DIMENSIONES FUNDAMENTALES DE LA PERSONA HUMANA

Apéndice al tema 8

DIMENSIONES FUNDAMENTALES DE LA PERSONA HUMANA

Según el filósofo latino Boecio, la persona es “una sustancia individual de naturaleza racional”. Tomás de Aquino la matiza afirmando que la persona es “el sujeto subsistente en una naturaleza espiritual”. ¿Qué significa esta definición? Ante todo, dos notas:

A) SUSTANTIVIDAD. El modo de ser según el cual está constituida la persona es el de un sujeto, el sujeto de su propio existir. Cada persona es un ser irreductible a otro, por muy semejantes que sean ambos. Esta autonomía en el existir recibe el nombre de sustantividad. No es una parte inherente a otra cosa. Es un individuo, una realidad concreta y singular, una totalidad completa, aunque dependiente. Existe en sí mismo y por sí mismo, aunque no se basta a sí mismo para existir. Es única e irrepetible. Este es el modo más excelente de existir, lo cual significa que la persona es un ser de la mayor riqueza o dignidad ontológica (Nota 1). Participa de modo singular en el Acto de ser. Posee entidad, identidad y dignidad propias; un valor que es previo a sus acciones y logros adquiridos y fundamento de los mismos.

B) NATURALEZA RACIONAL. La naturaleza o esencia de una cosa es el modo de ser constitutivo de esa cosa. Que la persona es un individuo de naturaleza racional significa, por de pronto, que es un ser espiritual, un yo dotado de intimidad y un ser radical y operativamente abierto.

Ello manifiesta en el ser personal una forma eminente de vivir, una riqueza interior o profundidad que le define como alguien y no simplemente como algo. Es sujeto de su propio obrar. A lo largo de todas sus operaciones y acciones, el yo se hace presente como fuente y origen; incrementa su haber, permaneciendo el mismo sin agotarse en el curso o la suma de sus acciones, sin reducirse a ellas. No es resultado, sino principio de su obrar, aunque el obrar de cada uno repercuta en su biografía, en su haber vital y una persona sea también, en cierto modo, hija de sus obras. Pero el ser de la persona no se agota en su hacer; es siempre ‘más’ y es previo, fuente y principiode ese hacer.

Mientras que Boecio pone el acento en la naturaleza racional, Tomás de Aquino lo pone en la subsistencia que caracteriza una peculiar participación en el acto de ser, la de un ser dotado de sustantividad.

C) CORPORALIDAD. La naturaleza humana supone e implica que nuestra racionalidad no es la de un espíritu puro, sino la de alguien que existe en una naturaleza corpórea. La corporeidad es esencial en el ser humano; es el fruto y el nexo de la acción de una forma espiritual sobre la materia; de manera que el ser humano “no tiene” un cuerpo, sino que “es” su cuerpo, aunque no es solamente un cuerpo. Hay en el ser humano una dimensión “transbiológica” (la expresión es de Karl Jaspers), que se pone de manifiesto en las operaciones espirituales propias de la inteligencia y de la voluntad libre.

El cuerpo humano es ciertamente un organismo biológico, pero es mucho más también: es la expresión de una realidad íntima, de una vida espiritual que se manifiesta a través del cuerpo y necesita de él para ser de manera plena y completa.

La corporalidad es una dimensión por la cual la persona se expresa y se  instala en el mundo material, en un espacio y un tiempo determinados. En la naturaleza humana apreciamos una dimensión biológica -vida biológica, corporalidad, organismo- y a la vez una dimensión espiritual -vida biográfica, racionalidad: inteligencia, voluntad, “corazón”- que incluye a la anterior y la trasciende.

Si el alma humana realiza operaciones espirituales, que no dependen intrínsecamente de lo biológico, entonces su ser -puesto que el modo de obrar sigue al modo de ser- es el de una sustancia espiritual, que trasciende asimismo lo biológico. Es, así pues, una sustancia dotada de ser o existencia propia, y por ello puede subsistir independientemente del cuerpo (tras la muerte), aunque comunica dicha existencia a éste, ya que también es la forma que lo estructura y vivifica.

El alma humana es una sustancia incorpórea, pero al mismo tiempo es esencialmente la forma de un cuerpo. Por eso, si bien con la muerte biológica, el alma humana puede subsistir, no está completa, y “reclama” algo esencial: la unidad sustancial con su cuerpo. Pero este dato (el de la resurrección de la carne) no puede ser corroborado más que por la revelación.

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De la riqueza constitutiva de la persona -de su ser y de su esencia- se alimenta su obrar; es fuente de novedades y por eso puede innovar, dar más de sí, y darse a sí misma sin perderse o agotarse en lo que hace.

La intimidad es lo que se da cuando uno se da a sí mismo en lo que hace. Esto es lo que da un sentido profundo al gesto de ofrecer y de aceptar un regalo. Y lo que explica que el rechazo o el desprecio de un regalo sea valorado por el oferente como una pérdida profunda y no como una ganancia, aunque quede en posesión material del objeto que deseaba regalar.

La persona muestra la más elevada dignidad ontológica, ya que amalgama lo propio de la naturaleza intelectual, de la máxima dignidad en el orden de la naturaleza de las cosas, y lo propio de la subsistencia, que es el modo más excelente de existir. Nos referimos aquí a una dignidad en el grado de ser.

Pero la naturaleza humana encierra una gran riqueza de capacidades operativas, lo cual expresa su carácter abierto, efusivo, creativo y relacional. La dignidad ontológica del sujeto que actúa se comunica también a lo que hace, más allá del valor externo del resultado. El obrar sigue al ser y el modo de obrar sigue al modo de ser. Se puede hablar también de una dignidad operativa, reflejo de la dignidad ontológica del ser personal y consecuencia del modo de obrar libre, cuya más honda dimensión es la dimensión moral, la calidad o categoría propia y hondamente humana de una persona.

Sin embargo es preciso considerar primero cuáles son las dimensiones radicales de la persona que se ponen de manifiesto en su operatividad. Como el ser humano va más allá de lo físico y lo biológico, el obrar humano no se reduce a las expectativas biológicas de la persona, a la mera satisfacción de sus necesidades orgánicas o fisiológicas, sino que se desborda mediante la apertura a la realidad, a través y más allá de su corporalidad, manifestando lo específico de su naturaleza racional, de su intimidad creativa y aportadora de riqueza.

Puede describirse la racionalidad, en cuanto ‘apertura a lo real’, mediante varios rasgos o notas esenciales:

Facultades específicamente racionales:

a) como inteligencia -que supone apertura al ser y a la verdad-,

b) como voluntad libre -que entraña la apertura y autodeterminación respecto del bien-,

c) como apertura a la belleza –un “sentir espiritualmente” y con agrado lo que la inteligencia capta-,

Relaciones constitutivas:

d) como sociabilidad -que implica la apertura a otras personas-,

e) como dominio -que incluye la peculiar apertura, de relación responsable, de la persona hacia el entorno-,

y f) como trascendencia -que significa la relación de participación con el Acto de ser subsistente, y la consiguiente apertura a un sentido último y plenificante, la búsqueda de la felicidad y la tendencia a una plenitud infinita-.

Precisemos un poco más la dimensión de racionalidad y su apertura a lo real, que se expresa en el ámbito de las potencias o facultades espirituales constitutivas y en el de las relaciones fundamentales.

Potencias espirituales de la naturaleza humana:

a) La inteligencia es la capacidad o facultad de conocer el ser profundo de las cosas. Supone comprender lo que las cosas son, pueden o deben ser, captar lo universal, tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento (reflexión), distinguir medios y fines, pensar la negación, la existencia y la inexistencia. Por ella el conocimiento humano se abre a un horizonte de infinitud.

b) La voluntad libre es la capacidad de disponer de sí mismo con vistas a lo que se sabe que es bueno. Supone una autonomía en el obrar, la posibilidad de disponer de sí mismo confiriendo un contenido y una orientación a la propia vida. Ello significa autodominio (ser dueño de los propios actos, decisiones e iniciativas) y responsabilidad (asunción de las implicaciones y consecuencias de los actos realizados por propia iniciativa). Por ella el deseo humano se abre a la universalidad del bien.

c) La apertura a la belleza es la capacidad estética del espíritu humano. Tiene su raíz en la inteligencia, puesto que nace de una contemplación de lo real, pero suscita un agrado espiritual profundo que incluye lo afectivo, un “gustar” del esplendor de lo real. En esta apertura a lo bello se pone de manifiesto una dimensión que trasciende el puro dato sensible y que revela y suscita la creatividad del espíritu humano, el cual descubre en la realidad un sentido profundo, más allá de lo inmediato, al que también contribuye, por ejemplo por medio del arte.

Relaciones fundamentales propias de la naturaleza humana:

d) La sociabilidad es la constitutiva inclinación a dar y recibir compartiendo de algún modo la propia vida con otras personas. Es un salir de sí mismo para entrar en relación con otros seres humanos sin merma de la propia identidad e intimidad. La sociabilidad se funda en una doble tendencia o necesidad humana: la necesidad de recibir o dependencia, y la necesidad e inclinación a dar o efusividad. Esta última capacidad es particularmente significativa, puesto que es la más peculiar de la persona como un ser dotado de intimidad. Es la dimensión más netamente creativa, el cauce por el que discurren el conocimiento intelectual y la libertad, y la forma más profunda de enriquecimiento humano.

e) El dominio es la relación propia del ser humano con las cosas que forman entorno natural en que discurre su vida. La apertura al mundo supone una confrontación con seres no personales de los que depende la subsistencia humana, lo que implica para el ser humano una responsabilidad o tarea, un trabajo cargado de exigencias para el hombre mismo: encontrarse al cuidado de la tierra y de los seres naturales para convertir el mundo en un lugar habitable. Por su racionalidad, la persona puede decidir sobre el uso de las cosas, poseer y someter a seres de dignidad inferior para configurar el mundo y remediar las necesidades de un vivir digno. Las exigencias que su existencia corporal impone al ser humano, para mantenerse en el ser y perfeccionarse como persona, obligan a éste a cuidar y adecuar ‘la tierra’ a las necesidades humanas, pero su condición de ser personal es la que le concede derechos y deberes en el dominio y uso responsable de los bienes terrenos.

f) Trascendencia indica aquí la conciencia de la ordenación de la propia existencia a un fin último de plenitud. Su fundamento está en el grado de participación del ser humano en el Acto puro de ser (Ipsum Esse subsistens) divino. Implica lo que en el lenguaje bíblico se denomina “imagen y semejanza” respecto del Creador y supone la apertura a lo infinito (Aristóteles afirmaba ya que “el alma es de alguna manera todas las cosas”) propia del espíritu.

Es la apertura y necesidad de un sentido para la propia vida, el ansia de felicidad. Sin un sentido, sin trascendencia, la vida humana se viviría en rigor para nada, por lo que todo en la existencia se convertiría en irrelevante y la existencia humana misma en un absurdo, lo cual haría insoportable el vivir. Hablamos, en fin, de una suerte de vocación ontológica a una participación y comunicación lo más plena posible en la perfección del Ser Divino.

La trascendencia es el ámbito o marco en el que arraiga la dimensión ética y religiosa del ser humano; también su dimensión metafísica como ser constitutivamente “religado” (X. Zubiri). Para el hombre, el mero sobrevivir (la satisfacción de las necesidades vitales y materiales) sólo es valioso como condición necesaria -pero no suficiente- para lo más significativo de la vida humana. Y lo más importante de la vida es comprender lo que son las cosas y uno mismo; elegir y proyectar el curso de la propia vida, admirar y embellecer el mundo; establecer ámbitos de habitabilidad y convivencia; y, en última y fundamental instancia, descubrir el porqué y el para qué últimos de la vida, de la realidad de la que formamos parte, y asumirlos como don y tarea del vivir.