TEMA 8.- CREACIÓN Y PROVIDENCIA DIVINAS. EL PROBLEMA DEL MAL.

1. LA OMNIPOTENCIA DIVINA.

La teoría aristotélica del acto y la potencia ofrece la distinción entre potencia activa y potencia pasiva. La potencia activa es el principio del movimiento o cambio en otro en cuanto otro, o, dicho de manera más sencilla: la capacidad de hacer; mientras que potencia pasiva es la capacidad de recibir o sufrir la acción de otro. La potencia activa es de la índole del ser en acto, es un poder efectivo, una perfección; y la pasiva es ser en potencia, e implica una carencia, una receptividad.

Dios es Acto puro y por ello en Él hay potencia activa. Según Santo Tomás, en todo lo que obra, obra en tanto que es en acto. Las cosas que son más perfectas, más plenamente actuales son más activas. Dios, que es Esse por esencia, tiene que poseer la potencia activa en grado sumo, un pleno poder de actuar.

El acto correspondiente a la potencia activa es la acción; pero es preciso diferenciar lo que acontece en las criaturas y en Dios. En las criaturas la potencia activa y la acción se distinguen, es decir, no es lo mismo poder hacer algo que hacerlo; la potencia activa no es plena, pues tiene que pasar de algún modo de la potencia al acto -acto segundo en este caso-: pasaría de poder hacer algo a hacerlo.

Pero en el caso de Dios no es así. La Potencia divina no se completa por ningún acto ulterior. En Dios no son distintas la potencia activa y la acción. Dios “es” su Potencia activa, “es” su Poder, un Poder infinito. Es su obrar, su esencia es obrar. En Dios su obrar es su esencia y su esse. (Nota 1) La Potencia activa de Dios es infinita, porque coincide con el Acto Puro de ser, el cual no es limitado ni restringido.

Dios podría haber creado o no; nada ajeno a Él le fuerza a hacerlo. Y crear no le aporta perfección alguna de la que Él careciera. Considerada “intensivamente” -en sí misma- la potencia activa de Dios, es perfecta e infinita. Ahora bien, “extensivamente”, es decir, en cuanto a sus efectos, lo alcanza todo, y entonces es cuando propiamente hablamos de Omnipotencia.

Como Dios es plenamente perfecto, contiene en sí la perfección de todo el ser y de todo ser, perfección de la cual es causa radical y primera. Lo único que “no puede hacer Dios” es aquello que encierra contradicción metafísica. Esto no es por falta de poder activo, sino por la imposibilidad intrínseca de la “cosa” misma (un círculo cuadrado, por ejemplo). Dios no puede contradecirse, es inmutable.

Él es Causa de todo lo que es, ha sido y puede ser. También puede hacer cosas que podrían haber sido mejores, pero no por defecto del obrar divino o de su poder, sino por la contingencia de cosas que podrían ser mejores en el ámbito de su desarrollo autónomo. El caso más claro sería el ejercicio de la libertad por parte de las criaturas espirituales.

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Pero, por otro lado, ningún orden de cosas posibles puede agotar la omnipotencia divina: frente a lo que sostenía Leibniz, este mundo no es el mejor de los posibles, sino que Dios podría haber hecho otro mejor. (Nota 2)

En la historia de la filosofía, algunos autores -Plotino, Escoto, Cusa, Leibniz…- han considerado la Omnipotencia -y no el Ser- como el atributo fundamental de Dios. Dios sería “Posibilidad absoluta” -pero entonces no poseería de suyo realidad actual y tendría que ser de algún modo “resultado”-. (Nota 3) Ello obedece a una confusión entre la noción metafísica de potencia (de ser) y la posibilidad lógica (Nota 4), correlativa a la pérdida de la noción aristotélica de acto. Piensan estos autores que la “posibilidad” es anterior a la actualidad, lo cual es verdad en el orden lógico, mas no en el ontológico: el acto es prioritario ontológicamente a la potencia, ya que el acto es condición y fundamento para que un ser en potencia pase a ser en acto, ya se trate de la acción que convierte lo potencial en actual, ya sea el acto de ser que impide que la posibilidad/potencia “sea nada”. La actualización de una potencia exige un acto ontológicamente previo. De la mera potencia (que todavía no es) no surge sin más el acto (lo que es). Todo lo que puede actualizarse, lo puede porque deriva de un acto previo. Lo que no existe, no puede actualizarse.

Los llamados “atributos operativos transitivos” de Dios se reducen en el fondo a la Potencia activa de Dios en sus varias manifestaciones. Se pueden señalar tres fundamentales: la Creación, la Conservación y la Providencia. Por la primera Dios produce el ser y la esencia de todas las cosas en virtud de su solo poder propio. Por la segunda, Dios mantiene en el ser lo que ha creado. Por la tercera, Dios dirige todas las cosas a su fin, concurriendo con ellas en sus operaciones.

2. LA CREACIÓN Y LA CONSERVACIÓN.

Los seres del mundo, que tienen el ser recibido (por participación), no pueden proceder, en último término, sino de una Causa que posea el ser por esencia. Los griegos venían a decir que las cosas eran formadas a partir de una materia preexistente. Pero si Dios se sirviera de una materia previa para causar los seres del mundo, la cuestión de fondo sería la misma; la materia tendría el ser participado -so pena de caer en el panteísmo-, por lo que debería ser también causada. Dios no se ha servido de un principio o entidad alguna distinta de su Poder infinito para que las cosas sean. Y eso es la creación. Toda la entidad de lo producido es causada por el Creador.

La expresión habitual para referirse a ello, y distinguir la creación en sentido estricto de otras formas de productividad, es “productio rei ex nihilo sui et subiecti” (San Agustín). Cuando hablamos de “creación desde la nada” no se quiere decir que de la nada pudo salir algo, o que Dios se sirvió de ella para crear, sino que creó sin presupuesto alguno, sirviéndose solo de su poder infinito.

Que la creación es ex nihilo no quiere decir que la nada puede mudarse en ser, pues para mutar hace falta ser, y la nada no es. La nada no puede ser término inicial ni final de ningún cambio. Exterior al ser no hay ningún término (sujeto) que lo reciba, ni tampoco hay nada anterior, un “material” a partir del cual pueda ser fabricado o producido (“ex nihilo”).

Al ser creación “de la nada” y no desde una situación o estado anterior, en ella no hay propiamente movimiento o cambio ni sucesión. Antes de la creación no hay algo que pueda “moverse” hacia el ser.

Dios es causa del ser de las cosas, porque todo ser que lo es por participación es causado por el Esse que lo es por esencia. Hay aquí una relación de participación y causalidad, la llamada “participación trascendental”, que aparece implícita en la cuarta vía tomista. Las cosas, a diferencia de Dios, no son su ser, sino que tienen su ser, participando así del Ser por esencia; todas sus perfecciones, empezando por la fundamental, que es el ser, derivan de la participación de los entes finitos en el Ser soberanamente perfecto.

La creación implica causalidad y participación en sentido trascendental –del ser del ente– y no predicamental –de la forma– por cuanto se trata de una donación libre de realidad a las criaturas, que participan de la única realidad originaria y plena, que es el ser mismo de Dios, en el que se unen sabiduría y amor.

Los seres creados también producen otros seres, pero aquí no hay creación propiamente, ya que lo producido no es el “esse” de los efectos sino su “fieri”. Esto es lo que se llama la causalidad predicamental, bien intrínseca (causa material y causa formal), bien extrínseca (causa eficiente y causa final). Este es el orden de las llamadas causas segundas, que suponen previamente el ser, solo confieren la forma, hacen que una cosa sea “tal cosa”, que sea “así o de otro modo” (árbol, hombre, perro…). En cambio, la Causa Primera es la que da el ser entero a las cosas: Es “causa totius esse”. Sólo Dios puede crear, propiamente hablando. (Nota 5) Sólo Él da el ser total.

El ser es el efecto propio de la causalidad divina creadora. Todos los demás efectos lo presuponen y se fundan sobre él.

Dios, a la vez que da el ser, produce también aquello que lo recibe, la esencia. Esta no preexiste al ser, pues sin él la esencia no es. Pero ser y esencia no son dos cosas creadas que se unan, por así decir, sino un ser que es participación, semejanza parcial del Ser de Dios, y que precisamente por ser participado es recibido en una esencia: es acto de una determinada potencia que limita ese acto, que acota su entidad y su perfección. Pero la esencia no es negativa, es “ser algo”; no “priva del ser”, sino que delimita y precisa positivamente el contenido (parcial) correspondiente a un modo de ser determinado (ser hombre, ser carbono, ser agua, ser árbol…).

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El ser es el objeto primario de la acción creadora, pero la esencia es creada correlativamente a él: se crea “todo el ente”, compuesto de ser y esencia. Es a través del ser y por medio de éste como es creada la cosa entera, incluida la esencia con su diversidad de determinaciones. (Nota 6)

Se llama “creación pasiva” al conjunto de las cosas creadas, y “creación activa” a la acción misma de crear por parte de Dios (que es Dios mismo). Considerada desde lo creado, la creación implica por un lado la procedencia completa de la criatura respecto del Creador, y por otro la dependencia completa de aquella hacia Este. La creación es definida en alguna ocasión por Santo Tomás como pura dependencia en el ser, y “una cierta relación a Dios con novedad de ser” (De Pot., q.3, a.3).

Esta dependencia radical respecto del creador se daría aun en el caso de que el mundo fuera perpetuo (ingenerado e imperecedero), lo cual, según Santo Tomás, racionalmente es indiscernible, aunque sí consta por la fe que el mundo tuvo un inicio en el tiempo (o mejor, con el tiempo, ya que la temporalidad es una dimensión propia de la criatura). Para Santo Tomás el mundo seguiría siendo creado aunque lo fuera ab aeterno.

Dios da el ser a la criatura -y todas sus demás características- haciéndola depender de Él, y por ello Dios está íntimamente presente en ella. Sin embargo, el ser que tienen las criaturas lo tienen y ejercen como propio. El ser es propio en cada ente porque así le ha sido dado por Dios. Ser criatura no es algo extrínseco en las cosas, sino algo propio de la estructura más profunda de lo real. Inmanencia y trascendencia, consistencia y dependencia se encuentran y conciertan en la metafísica tomista de la creación.

Mientras que la relación de las criaturas al Creador es real, la del Creador hacia las criaturas sólo es de razón, se debe exclusivamente a nuestro modo de entender.  Si la relación de Dios respecto de las criaturas fuese real Dios dependería de algún modo de las cosas. Tampoco esta relación es un accidente, ya que no hay nada accidental en Dios. Pero la relación de dependencia de las criaturas hacia el Creador sí es un accidente, aunque no hay que entender aquí que el accidente implique escasa importancia. Al contrario, este accidente “relación” es necesario y fundamental para la criatura; hace que la criatura subsista.

Una cuestión muy importante acerca de la creación es que Dios crea el mundo libremente y no por necesidad. Dios no puede obrar por necesidad. Dios crea según su Voluntad, nada puede forzarle a hacerlo ni dentro ni fuera de Él. La Omnipotencia divina implica que Dios podría haber creado o no; y podría haber creado este mundo u otro cualquiera. En el panteísmo no existe creación alguna, sino una emanación necesaria por la que el mundo no es distinto de Dios, sino el mismo Dios explicitándose.

Dios crea por generosidad, gratuitamente y por amor benevolente infinito. Tal cosa es posible precisamente en un Ser Personal, y según lo peculiar de la persona, que es el conocimiento profundo y la libre donación de sí misma.

Pero, así como la causa de la creación es que Dios la ha pensado y querido, el cese de ambas operaciones significaría la aniquilación del mundo. Dios no solo es la causa de que algo comience a ser sino de que se mantenga siendo, ya que este es contingente. Aunque Dios no es la “sustancia del mundo”, sí puede y debe decirse que Él es quien lo sustenta por ser su Causa primera. Se llama conservación a la continuación del acto creador. Sin este poder de conservar en el ser, los seres contingentes, carentes de fundamento en sí mismos, volverían de nuevo a la nada. “La conservación no es más que la continuación del mismo ser.” (C.G., III, 65)

El universo entero de los entes creados depende de la Causa Primera en todo momento. La presencia del Ser en el ser del ente no es transitoria sino permanente. Ninguna criatura puede mantenerse a sí misma en el ser por su propia eficiencia y energía si la Causa creadora no mantiene su actuación. Depende de Ella en su ser y en su obrar, como efectos suyos que son, de tal modo que suprimida la causa, desaparece el efecto.

Ángel Luis González ilustra así este aspecto: “Toda criatura es respecto de Dios como el aire respecto del sol que le ilumina; lo mismo que el sol es lúcido por naturaleza y el aire únicamente se hace luminoso participando de la luz del sol, igualmente Dios es ser por esencia y toda criatura es por participación.” (Nota 7) En las cosas creadas hay distinción real de esencia y existencia: nuestra esencia no es ser. Por ello, si Dios -cuya Esencia sí es Ser- no comunicase continuamente el ser, el ente decaería en la nada. Una “nada” que atestigua indirectamente la infinita indigencia de la criatura frente a Dios, y el infinito poder de Dios que sostiene y trasciende al ser indigente, el cual es, por así decir, “rescatado de la nada”.

Desde el “punto de vista” divino, la Conservación no es un acto temporal, no es distinto del acto creador mismo, que no está en el tiempo. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, dado que los seres humanos existimos en el tiempo, la conservación se nos muestra temporalmente como continuación o duración del único acto creador de Dios.

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3. LA PROVIDENCIA DIVINA.

De la creación y conservación del ser se sigue como consecuencia la presencia de Dios en lo más íntimo de las cosas, de la que ya hemos hablado. Dios crea el ser de los entes estando presente Él mismo en lo más íntimo de ellos, en su acto de ser. Dicha presencia -per essentiam (según el modo de ser de cada criatura), per potentiam (todo está sometido a su Poder), per praesentiam (lo conoce todo, todo le está presente)- es debida a que la creación es una situación metafísica continua de la criatura; no se refiere al mero tener inicio sino que indica “ser” sin ser el Ser, tener (de manera participada) un acto de ser. Ello constituye, como ya se ha indicado, una total dependencia en el ser por parte de la criatura respecto de Dios, el Ser por esencia.

Pero el obrar sigue al ser y el modo de obrar sigue al modo de ser y, por ello, ser criatura implica también una relación de total dependencia respecto de Dios en el obrar. Dios es causa total -aunque no exclusiva, como veremos a continuación- también de las operaciones de las criaturas. La participación en el ser da realidad a todo lo que hay en el ente, y “así como los entes son entes por participación, también por participación son agentes”, en expresión de Francisco Suárez.

La operación de la criatura, en cuanto que es, es causada por Dios, Causa primera, pero depende también de la causa creada o causa segunda en el modo de ser. La presencia íntima del Creador -como causa- en la criatura no priva a esta de su ser propio (Nota 8); de igual modo, la Causalidad divina causa las operaciones de las criaturas pero no priva a aquellas de su eficacia ni a estas de su autoría; no hay injerencia ni limitación de la actividad causal propia de las criaturas.

Este asunto es el que se ha denominado “moción” o “concurso” divino, relativo a la concurrencia o cooperación de Dios en el obrar creado. Desarrollado por Tomás de Aquino en la Suma contra los Gentiles (C.G., II, 66-70), no ha dejado de suscitar interpretaciones diversas e incluso enfrentadas, como la célebre polémica De auxiliis entre Báñez y Molina en los siglos XVI y XVII, en lo relativo a la concurrencia de la Omnipotencia divina y el libre albedrío humano subordinado a ella. (Cfr. Millán Puelles, A.: Léxico Filosófico, págs. 171-182)

Se da una presencia fundante del Obrar divino en el obrar de la criatura, al que confiere su eficacia. De algún modo, Dios es causa de cualquier acción de manera más principal que las causas segundas porque hace que estas actúen. Pero aunque la criatura necesite de Dios para ejercer su causalidad, ésta es diferente de la Causalidad divina. Las acciones son de los sujetos. La moción divina en el obrar de la criatura no resta eficacia al sujeto que obra, sino que fundamenta de raíz esa eficacia. La Causa Primera no anula las causas segundas, sino que las fundamenta, las hace ser y actuar de acuerdo con su índole propia y respectiva.

Cabe decir que un mismo efecto procede de Dios y a la vez, subordinadamente, de la naturaleza agente; pero el modo es distinto. Ninguna de las dos es superflua en la producción del efecto ni se excluyen o limitan entre sí. La causa natural no puede producir nada si no se funda en la Causalidad divina.

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El triunfo de la divina providencia, de Pietro da Cortona.

Centrémonos ahora en la Providencia y Gobierno divino del mundo. Puesto que la acción creadora y conservadora de Dios alcanza todo el ser y el obrar de las criaturas, también lo hace respecto de los fines que las criaturas buscan. Se llama Providencia al cuidado que Dios tiene para que las criaturas se dirijan a su fin y lo consigan. Dios dirige las cosas a sus fines, tiene cuidado de que todo alcance su fin particular y al mismo tiempo de que sea acorde con el fin general del universo.

La Providencia es la misma Inteligencia divina en cuanto ordenadora de las cosas creadas. El bien que corresponde al orden de las criaturas es establecido por Dios; en la Mente divina preexiste la razón del orden que guardan las cosas respecto de sus fines.

Todo lo que de algún modo participa del ser está ordenado por Dios a un fin. Así pues, cabe hablar, desde la perspectiva humana, de dos aspectos en la Providencia: el plan de Dios y la ejecución del mismo por parte de las criaturas. “A cuantas causas encomendó Dios algún efecto, las dotó de la actividad para producirlo, de acuerdo con el conocimiento que de antemano tenía acerca del orden de tales efectos.” (S. Th., I, q. 22, a.3) Esto no rebaja la dignidad divina (contra lo que sostenía Averroes, por ejemplo), sino que corresponde plenamente al supremo poder divino ejercer el cuidado de las cosas singulares.

Y tampoco supone insuficiencia de dicho poder el que Dios se sirva de causas segundas como intermediarias en el gobierno de las cosas; al contrario, es fruto de su bondad el comunicar a las mismas criaturas la prerrogativa de la causalidad. “Que pudiendo Dios producir por sí mismo todos los efectos naturales, los produzca mediante algunas otras causas, no es por insuficiencia del poder divino, sino por su bondad inmensa, de acuerdo con la cual quiso comunicar su semejanza a las cosas no solo para que existieran, sino también para que fuesen causas de otras cosas.” (C.G., III, 70) En la articulación de estas diversas causas intermedias ejecutoras de la Providencia divina consiste propiamente el gobierno divino (gobernatio) de las cosas.

A la vez, la Providencia divina es congruente con la naturaleza propia de las cosas, que implica una diversidad que hace que el orden del universo constituya la última y más noble perfección de todas las cosas. Forma parte del plan divino, así pues, producir la diversidad de las criaturas en todos sus grados de ser y según su peculiar naturaleza. Él conduce la acción, ya sea necesaria, contingente o libre, que corresponde a las criaturas de acuerdo con su naturaleza respectiva. De acuerdo con esta diversidad, nada sucede en el mundo sin que Dios lo disponga.

Conservar y cuidar a una criatura personal, como es el ser humano, implica así pues fomentar y cuidar su libre actuación acorde con su naturaleza y con el bien de esta. La Providencia no se opone a la libertad de sus criaturas, antes bien, la hace posible y se sirve de esa libertad sin coartarla. La Ley moral natural es la forma prevista por Dios para que los hombres puedan desarrollar operativamente -y de manera libre- su ser en orden a su plenitud y a la felicidad consiguiente. (Nota 9)

Como puede apreciarse, el desarrollo de estas reflexiones nos lleva a plantear cómo es posible que coexista el mal con la Providencia universal de Dios.

4. EL PROBLEMA DEL MAL.

La existencia del mal en este mundo es a menudo invocada para negar la existencia de Dios o la realidad de la Providencia divina. Epicuro (341-270 a. Jc) planteaba el siguiente dilema: “O Dios quiere eliminar el mal pero no puede, y entonces es impotente y no es Dios; o puede y no quiere, y entonces es malo. Pero si quiere y puede, ¿de dónde viene el mal?” (Lactancio, Liber de ira Dei, 13: PL 7, 121)

En las objeciones acerca de la existencia de Dios que expone Santo Tomás de Aquino, figura la siguiente: “Si de dos contrarios suponemos que uno sea infinito, éste anula totalmente su opuesto. Ahora bien, el nombre o término ‘Dios’ significa precisamente un bien infinito. Si, pues, hubiera Dios, no habría mal alguno. Pero hallamos que en el mundo hay mal. Luego Dios no existe.” (S. Th. I, q.2, a.3)

Ya se ha aludido en parte a este asunto al exponer si Dios conoce y quiere el mal, al referirnos a los atributos de la Ciencia y la Voluntad divinas. Se expuso entonces que Dios, Bondad primera y plena, solo puede querer el bien y que el mal no puede ser querido en cuanto mal. Y lo creado es bueno en cuanto es ser: el ente y el bien se convierten mutuamente.

Es importante recordar la postura de San Agustín, nuclear a este respecto, según la cual el mal no es una sustancia, una entidad, sino la privación de un bien, un defecto, la carencia de una determinada perfección en un ser capaz de poseerla. La ceguera es un mal para el hombre, por ejemplo, pero no para un árbol. Todo ente es bueno y el mal es la privación de algún bien particular “debido” en un ente que es bueno.

El mal no estriba propiamente en la finitud, que no es en sí ningún mal. Sin embargo, el mal es indicativo de finitud, porque todo mal es una falta, la falta de alguna perfección “debida”. Sin embargo, aunque todo mal es una falta, no toda falta es un mal.

Dios quiere y es causa per se del bien que hay en los seres finitos, el cual es finito también, obviamente. Pero ese bien finito puede mostrar alguna carencia, y así ciertos bienes finitos pueden no ser compatibles con otros. Por ejemplo, los animales carnívoros por necesidad de su naturaleza deben alimentarse, pero con ello se produce la muerte de aquellos otros que les sirven de alimento. Por ser un defecto y no propiamente una sustancia o un bien efectivo, el mal carece en sentido estricto de una causa per se. Sólo puede tener una causa per accidens.

Todos los males se refieren a algún ser que es bueno; se dan en algo que tiene ser, que viene a ser como su sujeto o soporte: las cosas afectadas por el mal son buenas, aunque limitadas, y en determinados aspectos defectuosas.

La Providencia divina no excluye totalmente el mal de las cosas. Dios no lo causa directamente y per se, pero las causas segundas son limitadas en su naturaleza y en su operatividad, por lo cual en sí mismas o en su interacción, pueden dar lugar a deficiencias. Sólo de un modo impropio puede achacarse a la Causa primera que se den tales males, pues Dios no puede sino quererlos o permitirlos per accidens, de manera indirecta, en la medida en que se refieren y forman parte de un bien mayor o general.

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Dios, siendo la Bondad misma, desea directamente el bien en todos los casos. Ahora bien, ciertos males físicos, aunque no deseados directamente, se podría decir que fueron “causados” por Dios per accidens, en cuanto que son parte de la ordenación de todo lo creado en su conjunto. Así, el mal físico de la violencia en el reino animal, ya mencionado, a pesar de que introduce males particulares, forma parte del plan divino para el mundo, haciendo un mayor bien, que es el orden de la naturaleza entera. (Nota 10) Cuando Dios deseó crear a los leones como carnívoros, también tuvo que permitir que estos mataran a los antílopes. En este sentido, puede decirse que “no hay mal que por bien no venga” o, en palabras del Apóstol, omnia in bonum (Rm 8, 28), todo es para bien. Dios sabe sacar el ser de la nada, la vida de la muerte, bien del mal.

En su respuesta a la primera objeción contra la existencia de Dios, que expusimos más arriba, Santo Tomás responde: “Dice San Agustín que ‘siendo Dios el bien supremo, de ningún modo permitiría que hubiese en sus obras mal alguno si no fuese tan omnipotente y bueno que del mal sacase bien’. Luego pertenece a la infinita bondad de Dios permitir los males para de ellos obtener los bienes.” (S. Th. I, q2, a3, ad 1) El mal no es un límite a la infinitud de Dios. No es una entidad infinita contrapuesta a la infinita bondad de Dios porque, para empezar, no es una entidad. Y en segundo lugar, la existencia del mal (el hecho de que haya entidades privadas de algún bien) ni es una realidad absoluta ni es incompatible con la Omnipotencia y Bondad de Dios.

Otra cuestión es la relativa al mal moral, al pecado (o “mal de culpa”, como lo llama Sto. Tomás). En él se da un rechazo de la finalidad última por parte de un ser libre -el hombre o el ángel, en su caso-. Dios no puede querer en modo alguno el mal culpable, pero puede permitir (tolerar) que ocurra (cfr. De Malo, q1, a.5, c), lo cual en el fondo es bueno ya que lo contrario sería violentar la libertad de la criatura personal. Y la libertad, aun falible, es un bien altamente valioso en un ser racional.

Esto no quiere decir que la Providencia divina se vea de ningún modo frustrada por nuestro pecado o que Dios sea sorprendido por nuestras acciones, sino que la causa de nuestra acción pecadora es, en ultima instancia, nuestra propia elección libre, que entra en marco del Plan divino.

En efecto, entra en los planes de la Providencia que muchos bienes existan con ocasión de ciertos males; y sin estos difícilmente o de ningún modo se producirían. Afirma Santo Tomás al respecto: “Si la Divina Providencia excluyera totalmente el mal del universo creado, sería preciso disminuir la cantidad de los bienes, cosa que no debe hacerse, porque más poderoso es el bien en la bondad que el mal en la maldad. Por lo tanto, la Divina Providencia no debe suprimir totalmente el mal de las cosas.” (C.G., III, 71) Piénsese que la virtud se ve a menudo probada y fortalecida en situaciones de dificultad, en respuesta generosa -auxiliada por la ayuda de Dios- a determinados males que jalonan la existencia humana. Como ya se ha apuntado más arriba, Dios de los males saca bienes (cfr. S. Th. I, 48 a.2, ad 3).

Es preciso advertir, para concluir estas reflexiones, que la negación de la existencia de Dios o de su Providencia, no resuelve el problema del mal; por el contrario, viene a hacerlo del todo insoluble y carente de sentido. Si Dios no existe y no puede “compensar” o consolar de algún modo una existencia sufriente, el mal y con él el mundo serían definitivamente absurdos y la vida misma una crueldad. Pero, en este caso, por otra parte, ¿cómo comprender el orden físico o el bien moral que, a pesar de todo, se hallan en el mundo? Y si existe un orden físico, ¿cómo no existirá con mayor razón un orden moral, remitente a su vez a un Sentido último, a un Fundamento trascendente?

Lejos de ser la existencia del mal un argumento a favor del ateísmo, se muestra más bien como un camino para llegar a conocer a Dios en cuanto Bien infinito y Creador. A la cuestión: Si Deus est, unde malum? (“si Dios existe, ¿por qué el mal?”), que ya Boecio planteaba, responde Santo Tomás que es preciso invertir los términos del argumento y afirmar: Si malum est, Deus est (“si existe el mal, existe Dios”). Pues si Dios no existiera, no existiría una ordenación a un fin último; y si se suprime el orden del bien, como el mal consiste en la privación del bien, tampoco podría llamarse “mal” a cosa o situación alguna, por terrible que pudiera ser. No existiría siquiera la noción de mal. (Cfr. C.G. III, 71) Tal cosa sería declarar que el mal es un hecho incontestable pero que no tiene sentido alguno. Quienes dejan que el problema del mal les lleve al ateísmo, terminan finalmente sin criterio alguno objetivo y convincente para juzgar lo que está mal. Se limitan a incorporarlo al tejido mismo del cosmos. Y entonces cabe preguntar: ¿”eso” es un “cosmos”?...

NOTAS


1.- Sin embargo, esto no significa que la esencia de Dios sea crear -según nuestro modo de conocer-, ya que la Creación es un acto libre de Dios; sino que cuando Dios crea, su acto de crear no implica nada nuevo para Él.

2.- Con una más que notable antelación a Leibniz, Tomás de Aquino ya se planteó como objeción si “Dios no puede hacer mejor el orden del universo”. Su respuesta es la siguiente: “El universo, en el supuesto de que conste de lo que actualmente lo integra, no puede ser mejor debido a que el orden dado por Dios a las cosas, y en el que consiste el bien del universo, es tan insuperable que, si alguna cosa fuese mejor, se destruiría la proporción del orden, como se rompe la armonía de la cítara si una cuerda se tensa más de lo debido. No obstante, Dios podría hacer cosas distintas o añadir otras a las que ya hizo, y así el universo que resultase sería mejor.” (S. Th., I, q.25, a6, ad 3)

3.- En este caso, Dios sería entendido como “Poder puro”, y supuesto que en estos planteamientos el acto se subordina a la “posibilidad”, como se explica seguidamente, tendría que ser un “poder absoluto autodeterminante”, es decir, sería resultado de sí mismo (Causa sui), o determinado por otro, todo lo cual es imposible.

4.- La posibilidad lógica consiste en que algo no es contradictorio en sí mismo.

5.- Es conveniente diferenciar y no confundir en absoluto el poder creador de Dios y la creatividad humana. La creación divina carece de condicionantes y presupuestos fuera del Poder mismo de Dios, un poder infinito que puede ‘mediar’ entre la nada y el ser; la creatividad humana se refiere a aspectos formales, parciales y novedosos (artísticos o técnicos, por ejemplo), que no implican la producción de algo a partir de la nada.

6.- La esencia no es una “realidad” que estaría esperando como desde fuera que le sobrevenga la existencia. Sin el ser la esencia “es nada”. La esencia determina al acto de ser porque recibe el ser según una medida y modalidad.

7.- GONZÁLEZ, A.L., Teología natural, pág. 239.

8.- “Los entes finitos poseen en sí mismos, aunque no por sí mismos, su principio de ser. El mundo tiene positiva y auténtica realidad: no es un ‘gran teatro’ en el que sombras sin consistencia representan fingidos papeles, asignados a cada una por una potencia arbitrariamente absoluta… Autonomía y dependencia se unen en el mismo núcleo del ente”. (A. Llano, “Actualidad y efectividad”, en Estudios de Metafísica, 4 (1974), pág. 169)

9.- “La misteriosa grandeza de la libertad personal estriba en que Dios mismo se detiene ante ella y la respeta. Dios no quiere ejercer su dominio sobre los espíritus creados sino como una concesión que éstos le hacen por amor.” (Stein, Edith: Ciencia de la cruz. Monte Carmelo, Burgos. Pág. 198)

10.- “…De ninguna manera quiere (Dios) el mal de culpa, que priva de la orientación al bien divino. En cuanto al mal de defecto natural y al mal de pena, los quiere al querer cualquiera de los bienes a que van anejos, y así, al querer la justicia, quiere el castigo, y al querer que se conserve el orden de la naturaleza, quiere que se corrompan algunas cosas.” (S. Th, I, q.19, a.9, c.)