., 2007,156).

Son las lágrimas, llamada, llamada a cesar.  Mi sufriente carnal yo llama, im-plora, pide con lágrimas que estas y lo que las produce, el dolor, el sufrimiento, la muerte -todos ellos pequeños nombres del gran nombre, el mal- cesen. Mas toda petición lo es a otro. Las lágrimas -aunque intenten esconderse- siempre son públicas porque van dirigidas perennemente a otro al que se le pide que ayude a que estas cesen. ¿A qué otro u otros se dirigen mis lágrimas?

8. La llamada al otro: el imposible consuelo y la persistencia en el combate contra el mal

Al otro cercano. ¿Para que me consuele? No. Mientras el mal persista el consuelo es imposible. ¿Para que me haga evadirme? Tampoco. Si me evado, huyo de mi dolor sufrido y le doy patente de corso. ¿Para que me olvide? Menos aún. ¿Quién puede olvidar su sufrimiento?

Entonces, ¿qué sentido tiene la salada llamada de mis lágrimas? Llamo al otro para que me com-padezca. No para que tenga pena de mí, no para que me ayude, ni siquiera para que, si es el caso, rece por mí. No. Lo llamo para que padezca conmigo. Sí, aunque parezca insólito, quiero que sufra conmigo, que sufra por mí, no en lugar mío, que sufra por mi sufrimiento, por el mal que me cerca y me ahoga.

¿Y por qué quiero eso? ¿Porque odio su no sufrimiento y estoy resentido contra él? ¿Porque, en el fondo, odio su buena suerte y le deseo que pruebe de mi mal y, a ser posible, que se centuplique en él? Podría ser, pero sólo si no me hago cargo de que sufro; porque se puede sufrir también de manera indigna, sin hacerse cargo. Misterio este al que convendría mirar porque sufrir sufrimos todos, pero saber sufrir, ¿cuántos?

Lo que busco en el otro es que se queje y combata a mi lado. Que se empeñe y lo haga con su vida, con su gozar y con su sufrir en el combate contra el dolor sufrido y la muerte, pero sobre todo que combata al mal con mayúscula.

Y al mal sólo se lo puede combatir en la distancia corta de la compañía cercana y muda. De la compañía sufriente pero nunca resignada. De la presencia que no intenta explicar el mal como los supuestos amigos de Job ni para imputármelo ni para exculparme de él. Lo llamo para que combata el sinsentido del mal, del que me acecha, del que le acechará a él y a todo otro, no para que me de respuestas simples. Lo llamo para que combata al mal con la impotencia, quizás la única forma de hacerlo.

9. La llamada al Otro: Impotencia y sufrimiento divinos

“Desde lo hondo a ti grito Señor” (Salm 129 (130)). De profundis. El salmista conoce bien el corazón sufriente ya que es consciente de que en lo más hondo de mi ser donde reside mi yo auténtico, en ese punto íntimo y desde ese radix apes surge el grito más estentóreo del sufriente. Grito que va dirigido a otro, pero, en este caso, al Otro mayúsculo, a Dios.

Y Dios calla. Y vuelvo a gritar. No hay respuesta. Y le echo en cara mi sufrimiento. No dice nada. Y llego a maldecirlo. Mutismo absoluto. Y puedo hasta negarlo. Silencio.

Hasta que al final comprendo: el lenguaje de Dios es el silencio.

¿Por qué el silencio? ¿Nos hemos olvidado de la sal de las lágrimas? Mis lágrimas llaman a otro para que me com-padezca. Pero ¿a Dios no lo llamo para que me consuele? Sí, pero quizás el consuelo que busco no es el auténtico consuelo. Quizás el consuelo deba comenzar porque Dios sufra conmigo.

Es por lo que calla. Quien padece a tu lado sabe que el silencio es la única palabra justa. Dios calla. Y su silencio me revela que él no es un taumaturgo, un mago que deba cambiar por arte de birlibirloque mi sufrimiento en gozo. No. Dios no hace magia. Si Dios fuera un mago, no sería Dios. Yo me habría convertido en Dios porque habría conseguido la varita mágica para que Dios me obedeciera. Yo lo controlaría.

Por ello calla. Dios es Dios. Aquel cuya omnipotencia consiste en su impotencia. El que me descubre que no es el Dios de arriba, sino el Dios de abajo, no el Dios del poder, sino el Dios de la omnitenencia (Nota 6). El que asume todo. El que asume el mal que Él no ha realizado y sufre conmigo. El que en silencio llora conmigo, solloza con ese sollozo inenarrable, porque conmigo se queja del mal y combate a mi lado. Dios no evita mi sufrimiento, sufre conmigo.

Y quizás me revela algo más. El único camino para vencer al mal es el del silencio de las lágrimas, el camino del llanto.

10. El camino del llanto: el infans

El camino del llanto es silente. Es el de que no habla, el del infans (Nota 7), el niño. El llanto mudo nos sitúa en nuestro sitio. Tenemos que ser niños. Resuenan en el llanto aquellas palabras de Cristo que recuerdan cuál es la vocación de todo ser personal: Si no os hacéis como niños, … (Mt 18:3).

Pero quitémonos falsas imágenes del niño. ¿Quién es el niño? Es el que aprende que debe dejar todo. El que sufre no tiene nada, todo le sobra y su dolor sufrido y su llanto se lo hacen manifiesto. Desasimiento, despojo, expropiación, kénosis. Pero, despojarse, ¿de qué? ¿De cosas, de personas…? ¿De qué? El despojo que pone delante de mí mi sufrir es el despojo de mí. La aniquilación de mi yo, pero no de mi yo íntimo, sino del que está arriba, el que se sitúa en el centro de todo y de todos. Ese es el que sobra, el que me sobra, el que el sufrimiento derriba haciendo aflorar, a veces de forma minúscula, mi auténtico yo, el que está en el centro íntimo. Ese que descubre su ser kenótico, a saber, que es y que debe ser pequeño. El que descubre que su ser es donación.

Con ello no estoy afirmando que el sufrimiento sea necesario, ni mucho menos. El sufrir es uno de los nombres mínimos del mal. Pero sí descubro que hay una pedagogía del inevitable sufrir. Esa pedagogía que no es otra cosa que la llamada a mi auténtico ser: ser donación, ser yo en .

Y es esta una llamada al Amor. Una llamada a ser don. Más aún, a ser don del don (Nota 8). El sufrimiento me descubre que ser niño es perderse para ganar y volver a perderse. En eso consiste la verdadera naturaleza de todo ser personal. Es, por tanto, el sufrimiento una llamada a la alegría, a la auténtica alegría, a la Alegría con mayúsculas que solo se dará cuando el sufrimiento y el mal desaparezcan.

Mis lágrimas no solo protestan y combaten, sino que son revelación de que el mal, el sufrimiento y la muerte no tienen la última palabra. La última palabra es la palabra muda del infans, del niño.

11. La utilidad del sufriente: el silencio de la com-pasión. Sólo el que ama puede aprender y enseñar a sufrir

Claro está que a todo lo dicho se le opondrán multitud de pegas. Y una de ellas será: ¿se puede sufrir así? ¿No será esto más bien un conjunto de palabras bonitas y vanas de un aspirante a filósofo que o bien no ha sufrido nunca o que, por exceso de sufrimiento, intenta consolarse tocando, al modo de los sofistas, una bonita pero superflua melodía?

Nos hacen falta sufridores. Nos hacen falta hombres y mujeres que sepan sufrir y sollozar para enseñar a sufrir y a llorar. Pero solo tendremos sufridores si tenemos amadores, hombres y mujeres que comiencen a entender su vida como don del don. Y solo podrá haber amadores si hay hombres y mujeres que amen a otro profundamente, con seriedad, pero sobre todo con pequeñez, con la pequeñez muda del niño.

Sólo el que ama puede com-padecerse del que sufre, estar a su lado y combatir mudamente la batalla del mal.

12. Epílogo para cristianos: las lágrimas del Mesías

El Zohar -cuenta Catherine Chalier (2007, 223-224)- dice que el Mesías se encuentra en un lugar desconocido del Edén en el que él sólo tiene derecho a entrar. Allí se encuentra con cuatro palacios que visitar. En ellos moran todos los que lloran. El Mesías llora con ellos. Pero su sollozo es tan intenso que una voz -la de Adonai Elohim (Dios), bendito sea- se une a la suya y en esa unidad de sollozos acude el consuelo.

Merece (…) el nombre de Mesías aquel que no se resigna nunca a que haya víctimas de una historia violenta y terrible -víctimas del mal añado yo-, el que siente que les debe una reparación (tiqqún) (Chalier, C., 2007, 216).

La mística judía vuelve nuestros ojos y nuestro llanto hacia el Mesías. Es él quien puede alcanzarnos la consolación que no solo es el cesar de las lágrimas, el dolor sufrido, la muerte sino la victoria sobre el mal. La auténtica consolación requiere la reparación del bien, la restauración.

Esa lucidez nos pone ante Jesús el Cristo, el Mesías. Es él quien llora a nuestro lado. Es él quien sufre con nosotros sin ser un taumaturgo. Es él el Dios-hombre que llega al extremo del Amor, el extremo del sufrimiento, el extremo de la com-pasión en su pasión y en su muerte de Cruz. Es el crucificado el que nos enseña quién es Dios y quién es el hombre. Es él quien vive y muere como don del don.

Elohi, Elohi, lema' šĕbaqtani (Mc 15:34).Ese es su sollozo, pero un sollozo que se abandona en silencio esperando la consolación. Mudo como un niño. Silencio de la memoria (esperanza), silencio del entendimiento (fe), silencio de la voluntad (amor) (Nota 9).

Y el silencio combate y alcanza la consolación, la restauración. Su nombre, resurrección. La suya y, en la suya, la mía.

13. Conclusiones

Rememoremos lo que el fenómeno del llanto manifiesta:

  1. No es resignación sino queja y combate, lúcida percepción de que todo dolor y sufrir es de la especie del mal y no debería existir. Queja, protesta, ante el sinsentido de que el mal tenga la última palabra. Combate porque el sinsentido debe ser eliminado.
  2. Las lágrimas del llanto son excesivas. Su exceso tiende a presentarme como solo cuerpo encaminado a cadáver, plenitud de receso corpóreo. ¿Puede el llanto efectuar tal reducción? O, por el contrario, ¿no pone delante de mí que las vanas aspiraciones de mi yo herido, de concupiscencia y soberbia, acabarán reduciéndome a la peor de las muertes: la moral?
  3. El sollozo es conmoción de mi profundo ser. En mis lágrimas me derramo mostrándome no como soy sino como debo ser. Claman por una nueva oportunidad que me permita hacerme cargo de mi muerte y, en ella, de mi vida. Llamada a la conversión, a dejar que brille mi ser íntimo revelador de mi debilidad y tarea.
  4. Lloro porque sufro y sólo se puede sufrir si se es carne. El dolor corpóreo que podría sentir si fuera un simple animal, sería dolor dolido pero es sufrido. Dolor de carne: sufrimiento. Llanto que manifiesta mi naturaleza unitaria, la del sufridor.
  5. Mi llanto presenta mi carne como recesiva aspirando a ser cuerpo sin carne, a la muerte eterna. Mas si fuera eterna, ¿por qué lloro y me rebelo ante ella? Porque me experimento no como absolutamente finito sino con finitud de origen, no de fin.
  6. Mis lágrimas son saladas, llamada a cesar ya que, si no, me quedaría ciego. Mi sufriente carnal yo im-plora que cesen llamando a otro pidiéndole ayuda para su cese.
  7. Al otro cercano no para que me consuele. Le llamo para que padezca conmigo, sufra por mi sufrimiento, me com-padezca. Deseo que combata a mi lado contra el dolor sufrido y la muerte, contra el mal; que combata desde la impotencia, la suya y la mía.
  8. Llamada al Otro, a Dios, gritando desde lo hondo, pidiendo el consuelo. Y Dios calla. Quizás porque combate a mi lado padeciendo conmigo, asumiendo el mal no provocado por él. Combate mudo, silente. El camino del llanto.
  9. Camino del niño, infans (el que no habla), del despojo de lo que sobra -el yo transido de concupiscencia y soberbia- a fin de que aflore el auténtico yo, de ser kenótico: don del don, amor (ágape). Sólo el que ama vence al sufrimiento, a la muerte, al mal. Mis lágrimas revelan el amor agápico como único camino de justicia.
  10. Las lágrimas claman por amadores que nos enseñen a amar y a sufrir implorando por el llanto del Mesías, el Amor más grande, el único que puede traer la reparación (tiqqún). Así, las lágrimas exigen fe que, para los que indignamente portamos el nombre de cristianos, es en Cristo que, resucitado y resucitador, cesará todo llanto.

14. Referencias bibliográficas

Chalier, C. (2007). Tratado de las lágrimas. Sígueme.

De la Cruz, J. (1960). Vida y obras de San Juan de la Cruz. B.A.C.

Descartes, R. (1979). Méditations métaphysiques. Garnier-Flammarion.

Falque, E. (2013). Pasar Getsemaní. Sígueme.

García-Baró, M. (2006). Del dolor, la verdad y el bien. Sígueme.

Henry, M. (2001). Yo soy la verdad, Sígueme.

Henry, M. (2002). Genealogía del psicoanálisis. Síntesis.

Henry, M. (2015). La esencia de la manifestación. Sígueme.

Nemo, Ph. (1985). Job y el exceso del mal. Caparrós.

Spinoza, B. Ética (1996). Alianza.

NOTAS


1.- Imagen en mi identidad personal y presencia de Dios mismo en mí (ruah).

2.- Otra respuesta, en la misma línea, es la que propone Philippe Nemo (1985, 90-93). La angustia nos muestra el exceso de mal que nos revela nuestra “Nada” con la consistencia de la roca que no puede ser destruida por la técnica del suicidio. Nuestra angustia manifiesta que no somos objetos del mundo, disponibles.

3.- Sobre el videre videor el comentario de Michel Henry (2002, 31-60).

4.- “Lo que se siente a sí mismo, de manera que no es algo que se siente, sino el hecho mismo de sentirse a sí mismo, de manera que su “algo” está constituido por sentirse a sí mismo, experimentarse a sí mismo es el ser y la posibilidad del Sí mismo.” (Henry, M., 2015, 442). (La cursiva es del autor).

5.- Estoy en absoluto desacuerdo con Heidegger y con la asunción de la finitud absoluta como irrenunciable por parte de Emmanuel Falque (2013, 19-64). Creo que el dato fenomenológico no es la finitud absoluta, sino la finitud relativa. Me sé eterno, pero no absolutamente eterno.

6.- A este respecto véase la interesante reflexión que hace Falque (2013, 95-104).

7.- El infans como el que no habla es tratado por Falque (2013, 189-192) y por García-Baró en “La infancia, el silencio y las experiencias culminantes” (2006, 65-105).

8.- Observación de Falque (2013, 182-184).

9.- “… mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios”. Subida al monte Carmelo, l. 3, c. 3, 4 (De la Cruz, J., 1960, 561).Agradezco a Jesús Ledesma el haberme dado esta clave sanjuanista.

NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA:


  • Funcionario de Carrera del Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria. Especialidad Filosofía.
  • Jefe del Departamento de Filosofía del IES José García Nieto.
  • Profesor de Filosofía en el Seminario Diocesano de Getafe. (2014-2019).
  • Profesor de la Cátedra de Bioética y Biojurídica de la UNESCO. (2000-2010).
  • Miembro del grupo filosófico Socrat3.99. (Desde su creación).
  • Miembro del grupo de investigación AXÍA sobre ética fenomenológica de los valores. (1995-2005).

Publicaciones:

Ruiz Serradilla, J. J. (2005), ¿Qué significa domesticar? Cuadernos de Pensamiento, (17), 297-310. http://www.fuesp.com/pdfs_revistas/cp/revistas%20completas/cpe-17.pdf.

Ruiz Serradilla, J. J. (2011), Homo, sacra res homini. Ferrán, (31), 103-112. https://www.academia.edu/12971304/Homo_sacra_res_homini_Acerca_de_la_dignidad_humana_y_sus_consecuencias_.

Ruiz Serradilla, J. J., (2021), ¿Intelectuales cristianos? ¿Dónde? Vida Nueva, (3245), 23-30. https://www.vidanuevadigital.com/pliego/intelectuales-cristianos-donde/.

Ruiz Serradilla, J. J., (2022), De la “A” a la “Z”. (Tecnocracia, unidad del saber y persona). Cuadernos de pensamiento, (35), 197-235. https://revistas.fuesp.com/cpe/article/view/332.