TEMA 7.- LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS DE DIOS

TEMA 7.- LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS DE DIOS

1.- LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS DE DIOS: INMANENTES Y TRANSITIVOS.

Hemos considerado el Ser divino en si mismo y las propiedades que dimanan del Ipsum Esse subsistens. Se trata ahora de profundizar en la esencia divina averiguando qué podemos saber de Dios a través de su obrar, de su operación. El estudio que realiza Santo Tomás de Aquino sigue el principio de que el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser.

Vamos avanzando de acuerdo con el triple principio de la analogía: afirmado lo que nos enseña el estudio de la causalidad; negando por vía de remoción lo que hallamos de limitado e imperfecto en las perfecciones de las criaturas de este mundo; elevando a rango de plenitud infinita, por vía de eminencia, las perfecciones que afirmamos de Dios, Acto puro de ser.

Así pues, tomando como referencia la naturaleza humana, puede afirmarse por analogía que hay operaciones que permanecen en quien las ejecuta, mientras que otras pasan a los efectos externos que producen. En el ser humano, el acto de entender permanece en el sujeto que entiende, y el de querer en quien quiere, por lo cual se denominan operaciones inmanentes (praxis, agere). La repercusión tiene lugar en el sujeto. Se distinguen estas operaciones de las llamadas operaciones transitivas (poiesis, facere), que repercuten en sus objetos o efectos exteriores. Según esto, pensar es una operación inmanente, mientras que construir una silla o pintar un cuadro son acciones transitivas. Esto no implica necesariamente una exclusión mutua, ya que en determinadas acciones se pueden apreciar las dos dimensiones: considerando, por un lado, quien las realiza -y el modo en que una acción repercute en el propio agente: un pintor adquiere mayor habilidad en el ejercicio de su arte-; y, por otro lado, ateniéndose a la perfección o características de sus cuadros.

Vayamos con el caso de Dios. Lo que acabamos de decir ha de matizarse, ya que en Él el obrar y el ser no son distintos. Como Dios es Acto puro, no puede ser realmente distinto de sus operaciones. Si no fuera así, para Él obrar sería “ponerse a obrar desde una anterior inactividad”, es decir, pasar de la potencia al acto y por lo tanto moverse, cambiar, lo cual es incompatible con la Actualidad e Inmutabilidad divina. El “obrar” de Dios se identifica con el “ser” divino.

Acción y pasión son accidentes que requieren un sujeto que actúa o que padece la acción, y distinto como tal de la acción ejercida o padecida. Pero esto, que se da en los entes finitos, en Dios no es posible. Dios no puede recibir la determinación de ningún accidente. La acción de Dios es Dios mismo. En Él es idéntico su ser y su obrar. Acto puro es Actividad pura.

Apliquemos, así pues, la analogía al caso de las operaciones divinas inmanentes. Basándonos en la distinción propia del orden finito entre operaciones inmanentes y transitivas, cabe distinguir esos dos tipos de atributos operativos en Dios. Los atributos operativos inmanentes del Ser divino son la Ciencia o Entender divino y la Voluntad, el Querer divino.

Más adelante habremos de referirnos al Poder o Potencia activa de Dios sobre los demás seres como atributo operativo transitivo, ya que tiene su término en éstos, que son extrínsecos y distintos de Él.

2.- LA CIENCIA O INTELIGENCIA DIVINA.

Que hay Inteligencia en Dios se desprende con claridad de las vías cuarta y quinta expuestas por Santo Tomás de Aquino.

Dios es causa del ser y de cualquier otra perfección que sigue al ser. Siendo la inteligencia una perfección, y dándose en Dios las perfecciones de todas las cosas, en Dios se deberá dar también la Inteligencia al modo de la Causa primera, y del Ser y Perfección por esencia. Como las perfecciones se hallan en Dios de manera eminente e infinita, la Inteligencia divina es infinita: es decir que conoce todo y de manera total. El Saber divino, a la vez, por ser pleno, no puede aumentar ni disminuir, ni necesita de ningún estímulo, especie u objeto exterior para conocer, por lo cual ha de afirmarse que el objeto propio de la Ciencia divina es el mismo Dios.

Que hay inteligencia en Dios se advierte también porque todas las cosas se hallan orientadas a un fin; y siendo el fin lo primero en la intención, debe existir “intencionalmente”, es decir, en alguna inteligencia: a saber, la Inteligencia divina, que dirige todas las cosas a su fin.

Que Dios sea inmaterial también nos lleva a concluir que posee el grado supremo del conocimiento. El conocimiento es un modo de posesión inmaterial de algo: se posee la forma de lo conocido (haciendo abstracción o separación de su materialidad), es decir, se posee algo inmaterial. Los seres dotados de conocimiento intelectual, además de su propia forma, poseen las formas de todo aquello que conocen -la forma o especie de lo conocido está en el sujeto que lo conoce-. Por ello Aristóteles afirmaba que el alma es de alguna manera todas las cosas (III De Anima). Así pues, Dios es la cúspide de la inmaterialidad y a la vez el supremo grado de conocimiento intelectual.

Es importante subrayar que en Dios existe identidad de Ser y Saber Absolutos. Como ya se ha sugerido más arriba, por ser Dios Acto Puro y por su Simplicidad, el Ser y Conocer divinos se identifican. Su entendimiento no es una capacidad de conocer (una mera potencia, por lo tanto, lo que supondría una carencia inicial), sino un conocimiento siempre en acto. Propiamente hablando, Dios no es “inteligente” (“tiene” inteligencia), sino que “es inteligencia”. No hay en Dios diversidad de actos, sino un Acto único, su Ser en acto es su mismo acto de entender. Su ser es conocer. Afirma Santo Tomás al respecto que “en Dios, el entendimiento, lo que entiende, la especie inteligible y el acto de entender son una y la misma cosa” (S. Th., I, q. 14, q 4), que viene a ser una forma más precisa y detallada de la definición aristotélica de Dios como “Pensamiento del Pensamiento”. Dios en realidad se piensa a Sí mismo de modo inmediato, “primo et per se”. Su Inteligencia no puede ser especificada por ningún objeto extrínseco, pues en ese caso estaría como necesitada de algo para conocer. El entender de Dios es su propia esencia y se conoce a Sí mismo perfectamente, es Ipsum Intelligere subsistens.

Pero es que, además, como el Entender subsistente que es Dios, siendo perfecto, conoce en sí mismo todas las cosas. Las cosas, como venimos diciendo, no son la causa de la verdad del intelecto divino, como sucede con el conocimiento especulativo del hombre, sino que la ciencia de Dios es la causa de la verdad de las cosas. La veritas rerum o verdad ontológica consiste en la relación de las cosas con el Intelecto divino del que reciben las formas propias de sus naturalezas respectivas, como semejanzas participantes de la esencia divina: «formae rerum non sunt nisi quaedam sigillatio divinae scientiae in rebus» (Nota 1), escribe Tomás. Todo lo creado es verdadero en la medida en que se adecua a la forma increada (a la idea que Dios tiene) en el acto de autoconocimiento divino.

Aquí Santo Tomás lleva a cabo una distinción entre “ciencia de visión” y “ciencia de simple inteligencia”. Estos dos tipos de ciencia no son en realidad diferentes para Dios, cuya sabiduría es una y simple. La diferencia se debe, como se viene explicando desde el principio, a nuestro modo de comprender y explicar con denominaciones distintas el conocimiento divino con el fin de atisbar algo mejor su riqueza insondable.

Ciencia de visión es el entender de Dios acerca de todo lo existente, ya sea pasado, presente o futuro. Las cosas que actualmente no existen son en potencia. Todo lo que lleguen a ser o a hacer lo conoce Dios. Dios “lo ve” todo (Omnisciencia).

Dios es la causa essendi de todas las cosas. Todas las cosas reciben el ser de Dios. Como Dios es a la vez el Ipsum Intelligere subsistente, todo lo que es producido por Dios preexiste en Él como en su Causa primera; pero al ser Dios el Sumo Entender, todo lo creado se encuentra en Él de modo inteligible: conoce todas las criaturas completamente, en su individualidad y en sus relaciones mutuas, en su capacidad y en su obrar. Y lo mismo que Dios está íntimamente presente en todas cosas -“intimor intimo meo” (San Agustín)-, también Dios conoce lo más secreto de cuanto hay en las criaturas. Las conoce en su verdad más profunda al conocerse a Sí mismo. El Aquinate llega a decir que más están las cosas en Dios que Dios en las cosas. (S. Th., I, q. 8, a. 3, ad 3: «secundum scientiam et voluntatem, magis res sunt in Deo, quam Deus in rebus»)

Mientras que el entendimiento humano es “medido” por las cosas (y por eso la verdad de nuestro conocimiento consiste en adecuarse a ellas), la Sabiduría, el Conocer divino, es quien “mide” y hace ser a las cosas, y ser lo que ellas son; es causa, regla y medida de las cosas. En este sentido puede decirse del Entendimiento Divino que es la Verdad fundante de las cosas: “Nosotros vemos las cosas que has hecho porque son. Pero ellas son porque Tú las ves” (San Agustín, Confesiones XIII, 38). (Nota 2) Dios tiene un conocimiento propio de todos los seres porque Él es fundamento de cada uno de ellos. Y lo conoce todo en el mismo y único acto: su conocimiento no es discursivo ni paulatino (habitual) o sucesivo; sino intuitivo, pleno y siempre actual, no tiene antes ni después, entiende todas las cosas a la vez, en virtud de su Eternidad.

Ciencia de simple inteligencia es el conocimiento que Dios tiene de lo posible en cuanto que es sólo posible: cosas que de hecho ni han existido ni existirán. Hay cosas que se hallan en el poder de Dios o de las criaturas mismas, pero que nunca llegarán a ser en la realidad. Dios no las “ve” pero sabe de su posibilidad.

El nombre “simple inteligencia” significa que la Inteligencia divina en este caso no es refrendada por la Voluntad de Dios; pues si Dios “quisiera” la existencia efectiva de los posibles, éstos dejarían de ser posibles y pasarían a ser reales. Dios, en virtud de su Eternidad, conoce simultáneamente todos los infinitos posibles en cuanto posibles.

Se incluyen en esta Omnisciencia divina los acontecimientos o seres futuros contingentes y libres, en los que median las “causas segundas”, y los llamados futuribles: lo que podría pasar o haber pasado de haberse cumplido ciertas condiciones contingentes que no se han dado o darán. Suele citarse a este respecto el lamento de Cristo que recoge San Mateo en su evangelio: “¡Ay de ti, Corozaín!, ¡ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia y se habrían convertido.” (Mt. 11, 21) (Nota 3)

TEMA 7.- LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS DE DIOS

Por la Eternidad que es atributo de Dios, todas las cosas que suceden en el tiempo están presentes a Dios desde siempre y por siempre. Todo está presente a su sabiduría. Lo que es futuro para nosotros en el orden de los acontecimientos finitos, no es futuro para Él. Se trata de efectos futuros comparados unos con otros, pero no en Dios. El orden temporal es sucesivo, pero la eternidad divina es un presente que no pasa, un ahora permanente. Pasado, presente y futuro de las criaturas es presente para el conocimiento de Dios. Nada es futuro (ni pasado) para Él. Dios conoce de modo intuitivo (directo, inmediato), en Sí mismo y en un único acto, todas las cosas.

Por este motivo no son incompatibles el “previo” conocimiento divino (presciencia) y la libertad humana. El “prevé” todo en el modo en que sucede. Pero no porque conozca de antemano lo que vamos a realizar somos menos libres. En realidad no actuamos de un modo u otro porque Él lo sepa de antemano, sino que Él lo sabe (de antemano) porque nosotros actuamos. Lo que para nosotros es futuro y depende de nuestra libre decisión, es para Dios presente sin restar efectividad a nuestro libre albedrío y responsabilidad.

Otro caso de interés es el que se refiere al conocimiento que Dios tiene del mal, puesto que, aparentemente, si Dios sostiene en el ser todas las cosas y las conoce de antemano, podría pensarse que Él sería responsable del mal que acontece en el mundo. La cuestión estriba en que, aunque el mal es real, ciertamente, sin embargo no es una cosa, un ente. Es la ausencia, privación o corrupción del bien, y además, para ser, el mal ha de radicar en un sujeto; por lo cual tiene indirectamente su fundamento en el bien y en el ser.

El mal, por consiguiente, no se conoce sino indirectamente, por el bien al que se opone como privación (“como se conocen las tinieblas por la luz”, explica Santo Tomás, en S. Th. I, q. 14, a. 10). Ciertamente, no “vemos la oscuridad”, vemos la luz y lo que está iluminado. El bien, que es algo positivo y efectivo, es lo que primero se conoce; y el mal, que es ausencia o privación de bien, es conocido después y en el bien al que se opone (Nota 4). De modo análogo, la Ciencia divina, causa de todas las cosas, no es causa del mal sino del bien por el cual el mal es conocido. Dios, conociendo el bien, conoce el mal (con “conocimiento de simple inteligencia”) en cuanto privación o ausencia del bien.

3.- LA VOLUNTAD DE DIOS.

Toda naturaleza tiende a su bien propio. Esa tendencia al bien en los seres que carecen de conocimiento se llama apetito natural, y en todo ser que tiene entendimiento es voluntad. Como en Dios hay Entendimiento, también podemos afirmar que hay Voluntad.

La Voluntad se da en Dios por tratarse de una perfección pura: si la perfección de la voluntad se da en determinados seres, ha de darse también en Dios, causa del ser de las cosas y de cualquier otra perfección que se siga del ser. Pero a diferencia de las criaturas, no se trata de una tendencia que busca un bien deseado -y por lo tanto no poseído-, sino de gozo en el Bien que es Dios mismo. La voluntad, de suyo, no es solo búsqueda de un bien del que se carece, sino también gozo del bien presente. Y este es el caso de Dios. La Voluntad de Dios consiste en la posesión del Bien divino por parte de Dios mismo.

El objeto primario de la Voluntad divina es Dios mismo, su propia Bondad, realmente idéntica a su Ser, transparentada a su propio Entendimiento. Tampoco la Voluntad de Dios puede ser determinada por algo realmente distinto de Él (ello supondría que es determinado por otro ser). “Siendo el esse divino perfecto de suyo, no puede sobrevenirle perfección alguna.” (Contr. Gent., I,73)

En el orden de lo finito, el objeto principal querido es al querer como la causa al efecto. Si Dios quisiera como objeto principal algo distinto de Sí mismo, existiría una causa de su ser y de su obrar. Por ello, el bien primariamente amado por la Voluntad divina no puede ser otro que aquel en el que Dios mismo consiste, su misma Esencia. Más aún, la Voluntad de Dios es su propia Esencia. Todo agente obra en cuanto está en acto; Dios es acto Puro y obra por esencia. Su Voluntad es su Ser y su Esencia. En Dios hay perfecta identidad entre Ser (Esse), Entender (Intelligere) y Querer (Velle).

Pero Dios quiere también a los demás seres. Queriéndose a sí mismo, quiere a todas las criaturas (de igual modo que el Entender divino, conociendo su esencia, conoce todas las cosas). (Nota 5) Él no ama a los demás seres por el bien que de ellos pudiera recibir, sino al contrario, los ama en cuanto que participan del supremo Bien que es Dios mismo. No ama por carecer del bien amado, sino porque el bien que posee es sobreabundante y lo comunica a aquello que ama. Dios “beneficia” cuanto ama, haciéndolo partícipe de su propio Bien. Es un “amor de benevolencia”, de “liberalidad”, de donación. Mientras que el amor humano y el apetito natural en general son motivados por el bien del objeto amado, el amor de Dios causa y produce el bien de la cosa amada. Más aún, Dios no quiere a las criaturas porque participan del Bien; al contrario: las criaturas participan del Bien divino por haber sido queridas por Dios. Por otra parte, como la Voluntad divina es Inmutable, Dios ama libremente y no retira su amor.

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Así pues, los ‘afectos’ de la Voluntad divina son el amor y el gozo. El amor de Dios se dirige hacia sí mismo de una manera necesaria, y a las criaturas de una manera libre. El gozo de Dios resulta de la perfecta posesión de sí mismo, como plenitud de todo bien.

El modo en que Dios se quiere a sí mismo y en que quiere a las criaturas son diferentes. La Voluntad divina dice relación necesaria a su Bondad, que es su objeto propio (lo mismo que, análogamente, la voluntad humana quiere necesariamente la felicidad). Sin embargo, como se ha indicado, a las criaturas no las quiere necesariamente: no las quiere por ser ellas buenas, sino que ellas son buenas porque Dios las quiere (aunque posteriormente, de modo participativo, posean una autonomía natural, una sustantividad, incluyendo sus perfecciones propias). La Voluntad de Dios es causa de los seres y no quiere a las criaturas por “necesidad natural”, sino libremente: “Todo agente produce algo parecido a él. Ahora bien, los efectos preexisten en sus causas según el modo de ser de la causa, y por lo tanto, como el Ser divino es su propio Entender, los efectos preexisten en Dios de modo inteligible, y proceden de Él por vía de Voluntad, ya que la inclinación a hacer lo que el entendimiento concibe pertenece a la voluntad.” (S. Th., I, q. 19, a.4)

La bondad de las criaturas no añade nada a la Bondad Infinita de Dios. Contra lo que afirmaban determinados filósofos neoplatónicos y hará Spinoza siglos después, Tomás sostiene que: “Como la bondad de Dios es perfecta y puede existir sin los demás seres -los cuales no pueden añadirle ninguna perfección-, se sigue que no es en absoluto necesario que Dios quiera cosas distintas de Él.” (S. Th., I, q.19, a.3) La bondad divina ya es perfecta con anterioridad a la existencia de las criaturas, y seguiría siéndolo aunque no las hubiera. Dios no tiene necesidad de quererlas, las ama libremente. Ahora bien, puesto que Dios no puede desdecirse, pues su voluntad es inmutable, ya que quiere a sus criaturas no puede no quererlas. Por así decirlo, mantiene sobre ellas su palabra de amor. La Voluntad de Dios es absolutamente inmutable, como el Ser divino con el que se identifica. Los designios de Dios subsisten para siempre (cfr. Ps. 32, 11). Con ello se excluyen los planteamientos voluntaristas de Guillermo de Ockham y Descartes, que sostienen que hay una Voluntad libérrima en Dios que podría llegar incluso a desdecirse. (Nota 6)

En relación con los acontecimientos contingentes o las decisiones libres, hay que tener en cuenta que Dios quiere las cosas y el modo mismo en que se producen: necesaria, contingente o libremente. Lo que acontece, ocurre del modo que Dios quiere que acontezca. De acuerdo con el orden general del universo, Dios quiere que algunas cosas se produzcan necesariamente y otras de manera contingente. Porque quería que fuesen de tal tipo, Dios les suministró causas de esa índole. Para ello vincula unos efectos a determinadas causas necesarias, que no pueden fallar y de las que forzosamente se siguen, y otros a causas contingentes y defectibles (o a agentes libres, como el hombre). Por ejemplo, el valor que poseen las acciones morales implica que el ser humano posee libre albedrío, el cual le capacita para llevarlas a cabo de forma recta y meritoria -lo que incluye la posibilidad de desviarse del orden moral-.

La Voluntad omnipotente de Dios se expresa en la Ley eterna, que gobierna la totalidad del universo creado. Tal ley es una ordenación racional del Logos, de la Sabiduría en que Dios consiste y se identifica con Él mismo. La concreción de la Ley eterna de Dios para el caso de las criaturas racionales (hombre) es la Ley moral natural, que Dios no impone al sujeto al modo en que las criaturas no racionales están sometidas al orden físico, sino que se la propone para su libre cumplimiento (es el referente de la conciencia moral).

Kant y algunos autores más (Hermes, Günther…) sostienen que si Dios ama todas las cosas en orden a sí mismo, entonces el suyo es un “amor egoísta”. Pero el egoísmo consiste en anteponer el propio bien como fin y supeditar a él el bien de los demás, como medios para el propio. Sin embargo, tal cosa no es lo que ocurre en el caso de Dios, ya que, por un lado, la Bondad infinita de Dios no puede recibir incremento alguno de los bienes creados, los cuales han recibido todo de Dios mismo. Por otro lado, Dios comunica a las cosas su perfección por pura bondad, gratuitamente, sin interés alguno para Sí mismo. Lo único que hay de amable para Dios en las cosas es lo que Él ha puesto en ellas de bueno, participación de su propio Bien.

Finalmente, cabe plantear si Dios quiere el mal. De manera coherente con lo que ocurre a propósito del conocimiento del mal por parte de Dios, es preciso advertir que el mal en tanto que mal no puede ser querido por voluntad alguna. La voluntad tiene por objeto el bien, y el mal es una privación de éste. Por lo tanto, el mal sólo puede ser querido “per accidens” (tolerado) en tanto que va unido a algún bien -como en el caso del esfuerzo o de un sufrimiento físico que trae consigo el crecimiento en una virtud (paciencia, humildad, fortaleza…)-. Este último bien -esa virtud- es preferido antes que aquel otro bien del que ese mal -un mal físico- es privación -por ejemplo, un cómodo bienestar material-. Este mal es solo tolerado. Lo mismo puede afirmarse de la destrucción de algunas cosas que entran dentro del orden general de la naturaleza. Este asunto volverá a tratarse más detalladamente a propósito de la existencia del mal y de la Providencia universal divina.

4.- DIOS, SER PERSONAL.

Escribía Aristóteles que Dios “tiene vida, ya que el acto del entendimiento es vida; y Dios es Entendimiento y es acto. El acto de vivir es en Dios vida perfectísima, en el más alto grado.” (Metafísica, XII, 7, 1072 b 24 y ss.) De esta reflexión, la filosofía y la teología cristianas -impulsadas sobre todo por la revelación- deducirán que Dios no es “algo” sino “Alguien”. Si Dios posee (“es”) Inteligencia y Voluntad -como se desprende ya de la conclusión de las vías cuarta y quinta-, se puede afirmar que el modo de ser más perfecto que se da en el ámbito de lo creado, y que es el propio de las personas, habrá de atribuirse también de manera analógica a Dios. “El ser de Dios contiene en sí mismo la vida y la sabiduría; siendo como es el mismo ser subsistente, no puede carecer de ninguna de las perfecciones del ser.” (S. Th., I, q.4, a.2, ad3)

La inteligencia y la voluntad son atributos de toda persona. Dios es Alguien: el suyo es un Ser Personal y lo es del modo más eminente. La persona finita -el hombre, el ángel- es un sujeto capaz de entender y querer; pero lo que en el ser finito no deja de ser una potencia susceptible de actualización, en Dios ha de ser Acto Puro; Dios es Entender y Querer en acto. (Nota 7)

Ciertamente, la noción de un Dios personal y creador es firme en el marco de la revelación hebraica y cristiana. Pero lo que se significa con la noción de persona, en toda su riqueza, es una elaboración teológica cristiana iniciada a propósito del misterio de la Santísima Trinidad (Escuela de Antioquía, S. Cirilo de Alejandría, Concilio de Éfeso, San León Magno, Concilio de Calcedonia…). Es preciso advertir que de esta concepción se alimenta a su vez la concepción del ser humano como persona -por ser “hijo de Dios-”, aunque salvando las exigencias de una analogía entre un ser que es por participación y el Ser que es por esencia, lo que supone en todo caso una distancia infinita y excluye el riesgo de una representación antropomórfica de Dios.

Dicho esto, profundizar en el ser personal humano nos ayudará a atisbar de algún modo tenue algo de la riqueza insondable del Ser Personal Divino. La persona finita (humana y angélica) supera lo meramente material, posee un alto grado de sustantividad y de vida espiritual, pensamiento, libertad, interioridad, conciencia, “posesión de sí”. Implica además, y de modo muy esencial, amor y apertura a la relación interpersonal. (Nota 8) Es peculiar de la persona el conocimiento profundo y la libre donación de sí misma.

Si no se entiende el amor como benevolencia sino como deseo de posesión, puede explicarse el recelo del pensamiento griego para concebir a Dios como un Ser que ama. Para Aristóteles, de manera muy clara, Dios “es amado pero no ama”, porque entiende que amar es desear y tal cosa no sería posible en un Ser autosuficiente como el “Motor inmóvil-Acto puro-Entendimiento que se piensa a sí mismo”.

TEMA 7.- LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS DE DIOS
Las dos Trinidades, por Bartolomé Esteban Murillo.

Para el cristianismo Dios es Amor, pero un Amor sobreabundante, donación pura, pura entrega, que ama auténtica y radicalmente a lo que participa de su ser- las criaturas- según la esencia, jerarquía y excelencia de estas, otorgadas no obstante por el mismo Dios.

Desde esta óptica cabe concebir una posible relación interpersonal y dialogal entre Dios y las criaturas espirituales y racionales (ángeles y hombres), ya que tal tipo de relación es una libre apertura y solicitud hacia el otro, a quien se solicita una libre correspondencia y hacia quien existe un reconocimiento -de tú a tú, por así decir-, un respeto y una deferencia, al querer al otro “por sí mismo”, en cuanto sujeto de iniciativa consciente, libre, amorosa.

La analogía nos permite reconocer el carácter personal de Dios y de su actuar. La Trascendencia y la plenitud de Vida en Dios no excluye la libre solicitud por lo finito, el amor por las criaturas y la relación dialogal con el ser humano.

NOTAS


1.- “Las formas de las cosas no son sino una huella de la ciencia divina en las cosas”. (De verit., q.2, a.1, ad 6)

2.- En el racionalismo cartesiano y en el pensamiento inmanentista en general se da una coincidencia entre el ser y el pensar del sujeto humano: Cogito, ergo sum; soy al pensarme. Soy mi pensamiento. Esto lleva a afirmar de algún modo que yo me pongo en el ser al pensar, que soy en cierto modo mi propio creador. De igual modo, las cosas existirán “porque” las conocemos. Se atribuye al hombre el modo divino de conocer.

3.- Dios sabe, también, por ejemplo, qué habría sido del joven rico si hubiera dejado sus bienes y hubiera seguido a Jesús cuando lo llamó para ser uno de sus discípulos. (cf. Mt. 19, 16-26).

4.- El mal en tanto que mal no puede ser conocido, ni tampoco querido. Se conoce, como venimos diciendo, por el bien del que es “defecto” o privación. De igual modo, la voluntad tiene por objeto el bien, por lo cual el mal no puede ser querido sino per accidens, en tanto que va unido a un bien. Y también en cuanto que el bien al que está unido un mal -por ejemplo un mal físico- sea querido más que aquel del cual el mal es privación -por ejemplo en el caso de un pecado: “Mejor te es entrar en la Vida manco o cojo que ser arrojado al fuego eterno con las dos manos o los dos pies.” (Mt. 18, 8)-.

5.- “De la misma manera que se conoce a sí mismo y a los otros seres por un solo acto, en cuanto su esencia es el ejemplar de todo ser, así también se quiere a sí mismo y a los otros seres por un solo acto, en cuanto su bondad es razón (fundamento) de toda bondad.” (Sto. Tomás de Aquino, Contr. Gent. I, 76)

6.- Cuando se dice que Dios “se arrepiente” o “cambia de parecer”, por ejemplo, ello ha de entenderse en sentido metafórico, por analogía con lo que hace el ser humano. El querer de Dios no cambia, la mudanza se da en las cosas -y Dios quiere ese cambio desde su único Querer-; no hay mudanza en el acto divino por el cual las quiere.

7.- La teología católica avanza sobre esta reflexión al afirmar que el Entendimiento de Dios es Dios -el Verbo, la segunda Persona-, y a su vez el Querer de Dios es Dios -el Amor subsistente, Espíritu Santo, tercera Persona.

8.- La persona es la realidad más perfecta. Posee un valor ontológico absoluto: la dignidad. Boecio la define como “sustancia individual de naturaleza racional”. Santo Tomás matiza: “Sujeto subsistente (lo que es distinto) en una naturaleza espiritual”. La persona es una participación del ser en el grado más alto del mismo, que es el del espíritu. Son Personas Dios, los ángeles y los hombres.

La definición y el concepto de persona se pueden atribuir analógicamente a Dios, a los ángeles y a los hombres. La persona se predica de Dios negando las imperfecciones que comporta en los seres creados –y el modo limitado en que las perfecciones se dan en éstos-. La persona divina significa el subsistente distinto en la naturaleza divina. Algo análogo se puede decir de los ángeles, subsistentes en naturaleza angélica.

En la definición específica de la persona humana, la diferencia está en lo individual: “persona, en la naturaleza humana, significa esta carne, estos huesos, esta alma, que son los principios que individualizan al hombre” (S. Th. I, q. 29, 4). “En cambio, lo distinto pero incomunicable en la naturaleza divina solo puede ser la relación, puesto que en lo divino todo lo absoluto es común e indistinto” (De Potentia, q. 9, a. 4, in c.). Entramos ahora ya en terreno de la Teología Sagrada, alimentada por la revelación divina: “Sólo, pues, por las relaciones se distinguen entre sí las personas (divinas)”. (S. Th. I, 36, 2 in c.) “…Es lo mismo la relación y el subsistente distinto en la naturaleza divina.” (De Potentia, q. 9, a. 4 in c.).

Las tres personas divinas son Dios de manera absoluta o común, pero por la relación el Padre no es el Hijo, el Padre no es el Espíritu Santo, y el Hijo no es el Espíritu Santo. He ahí “lo distinto” en Dios. Por ello, Santo Tomás infiere que la definición de la Persona divina, como subsistente distinto en la naturaleza divina, es equivalente a relación subsistente. La Persona divina significa la relación, que es el subsistente distinto en la esencia divina. Subsistir como relación es “ser totalmente para el otro”. En Dios no se da una ‘unicidad solitaria’, sino una ‘unidad de comunión’ (de conocimiento transparente y amor fecundo). Ricardo de San Víctor (+1176) sostenía ya que en Dios no se podría hablar de “amor verdadero”, de comunicación personal, si no se diera algún tipo de alteridad, compatible con la unidad y la simplicidad divinas.

En el caso de Cristo, Verbo encarnado, la naturaleza humana es asumida por el esse personal del Verbo. En Él, la unidad de la persona requiere la unidad del ser, si bien en el entender, el querer y el obrar se manifiesta una doble naturaleza. Cristo es una única persona, la divina, a la que se unen dos naturalezas, la divina y la humana. En Cristo hay un solo acto de ser que es el divino, y por ello la Virgen María es Madre de Dios por ser Madre de Jesucristo, en el que no hay más que una persona que es la divina.

Según esto, también habrá de afirmarse que las acciones y operaciones humanas de Cristo proceden por un lado, inmediatamente, de su naturaleza de hombre, pero quien las realiza es su Persona, porque el sujeto de toda acción es el supuesto, el sujeto subsistente.