Algunos acercamientos filosóficos actuales al problema del dolor y el sufrimiento

Autor: Iñaki Ilundáin

C.S.E.T. “San Miguel Arcángel” / I.S.C.R. “San Francisco Javier” (Pamplona)
Salamanca, 18 de enero 2020

El tema del mal padecido, cuyas dos figuras principales son el dolor y el sufrimiento, es un tema perenne. Como es de esperar, la filosofía del siglo XX le ha prestado atención. Una atención que ha aportado análisis muy fecundos, sobre todo, desde la fenomenología.

Pasividad constitutiva y pasividad que merma

La antropología filosófica del siglo XX ha subrayado como elemento importante a la hora de explicar lo humano, la importancia de la pasividad. Se ha prestado, tradicionalmente, mucha atención al otro polo de la pareja: a la actividad, a la iniciativa (capacidades, facultades, potencias, libertad). Sin negar esto, claro está, algunos autores han visto la importancia de complementar estos análisis reflexionando sobre la presencia de lo pasivo en la identidad humana. La vida humana se desarrollará en una interrelación de pasividad y actividad en unidad.

Podemos hacer una sencilla distinción. Habría dos grandes tipos de pasividad que definen lo humano, tipos que son complementarios entre sí y, que a veces, son difíciles de distinguir.

Por un lado, está la pasividad que podemos calificar de pasividad constitutiva. Ello hace referencia a todo lo recibido, a todo lo sido antes de elegir, antes de toda iniciativa. La naturaleza humana no es solo la “fuente”, el “principio” del que surgen actos. Es lo sido, lo previo a la acción que posibilita la acción. Y esto sido no hace referencia solo al origen, sino que se mantiene, forma parte de nuestro ser. Por eso podemos afirmar que lo recibido posibilita la acción y es constitutivo de identidad. Podemos enumerar algunas pasividades.

  • El nacimiento. “Fui nacido” decía Larra con claridad. Somos concebidos, gestados, nacidos, criados...
  • Las herencias. El ser humano es heredero. Dos grandes herencias nos definen: la biológica y la cultural. Estas herencias nos hacen ser y son ayuda para nuestro desarrollo. Nos insertamos en tradiciones de todo tipo gracias a las cuales vamos recibiendo un repertorio de significados con los cuales aprendemos a dirigir nuestra vida.
  • El ser fundamentado. Aquí se expresa, en puridad, lo central de la pasividad constitutiva. Lo que hace ser sería una buena descripción de ello. A nivel metafísico, el ser como fundamento del ente (ipsum ese non subsistens) que remite al ser subsistente no fundamentado. Para este importante tema puede verse A. Léonard, Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo -Ediciones Encuentro- en su capítulo sobre la metafísica de von Balthasar.

Entre esta pasividad constitutiva y la capacidad de iniciativa se da una relación intrínseca que define nuestra finitud. Esta complementariedad está muy bien estudiada, por ejemplo, por Ricoeur cuando analiza la relación entre lo involuntario – que posibilita lo voluntario- y lo voluntario -que fija el sentido de lo involuntario; Lo voluntario y lo involuntario, 1950).

Pero hay otra pasividad que todos conocemos y que es muy sensible: la pasividad que merma. Lo que normalmente llamamos “padecer”. Experimentar un mal que nos empobrece, nos quita, nos destruye. La forma eminente de esta pasividad se experimenta como dolor, tema central de nuestro análisis.

A las diferentes formas de pasividad que merma en cuanto que vividas, las podemos denominar “experiencias aflictivas”. Buytendijk hizo una distinción que Serrano del Haro glosa y que yo sigo aquí. Se entiende aquí lo aflictivo como una experiencia, un sentir una clase de mal. Y se considera aquí como género común a las diferentes formas (especies). Enumera cuatro.

  • Las impresiones ingratas de los sentidos: disonancias, chirridos, fogonazos de luz…
  • Los “sentimientos” vitales de carencia: el hambre, la sed…
  • El dolor físico
  • El sufrimiento

Estas distintas experiencias guardan relaciones estrechas entre sí, claro está (las impresiones ingratas son dolorosas, por ejemplo). Ahora nos centramos en las dos últimas experiencias aflictivas: el dolor y el sufrimiento.

El dolor como sensación

Pilar Fernández Beites, en la referencia citada, hace un análisis preciso desde la fenomenología del dolor (Husserl, Stumpf, Scheler). Ante el debate de si el dolor es sensación y/o sentimiento, ella explica que se puede afirmar con claridad que el dolor es tanto sensación como sentimiento, y que se pueden mencionar las características que nos permiten distinguirlo.

Pasemos a enumerar algunas características propias del dolor como sensación.

  • Ligado al tacto. El dolor sentido está ligado al sentido del tacto y, además, está localizado (algo en lo que insiste Serrano del Haro en su artículo).
  • El dolor es un fenómeno de la subjetividad consciente: no hay dolor fuera del sentirlo (no hay dolor en sí).
  • Atrae la atención (“despierta” y concentra). El dolor sentido focaliza nuestra atención: dejamos de prestarla, o la prestamos menos a otras cosas.
  • El dolor no es intencional. Esta es la tesis fundamental que la fenomenología destaca en su análisis. Es por eso que el dolor se convierte en una vivencia muy singular. Y esto se ve en el carácter auto-referencial del dolor: en el dolor vivimos y sentimos el mismo sentir, nuestra corporalidad sentiente. El dolor no informa sobre el mundo sino sobre el propio sentir.
    Bergson puso un ejemplo claro sobre el sentir táctil de un alfiler (su dureza, finura...) hasta que nos pinchamos el dedo con él: dejamos de sentir el alfiler y sentimos nuestro dolor.

Esta tesis básica de la no intencionalidad admite una matización importante.

  • El dolor no tiene intencionalidad trascendente a diferencia de los otros sentidos/sensaciones que nos informan del mundo. Falque lo explica afirmando que en el dolor hay un exceso del percibir sobre el percibido (Pasar Getsemaní, original de1999, cap. 11 “El sufrimiento encarnado”).
  • Aunque sí tiene una intencionalidad inmanente: nos revela el cuerpo del yo. Se puede decir que el sujeto del dolor es el cuerpo vivido que nombra aquí a la persona. El dolor se siente en y desde el cuerpo propio.

A esta descripción matizada se podría añadir una consideración singular, un acento propio, de la mano de Michel Henry (cfr. el análisis de Itzigueri). Para este autor francés, el dolor es un ejemplo excelente de que vivir es experimentarse a sí mismo. Su tesis básica afirma que la vida es afectividad, que su esencia es experimentarse a sí misma, es auto-revelación.

Sus finos análisis del aparecer como momento previo a la manifestación del contenido nos hablan de una pasividad radical (relación del ser consigo mismo) donde el sufrimiento es la expresión significativa.

El dolor como sentimiento

Siguiendo a la autora citada (Pilar Fernández), distinguimos con nitidez el dolor como sensación del dolor como sentimiento. Aunque se pueden distinguir con claridad, la vivencia es conjunta: tenemos sensación, sentimos el dolor y lo vivimos sentimentalmente (lo “sentimos” decimos también). El papel de la subjetividad en lo emocional es mayor claro está: los sentimientos no son meras reacciones, sino tomas de postura en la que están involucradas creencias (son una especial síntesis de pasividad y actividad).

Ahora, para acercarnos a esta dimensión, seguimos a Scheler y sus análisis del percibir afectivo.

En el percibir afectivo sí hay información, percepción.

  • Por un lado, noticia del yo: soy un ser que sufre, débil, limitado.
  • De cómo afronto este dolor: con tristeza… Sé de mi respuesta emocional a este dolor.
  • Y en el dolor el mundo se manifiesta como lugar inhóspito, duro.

En el percibir afectivo se da una apertura al mundo del valor. En concreto, en este percibir se muestra lo desagradable. Scheler nos avisa que cabe un engaño en este percibir que nos haga juzgar mal: que se nos aparezca como más o menos desagradable según nuestra tolerancia al dolor con el que juzgamos que nos duele de más, de menos… O incluso, yendo al extremo, encontrar un cierto placer en el dolor.

El sufrimiento y sus efectos

Nos acercamos ahora a la segunda forma principal de las experiencias aflictivas enumeradas más arriba. En el escrito citado en la bibliografía, Ricoeur afirma con fuerza que “el sufrimiento no es el dolor” queriendo así establecer una distinción muy neta entre ambas vivencias. Ciertamente, esta distinción es clara en cierto sentido: ante la opacidad y fisicidad del dolor, distinguimos el sufrimiento como algo relacionado con el sentido de la vida y de la acción. Aunque el sufrimiento cause perplejidad (y rechazo) es algo que apunta a la razón como pregunta crítica.

Pero, por otro lado, en el habla cotidiana, decimos que el dolor físico conlleva un sufrimiento interior, o de cómo “nos duele el alma”, etc. Por todo ello no sería lícito asociar el dolor al cuerpo y el sufrimiento al alma. Sería un dualismo equívoco que nos llevaría a callejones sin salida. El sujeto de la experiencia es uno aunque sí se pueda hablar de un doble nivel semántico de las experiencias (en referencia a la dualidad cuerpo/alma).

Dejando ahora de lado esta posible discusión relativa a la constitución ontológica del ser humano, y yendo a la experiencia vivida del sufrimiento, vemos en el fenómeno del sufrimiento un fenómeno integralmente humano, que afecta a todo lo humano en el hombre.

Nos acercamos a la identidad del sufrimiento a partir de sus efectos en nosotros mismos que sufrimos. Aquí, el papel del sujeto es mayor: exige un afrontamiento que tiene que superar la merma que produce la vivencia de esta pasividad que se padece.

El sujeto se cierra sobre sí

Este cerramiento de la conciencia, de la subjetividad es uno de los efectos comúnmente subrayados y analizados. Ciertamente, el dolor es sensible (ya sea físico o emocional) lo cual concentra la atención (como en el placer). Si estamos bien, no nos sentimos especialmente sino que sentimos, percibimos el mundo: el dolor nos recuerda existencia silenciosa del cuerpo.

Por otro lado, la afectividad juega un papel esencial aquí: forma parte de la vivencia del sufrimiento la aparición más o menos intensa de emociones negativas como la tristeza, el miedo, la ira…

Separación de los otros

Otro efecto propio del sufrir es la ruptura, el debilitamiento de mi relación con los demás. Solo mi dolor es mío: es algo incomunicable de suyo. Muchas veces decimos, u oímos decir, que “si no lo has vivido, no sabes lo que es”. Pero incluso, cuando sí hemos pasado por experiencias parecidas, el dolor que siento ahora, no lo sientes tú.

La expresión de lo incomunicable se da en forma de queja, de llanto, de grito. Una dificultad del decir donde el sujeto experimenta una liberación. Aunque, por otro lado, también la incomunicación se vive como silencio (cerramiento sobre sí).

En el dolor y en el sufrimiento se vive una soledad que apunta a un amparo, a un consuelo: poder estar contigo sin decir nada o llorando. Pero en esta apertura al otro cabe una inversión y ver al otro como enemigo ante el que soy víctima inocente: mi dolor, al racionalizar, juzgo que ha sido causado por otro/s de manera injusta. El engaño en el percibir afectivo del que hablaba Scheler también tiene lugar aquí. Aunque a veces, lo sabemos, sí somos víctimas inocentes realmente.

Separación del mundo

Como afirma Breton en su Antropología del dolor, la evidencia de la relación sujeto/mundo se resquebraja en el sufrimiento. Si el sujeto se repliega sobre sí, cierra su constitutiva apertura al mundo que, como decíamos antes, se vive como lugar inhóspito.

Disminución de la capacidad de acción

Ya hemos mencionado la reducción del poder hablar. La falta de motivación por falta de fuerzas o de sentido (frescura del atractivo de aquello que nos proponíamos hacer) afecta al poder obrar que se debilita.

Distorsión de la vivencia de la temporalidad

El sufrimiento corta también la relación entre el presente y el pasado y el futuro. La atención sobre el sufrir subraya el ahora del dolor. Los análisis de San Agustín y Bergson nos muestran que la vivencia de la temporalidad es la de un continuo que nos permite afirmar que somos el mismo a lo largo del tiempo, que estamos dotados de una identidad que atraviesa y permanece en los cambios. Como decía Quevedo: soy un fue, y un será y un es… Cansado o no, ya es otra cuestión.

Para que el que sufre, el ahora del dolor está desconectado del pasado y el futuro que no son. Solo hay el ahora del sufrir. Un ahora separado, absolutizado, aunque no instantáneo: su duración parece que no termina.

El sufrimiento, fenómeno que afecta al sentido

Si hay un efecto en el paciente que el sufrimiento ocasione, es la aparición de la crisis sobre el sentido (de una actividad, una relación… de mi vida entera).

El sufrimiento se convierte así en cifra de lo humano.

  • En él puede perderse la manifestación del carácter personal del hombre, puede oscurecerse la manifestación de su dignidad al ofrecer una imagen degradada. No solo en el sentido de que el sufrimiento nos lleve a realizar acciones viles sino, más básico aún, en el sentido de que lo personal, el ser alguien ante otros, se eclipse en la contracción propia del sufrir; e incluso se eclipse también el ser alguien ante mí mismo.
  • Pero en el sufrimiento, se puede dar la respuesta opuesta. El afrontamiento del sufrir puede ser ocasión de la manifestación más sublime de lo humano (ecce homo).

Entre estas dos respuestas extremas, los innumerables intermedios, las crisis, los meandros del proceso.

Y en la base y alrededor de todas estas respuestas, la perenne cuestión del sentido que el sufrimiento plantea. Uno de los efectos propios del sufrir es la emergencia de preguntas que exigen respuesta. Aquí se plantean muchas cuestiones para un debate que nos llevaría a profundizar en esta cuestión.

El sentido habla de orden, de orientación, de finalidad, de validez intrínseca de una acción, de una realidad. ¿Cuándo el sufrimiento pone esto en cuestión? ¿No son lógicos algunos sufrimientos dada nuestra finitud y la naturaleza de las cosas?

Ocurre que no se trata solo de leyes objetivas que podríamos comprender “desde fuera”: si una piedra me da en el pie, sentiré dolor. Y eso es lógico, tiene sentido. El fenómeno de la crisis del sentido se convierte en un sufrimiento segundo, que se añade al primero, en cuanto vivido desde la subjetividad en mi respuesta a ello. Y es como fenómeno y vivencia del sujeto como la pregunta por el sentido emerge como crisis. Es mi postura ante esta realidad que me invade la que determina la valoración que del sufrimiento haga.

Levinas, al hablar del sufrimiento (véase el análisis de Fuster), subraya la radical pasividad que se experimenta en el sufrir. Todo sufrimiento (no importa que sea grande o pequeño) es puro padecer. Y, de manera llamativa, afirma que todo sufrimiento es excesivo, inasumible. No forma parte de mi ser (no debería formar parte de nuestra vida nos decimos). Todo sufrimiento contradice el sentido, todo sufrimiento es inútil.

Y es aquí donde el planteamiento de la problemática es más agudo. Se puede afirmar que todo sufrimiento, por sí mismo, no tiene sentido: el sufrir es sufrir porque se siente el no sentido -la no finalidad, el no orden, el mal en definitiva-.

Pero, ¿y si lo hacemos por un bien mayor? El bien del otro para cuya aparición es necesario mi “sacrificio”, mi renuncia. El bien propio, de encarar el sufrir para mantenerme, cambiar, descubrir, abrirme para acoger la presencia de otro / Otro…

El sufrimiento, por sí mismo, no tiene sentido. Pero el sufrimiento se puede convertir en un camino de sentido. Reconocemos nuestra limitación como formando parte de la vida; y no solo la limitación, sino una figura propia de la misma: el declive. Nuestra vida es también un trabajo sobre nosotros mismos: podemos ir evolucionando en nuestra toma de postura ante esta problemática ineludible y central de la vida humana.


Bibliografía

Falque, E., Pasar Getsemaní. Angustia, sufrimiento y muerte. Lectura existencial y fenomenológica, Sígueme, Salamanca, 2013

Fernández Beites, P., El dolor-sensación y su diferencia respecto de los sentimientos abiertos a disvalores, Pensamiento 285 (2019) 825-848

Fernández Beites, P, Engaños en el percibir afectivo del dolor, Isegoría 60 (2019) 209-231

Fuster, I., Perspectiva antropológica del sufrimiento, Espíritu 130 (2004) 263-277

Itzigueri, V., El dolor corporal. Reflexiones filosóficas en torno a Michel Henry, Open Insight 2 (2011) 131-143

Le Breton, D., Antropología del dolor, Seix Barral, Barcelona, 1999 (cfr. especialmente “Experiencias del dolor”).

Ricoeur, P., El sufrimiento no es el dolor, Isegoría 60 (2019) 93-102

Serrano del Haro, A., Elementos para una ordenación fenomenológica de las experiencias aflictivas, Anuario Filosófico 45 (2012) 121-144