René Descartes (1596-1650)
La filosofía racionalista
- Introducción y contexto: Contexto histórico. El paso a la filosofía moderna y los propósitos del pensamiento cartesiano.
- El método cartesiano: sentido, propiedades, reglas.
- La duda metódica y el “cogito”.
- La realidad y las sustancias.
- El racionalismo continental.
MANUEL GARCÍA MORENTE: Lecciones preliminares de filosofía.
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1. Introducción y contexto: el paso a la filosofía moderna y los propósitos del pensamiento cartesiano
René Descartes nace en 1596 en La Haye, Turena, Francia. De familia acomodada, muy niño entra a estudiar en el famoso colegio de La Flèche, fundado por los jesuitas, donde se cultivaban de modo sobresaliente las matemáticas, saber en el que Descartes destacará más adelante (geografía analítica, sistema cartesiano de representación...)
Se enrola en el ejército para viajar y “aprender en el libro de la vida”, y pronto destaca por sus escritos filosóficos, varios de ellos en francés. Entre ellos figuran: Reglas para la dirección del espíritu, Discurso del método y Meditaciones metafísicas. Fallece en 1560 víctima de una pulmonía contraída en Estocolmo, a donde acudió reclamado por la reina Cristina de Suecia, muy interesada en su filosofía. Será el iniciador de la corriente racionalista de la filosofía moderna, en la que también sobresaldrán autores como Malebranche, Spinoza y Leibniz.
El marco histórico en el que ve la luz René Descartes y su filosofía viene marcado por la ruptura de la unidad religiosa y espiritual de Europa tras la irrupción del protestantismo, de la mano de M. Lutero, Calvino y Zwinglio en el continente, y de Enrique VIII en Inglaterra, a lo largo del siglo XVI. Los católicos se refuerzan doctrinalmente en el Concilio de Trento, a mediados de dicho siglo. Pero las disputas doctrinales, teológicas y filosóficas serán muy enconadas a lo largo de los siglos XVI y XVII.
Políticamente, esta ruptura concurrió con la rebelión de los príncipes alemanes, y de holandeses, nórdicos e ingleses contra el Imperio austriaco y España, la más importante de las potencias del momento y aliada del Imperio por razones dinásticas (Casa de los Austrias o Habsburgo). Los príncipes alemanes, sometidos y contrarios al emperador, se decantan por el protestantismo y, tras varios enfrentamientos bélicos y tratados (Augsburgo), estalla la Guerra de los Treinta Años (en territorio alemán y francés principalmente).
En ella participa muy activamente Francia, en principio católica, gobernada por Richelieu. Pero por motivos políticos (Francia y España eran enemigas desde hacía más de un siglo) se pone del lado de los protestantes (checos, holandeses, alemanes, daneses, suecos...), enemigos del Imperio y de España. Y tras una cadena de derrotas acaban venciendo a los ejércitos españoles en la batalla de Rocroi y firmándose el Tratado de Westfalia (1648), que beneficiará sobre todo a Francia. Descartes se alistará en el ejército francés, pero no por convicción, sino como oportunidad para conocer mundo.
El contexto político, marcado por la Guerra de los 30 años, en la que Descartes participó sin entusiasmo alguno, movido tan sólo por el deseo de viajar y aprender en el “libro de la vida”, es el del avance del absolutismo estatal monárquico (Inglaterra, Francia...) y la consolidación de los Estados modernos.
La otra gran línea que enmarca el pensamiento que arranca con Descartes es el Renacimiento (siglos XV y XVI), y en particular el desarrollo de la ciencia experimental (Copérnico, Kepler, Galileo...) y el sesgo escéptico que empapa la cultura en estos inicios de la Modernidad.
Descartes verá en la huella dejada por el Renacimiento: una amenaza (el escepticismo y la desconfianza en la razón para descubrir la verdad), una posibilidad (la aportación de un método seguro, fundado en las matemáticas, para el ámbito de las ciencias de la naturaleza) y una necesidad: desarrollar un método seguro, no sólo para las ciencias de la naturaleza, sino para toda ciencia y filosofía. Este será el punto de arranque de su filosofía.
Con la figura y el pensamiento de R. Descartes puede decirse que da comienzo la filosofía moderna, si bien hay que tener presente que no existen fronteras precisas en el tiempo ni en las líneas maestras del pensamiento. Las raíces de la Modernidad, y también del cartesianismo, pueden rastrearse con nitidez hasta el siglo XIV (Nominalismo, Ockham). Sin embargo, el impulso y la orientación emprendidos por el filósofo de La Haye han marcado indudablemente a quienes han pensado a fondo después de él.
A pesar del florecimiento en las universidades españolas (Salamanca y Alcalá principalmente) de la filosofía escolástica, con nombres de primera fila como Francisco de Vitoria, Francisco Suárez o Domingo Báñez, el siglo XVII verá surgir pensadores que abandonan la teoría de la abstracción y, siguiendo la vía de la intuición abierta por Guillermo de Ockham en el siglo XIV, elaboran sus sistemas filosóficos tomando como punto de partida el tema del conocimiento de la realidad. Así, el racionalismo, cuyo cabeza de serie es René Descartes, se apoyará en la intuición intelectual como única fuente segura de conocimiento. Por su parte, el empirismo inglés, tras los pasos de Hobbes y Locke, tomará la intuición sensible (la experiencia, empiría) como punto de partida.
Podemos caracterizar de entrada el Racionalismo mediante dos afirmaciones fundamentales acerca del conocimiento:
1ª) Nuestro conocimiento de la realidad puede ser construido deductivamente a partir de ciertas ideas y principios evidentes.
2ª) Estas ideas y principios son innatos al entendimiento, no tienen su origen en la experiencia sensible.
2. El método cartesiano: sentido, propiedades, reglas.
Si los grandes desarrollos anteriores en la filosofía adquirieron la forma de grandes síntesis (Platón, Aristóteles, Agustín, Tomás de Aquino...), a partir de Descartes la filosofía tenderá a aparecer como sistema. Un sistema es un todo ordenado, un conjunto armónico de conocimientos en el que nada se da por supuesto y que toma la forma de un bloque compacto de certeza, sin fisuras y estrictamente riguroso. Así, a partir de unos principios indiscutibles se derivarán, según un orden de razones normalmente deductivo, nuevos conocimientos. Esto es propio del racionalismo especialmente. Y su modelo a imitar serán las matemáticas.
En la filosofía de Descartes hallaremos el intento de proporcionar a la razón humana (Nota 1) un método, un camino seguro y fiable, accesible a todo entendimiento suficiente, para alcanzar las cotas más intrincadas del saber.
La preocupación por el método es compartida por figuras como Galileo, y viene de la mano de la aparición de la física copernicana, la del propio Galileo, la de Kepler y, un siglo más tarde, la de Newton. No es desdeñable otro dato: Descartes será un matemático sobresaliente (estudió en el famoso colegio de los jesuitas de La Flèche), y las matemáticas serán para él el modelo del saber riguroso.
Dicho método serviría de fundamento a un saber único, sólida y eficazmente orientado al descubrimiento e invención en las artes (técnica). Todas las ciencias constituyen, a su juicio, un solo saber. Son manifestaciones de la misma sabiduría, porque única es también la razón humana.
De lo que se trata es de sistematizar el edificio entero del saber, frente a la amenaza del escepticismo y a los fallidos intentos de síntesis realizados anteriormente (sobre todo, a su juicio, por la Escolástica medieval).
El “sistema del saber”, unificado, sistemático -riguroso, deducido a partir de principios ciertos- y progresivo, tendrá como modelo las matemáticas. Es como un árbol cuyas raíces son la Metafísica, su tronco la Física (ciencia de la naturaleza) y sus ramas las ciencias particulares y aplicadas: mecánica, medicina y moral. El modelo ‘arquitectónico’ de este sistema unificado del saber son las matemáticas, en las cuales está inspirado el método a seguir.
El método es necesario; para Descartes es la condición de posibilidad del edificio o sistema del saber. De su aplicación, a partir de principios indudables, se obtendrían nuevas y sólidas verdades de manera rigurosa.
Las propiedades del método pueden sintetizarse en las siguientes:
Unitario (común a todas las ramas y expresiones del saber), cierto (seguro, riguroso), inventivo (aporta novedades), accesible a toda mente normal, y de índole matemática.
Según Descartes la razón humana procede por medio de dos operaciones básicas, la intuición y la deducción.
- La intuición, la más importante de las dos, es la concepción indudable de un objeto a la luz de la sola razón.
- La deducción es una inferencia (razonamiento) necesaria a partir de otros datos conocidos con certeza.
De hecho, puede entenderse que la intuición es la base de la deducción, ya que en ella se apoyan los hechos o principios de los que ésta parte; y además la deducción puede presentarse como un encadenamiento de intuiciones sucesivas.
Pero para emplear correctamente las dos operaciones de la razón es preciso utilizar las siguientes reglas o fases del método:
1ª) EVIDENCIA. “No admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es... No comprender en mis juicios más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no hubiese ninguna posibilidad de ponerlo en duda.”
Sólo se acepta aquí como verdadero lo evidente. Y la evidencia consiste en la intuición intelectual de una idea clara y distinta. Una idea es clara cuando se perciben todos sus elementos. Es distinta cuando no se puede confundir con ninguna otra. Las ideas claras y distintas son “naturalezas simples”, objetos comprensibles en su integridad de modo inmediato. Pero lo más importante de la evidencia para Descartes es que no se puede dudar de ella. Todo lo que se presente como evidente será considerado verdadero por ser indudable.
2ª) ANÁLISIS. Consistente en la división de las dificultades en elementos más simples que sean objetos de intuición. Es lo propio de la investigación.
3ª) SÍNTESIS. “Conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos”. Es una fase complementaria de la anterior, de carácter deductivo y propia más bien de la demostración y exposición del conocimiento.
4ª) ENUMERACIÓN Y REVISIÓN. “Hacer en todos los casos unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada”. (Discurso del método, 2ª parte)
3. La duda metódica y el “cogito”
Una vez que Descartes ha precisado los pasos que es necesario seguir para la realización de su proyecto, semejantes al proceder matemático que ha tomado por modelo, lo que necesita es alguna evidencia intuitiva de la que partir. Si da con ella, podrá edificar el sistema del saber mediante el método, escapando a la insuficiencia de concepciones anteriores y a las amenazas del escepticismo. Para ello decidirá rechazar como falso todo aquello de lo que pueda imaginar la menor duda:
- Primero, el testimonio de los sentidos.
- Después, las argumentaciones y conocimientos hasta ese momento admitidos como suficientes (el saber anterior).
- Por último, todos sus propios conocimientos, ante la sospecha de que no fueran más que productos del sueño y la ilusión.
En suma, se propone “empezar desde cero”. La duda que sostiene Descartes es, en principio, UNIVERSAL y se reduce al ÁMBITO DE LO TEORÉTICO (no debe extenderse a la conducta porque basta con principios verosímiles en ese campo, piensa Descartes). En segundo lugar es una duda METÓDICA, INSTRUMENTAL, y no escéptica, es decir, buscada como meta en sí misma. Es también, por lo tanto, PROVISIONAL y no definitiva. (Nota 2)
Mientras subsiste la duda, Descartes propone una “moral provisional”, consistente en obedecer las leyes y costumbres del lugar, la religión y en general toda opinión moderada; en mantener toda decisión tomada hasta el final; en alterar los propios deseos antes que el orden del mundo; y en aplicar la propia vida al cultivo de la razón. Se trata de una moral voluntarista, racional y moderada que, si bien por ahora es provisional, de hecho será un modelo a sistematizar posteriormente por filosofías y corrientes posteriores. Descartes no llegó a elaborar una moral definitivamente dentro de su sistema.
El filósofo de La Haye llegará a plantear incluso, como otro motivo de duda, la posible existencia de un “genio maligno”, que pudiera provocar en todo momento el engaño de las funciones del conocimiento. No hay indicio alguno que motive tal hipótesis como algo razonable, es más bien el deseo de llevar la duda hasta el extremo.
Pues bien, he aquí que, porfiando insistentemente en su duda metódica, Descartes tropieza con un dato revelador: Yo, que dudo, que pienso que no puedo aceptar de entrada conocimiento dudoso alguno, existo. Y de ello no me es posible dudar:
“Pero advertí luego que, queriendo yo pensar... que todo es falso, era necesario que yo, que pensaba, fuese alguna cosa. Y observando que esta verdad “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla... como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.” (Discurso del método, parte IV)
Es sabido que Descartes no era el primero en afirmar este dato frente al escepticismo –San Agustín el primero, y luego Escoto Eriúgena y Duns Scoto, siglos más tarde en la Edad Media, ya lo hicieron–. Pero sí lo es en el sentido de querer utilizarlo como punto de partida riguroso de todo saber posible acerca de la realidad.
Por “pensar” Descartes entiende toda aquella actividad (como entender, imaginar, sentir, querer...) de la que somos conscientes. Es, en suma, la conciencia de la propia subjetividad pensante. Es tanto como decir: “al pensar, me concibo como existiendo. Mi existencia se me manifiesta como un pensar del que no puedo dudar en absoluto, mi pensar”. Es, obviamente, una intuición, una intuición básica y evidente.
Con ello, el padre del Racionalismo moderno sitúa la propia subjetividad pensante como fundamento de todo verdadero conocimiento. Por así decir, todo dato que pueda aceptarse en lo sucesivo y a partir de este primero, el “cogito”, tiene por condición al yo pensante. Es el alumbramiento de la filosofía moderna. (Nota 3)
4. La realidad y las sustancias
A renglón seguido del “cogito”, Descartes razona así: Este yo pensante que acabo de encontrar no puedo suprimirlo ni con mi imaginación. Puedo, en efecto, suponer que no tengo cuerpo, pero no puedo suponer que no pienso, ya que suponer es pensar. Por lo tanto, yo soy en primer término un pensamiento, una cosa que piensa, un ser pensante con independencia del mismo cuerpo.
Y además, todo aquello que goce de la misma claridad y distinción que esta primera evidencia, puedo tomarlo como verdadero. Y no sólo esto. Es que además encuentro en mi mente la idea de ‘perfección’, puesto que dudar implica imperfección. Pero yo, imperfecto porque dudo, no puedo ser el origen de una idea de perfección. Ha de existir, así, un Ser en quien se da toda perfección y de quien procede aquella idea: Dios.
Si este Dios es perfecto, ha de ser bueno. Y no puede dejar queme engañe al conocer clara y distintamente. Ahora bien, advierto en mí datos de conocimiento que no proceden de mí, las sensaciones, ante las cuales me comporto pasivamente. Entonces, su origen tiene que estar fuera de mí: en los cuerpos.
Que la fuente de mis sensaciones son los cuerpos es algo que tiendo a aceptar como una inclinación de mi conocimiento, ya que me comporto pasivamente y no como fuente de tales sensaciones; pero si Dios es bueno no puede consentir que me engañe, por consiguiente he de admitir como algo cierto que son los cuerpos el origen de las sensaciones.
Por consiguiente, Dios sostiene, como argumento último, los saltos (deducciones) que el conocimiento racional se ve obligado a realizar. El dato de la existencia de Dios se conoce por la idea innata de perfección que anida en la mente. Pero puede accederse a Él a través de un argumento “a simultaneo”: En la idea de ser perfecto ha de estar incluida la de existencia, como en la del triángulo está el que sus ángulos suman 180º. Su bondad esencial, como Dios veraz, elimina también la posibilidad de que exista un “engañador maligno”.
Así pues, Descartes ha dado con tres tipos de realidades: el YO, los CUERPOS y DIOS. Se trata de tres tipos de sustancias. Una sustancia es para Descartes “una cosa que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra para existir”. En rigor esto sólo puede decirse de Dios, pero en la medida en que alma (yo) y cuerpo no se requieren mutuamente, puede aplicarse a ambos.
- El alma, el yo, es espíritu puro. No necesita del cuerpo para pensar, pero como su ser es pensar, tampoco lo necesita en absoluto para ser. El atributo o esencia del yo es pensar; es una cosa pensante: “res cogitans”. Sus propiedades accidentales reciben el nombre de “modos”: amar, juzgar, odiar...
- El cuerpo no tiene nada en común con el alma. Su atributo propio es la extensión, ocupar un lugar en el espacio: “res extensa”. Los modos del cuerpo son la posición, la figura y el movimiento. En el mundo corpóreo rige el más absoluto mecanicismo, todo en él se reduce a movimiento local y materia extensa. Los animales, los seres inertes y el cuerpo humano mismo sólo son “cosas extensas”, puntos que se desplazan en un espacio, un conjunto de líneas que encierran y determinan un volumen. Los animales sólo son ‘máquinas’, ya que no tienen espíritu. Y lo mismo hay que decir del cuerpo humano.
- Dios es la sustancia perfecta e infinita: “res infinita”. Causa de sí mismo, es causa también de las sustancias creadas (almas y cuerpos), así como del movimiento, que permanece constante en el cosmos desde el impulso inicial.
El punto en el que confluye todo este desarrollo, que Descartes insiste en que es riguroso y deductivo, es la antropología cartesiana, en la que habrá que explicar las relaciones entre el alma y el cuerpo, y que constituyen el llamado problema de las ‘comunicación de las sustancias’.
La cuestión reside en el hecho de que alma y cuerpo muestran una unidad funcional indudable: los movimientos corpóreos y sus afecciones sensibles son captados y realizados en consonancia con las disposiciones del alma. Pero esto no puede explicarse, ya que no tienen nada en común: pensamiento y extensión no pueden relacionarse por ser de órdenes absolutamente heterogéneos.
No obstante, Descartes aventura la siguiente explicación: el alma está ‘alojada’ en una pequeña glándula, la “glándula pineal”, situada entre los dos hemisferios del cerebro, desde la cual impera y controla los movimientos corporales a través de los “espíritus animales” (¿?) que se mueven por canales –los nervios– que llegan a todos los miembros.
Semejante explicación se parece a un “círculo cuadrado”, ya que no se ajusta a la naturaleza del espíritu, que no ocupa lugar alguno, ni a la del cuerpo, cuyas ‘mociones’ no tienen nada de pensamiento. Se trata de dos sustancias completas, al estilo platónico (dualismo antropológico radical) que hacen del hombre una especie de “fantasma en la máquina”, al decir de algunos comentaristas. Por lo mismo, la expresión “espíritus animales” es una contradicción in terminis.
Al llegar al tema de la comunicación de las sustancias se pone de manifiesto lo forzado del propósito sistematizador de Descartes. Sus seguidores, Leibniz, Malebranche, Spinoza..., se apartarán de él de forma radical por hallarse ante un callejón sin salida. Después de haber decidido no afirmar más que lo que concibe clara y distintamente, se aferra a una teoría insostenible acerca de la relación entre alma y cuerpo, y al contrasentido de un pensamiento vinculado a una pequeña porción extensa.
5. El racionalismo continental
Tras los pasos de Descartes se sitúan autores importantes: Nicolás Malebranche (1638-1715), Benito Spinoza (1632-1677) y G. Wilhelm Leibniz (1646-1716). Son los principales representantes del Racionalismo continental, si bien ninguno de ellos deja de separarse de Descartes en una u otra cuestión fundamental.
Recogen en general del filósofo de La Haye el valor modélico de las matemáticas para el conocimiento de la realidad, la convicción de que puede deducirse todo el saber acerca de la realidad de unos principios innatos y “a priori” (independientes de la experiencia sensible), la resolución del ‘problema del conocimiento’ como algo previo y condicionante del estudio de la realidad en cuanto tal, y el valor del pensamiento como única realidad inmediata y segura, de la que ha de deducirse la realidad entera.
De manera ilustrativa, expondremos una brillante reflexión del filósofo español Manuel García Morente acerca del Racionalismo y el problema de la comunicación de las sustancias.
MANUEL GARCÍA MORENTE:
Lecciones preliminares de filosofía.
(Lección XIV: La Metafísica del Racionalismo)
Comunicación entre las substancias: armonía preestablecida
- El símil de los relojes -
"Dios creó el universo. Significa que Dios crea las mónadas (=sustancias), y cuando Dios crea las mónadas, pone en cada una de ellas la ley de la evolución interna de sus percepciones. Por consiguiente, todas las mónadas que constituyen el universo están entre sí en una armónica correspondencia; correspondencia armónica que ha sido preestablecida por Dios en el acto mismo de la creación; en el acto mismo de la creación cada mónada ha recibido su esencia individual, su consistencia individual, y esa consistencia individual es la definición funcional, infinitesimal, de esa mónada. Es decir, que esa mónada desenvolviendo su propia esencia, sin necesidad de que de fuera de ella entren acciones ningunas a influir en ella, desenvolviendo su propia esencia, coincide y corresponde con las demás mónadas en una armonía perfecta del todo universal.
"De esta manera, por la sola definición esencial de cada uno de estos puntos de substancia metafIsica que son las mónadas, Leibniz resuelve el problema formidable que se había planteado en la metafIsica europea a consecuencia de la doctrina de Descartes. Era el gran problema, el enorme problema de la comunicación entre las substancias, y principalmente de la relación entre el alma y el cuerpo. Recuerden ustedes que Descartes había establecido tres substancias: la substancia divina, la substancia extensa, o sea el cuerpo, y la substancia pensante. Se trata de saber cómo es posible que el cuerpo influya sobre el alma y que el alma influya sobre el cuerpo. Que existe esa influencia, es indudable, porque un pensamiento, el pensamiento de levantar la mano derecha, me basta para que levante la mano derecha. Por consiguiente, el alma influye sobre el cuerpo. Que el cuerpo influye sobre el alma, es también indudable, porque una modificación cualquiera del cuerpo me produce por lo menos la idea confusa del dolor.
"Ahora, ¿cómo es posible esa comunicación entre las substancias? Pues para que dos substancias, dos seres, dos cosas, comuniquen, es preciso que haya algo de común entre ellas; tiene que haber algo de común para que dos cosas comuniquen; tienen que comunicar por una vía común. ¿Pero qué hay de común entre el puro pensar y el ser extenso? No hay nada de común. ¿Cómo, pues, resolver el problema de la comunicación de las substancias, de la influencia del cuerpo sobre el alma y de la influencia del alma sobre el cuerpo? Los metafísicos posteriores a Descartes se esforzaron por resolver este problema. El propio Leibniz, en uno de sus escritos, establece un símil muy instructivo, que comprende todas las posibles soluciones a este problema y que alude a los filósofos que han adoptado esas posibles soluciones. El símil es el siguiente: supongamos en una habitación dos relojes; esos dos relojes marchan siempre acompasadamente, de modo que cuando uno señala las 3.05 el otro también señala las 3.05. ¿Cómo es posible que vayan tan acompasadamente? ¿Cómo es posible que las modificaciones del cuerpo sean percibidas por el alma? ¿Cómo es posible que las modificaciones del alma produzcan efectos en el cuerpo? ¿Cómo es posible que los dos relojes vayan tan acompasadamente?
"Hay varias hipótesis posibles para explicar esta coincidencia entre las dos substancias. Primera hipótesis: la de una influencia directa de un reloj sobre otro. Pero no se comprende esta hipótesis, que es la de Descartes. Descartes alojaba el alma dentro de la glándula pineal y concebía que todo movimiento de los nervios era como tirar el hilo de una campanilla: al tirar, mecánicamente se transmite el movimiento por el hilo y al llegar a la glándula pineal, que en efecto tiene la forma de un badajo de campanilla, mecánicamente se mueve y el alma se entera. ¿Pero cómo se entera? Porque al llegar ahí́ es donde no se comprende; porque no hay nada de común entre un movimiento y una percepción. Esa es la primera hipótesis, pero es una hipótesis rechazable y que rechazaron todos los filósofos después de Descartes. No puede haber comunicación directa entre los relojes.
Entonces, ¿cómo explicar esa correspondencia? Cabe también esta otra hipótesis: un prudente y hábil artesano relojero, perito en mecánica, se sitúa delante de los dos relojes, y está con mucho cuidado, y cuando uno de los dos relojes empieza a querer adelantarse al otro, le toca la máquina para que no se adelante; cuando el otro comienza a querer adelantarse al anterior, toca la máquina para que no se adelante. Esta es la teoría de Malebranche, el filosofo francés discípulo de Descartes y que se conoce con el nombre de "teoría de las causas ocasionales", según la cual Dios sería ese obrero; Dios estaría constantemente atento a lo que sucede a las substancias, y cuando en una substancia sucede algo, le da esto ocasión para influir en la otra substancia y que acontezca en la otra lo correspondiente. De modo que Dios está constantemente atento. Para Malebranche no hay más causa eficiente que Dios, y lo que llamamos causas, en la física y en la naturaleza, son ocasiones que Dios tiene de intervenir continuamente en la armonía entre las substancias en el universo. Esta hipótesis está sujeta también a críticas muy graves.
"Cabe otra hipótesis, que es la de decir: pues que no haya dos relojes, sino un solo mecanismo con dos esferas; un solo conjunto de ruedas y de pesas, pero dos esferas, una a la derecha y otra a la izquierda. Entonces por fuerza tienen que andar siempre las dos esferas correspondientes y parejas, porque como es un solo mecanismo el que manda las dos agujas, no puede haber diferencias entre ellas. Esta solución es el panteísmo del filósofo holandés Spinoza. El panteísmo nos dice: no hay más que una substancia, metafísicamente, que es Dios. Esa substancia tiene dos caras, dos atributos: la extensión cartesiana y el pensamiento cartesiano. ¿Cómo se comunican la extensión y el pensamiento? No hay ni que preguntarlo. Como la extensión y el pensamiento no son más que dos atributos de una y la misma substancia universal, pues las modificaciones en la una y las modificaciones en la otra, son modificaciones en la única substancia. Es como dice Leibniz muy bien: como si en vez de dos relojes, lo que quedara es una sola maquinaria con dos esferas; las dos naturalmente marcarían siempre lo mismo, porque es una y única la maquinaria. Tampoco puede satisfacer a Leibniz esta hipótesis, que conduce derechamente al panteísmo. El panteísmo produce dificultades enormes, entre otras las dificultades físicas o mecánicas que vienen adscriptas a la negación de la existencia de Dios, en la física del siglo XVII.
"Así, pues, Leibniz tiene que acudir a otra hipótesis, que es la suya: que los dos relojes no han sido fabricados por un mal relojero, sino por un obrero relojero magnífico. ¿Cómo magnífico? El mejor que cabe. ¿Cómo el mejor que cabe? El perfecto: Dios. Es Dios el que ha hecho las substancias; Dios es un relojero tan perfecto que una vez que ha hecho los dos relojes y los ha puesto a marchar, ya se pueden ir a dar un paseo, porque no hay posibilidad ninguna de que los dos relojes, hechos por Dios, se aparten ni un milésimo de segundo el uno del otro, puesto que han sido hechos perfectamente por Dios. Esta es la hipótesis de Leibniz, que llama de la armonía preestablecida. Dios ha creado las mónadas y el acto de creación de las mónadas es el acto de individualización de las mónadas; cada mónada que es creada individualmente, con su sello individual, con su esencia, con su substancia propia individual, o sea con la ley íntima funcional de todo su desarrollo ulterior. Pero Dios al crear la totalidad de las mónadas, cada una con su ley funcional interna, las ha creado en armonía preestablecida; y entonces, sin necesidad de que haya una intercomunicación de las substancias, de hecho, siguiendo cada una ciegamente su propia ley, resulta la armonía universal del todo.
El optimismo
Así termina la metafísica de Leibniz en una aproximación a la teodicea, al optimismo. Para Leibniz el mundo creado por Dios, el universo de las mónadas es el mejor, el más perfecto de los mundos posibles. Si nos ponemos a excogitar, desde el punto de vista de la lógica pura, encontraremos que había un gran número, un número infinito de mundos posibles; pero Dios ha creado el mejor de entre ellos. Este principio de lo mejor se dice en latín optimismus, porque optimus es lo mejor; y la teoría leibniziana de que este mundo creado por Dios es el mejor de los mundos posibles, es el optimismo.
Pero esta tesis del optimismo tropieza con graves dificultades: las dificultades inherentes al mal que existe en el mundo. ¿Cómo puede decirse que este mundo es el mejor de los mundos posibles, cuando a cada momento vemos a los hombres asesinarse brutalmente unos a otros; vemos a los hombres morirse de pena, de asco; vemos la infelicidad, el dolor, e! llanto reinar en el mundo? Pues ¡vaya un mundo el mejor posible! Y entonces, en quinientas páginas de un libro que se llama Teodicea, o justificación de Dios, Leibniz se esfuerza por mostrar que en efecto hay mal en el mundo, pero que ese mal es un mal necesario. O sea que dentro de la concepción y definición del mejor mundo posible está el que haya mal. Cualquier otro mundo, que no fuere éste, tendría más mal que éste; porque es forzoso que en cualquier mundo haya mal, y éste es el mundo en donde hay menos mal. No puede haber mundo sin mal, por tres razones; que el mal metafísico procede de que el mundo es limitado, finito: es finito y no puede por menos de serlo; el mal físico procede de que el mundo, en su apariencia fenoménica, en la realidad de nuestra vida intuitiva, es material, y la materia trae consigo la privación, el defecto, el mal; y por otra parte, el mal moral tiene que existir también, porque es condición del bien moral. El bien moral no es sino la victoria de la voluntad moral robusta sobre la tentación y e! mal. Bien, en lo moral, no significa más que triunfo sobre e! mal, y para que haya bien es menester que haya mal, y por consiguiente, el mal es la base necesaria, el fondo oscuro del cuadro, absolutamente indispensable para que sobre él se destaquen los bienes. En este mundo el mal existe por consiguiente como condición para el bien, y precisamente por eso este es el mejor de los mundos posibles, porque el mal que en él existe, es el mínimum necesario para un máximo de bien. Así, la metafísica de Leibniz termina en estos cánticos de optimismo universal."
NOTAS
1.- Descartes confía por encima de todo en la capacidad de la razón humana, presente en todo hombre: “El buen sentido -la capacidad de la razón- es la cosa mejor repartida del mundo”, afirmará en su Discurso del método).
2.- Hay que advertir que Descartes decide dudar, en última instancia, porque quiere, no porque la duda sea lo propio del ejercicio intelectual. Se trata de una estrategia que él ha decidido emplear y que no se desprende necesariamente del modo de proceder del conocimiento humano, ni siquiera en las condiciones señaladas por él. Lo dice en las Meditaciones: “Volo dubitare de omnibus”, quiero dudar de todo. En el fondo hay un claro voluntarismo, consciente o inconsciente. Lo propio del entendimiento no es dudar sino conocer. Estamos ante una especie de refutación por el absurdo del escepticismo: Si se sostuviera el escepticismo como postura, ¿se escaparía algo a dicho escepticismo, algo evidente e indudable, que lo refutara?
3.- Una observación crítica: Conviene reparar en que Descartes, que pretender partir de cero al suprimir del horizonte toda realidad mediante el recurso a la duda, está sin embargo manteniendo un supuesto incondicionado: su propia subjetividad en cuanto voluntad de dudar, es decir, su propio “yo”. Es él quien decide dudar, es él quien sumerge en el “naufragio de la duda” toda realidad... excepto a sí mismo. Es lógico que sea su propio yo lo primero con lo que tope, emergiendo entre los “restos del naufragio”. No se parte, pues, de cero, sino de la oculta subjetividad como una voluntad que descarta, y que decide qué ha de entenderse como verdadero.