TEMA 10.- LA CAUSALIDAD ("NO HAY CASUALIDADES")
La analítica ontológica del ser finito no se limita a considerar a este según sus diversos modos de "constituir" estáticamente a las cosas, sino que se extiende a examinar también sus diversas maneras de "influir" en ellas. El estudio de lo primero da lugar a la clasificación de las "categorías" o modos de ser; el de lo segundo, a la división de las "causas", que corresponde a ciertos modos de influir.
En su acepción más estricta, causa es aquello que real y positivamente influye en una cosa, haciéndola depender de él.
La privación es también, a su manera, negativamente, un principio real imprescindible para que algo sea engendrado. De esta manera, la falta de una determinada forma sustancial es un principio real (negativo) de la generación (a partir de la potencialidad de la materia prima) de una nueva sustancia corpórea. Pero no es causa, porque la falta de ser no puede dar ser. Para tener la índole de causa es preciso ser algo que influya en el ser de otro.
De ahí que tampoco sea causa el principio entendido como simple comienzo. El comienzo es la parte que "precede" a las demás partes de un mismo todo; pero no aquello de lo que "proceden" ni el todo ni ninguna de sus partes.
La causa no sólo influye en el ser de una cosa, sino que hace a esta depender de ella. (De ahí que en teología no se llame causa al Padre respecto del Hijo, pues el ser que al segundo confiere el primero lo tiene, sin embargo, comunicado con este, no dependiente de él.)
Causa, principio, condición y ocasión.
Es preciso hacer una serie de precisiones terminológicas con el fin de aclarar lo que se entiende por causa.
Causa es el principio, fundamento u origen en virtud del cual existe algo. El nuevo ente, al que llamamos efecto –ya sea accidente o sustancia– depende de su causa para su existencia. La causa se requiere de manera necesaria y suficiente en la producción de algo. Es lo que da lugar a su aparición.
Principio es aquello de lo que algo procede. No siempre influye directamente en el efecto. Por ejemplo, el principio de inercia es la tendencia de todos los cuerpos a conservar su estado de reposo o movimiento rectilíneo uniforme, pero no causa ni el reposo ni el movimiento. Todas las causas son principios, pero no todos los principios son causas.
Condición es un requisito o circunstancia necesaria para que la causa pueda ejercer su influjo; es algo que se requiere de manera necesaria pero no suficiente en la producción de algo. Auxilia, pero no causa. La ventana es condición para que haya luz solar en el cuarto, pero no causa la luz; la nieve es condición para esquiar, pero no hace que alguien esquíe; respirar es necesario para vivir, pero la vida es "algo más" que la respiración. El conocimiento de un bien es necesario para que este sea amado, pero no es más que un simple preparativo del correspondiente amor. El cerebro es necesario para el pensamiento humano, pero no como causa del mismo, sino como algo auxiliar que hace posible al entendimiento relacionarse con las cosas sensibles en que se apoya.
Ocasión es una situación o circunstancia que favorece la acción de una causa. Encontrarse a un mendigo es una buena oportunidad para practicar la caridad dando limosna, pero no causa la acción caritativa. Un buen clima es una circunstancia favorable para un buen paseo, pero se puede disfrutar de un buen paseo con un mal clima también.
El problema: ¿hay una causalidad real?
La causalidad no es sensible, no puede ser captada en sí misma por los sentidos, dado que es una dependencia en el ser, una donación de ser, y el ser no se conoce sensiblemente. (Nota 1) Pero en la vida ordinaria no podemos vivir ni entender nada sin las nociones de causa y efecto: «¿Quién rompió este plato? ¿Qué causó tal accidente? ¿Por qué está mal la economía? ¿Cuál es la causa del Alzheimer? ¿Por qué los dinosaurios desaparecieron de la tierra? ¿Quién es el autor de este libro?».
Nadie cree en la casualidad absoluta. Todos estamos convencidos de que cada acontecimiento tiene una causa. Si hay un mal olor alrededor, buscamos de dónde surge; si estamos en una casa, pensamos que alguien la construyó; si oímos un ladrido, sabemos que proviene de un perro; si vemos a un amigo con el brazo roto, le preguntamos qué le pasó; si la televisión está encendida, alguien debió encenderla.
Imaginemos que no tuviéramos noción de causalidad. ¿Podríamos vivir por mucho tiempo? Seguramente no. No sabríamos, por ejemplo, que el fuego quema, que ciertos venenos son mortales, que tales medicinas curan estas enfermedades... No podríamos defendernos y evitar las causas de nuestros males. No entenderíamos el mundo ni a nosotros mismos. No tendríamos ciencia, que es la búsqueda sistemática de causas. No habría nada que aprender y nada que estudiar. No podríamos conocer a Dios como la Causa última. Todo sería caos, ininteligible, absurdo, sinsentido.
El problema, entonces, no consiste en ver si pensamos o no con las nociones de causa y efecto, lo cual resulta evidente a todos. Otra es la cuestión crucial para determinar el sentido de la vida, la comprensión de la totalidad: ¿es la causalidad un principio de la realidad o sólo un principio de la mente? Los efectos (un huevo, apagar la televisión) dependen de sus causas (la gallina, mi mano o, mejor, mi decisión). ¿Es esta asociación de dependencia real o sólo psicológica? La Historia conoce filósofos, con David Hume a la cabeza, que niegan que hay causalidad ontológica, en las cosas. (Nota 2)
Sin embargo, el valor objetivo de la noción de causa se comprueba, primero, por la experiencia, y además mediante un raciocinio legítimamente fundado. No es cierto que no captemos nunca el influjo de un ser. Tenemos la experiencia interna de producir modificaciones en nosotros mismos y en otros seres, de tal manera que estas modificaciones no se nos presentan sólo como posteriores a ciertos actos nuestros, sino verdaderamente como producidos por ellos. E inversamente, tengo conciencia de recibir el influjo de cosas que obran desde fuera sobre mí.
Lo que nunca captamos directamente (con nuestros sentidos) es el influjo de un ser externo sobre otro ser externo; pero que tal influjo ha de darse lo sabemos por un raciocinio, o sea, de una manera mediata. Si algo que no era llega a ser (acontece), es necesario que otro lo haya producido, pues para que una cosa se produjera a sí misma, sería preciso que ya tuviera el ser antes de producirse, lo cual es contradictorio.
La causalidad ontológica ha de entenderse como el surgimiento del ser de una cosa por la acción e intervención de otra, y por lo tanto como la dependencia del ser de la una (efecto) con relación a la otra (causa).
Analicemos nuestra experiencia (de lo exterior). ¿Cómo captamos este principio en la vida ordinaria? De lo que nos sucede al exterior todos sabemos distinguir inmediatamente entre influencia de unas cosas sobre otras y contigüidad en el tiempo o en el espacio. Así, son ejemplos de influencias reales: La hierba del jardín está húmeda (efecto) debido a la lluvia (causa); mi mano (causa) movió el libro (efecto). Ejemplos de contigüidad: después de la lluvia hay brisa; este libro está junto al otro; la noche sucede al día; el 4 va después del 3. Una cosa es causar, otra bien distinta es inmediatez o proximidad.
En nuestra experiencia interior también somos conscientes de que nosotros somos la causa de nuestras acciones y decisiones; de ahí que aceptemos responsabilidad por lo que hacemos, nos arrepintamos, nos confesemos, alabemos la virtud y el mérito, legislemos, tengamos juicios y policía, prisiones, etc.
Algunas fórmulas clásicas nos ayudan a comprender mejor el significado de la causalidad ontológica: «Todo lo que comienza a ser tiene una causa», «nada sucede sin una causa», «todo lo que se mueve es movido por otro», «todo lo contingente necesita una causa», «nada puede ser causa de sí mismo» o «nada puede pasar de la potencia al acto por sí mismo»… En estas expresiones –en las que se significa el llamado “principio de causalidad”– siempre se establece la diferencia real entre causa y efecto, la superioridad ontológica de la causa y la dependencia que el efecto tiene de la causa para existir. Por ejemplo, un huevo ha necesitado una gallina para ser, o sea, para pasar de la potencia (posibilidad de existir) al acto de ser. Nada ni nadie puede causarse a sí mismo: yo, que no existía hace cien años, no podía ponerme en la existencia, pues eso implicaría haber existido antes de existir, lo cual es absurdo. Nadie da lo que no tiene. Por eso somos finitos, contingentes: existimos de hecho, pero no de derecho, podríamos no haber existido, ya que la causa, Dios y nuestros padres, podrían no habernos engendrado.
Tanto en la experiencia externa como en la interna el principio de causalidad se nos presenta, de hecho, como una convicción espontánea, intuitivamente captada por todas las gentes, o sea, como una verdad evidente (per se nota), ontológica, objetiva: los entes son realmente causas y efectos.
Por eso, derivadamente, es también un principio básico para juzgar y actuar. Como el principio de no contradicción, es indemostrable, inmediato; no necesita mediaciones, razonamientos para ser conocido. (Nota 3) No lo percibimos con los sentidos –como Hume y Kant bien observaron–, sino por la inteligencia, que es capaz de «leer dentro» de los datos que le ofrece la sensación para reconocer la relación metafísica de influencia o dependencia de un ente sobre otro (por ejemplo, de la lluvia en la hierba mojada).
Los tipos de causas
Según su influjo sobre el efecto, las causas pueden ser esenciales (per se) o accidentales (per accidens). Las primeras producen directamente el ser del efecto (gallina–huevo, lluvia–hierba mojada). Las segundas ejercen un influjo sólo indirecto en la producción del efecto, sea porque se unen extrínsecamente a la causa esencial, sea porque causan un efecto distinto al efecto propio que se buscaba producir. Ejemplo del primer caso: la pluma de tinta azul (causa accidental) ha colaborado conmigo (causa esencial) para hacer un buen examen de metafísica (efecto). Ejemplo del segundo: Pedrito (causa accidental) pasó el balón a Manolo y metió gol por casualidad (efecto).
Aristóteles distingue hasta cuatro géneros de causas: material, formal, eficiente y final. (Nota 4) La entidad de una estatua depende intrínsecamente de aquello de que está hecha -por ejemplo, el bronce-, y a lo que, por tanto, se denomina causa material; y del aspecto o configuración que la hace ser precisamente la escultura que es -causa formal-. De una manera extrínseca, la estatua depende del escultor que la ha hecho -causa eficiente- y del objetivo que con ella se pretendió lograr (honrar a un personaje, p. ej.) -causa final-.
Así pues, decimos, hay cuatro causas per se, puesto que cuatro son las maneras esenciales como un efecto depende de sus causas: las dos primeras –materia y forma– son intrínsecas al efecto, lo componen desde dentro; las dos segundas –causa eficiente o agente y causa final– son extrínsecas al efecto, lo constituyen desde fuera. Estas cuatro modalidades de causa no son unívocas. Cada una de ellas representa un modo distinto de influir en el ser del efecto. Todas coinciden en ser -cada cual a su modo- causas.
Causa material y causa formal
La causa material es definida por Aristóteles "aquello de lo que algo se hace y en lo cual es". Tal estatua es de bronce y en bronce. La causa material es así el sujeto permanente de cuya potencia se deriva un nuevo ser. En el ejemplo propuesto, lo que hace de causa material (el bronce, respecto de la estatua) es, sin embargo, en sí mismo, una sustancia completa, que consta de materia prima y forma sustancial. Esto significa que la sustancia bronce tiene, a su vez, por causa material a una sustancia incompleta -la materia prima-, de la que está hecha y en la cual es, como todo ente corpóreo. De donde resulta que la materia prima es causa material del bronce, y este, por su parte, causa material respecto de la estatua.
En un sentido estricto, la causa material es, en cada sustancia corpórea, la materia prima sobre la que interviene la respectiva forma sustancial. En una acepción más amplia, toda sustancia corpórea es, a su vez, causa material de sus accidentes. Por último, en una acepción amplísima, toda sustancia, corpórea o incorpórea, es causa material de cualquiera de sus determinaciones.
La causa formal es, en un sentido estricto, aquello por lo que intrínsecamente una cosa es lo que es. Representa, por tanto, lo que en cada ente especifica o determina la manera de ser del mismo. Se une a la causa material como el acto a la potencia, de suerte que le conviene también una doble relación: una al compuesto y otra a la causa material. Respecto del compuesto, es un coprincipio entitativo por el que este se especifica o determina; respecto de la causa material, es aquello por lo que esta se actualiza. Como la forma, la causa formal se divide en sustancial y accidental. Es sustancial la que determina original y primariamente a un ser. Si este ser es corpóreo, su forma sustancial puede caracterizarse como aquello que directamente actualiza a su materia prima. Forma accidental es todo acto segundo, toda determinación que ya suponga constituida a una sustancia. Si esta es corpórea, todas sus formas accidentales pueden ser definidas como actualizaciones de una materia segunda.
Debemos señalar también ciertas formas que no están propiamente en los seres determinados por ellas. La idea ejemplar (paradigma, modelo), a cuyo tenor el artífice hace su obra, no se halla en esta, sino en la mente del artífice, y, sin embargo, es una cierta forma especificativa o determinativa de lo que este hace. Por consiguiente, si por causa formal se entiende solamente lo que se comporta de una manera especificativa, cabe también hablar de causa formal extrínseca, también llamada causa ejemplar, la cual especifica a un ente desde fuera: la idea ejemplar del artífice, para la obra que este hace; la forma conocida respecto del acto de conocerla.
Causa eficiente y causa final
Las últimas consideraciones nos han permitido pasar de la causalidad intrínseca a la extrínseca. Este segundo modo de causalidad conviene siempre a la causa eficiente y a la final, que no pueden ser sino extrínsecas. Ambas actúan "desde fuera". En el orden de la ejecución, la causa eficiente precede a la final; pero en el orden de la intención el fin es previo a la causa eficiente. Aunque el fin perseguido por el artista no se consigue sino por la acción de este como causa eficiente, dicho fin actúa como algo que hace que el artista opere; y en cuanto causa determinante del mismo, es, por naturaleza, previa a él.
Define Aristóteles a la causa eficiente: "aquello de lo que primariamente procede el movimiento". Se entiende, claro es, tal primacía -según se advirtió antes- en el orden de la ejecución, no en el de la intención. Aquello de lo que primaria y ejecutivamente procede el movimiento que tiene como término a la estatua, es el escultor, la causa activa o eficiente de ella.
Es indudable que la realización de un efecto depende también de su causa material y de su causa formal; pero estas otras causas tienen como requisito previo de su influjo la intervención de la causa eficiente, que es la que dispone a la materia para que de ella sea educida o extraída una forma determinada. Con anterioridad a dicha intervención, la causa material está en potencia respecto a una pluralidad de formas. Lo que la saca de su indiferencia es el influjo activo de la causa eficiente, la cual, por determinar a la materia, es anterior a ella. Nada pasa por sí mismo de la potencia al acto. Toda innovación y "movimiento" en el mundo requiere una causa eficiente. Por lo demás, conviene observar que la palabra "movimiento" es tomada concretamente en el sentido del "movimiento físico", no en el del "movimiento metafísico" (aniquilación y creación), cuya única causa agente es la Divinidad. Aquí nos referimos a la causa eficiente sólo dentro del ámbito del ser finito; de tal manera que por ella entendemos todo ente finito del que primariamente procede un movimiento físico.
La eficiencia no estriba en que algo tenido por un ente salga de él para instalarse en un sujeto distinto. La acción de una sustancia sobre otra no ha de entenderse como un "trasplante" de la entidad. No se trata de que la causa eficiente segregue una cierta forma y la introduzca en otra sustancia, sino de que actualice en un sujeto algo que en él sólo era potencial. La causa educe, extrae la forma, disponiendo la materia. La imaginación tiende a representar como una especie de "entrega" lo que es más bien lo contrario, a saber: una "extracción". El escultor no se quita a sí mismo su forma propia para dársela al bronce; se limita a educir de la potencia de éste la actualidad de la estatua.
La actividad de todo ente finito supone, en primer lugar, un sujeto activo y otro pasivo. El sujeto activo es denominado "agente", y el pasivo, "paciente". Puede acontecer -tal es el caso de los seres vivos- que la actividad termine en el mismo sujeto que la hace. Pero es preciso entonces que dicho sujeto tenga una parte activa y otra pasiva. De ahí la necesaria composición o pluralidad de partes, propia del ser viviente. En cualquier caso, el sujeto agente debe tener una potencia activa que le permita obrar. Esta potencia activa no se identifica con la esencia del sujeto, sino que es un "hábito operativo". A la potencia activa del sujeto agente corresponde una potencia pasiva en el sujeto paciente; pero esta potencia pasiva no es una cualidad ni ningún accidente, sino tan sólo una capacidad de tenerlo, es decir, uno de los aspectos de la potencialidad del sujeto pasivo.
El acto de la potencia activa, como ya se estudió en su momento, es lo que se llama "acción", a la cual corresponde en el sujeto paciente la "pasión". Por la acción, el agente que tiene potencia activa determina el "efecto" en el paciente.
Se distingue también entre "causa principal" y "causa instrumental". Cabe preguntarse cómo es posible, por ejemplo, que el pincel del pintor produzca algo entitativamente superior a él mismo; y, en general, cómo se explica que todo instrumento sea apto para la producción de efectos que le exceden. A estas preguntas responde la distinción entre causa principal y causa instrumental.
Causa principal es la que actúa por su virtud propia; instrumental, la que lo hace movida por la causa principal, de tal manera, que sin esta moción no produciría el efecto que se le atribuye. El pincel es la causa instrumental del retrato, pues no produce a este si no interviene el pintor como causa principal. La causa instrumental concurre con su causalidad propia en la determinación del efecto, pero no es capaz de dar realidad a este por sí sola, si esa causalidad propia no está elevada por la virtud de la causa principal.
Hablemos ahora de la causa final.La idea de causa implica la de principio. ¿No será, pues, una contradicción hablar de causalidad final? Al término ("peras" en griego) de la acción se le denomina "fin" de ella, y es algo que el agente ha producido; hablamos de "fin-efecto"; por tanto, no puede convenirle la índole de causa. Y, sin embargo, no sólo se habla del fin como aquello que se consigue con la acción, sino también como la perfección que con ella se persigue (telos, en griego). Según esta acepción –la más adecuada a este caso-, el fin ya no es un simple efecto determinado por el agente, sino, al revés, aquello por lo que el agente es determinado a obrar. Para poder hablar del fin como una causa, es necesario, pues, que se lo entienda no como aquello en que la acción termina, sino como aquello por lo que el agente se predetermina.
El fin en tanto que causa es el principal determinante de la pretensión del agente, algo que solicita a éste, que le impulsa y atrae. La causa eficiente aporta el inicio del movimiento, y la final la perfección; de ahí que la causa final tenga razón de bien. Antes de producir el fin-efecto, el agente es movido por el fin-causa. Y esta es la razón por la que hay que afirmar que la causa final tiene primacía sobre las otras, ya que es naturalmente previa a la causa eficiente. Lo pretendido (el fin como causa) es, de esta suerte, aquello por lo que algo se hace (id, propter quod aliquid fit). La causa eficiente es el motor, y la causa final el motivo: de modo que la primera es lo que hace a la cosa, y la segunda, aquello por lo que en último término se hace. El fin es la causa de que la causa eficiente sea eficiente.
Todo agente obra por un fin. La causa eficiente no produciría un efecto determinado, si ella, a su vez, no estuviese "predestinada", si no tuviese más inclinación a un efecto que a otro. "Si el agente -dice Santo Tomás de Aquino- no tendiese a algún efecto determinado, todos le serían indiferentes; ahora bien: lo que es indiferente a varias cosas no hace una de ellas en vez de otra... Sería, por tanto, imposible que actuara. Así, pues, todo agente tiende a algún efecto, que se dice su fin".
En una palabra: el agente no produciría el "fin-efecto" si no estuviese predeterminado por el "fin-causa". Y esta previa determinación, sin la cual no es posible que el agente produzca ningún efecto determinado, no es otra cosa que la previa tendencia o inclinación de la causa eficiente hacia algo que luego se realiza de algún modo en el efecto. Tal pretensión, tomada en el sentido según el cual se la acaba de describir, no tiene por qué ser siempre consciente. Sólo si se afirmase esto podría decirse que el principio omne agens agit propter finem es una proyección de algo humano sobre el modo de obrar de los seres carentes de razón. Pero hay distintos modos de pretender un fin, o, si se quiere, de ser predeterminado por él.
Cada ente se comporta según es. De ahí que no sea la misma la determinación por la que un agente racional tiende hacia un fin, que aquella por la que lo hace un agente carente de razón. El primero actúa "con conocimiento de causa" y dirigiéndose por sí mismo a la realización del fin que le solicita. Por el contrario, el segundo procede de un modo inconsciente, o sea, por virtud no de un acto de voluntad, sino de un apetito natural, de una ordenación inscrita en su naturaleza.
Quien conoce el fin a que este segundo tipo de agente se encamina, es aquel ser que le haya prescrito y dado su naturaleza peculiar. A su vez, entre los seres carentes de razón los hay capaces de conocimiento sensible o de reacción a ciertos estímulos como la luz, la humedad o el calor; y otros, en cambio, que no son aptos para ninguna especie de conocimiento ni reacción fisiológica. Los primeros son atraídos por el fin que conocen sensorialmente, aunque no lo aprehendan como fin, por estar desprovistos de la capacidad abstractiva. Es el caso de los animales que no tienen razón, es decir, el de todos, menos el hombre.
Por último, aquellos seres que no poseen aptitud para ninguna clase de conocimientos no tienden al fin más que de un modo puramente ejecutivo: así la flecha hacia la diana. Y es claro que, si hay seres que no pueden darse a sí mismos su orientación al fin, y sin embargo la tienen, es porque la han recibido de algún ser inteligente.
En último término, toda orientación a un fin implica un previo conocimiento de éste, bien sea por el agente que hacia él tiende, bien por otro que le haya prescrito a aquel su orientación. Pero ello no significa sino que el conocimiento es necesario para que el agente -por sí mismo o determinado a su vez por otro- tienda al fin. Lo que hace que este fin tenga capacidad de orientación es su bondad, es decir, un atractivo que le confiere ser objeto de una pretensión, respecto a la cual la acción que el agente realiza es un cierto medio. El conocimiento del fin es una condición necesaria para que este se comporte como causa, porque no basta que sea algo apetecible, sino que es necesario que sea apetecido, para lo cual se exige que sea objeto de conocimiento.
En virtud del papel preponderante del fin y de la dependencia de las demás causas con respecto a él, se aprecia una relación profunda de orden entre las cuatro causas: El fin mueve al agente, el agente educe o extrae la forma, y la forma organiza y estructura la materia.
La forma organiza a la materia y le confiere el ser de modo inmediato, mientras que la materia sustenta a la forma como la potencia sustenta al acto. Pero la materia y la forma no se unen en una estructura común, la del ente, si no es por la intervención de un agente, que a su vez actúa con vista a un fin que le mueve e impulsa. La causa eficiente no hace que el fin sea fin; la razón de que el fin sea apetecido es su índole de bien, su perfección. El agente es movido por el fin y en este sentido está sometido a éste. La causa final es, de todas ellas, la "causa más perfecta", aquella hacia cuya perfección tienden las demás.
La causalidad de Dios y la causalidad de las criaturas
Todas las causas mencionadas -las causas predicamentales- están subordinadas y son relativas a la Causa primera o Causa incausada. Son causa del "hacerse" (fieri) del efecto, producen una nueva forma, pero no producen el ser (esse). En las generaciones y corrupciones, o en las mutaciones accidentales, siempre hay algo anterior (algo que se modifica).
La limitación de las causas creadas se aprecia en el modo en que actúan:
- Los agentes creados alteran o transforman una realidad anterior a través de un movimiento o cambio.
- Las causas creadas, en su obrar, presuponen algo ya existente.
- La eficiencia de los entes finitos se halla limitada por su propia capacidad o potencia activa ("nadie da lo que no tiene", por ejemplo).
- La causalidad de lo creado no produce el ser de su efecto, aunque influye en él; más bien en su modo de ser, ya sea sustancial o accidental. En su actuación, la causa creada presupone algo que ya es, que tiene el ser. Puede producir una nueva sustancia, pero siempre se parte de una potencia preexistente (la materia prima cuando menos).
Las causas propias de los seres creados son en realidad causas segundas; reales, sí, pero subordinadas a la Causa del ser, a la Causa primera, Dios, que es la Causa incausada y productora del ser de las cosas, incluida la materia. Es Causa por esencia, mientras que las criaturas con causas por participación.
Causar el ser implica la posesión de una potencia activa (poder) infinita, ya que no se trata de colmar una distancia más o menos grande entre la potencia y el acto, sino de salvar el abismo infinito que media entre la nada y el ser. Y a eso es a lo que se llama propiamente Omnipotencia en Dios: la producción de "todo el ser", extensiva e intensivamente.
Por otra parte, la subordinación de las causas segundas a la Causa primera no disminuye la eficiencia del obrar en las criaturas, sino que la fundamenta.
Únicamente el Ser absoluto e ilimitado, el Ser en plenitud, puede tener como acto propio el acto de ser de las criaturas. Tener como objeto propio el ser -lo cual sólo le es dado a la causalidad divina- se puede entender, bien como creación (de la nada), bien como conservación en el ser.
La creación es el acto fundacional del ser de las criaturas "ex nihilo", sin materia alguna preexistente. Por parte de Dios se trata de un acto "ab aeterno" y único que, sin embargo, desde el punto de vista humano, se despliega en el tiempo. Esta perduración temporal del acto divino que sustenta a las cosas a cada instante de su existencia, es lo que se llama conservación. En realidad se trata del acto creador mismo -se trata aquí de una distinción de razón-. Dios "sigue creando" mientras las cosas son; y si de hecho son en cada momento de su existencia y duración es porque son sostenidas en el ser por la Causa creadora, ya que aquellas no se bastan a sí mismas para existir, no tienen en sí mismas su propio fundamento. Dicho de otro modo: la conservación, más que una creación continuada o reiterada, es la continuación o prolongación de la creación. No hay en ella “sucesión continua” (paulatina) sino la indivisible acción divina de dar el ser, que persiste en tanto que existe la creatura.
NOTAS
1.- Los “sentidos no perciben más que cualidades sensibles y sucesiones fenoménicas, los llamados “sensibles propios. No captan ni la sustancia ni la causalidad, que no son sensibles en sí mismas; pero pueden percibirse a través de lo sensible: son "sensibles per accidens". Se llega hasta ellas con la inteligencia, pero a partir de datos sensibles.
2.- Según David Hume (Tratado sobre la naturaleza humana, Libro I, Parte III, secc. 2-6), la sensación percibe sólo una sucesión regular de fenómenos a la cual nosotros atribuimos las nociones de causa y efecto. Immanuel Kant (cf. Crítica de la razón pura, A 189, B 232-234) argüía, por su parte, que este principio es un concepto a priori de la razón pura, el producto de la facultad sintética de la imaginación, o sea, un esquema mental a través del cual damos forma a los contenidos del conocimiento: está en la mente, no en las cosas.
3.- El principio de no contradicción es el primero lógica, gnoseológica y metafísicamente, porque es el principio del ente en cuanto ente, de toda la realidad. El de causalidad, en cambio, le sucede, dado que la noción de ente no incluye necesariamente la de ser «a causa de». De lo contrario, todo ente debería ser causado. Y Dios no está causado (cf. Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles II, 52). La plenitud de ser, Dios, no puede ser causada, dado que ser efecto implica necesariamente imperfección, deficiencia, contingencia.
4.- La clasificación de las causas es obra de Aristóteles (Física II 3 y 7; Metafísica I 3, 983a24-33; II 2; V 2; XII 4) y ha permanecido como tal desde entonces. Las causas accidentales no pueden, lógicamente, estudiarse en cuanto tales, dado que entran en el orden de lo contingente y casual, no en el mundo de las leyes y procesos universales.