¿Qué es el ser humano?

Una aproximación a su naturaleza

¿Qué es el ser humano?

Andrés Jiménez Abad

¿Es el ser humano una cosa más entre las cosas?  Una mirada superficial seguramente tenderá a considerar que, según el punto de vista que se utilice, un ser humano, sobre todo si en él o en ella no concurren cualidades sobresalientes, puede ser tenido simplemente como “un millón de hombres partido por un millón” (Koestler). Sería un caso más entre muchos de la especie humana, un trabajador más o menos eficiente, más o menos capaz de desarrollar determinadas facultades o de desempeñar ciertas tareas. En algunos casos, ni eso: un ser anónimo de entre las masas de infelices que ni siquiera han desarrollado una mediana normalidad intelectual, o que en el mundo mueren de hambre, o víctimas de enfermedades epidémicas...

Muchos seres humanos han sido víctimas de vejaciones en masa y genocidios, como en las numerosas guerras y conflictos violentos que jalonan el siglo XX. A no pocos se les ha utilizado como material de experimentación. Según determinadas legislaciones, un ser humano sólo es reconocido como sujeto de derechos si cumple ciertas condiciones establecidas por los legisladores. De hecho, en muchos casos, se trata al ser humano como una cosa que posee un valor relativo. ¿Se le  hace justicia con ello, o el ser humano es algo más?

En el Museo de Historia de Washington, en una sala que anuncia: “El hombre”, se representa en una lámina casi de tamaño natural el cuerpo de un hombre de 77 kgr. de peso. En recipientes de cristal de diferentes tamaños se guardan los productos naturales y químicos que se encuentran en el organismo humano: 48 litros de agua, 17 de grasa, 4 de fosfato de cal, 1’5 kgr. de albúmina, una placa de gelatina de 5 kgr., así como otros más pequeños con almidón, carbonato cálcico, azúcar, cloruro de sodio, etc. ¿Es eso el hombre?.

Ante la complejidad del ser humano se puede caer en la simplificación de reducirlo a su dimensión física, química o biológica, por ejemplo. En el citado Museo, el recinto en el que se muestran los ingredientes mencionados se encuentra junto a un amplísimo elenco de obras humanas de la más dispar condición y de muy variada importancia histórica. Salta a la vista que la causa de tales realizaciones tiene que ser “algo más” que un cóctel de productos y reacciones químicas un tanto sofisticado.

Quien mira solamente una de las secciones del cilindro verá un círculo o un rectángulo, pero no un cilindro. Algo parecido les sucede a las antropologías que reducen al hombre a uno de sus aspectos particulares. Toman la parte por el todo y pierden de vista al propio hombre. Éste puede ser reducido a alguna o a algunas de sus dimensiones, lo cual es correcto pero con una condición: que cada aspecto o punto de vista no vaya precedido por un ‘nada más que’. Porque el hombre es cada una de sus facetas o dimensiones ‘y mucho más’.  Considerar al ser humano como nada más que un factor económico, un animal que habla, un bípedo implume, un animal con voluntad de poder, un complejo de tendencias movidas por el instinto sexual, etc., es incurrir en un reduccionismo que no capta realmente la profunda realidad que constituye a un hombre o mujer como alguien y no simplemente como algo.

Dimensiones fundamentales de la persona humana


Según el filósofo latino Boecio, la persona es “una sustancia individual de naturaleza racional”. ¿Qué significa esta definición? Ante todo, dos notas:

A) SUSTANTIVIDAD. El modo de ser según el cual está constituida la persona es el de un sujeto, el sujeto de su propio existir. Cada persona es un ser irreductible a otro, por más semejantes que sean ambos. Esta autonomía en el existir recibe el nombre de sustantividad. No es una parte de otra cosa. Es una realidad concreta y singular, una totalidad completa, aunque dependiente. Existe en sí mismo, aunque no se basta a sí mismo para existir. Es única e irrepetible. Este es el modo más excelente de existir, ello significa que la persona es un ser de la mayor riqueza o dignidad ontológica. Posee identidad y dignidad propias; un valor previo a sus acciones y logros adquiridos.

B) NATURALEZA RACIONAL. La naturaleza o esencia de una cosa es el modo de ser constitutivo de esa cosa. Que la persona es un individuo de naturaleza racional significa, por de pronto, que es un ser espiritual, un yo dotado de intimidad y un ser radical y operativamente abierto.

Qué es el ser humano

Ello manifiesta en el ser personal una forma eminente de vivir, una riqueza interior o profundidad que le define como alguien y no simplemente como algo. Es sujeto de su propio obrar. A lo largo de todas sus operaciones y acciones, el yo se hace presente como fuente y origen; incrementa su haber, permaneciendo el mismo sin agotarse en el curso o la suma de sus acciones, sin reducirse a ellas. No es resultado, sino principio de su obrar, aunque el obrar de cada uno repercuta en su biografía, en su haber vital y una persona sea también, en cierto modo, hija de sus obras. Pero el ser de la persona no se agota en su hacer; es siempre ‘más’ y es previo, fuente y principio de ese hacer.

De la riqueza constitutiva de la persona se alimenta su obrar; es fuente de novedades y por eso puede innovar, dar más de sí, y darse a sí mismo sin perderse o empobrecer lo que es, sin agotarse en lo que hace. La intimidad es lo que se da cuando uno se da a sí mismo en lo que hace. Esto es lo que da un sentido profundo al gesto de ofrecer y de aceptar un regalo. Y lo que explica que el rechazo o el desprecio de un regalo sea valorado por el oferente como una pérdida profunda y no como una ganancia, aunque quede en posesión material del objeto que deseaba regalar.

La persona muestra la más elevada dignidad ontológica, ya que amalgama lo propio de la naturaleza intelectual, de la máxima dignidad en el orden de la naturaleza de las cosas, y lo propio de la subsistencia, que es el modo más excelente de existir. Nos referimos aquí a una dignidad en el grado de ser.

Pero la naturaleza humana encierra una gran riqueza de capacidades operativas, lo cual expresa su carácter abierto, efusivo, creativo y relacional. La dignidad ontológica del sujeto que actúa se comunica también a lo que hace, más allá del valor externo del resultado. El obrar sigue al ser y el modo de obrar sigue al modo de ser. Se puede hablar también de una dignidad operativa, reflejo de la dignidad ontológica del ser personal y consecuencia del modo de obrar libre, cuya más honda dimensión es la dimensión moral, la calidad o categoría propia y hondamente humana de una persona.

Sin embargo es preciso considerar primero cuáles son las dimensiones radicales de la persona que se ponen de manifiesto en su operatividad. Como el ser humano va más allá de lo físico y lo biológico, el obrar humano no se reduce a las expectativas biológicas de la persona, a la mera satisfacción de sus necesidades orgánicas o fisiológicas, sino que se desborda mediante la apertura a la realidad, a través y más allá de su corporalidad, manifestando lo específico de su naturaleza racional, de su intimidad creativa y aportadora de riqueza.

Cae ahondar en la racionalidad, en cuanto ‘apertura a lo real’, advirtiendo varios rasgos o notas esenciales:

          a) La inteligencia es la capacidad o facultad de conocer el ser profundo de las cosas. Supone comprender lo que las cosas son, pueden o deben ser, captar lo universal, tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento (reflexión), distinguir medios y fines, pensar la negación, la existencia y la inexistencia. Por ella el conocimiento humano se abre a un horizonte de infinitud.

          b) La voluntad libre es la capacidad de disponer de sí mismo con vistas a lo que se sabe que es bueno. Supone una autonomía en el obrar, la posibilidad de disponer de sí mismo confiriendo un contenido y una orientación a la propia vida. Ello significa autodominio (ser dueño de los propios actos, decisiones e iniciativas) y responsabilidad (asunción de las implicaciones y consecuencias de los actos realizados por propia iniciativa). Por ella el deseo humano se abre a la universalidad del bien.

          c) La apertura a la belleza es la capacidad estética del espíritu humano. En ella se pone de manifiesto una dimensión que trasciende el puro dato sensible y que revela la creatividad del espíritu humano, y que descubre en la realidad un sentido profundo, más allá de lo inmediato, al que también contribuye, por ejemplo por medio del arte.

Además, en cuanto ser relacional, se aprecian en la naturaleza del ser humano tres dimensiones esenciales:

          d) La sociabilidad es la constitutiva inclinación a dar y recibir compartiendo de algún modo la propia vida con otras personas. Es un salir de sí mismo para entrar en relación con otros seres humanos sin merma de la propia identidad e intimidad. La sociabilidad se funda en una doble tendencia o necesidad humana: la necesidad de recibir o dependencia, y la necesidad e inclinación a dar o efusividad. Esta última capacidad es particularmente significativa, puesto que es la más peculiar de la persona como un ser dotado de intimidad. Es la dimensión más netamente creativa, el cauce por el que discurren el conocimiento intelectual y la libertad, y la forma más profunda de enriquecimiento humano.

          e) El dominio es la relación propia del ser humano con las cosas que forman entorno natural en que discurre su vida. La apertura al mundo supone una confrontación con seres no personales de los que depende la subsistencia humana, lo que implica para el ser humano una responsabilidad o tarea, un trabajo cargado de exigencias para el hombre mismo: encontrarse al cuidado de la tierra y de los seres naturales para convertir el mundo en un lugar habitable. Por su racionalidad, la persona puede decidir sobre el uso de las cosas, poseer y someter a seres de dignidad inferior para configurar el mundo y remediar las necesidades de un vivir digno. Las exigencias que su existencia corporal impone al ser humano, para mantenerse en el ser y perfeccionarse como persona, obligan a éste a adecuar ‘la tierra’ a las necesidades humanas, pero su condición de ser personal es la que le concede derechos y deberes en el dominio y uso responsable de los bienes terrenos.

          f) Trascendencia indica aquí la conciencia de la ordenación de la propia existencia a un fin último de plenitud. Es la apertura y necesidad de un sentido para la propia vida, el ansia de felicidad. Sin un sentido, sin trascendencia, la vida humana se viviría en rigor para nada, por lo que todo en la existencia se convertiría en irrelevante y la existencia humana misma en un absurdo, lo cual haría insoportable el vivir. Este es el ámbito o marco de la dimensión ética y religiosa del ser humano. Para éste, el mero sobrevivir sólo es valioso como condición necesaria -pero no suficiente- para comprender lo que son las cosas y él mismo; para elegir y proyectar el curso de su propia vida, para establecer ámbitos de habitabilidad y convivencia, para descubrir el porqué y el para qué de su vida y de la realidad misma en su globalidad.

El puesto del ser humano en el cosmos


Una de las evidencias más rotundas que ofrece la historia humana frente al curso vital de las demás especies animales es su fecundidad cultural. En el transcurso histórico de los acontecimientos humanos se aprecia una capacidad singular de innovación, de originalidad, de tradición y progreso. La historia se muestra así como una aportación de novedades, en la que la especie humana no se ha limitado a una adaptación forzosa el medio ambiente. Contando con una realidad de la que forma parte, pero al mismo tiempo desde una peculiar distancia, el hombre la ha considerado objetivamente, se ha medido con ella y la ha asumido hasta llegar a transformarla. El ser humano ha sido capaz de conocer la realidad, hacerla suya y trascenderla.

Esta capacidad pone de manifiesto que la especie humana, a diferencia de lo que ocurre en las demás especies biológicas, no marca a sus miembros pautas fijas e innatas de conducta, sino que ofrece espacios para la autodeterminación de cada uno de ellos. Esa capacidad que encontramos en cada ser humano para disponer de sí mismo en forma original, para tomar decisiones como sujeto de su propio obrar, es lo que conocemos con el nombre de libertad.

No es que el ser humano carezca de determinaciones en su actuación. La libertad humana actúa entre determinaciones que son su límite -no pocas de las cuales ella misma ha configurado-, pero de las que puede también servirse para trazar un camino inédito y fecundo. Es el caso, por ejemplo, de las leyes de la aerodinámica, en las que se cumple una paradoja elocuente: impiden que el hombre vuele y a la vez lo hacen posible. Ello ocurre gracias a que el ser humano puede conocer dimensiones virtuales en la realidad y aportar soluciones nuevas a las dificultades de su existencia.

Aunque esas determinaciones intervienen en la configuración de la trayectoria vital humana, las dimensiones más propias e identificadoras de un sujeto no son previsibles a partir de tales determinaciones. El yo, la identidad expresada a través de las decisiones y que las sustenta, no es la suma o producto de una red más o menos compleja de circunstancias. Lo que el ser humano tiene de “único”, no es de ningún modo un resultado, sino algo previo, un dato originario.

La conducta animal es siempre una respuesta tipificada a los datos captados del mundo circundante; su posible “originalidad”, fruto de ciertos aprendizajes y adaptaciones, no rebasa las pautas prefijadas por cada especie. Para cada especie animal hay un número fijo de desencadenadores que determinan un tipo de comportamiento relativamente similar o constante para todos los individuos de la especie. Ciertos estímulos, configurados dentro del esquema de captación de una especie determinada, desencadenan una conducta similar en todos los individuos, que se repite inalterable generación tras generación.  Las reacciones provocadas por los estímulos dependen de la significación que éstos tienen para el organismo.

Qué es el ser humano
Los límites de la inteligencia animal. (Ilustración tomada de J. L. PINILLOS: Principios de psicología. Madrid, Alianza Universidad, 1976. Pág. 442.

Los “instintos” -aunque este término no es demasiado preciso- son pautas fijas e innatas, desencadenadas por excitadores altamente especializados, propios de cada especie animal, que determinan la conducta de los individuos. Incluso las conductas aprendidas por los animales, fruto de la adaptación y la asociación a situaciones concretas por parte de ciertos individuos, quedan dentro de los límites de la significación biológica propia de la especie.

En el caso del ser humano y a diferencia de los animales, la relación con el entorno rebasa esencialmente la significación biológica, no puede explicarse como el desencadenamiento de una respuesta o conducta ante determinados estímulos. Mientras que en la conducta animal todo parece previsto por la especie para la supervivencia, en el ser humano aparece un interés singular por las cosas en sí mismas, tengan o no relación con su propia supervivencia.

El animal vive como inmerso en su ambiente y determinado por sus estados orgánicos, mientras que el hombre es autónomo frente al entorno y a la presión de lo orgánico. Es “libre frente al medio circundante y está abierto ilimitadamente al mundo”, en expresión de Max Scheler. Precisamente por eso se explica que, mientras las especies animales han de adaptarse al entorno para sobrevivir, el ser humano se caracteriza fundamentalmente por la transformación del entorno a la medida de sus necesidades y de sus posibilidades creativas.

La inespecialización de la especie humana hace del hombre un animal biológicamente deficitario e incluso inviable, pero si sobrevive e incluso supera y domina a los otros seres vivos es gracias a un recurso suprabiológico, no encadenado a los esquemas genéticos de la especie, que permite a los individuos humanos una relación original con la realidad, abierta a posibilidades que van más allá de lo inmediato -la mera supervivencia-, captando y suscitando virtualidades en las cosas, entendiendo lo que éstas son e instrumentalizándolas dentro de proyectos y fines propios. Ese recurso es la inteligencia. Recogiendo un ejemplo de Leonardo Polo podemos decir que el hombre no inventa un instrumento, por ejemplo el arco y la flecha, sólo porque necesite alcanzar determinados objetos o alimentos a distancia. También otros animales tienen esa necesidad y no inventan nada. Si el ser humano ha inventado -es decir, ha aportado novedad- es porque con su inteligencia ha descubierto posibilidades ofrecidas por determinados objetos, una rama de árbol, por ejemplo, y los ha convertido en instrumentos de su interés. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar arcos y flechas.

Las cosas se constituyen ante la inteligencia como objetos, cobrando una autonomía que los animales no perciben. Ya no son meros estímulos, desencadenadores de una reacción fisiológica de agresión, de atracción o de huida. Las “cosas” son “algo en sí”, de lo que el ser humano se puede distanciar y observarlo tal como es, o como puede llegar a ser; puede también producir algo nuevo a partir de ello. “Se dice que Miguel Ángel ‘veía’ la figura que quería esculpir en el bloque de mármol. Allí, en lo que físicamente era sólo un trozo de piedra, el artista adivinaba la forma de su Moisés.” (A. Llano)

Corporeidad y espíritu


Lo que aparece inicialmente ante nuestra mirada es la corporalidad del ser humano. La riqueza expresiva que ofrece el cuerpo humano es tal que no podemos considerarlo algo puramente físico o fisiológico. Es indudable que su vinculación al espacio y al tiempo lo sitúan. “Estamos” en un aquí y un ahora. Es verdad que también hay algo en nosotros que rebasa el espacio y el tiempo (a saber, el espíritu), nuestra vida “biográfica” no puede prescindir de su concreción física y biológica.

Nuestra corporalidad es de índole material y vital, ciertamente. Muchos de sus aspectos pueden ser considerados como fenómenos mecánicos, térmicos, eléctricos, etc., y las interacciones que se producen en este nivel constitutivo influyen indudablemente en los niveles más profundos de nuestra vida personal: la fatiga, la enfermedad, la presencia de ciertas sustancias químicas en la sangre, la necesidad fisiológica, etc., son ejemplos evidentes al respecto. Pero al mismo tiempo, al considerar numerosos gestos, acciones y dimensiones de nuestro cuerpo, percibimos y comprendemos la existencia de un ámbito interior del que es expresión. Quizás los ejemplos más claros pueden ser el rostro y la mirada, las manos y el lenguaje articulado. Pero pueden añadirse la risa y el llanto, el trabajo, el arte, la exaltación, la sexualidad, y tantos otros.      

La noción de espíritu ha sido objeto de fuertes controversias, en parte por una falta de precisión terminológica. Algunas caracterizaciones del espíritu se quedan en la ambigüedad y en la negatividad, como mera ‘ausencia de materia’. No obstante, “el que no podamos definir la naturaleza esencial de una realidad no autoriza a desechar su existencia. Como observaba Popper contundentemente, si no sabemos qué es la materia, a nadie debería escandalizar que no sepamos qué es el espíritu” (J. L. Ruiz de la Peña).

Decir que el espíritu es “lo contrario de la materia” es una mala definición, no sólo por ser negativa, sino también y sobre todo porque no afecta a todo lo definido ni sólo a lo definido. En efecto, hay realidades no materiales que no son tampoco espirituales: una estructura, el orden o configuración de un objeto material no es materia en sentido estricto, sino lo que ordena y estructura a la materia. Por ejemplo, la disposición de los colores en un lienzo no es un color, ni la disposición de los ladrillos en una pared es tampoco un ladrillo; de modo análogo, la estructura y el orden en que se dispone lo material en un complejo no es un elemento material más, ni la morfología y funciones de un organismo son un órgano más, sino que sólo son explicables desde un orden que las regula.

Pero sucede, además, que el espíritu no supone necesariamente la exclusión de lo material. El yo humano no es materia, pero tampoco es una simple estructura “hueca”. Se expresa y se enriquece corporalmente: el cuerpo es el ámbito de inserción del yo humano en el cosmos espacio-temporal (en un aquí y un ahora). Al ser asumida por el espíritu humano, la materia emerge como cuerpo humano. Nuestro cuerpo es la modalidad que el espíritu humano toma en el mundo.

El espíritu puede ser descrito apoyándose en la experiencia que tenemos de nuestra condición: Así, un espíritu es un yo, alguien. Es un ser que puede llegar a disponer de sí mismo como sujeto para la orientación de su existencia. Ese ser sabe y elige; es decir, se determina a sí mismo: decide. Es dueño y por lo tanto responsable de su actuar. Puede darse a sí mismo en lo que hace, y no se vacía ni se pierde. Está dotado de interioridad o intimidad. La intimidad es una riqueza interior, una forma de posesión de sí mismo y de la propia actividad tal que el sujeto, manteniendo su propia identidad a través de su obrar, se halla presente en todo él como fuente, fundamento y protagonista.

Un espíritu es un ser abierto constitutivamente a la realidad en toda su posible infinitud. La racionalidad en nuestra naturaleza denota precisamente un sujeto espiritual. Pero, por su parte, el cuerpo humano no es sólo materia. Llama la atención la enorme complejidad estructural del organismo humano, junto a su asombrosa unidad funcional. Tiene un orden, una configuración, unas operaciones vitales, y además en su configuración y en su actividad se aprecia una riqueza ontológica que va más allá de lo espacio-temporal, de lo estrictamente corpóreo. Es el trascender visible (la expresión) en el tiempo y en el espacio de una realidad íntima. Contiene y descubre al mismo tiempo una dimensión de personal intimidad.

A la estructura constitutiva que determina nuestra corporalidad humana, al núcleo y la energía vital que la penetra, es precisamente a lo que de forma tradicional se ha denominado alma racional.

El alma no es la negación del cuerpo humano sino su actualización. Como tampoco el espíritu es negación de la materia, sino su elevación; una forma de superación o de trascendencia -ir más allá de sí- que no supone aniquilación, sino una forma de realización más elevada.

Ni el cuerpo humano es pura materia ni el alma humana es un espíritu puro. Nuestro cuerpo influye de forma evidente en nuestro actuar. Pero en el cuerpo humano, a diferencia de lo que ocurre en los animales, lo biológico está como al servicio de la racionalidad. Incluso se aprecia una correspondencia evidente entre la inteligencia humana y la morfología del cuerpo.

La no especialización del cuerpo humano, si a simple vista puede parecer una “deficiencia” o desventaja frente a la dotación de muchas especies animales, altamente especializadas, ofrece sin embargo una plasticidad operativa que se convierte en efectivo elenco de posibilidades al servicio de la racionalidad, de la fuerza creativa del espíritu.

Qué es el ser humano

El caso de las manos, por ejemplo, es particularmente elocuente, son “instrumento de instrumentos” (Aristóteles). Pueden señalar, acariciar, golpear, conocer, saludar, pedir, dar, esculpir, abrir, agarrar, hablar, tomar, dejar... Sirven “para todo” porque no son propiamente garras ni pezuñas; no están adaptadas para apoyarse en el suelo ni están configuradas para una sola cosa, como en el caso de otros muchos animales. Son expresivas, puesto que acompañan al rostro y a la palabra, al pensamiento, a la creación y la percepción artística, a las emociones...

El cuerpo humano está configurado, más allá de su funcionalidad biológica y sus condiciones físicas, para cumplir funciones no orgánicas, como el lenguaje, el trabajo o la creación artística, entre otras. Mi cuerpo soy yo (como observaron, entre otros, Gabriel Marcel y M. Merleau-Ponty), aunque no soy un simple cuerpo. 

Racionalidad y corporalidad son dimensiones de la naturaleza humana que, siendo irreductibles entre sí, presentan sin embargo una manifiesta y radical unidad. Cabe decir, con exactitud, que el cuerpo humano es espiritual y que el espíritu humano es corporal. El hombre no es ni sólo materia, ni sólo biología, ni sólo espíritu. Es una unidad, una realidad sustantiva, que incluye dos dimensiones, una material y otra racional, que se requieren mutuamente para formar un único ser, la persona humana.

La dimensión racional incluye o asume la estructuración física y orgánica, específica de nuestra corporalidad, y la operatividad vital y afectivo-sensorial, profundamente arraigada en ella también; pero no se agota en todo ello, puesto que realiza operaciones que rebasan lo material y lo biológico, como son entender, expresar simbólicamente, reflexionar sobre sí, saber, confiar, perdonar o amar, entre otras muchas.

Así, entender es captar la esencia de algo. Entender qué es el fuego, por ejemplo, no quema, mientras que sentirlo táctilmente sí. Captar una esencia rebasa el ámbito material, puesto que rebasa la concreción a un momento preciso del espacio y del  tiempo. El entendimiento capta o concibe esencias rebasando los límites espacio-temporales puesto que son universales y universalizables. Así, por ejemplo, si entiendo lo que es un barco, lo reconoceré tanto si es un velero como si es un trasatlántico o una carabela, esté aquí y ahora o en otra parte y momento. La representación intelectual de un objeto es inmaterial. Pero si lo concebido por la inteligencia es inmaterial, entonces es que el entender trasciende el espacio y el tiempo. Y ese es un rasgo de lo espiritual.

Veamos lo que sucede en el amor humano. La donación de sí mismo a la persona amada, que supone renuncia y abnegación, buscar por encima de todo el bien de aquél a quien se ama, va más allá de las meras reacciones fisiológicas. El poder disponer de sí mismo en la entrega amorosa, porque se es dueño de sí hasta el punto de comprometer incluso el propio futuro, es también una manifestación del espíritu.

La persona desborda el ámbito de lo material, lo corpóreo y lo biológico -que no obstante le siguen siendo propios-, al acceder al ámbito de lo espiritual, que expresa su dimensión más profunda. Y además, esta superioridad de lo espiritual, esta realidad “trans-biológica” -la expresión es de Karl Jaspers-, es un serio indicio de la pervivencia de la persona humana tras la muerte biológica.

Persona masculina, persona femenina


El cuerpo humano, constitutivo y expresión de la persona, manifiesta además, y hace patente, un decisivo modo de ser: es masculino y femenino. Se manifiesta en su constitución sexuada y sexual desde la raíz de su configuración cromosómica y genética. Pero al mismo tiempo sirve de cauce  a  una  diferente  modalización  que,  pasando  por  el dimorfismo morfológico -anatomía y fisiología propias y correlativas en el varón y en la mujer-, modula también el modo de sentir, querer y pensar. Y por eso la persona es masculina o femenina. Esta dualidad en el modo de ser persona se ve ahondada significativamente en la generación humana de índole sexual, a la que sirve la diferenciación corporal masculina y femenina.

La dualidad varón-mujer afecta a la persona entera: cuerpo, afectividad, racionalidad, conducta; y por lo tanto también a la cultura y a la vida social, reflejo y objetivación de la subjetividad personal. La persona humana es varón o mujer, en referencia recíproca y complementariedad radical. La persona en cuanto varón es para la mujer, y en cuanto mujer es para el varón. Ser en el cuerpo varón o mujer significa que la persona humana se ofrece en reciprocidad adecuada a una forma de vida en complementariedad, en convivencia íntima, mediada por la mutua referencia corporal, basada en la libre donación mutua y  en la comunión de las personas.

Ciertas cualidades decisivas en toda persona madura parecen más peculiares del modo de ser persona masculino y otras del modo de ser persona femenino. Hay, por ejemplo, un modo masculino de ejercer la ternura, distinto en la mujer; del mismo modo que hay un modo femenino de ejercer la firmeza, distinto en el varón. Que exista una cierta inclinación hacia determinadas disposiciones no significa exclusividad en su adquisición y ejercicio. El modo de ser masculino parece más capaz de aportar una tendencia a la exactitud y la racionalización, la técnica, el dominio sobre las cosas, la capacidad de proyectos a largo plazo. El modo femenino de ser persona muestra una mayor espontaneidad para el conocimiento de las personas, la delicadeza y el matiz en el trato, la capacidad de atender a lo concreto, la generosidad, la intuición en el raciocinio, la tenacidad...

Ello no supone sin embargo un “reparto” de cualidades, y menos aún una distinción de rango o dignidad, sino una predisposición a la complementariedad, al respeto y a la ayuda mutua.  No es que existan cualidades masculinas y femeninas, sino un diferente modo de cultivarlas y de mostrarlas, masculino y femenino,  que  induce a la colaboración entre las personas de uno y otro sexo.

La integración de todas las dimensiones de la sexualidad no es fácil. Es una jerarquía en la que las partes coadyuvan, se complementan aportando lo que es propio de cada una para dar lugar a lo que es propio de la persona: la unidad de vida para la propia donación en el amor. Intentar vivir sin contar con nuestra dimensión físico-biológica es intentar romper la unidad constitutiva del ser humano. La ruptura con lo biológico no libera de ataduras, antes bien conduce a lo patológico. Intentar vivir sin contar con la dimensión personal, en la que la sexualidad se convierte en lenguaje y prueba de la donación amorosa, es, literalmente, despersonalizar el sexo y convertirlo en objeto e instrumento de dominación.

Sin embargo, una adecuada subordinación de la dimensión biológica y la afectiva a la dimensión personal no destruye el dinamismo de aquellas, sino que las eleva al darles un sentido que supera sus meras posibilidades, de manera análoga a como la piedra se convierte en cimiento, al espacio que se convierte en hogar, al esfuerzo que se convierte en trabajo, la caricia que se convierte en símbolo de cercanía y compenetración entre dos personas. La sexualidad convertida en expresión de amor personal se hace don de sí mismo por el bien de la persona amada y de la unión íntima de las personas que en ella se significa. El amor por el que dos personas se entregan recíprocamente para compartir lo que son y lo que tienen, da sentido profundamente humano al diálogo sexual. De este modo, una vida sexual madura consiste fundamentalmente en vivir armónica y profundamente toda la potencialidad del amor conyugal, como donación mutua, en beneficio común y en apertura a la vida.