Los últimos renglones de mi vida

Rafael ALBERTI (+ 29-10-1999)

Publicamos a continuación uno de los últimos textos que Rafael Alberti envió a ABC, como resumen de su vida y que hoy, con su muerte, adquiere una extraordinaria, bellísima y patética actualidad.

Ya las ultimas hojas de mi arboleda perdida están cayendo, ya van neblinándose los últimos renglones de mi vida, aunque mis ojos siguen conservando la suficiente luz para distinguir las flores que brotan en este sencillo y tembloroso jardín, gracias a una mano celestial que, siempre junto a mí, hace el diario milagro de que todo parezca estrenado.

Todo es belleza a mi alrededor, lianas perfumadas me codean y arrebatan de los aterradores y oscuros abismos de la vejez, de la muerte. Me voy con los ojos llenos de acontecimientos de un siglo. Un siglo de horrores, de enfrentamientos, de dolorosísimas separaciones, de hechos que habitan en mis bosques interiores y en los que casi a mis 94 años, aún puedo caminar, sin perderme entre su frondosidad Pero no me quiero ir. No quiero morirme. Sigo sin querer morirme. ¿Por qué tengo que morirme? Todavía me retienen muchas cosas, muchos atrayentes sabores que no quiero dejar de percibir.

El año 2000 ya está ahí, casi lo estamos tocando. ¿Será posible que me abra sus puertas? ¿Que pueda atravesarlas compartiendo la dulzura de la piel tersa, los apretados senos, las piernas firmes que no han dejado de estremecerme a pesar del tiempo?

Lo que recuerdo está como debajo de un vidrio, mi memoria está llena de cristales. La memoria de uno tiene que ir cambiando con la edad, con el pensamiento. La noche funciona. “Hoy tu, mañana yo”. Nunca se me ha olvidado esta frase escrita en piedra sobre la puerta del cementerio de El Puerto, rodeada de caracoles y jaramagos. Rara es la hora del día en que no se me presenta esta inscripción, tan bonita como sentenciosa. Hay temporadas en las que se duerme mucho y otras que se pasan en claro. Pero nunca se sabe por qué se está durmiendo. Recuerdo ahora, en mitad de la noche como una cosa bella de la vida a la lavandera que venía a casa cuando niño. Que lejanas y que cercanas encuentro ahora mi este instante, aquellas mañanas en las que subía a verla con su lebrillo de barro a la cintura, en la azotea de la calle Nevería. Qué fresco y puro. “Amores con la lavandera” sería bonito título. Por esa época yo vivía con la cabeza para abajo y con las piernas para arriba. La vida empezaba al revés. No sé por qué, pero era así. Cuando salía del lavadero al tejado salía al revés arrastrándome. Era muy misterioso y poético, no estoy inventando literatura alguna... ¿Por qué recordará uno estas cosas y por qué a estas altas horas de la noche?

“Yo nací -¡respetadme!- con el cine.” Mi recuerdo lo limito ahora a unos días, como si de una habitación se recordara sólo el techo, la mampara. Mampara ¡qué linda palabra! Quiero escribir poesía que parezca del sueño, aunque no lo sea. ¡Pepita, la lavandera! “Aquí vivieron María Teresa León y Rafael Alberti “Aquella casa, aquel sitio lo merecía, hay lugares que merecen cosas que uno no les dedica. Aquella terraza merecería un monumento.

Ahora, que ya se han desvanecido tantos falsos e interesados afectos imposibles de mantener, cuando como “los hijos de la mar” machadianos me he ido desprendiendo de lo poco que a lo largo de mi vida he tenido y que para otros ha significado continua inquietud. Ahora, que ya no me siento acosado por personas desveladas en comercializar de forma disparatada cualquier trazo mío, desvalijada y a punto de perderse mi preciosa casa de la Vía Garibaldi de Roma por mi ingenua torpeza y la desbaratada y mercantil locura de una persona que se entrometió en mí vida sin comprender todavía cómo…

Ahora que se han ido alejando de mi lado las pequeñas y comprensibles vanidades de equivocas jóvenes impacientes por desmantelar los recuerdos de mi memoria los libros de mis anaqueles mis distraídos cuadernos de trabajo. Jóvenes ávidos de llegar a la cima por el camino más rápido, sin la mínima posibilidad de trascender en el tiempo poético...

Ahora, por vez primera en muchos años, empiezo a sentirme ligero, libre, sin ataduras, con la misma estrenada pureza que cuando escribía mis primeros versos de “Marinero en tierra”. Por eso quiero que vuelva a mí, que retorne a mi alma, a mis dedos, todo aquel prodigio del ayer, todos los colores alcanzados para incorporarlos a este dulce momento de vida. “¿Quién con piedad al andaluz no mira / y quién al andaluz su favor niega?” ‘Por ti el silencio de la selva umbrosa! por ti la esquividad y apartamiento/ del solitario monte me agradaba”. “El aire, del almena, / cuando yo sus cabellos esparcía, / con su mano serena / en mi cuello hería, / y todos mis sentidos suspendía.” Versos exaltados, versos flotando en la humareda de los siglos. Versos de los largos silencios de mi vida y de los felices y amistosos días. Ninfas, fuentes jardines, doncellas de los Cancioneros más floridos… Jorge Manrique, Garcilaso, San Juan, Lope Góngora... Gente maravillosa escribiendo en la oscuridad de la noche del tiempo a la luz de un farol. Acudid. Venid todos, enlazaos conmigo hacia la eternidad infinita de la poesía, bebamos el néctar de la misma copa perfumada, de los versos más escondidos y profundos. Embriaguémonos de amor, de, virtud, de poesía y de vino...

Elegía, qué bonita palabra... Expresiva, preciosa. Juan Ramón tiene insuperables libros de elegías, en romances, en verso blanco “Blancura deslumbrante de mi primer cariño / al toque melancólico y dulce de Diana / Todo andaba cargado de juncias y de flores..,” Qué gran poeta Juan Ramón. Uno, a su lado, ha sido un poetilla regular nada más. Rubén Darío escribió “La tristeza andaluza” versos melancólicos, dichosos... Ha pasado el gran siglo de la poesía y de la pintura española.

Tiempo. Tiempo. ¿Por qué no hay más tiempo? ¿A quién hay que pedir más tiempo? Mujeres que habéis pasado presurosas por mi vida, cercanas o lejanas ya, hermosas siempre, por encima de los días, de la crueldad del tiempo y del olvido. No adivino ya vuestros rasgos cuando atravesáis mi, todavía, encendido jardín. Pero siempre seréis un delicado y silencioso recuerdo en las páginas de mi pérdida arboleda. Todo en mí sigue latiendo. Amo todo aquello que siempre amé, sin advertir la sorpresa de los que ya me contemplan como un árbol centenario al que le crujen las ramas e imaginan sin savia en las venas, Pero pienso una vez más, en Anacreonte, en la edad del atrayente mar y de las sirenas, en la del incesante viento que a través de los siglos se sigue enredando en el cabello dorado de las muchachas...

Ven. Ven. Así. Te beso. Te arranco. Te arrebato. Te compruebo en lo oscuro, ardiente oscuridad, abierta, negra, oculta derramada golondrina, o tan azul, de negra palpitante. Oh así, así, ansiados, blandos labios undosos, piel de rosa o corales delicados tan finos. Así, así, absorbidos más y más succionados. Así, por todo el tiempo. Muy de allá, de lo hondo, dulces ungüentos desprendidos, amados, bebidos con frenesí, amor hasta desesperados. Mi único, mi solo, solitario alimento, mi húmedo lloviznado en mi boca, resbalado en mi ser. Amor. Mi amor. Ay, ay. Me dueles. Me lastimas. Ráspame, límame, jadéame, tú en mí, comienza y recomienza con dientes y garganta, muriendo, agonizando, nuevamente volviendo, falleciendo otra vez, así, por siempre, para siempre, en lo oscuro, quemante oscuridad, uncida noche, amor, sin morir y muriendo amor, amor, amor, eternamente.