El cristianismo

UN DIOS QUE ES AMOR Y “SE DEJA TOCAR”

El cristianismo

El cristianismo es una religión singular:

  • Se apoya en el fundamento de la religión judía, de la que se presenta como coronación y cumplimiento.
  • Entra en diálogo y debate con la racionalidad de su tiempo y de los tiempos posteriores, suscitado diferentes formas culturales y una línea peculiar de pensamiento.

Aunque desarrolla una moral y una teología sistemáticas, su núcleo no es una doctrina sino una relación personal. Aunque es considerado por el Islam como una de las “religiones del Libro” y cuenta con una Escritura sagrada, rechaza esa denominación. Se ve a sí misma como una religión de la “Palabra”... pero esa Palabra es un hombre que al mismo tiempo dice ser Dios, Dios que se ha “humanizado” tomando la carne humana, ha vivido como hombre -lo es-, ha muerto y ha resucitado de entre los muertos y... está vivo. Y su Dios es definido “exactamente”... como Amor. Es un “Logos”, una Razón que no consiste en una ley anónima de la naturaleza ni en un orden matemático universal, sino en un conocimiento personal, concreto, íntimo: es Amor. Pero ese tipo de amor (“ágape”, “caritas”), además, es entendido de un modo “nuevo”: no consiste en poseer lo deseado (“eros”), sino en darse a sí mismo por el bien de otro y en buscar la comunión -no la “confusión”- con él.

El cristianismo define desde el primer momento a Dios como “Logos” tomando un término esencial de la filosofía griega. Pero el suyo es el Dios-Yahvé (“Él, que hace existir”, “el que soy”) de los hebreos. Y pretende que ambas denominaciones son verdaderas y equivalentes. Este Dios es sin duda Persona, pero no “una” persona, sino tres en comunión, sin dejar por ello de ser un solo Dios (monoteísmo), porque lo entiende como relación y comunión. Como un Amor que requiere la diferenciación entre quien ama, quien es amado, y el amor mismo. Siendo “Razón”, puede ser conocido (y demostrado) por medio de la razón humana. Con Él se “desmitologiza” el mundo.

Es un Dios espiritual (“Alguien”, no “Algo”) que, sin embargo, es el autor de la materia. Lo ha creado todo ‘de la nada’ y no a partir de una ‘materia’ ajena a Él; es decir, dándose a sí mismo, libremente y por amor. Es un amor que crea dándose a Sí mismo.

El mundo creado por Dios no es “maya”, una apariencia que debemos superar. Tampoco es simplemente la rueda infinita del sufrimiento que tenemos que internar eliminar mediante la meditación y el nirvana. El mundo es positivo, a pesar de sus limitaciones y de todo el mal que en él se alberga; es bueno y es bueno vivir y comprometerse con él.

En el budismo se concibe a Dios de forma totalmente impersonal; no existe una relación positiva con el mundo, ya que la identificación con la divinidad, el nirvana, implica la negación del mundo y de su valor. Se trata de superar el mundo como fuente de sufrimiento, no de configurarlo ni de impulsar su naturaleza propia. La religión budista enseña el camino de la superación del mundo para liberarse del peso de su apariencia engañosa, pero no enseña ninguna forma de responsabilidad personal o compartida dentro de él.

En el hinduismo, lo esencial es la experiencia de la identidad: en el fondo de mi ser soy uno con el fundamento escondido de la realidad, Brahman. La salvación consiste en la liberación de la individualidad, de la persona. La persona no tiene derechos especiales. Los tiene “la vida” (incluso los animales), pero no cada ser humano particular.

Volviendo al cristianismo, sin embargo, es preciso hablar de la peculiar relación entre Dios y el ser humano. Es una relación de dependencia, obviamente, pero en la que se respeta como condición imprescindible la libertad (“El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, San Agustín) y en la que se parte y se invita al amor como sentido fundamental de la vida. Resalta la centralidad de la persona, de cada persona única e irrepetible, creada a imagen y semejanza de filiación con Dios. También el compromiso cristiano con los valores de la creación, el trabajo humano, la ciencia (basada en una creación fundada en el Logos) y la preocupación social.

El cristianismo

El Dios cristiano ni es un puro ser ni un puro pensar, sino un Dios que tiene sentimientos, que toma la iniciativa audazmente, que busca, que se alegra y sufre, que espera, que sale al encuentro, que es capaz de hacer “locuras” aparentes. No es la geometría insensible del universo, no es justicia neutral y distante que gobierna las cosas con suficiencia y despegadamente. Este Dios tiene ‘corazón’, es un Dios amante (algo que los filósofos griegos no podían aceptar). Y que ama con “corazón de Dios y de hombre”. Sostiene, conoce y ama todas las cosas, y a cada una, especialmente a quien es capaz de corresponderle libremente (los seres personales, el hombre).

El Antiguo Testamento bíblico (Toráh), considerado como un todo, es entendido como “ley”, es ante todo una regla de vida para los hebreos. La “religio” de los romanos tenía un núcleo eminentemente político (Roma era la deidad suprema en el fondo) y expresaba principalmente la disciplina práctica de unos determinados ritos y costumbres, que debían observarse meticulosamente).

Lo singular del “Nuevo Testamento” cristiano es la fe. El modo en que se entiende la fe no es el de la mera “creencia” en “algo”, en una doctrina, en una “fuerza”, en un “destino” cósmico impersonal... -tan cercana a la opinión gratuita y de dudoso fundamento-. No es creer que pasará tal cosa. La fe cristiana es una forma nuclear de situarse ante el ser y la realidad. Se afirma algo que no es evidente, es una “apertura al misterio”, pero porque se cree a Alguien en quien se confía. Es un “creo en Ti, en un ‘Tú’ que me sostiene” y me hace sentirme escuchado y confiado, seguro. Para esta manera de “ver” y de asentir, lo “ciego” realmente es fiarse solamente de lo que los ojos pueden ver y de lo que se puede contar, tocar, medir... El sentido de las cosas y del propio yo no puede ser construido por uno mismo, no puede ser “inventado”... es algo que nos supera y que sólo se puede “recibir” a través de una confianza fundada, que aleja el temor.

Y ese Alguien en quien se confía no es un simple testigo. Se llama Jesús de Nazareth. El “Cristo”, Dios hecho hombre, a quien se puede “tocar”.

El cristianismo

Jesús de Nazareth o Jesucristo vivió en Galilea y Judea, nació hacia el año 3º a. EC. Y murió crucificado poco más de treinta años después. Numerosos hechos de su vida, así como muchas de sus palabras y acciones, fueron recogidos por sus discípulos y recopilados en los cuatro Evangelios (“evangelio” significa “buena noticia” en griego), que constituyen el núcleo del Nuevo Testamento cristiano, que se considera cumplimiento y coronación del Antiguo Testamento hebreo. Se ha escrito sobre Jesús una ingente cantidad de obras, pero sin duda, si se quiere conocer su vida, su doctrina y su persona, nada puede sustituir la lectura directa de los evangelios.

Los cristianos sostienen, y así lo hicieron con vigor en los primeros tiempos frente a las autoridades religiosas judías, que en Él se cumplían los anuncios de los profetas acerca del Mesías y se ponía de manifiesto el verdadero ser de Dios, Padre misericordioso.

Algunos jalones históricos del cristianismo

Parece ser que la palabra “cristianos” se debe a una denominación que recibieron los seguidores de Jesús en Antioquia, a finales del siglo I. Pronto se generalizó. La singularidad del cristianismo no está tanto en unos ritos, doctrinas, normas morales…, cuanto en la persona misma de Jesús de Nazareth, de quien se afirma que es “Dios y hombre verdadero”.

Propiamente hablando, Jesús no fundó “el cristianismo”, sino que fundó “la Iglesia”, es decir la comunidad de sus discípulos y seguidores, en la que destaca una concepción jerárquica encabezada por Pedro (a quien designó el propio Jesús), y por sus sucesores, y por los sucesores de los otros once discípulos o “Apóstoles” elegidos por Éste.

Es convicción nuclear de esta comunidad que su centro no es la autoridad humana sino la presencia especial y efectiva del Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad divina, si bien la humanidad de sus miembros está presente de manera evidente con sus sombras y con sus aciertos, entonces y hasta el presente. La misión principal de la Iglesia es la enseñanza y difusión universal del Evangelio (de ahí viene el nombre de “católica”, universal) y la celebración de unos ritos llamados “sacramentos”, a través de los cuales se jalona la vida humana de los cristianos (Bautismo, confirmación, penitencia, eucaristía, unción de los enfermos, orden sacerdotal y matrimonio)

En las primeras décadas de existencia de la Iglesia, la defensa de la catolicidad frente al judaísmo de la época así como la negación a adorar como dios al emperador romano, suscitaron violentas persecuciones contra los primeros cristianos. El año 313, Constantino extendió la libertad religiosa al cristianismo. En 380, mediante el edicto de Tesalónica, Teodosio lo reconoció como religión oficial del Imperio romano.

Entre tanto se produjeron tres fenómenos importantes: las primeras herejías, o desviaciones doctrinales que motivaron el pronunciamiento de la jerarquía de la Iglesia y la profundización en el contenido de la doctrina cristiana.

En esta labor destacaron, y este es el segundo fenómeno, los llamados Padres de la Iglesia. Entre ellos resalta San Agustín (s. IV-V), obispo de Hipona, en el norte de África. Los Concilios, o reuniones extraordinarias de los obispos, fueron fijando dicha doctrina desde entonces.

Finalmente, otro acontecimiento importante es la aparición del Monacato cristiano, con San Antonio (s. III-IV) y sobre todo con San Benito de Nursia (s. V-VI). Los monjes intentarán vivir la fe cristiana de manera especialmente intensa, primero de manera aislada y posteriormente en comunidad, en recintos denominados monasterios.

El cristianismo

Durante el primer milenio de la “Era cristiana”, y tras la caída del Imperio Romano (año 476) se produjo la invasión de los pueblos bárbaros y con ella la práctica desaparición de las instituciones y la cultura que había creado y organizado Roma. Además, el norte de África fue barrido por la invasión musulmana, que acabó con las Iglesias cristianas, hasta llegar en el siglo VIII a los Pirineos, donde fue detenida (Poitiers, a. 732). Ello motivó varios siglos de incultura, desorganización legal y política, salvo en los núcleos de espiritualidad y cultural que surgieron desde los monasterios. Ya en el siglo IV se había producido la división del Imperio entre Roma y Bizancio.

Mientras que la Iglesia latina fue poco a poco venciendo los siglos de desorden y logrando la lenta conversión al catolicismo de los pueblos bárbaros, la iglesia greco-bizantina gozó de esplendor general, sólo oscurecido por el avance islámico.

El año 1054 se produce la ruptura entre las Iglesias de Bizancio y de Roma. Aunque los motivos confesados fueron ciertas desavenencias doctrinales, la razón de fondo de la división fue más bien el deseo de autonomía de la “Iglesia ortodoxa”, amparada por el Imperio bizantino y más tarde por las naciones greco-bizantinas. El punto fundamental de disidencia ha venido siendo desde entonces la negativa a reconocer el primado del papado de Roma al frente de la Iglesia.

Un capítulo importante de la Edad Media (latina) en su esplendor es la creación por parte de la Iglesia Católica de las primeras Universidades (Siglo XIII).

En el siglo XVI tuvo lugar la escisión protestante, encabezada por Lutero (Alemania), Calvino, Zwinglio (Suiza) y Enrique VIII de Inglaterra. Surgida en parte como rebeldía frente a ciertas conductas de las autoridades eclesiásticas romanas (el caso del rey inglés fue algo peculiar al respecto), se posicionó críticamente contra diversos dogmas y sacramentos de la Iglesia católica, defendiendo el “libre examen” de la Escritura y la “sola fides” (fe sin obras) en orden a la salvación.

El protestantismo ha ido fragmentándose a lo largo del tiempo (anglicanismo, pietismo, baptismo, evangelismo, pentecostalismo, metodismo, etc., hasta más de 500 denominaciones en la actualidad) y se mantiene como religión de estado en varios países.

La Iglesia católica también realizó un proceso de reforma en el siglo XVI (Concilio de Trento, Compañía de Jesús, Reforma del Carmelo con Sta. Teresa de Jesús, etc.), pero sin caer en la ruptura; experimentó además una expansión espectacular en América, y más tarde en África y el Sudeste asiático, por obra del movimiento misionero en la Edad Moderna.

El cristianismo

En los siglos XIX y XX, tras la conmoción y persecución generadas por la Revolución Francesa de 1789, se ha ido produciendo una ofensiva anticristiana a partir de ciertos núcleos de poder económico y político en Occidente, a la vez que se han difundido corrientes culturales secularizadas, distintas formas de persecución y desprestigio contra la Iglesia, así como ofensivas políticas internacionales con una fuerte carga cultural, el nazismo, el comunismo, y sobre todo a partir de los años 60 a través de la difusión del ateísmo cultural.

En este momento, no obstante, tuvo lugar un acontecimiento singular en el ámbito católico: el Concilio Vaticano II, que pretendió infundir al cristianismo una fuerza capaz de volver a configurar la historia.

En la actualidad se observa una pugna importante con las fuerzas secularizadoras, por un lado, por otro el impulso de algunos pontífices contemporáneos de gran importancia: Juan XXII, Juan Pablo II, etc., y por otro un movimiento decidido hacia la restauración de la unidad cristiana: el ecumenismo.

El cristianismo

La posmodernidad, ambiente intelectual que ha marcado el tránsito al siglo XXI, ofrece un profundo cansancio intelectual, filosófico y religioso, en el que el relativismo se presenta como clima dominante, al menos en Occidente. Las grandes oligarquías financieras, a través de agencias internacionales como la ONU, parecen haber tomado las riendas del devenir político y económico, de la mano de una concepción profundamente secularizada y laicista de la vida, intentando sustituir el afán de sentido del corazón humano con estilos de vida consumistas y en el marco de una visión antropocéntrica e inmanentista de la realidad.