La presencia del mal en la naturaleza humana

Autor: Iñaki Ilundáin

ISCR “San Francisco Javier” / CSET “San Miguel Arcángel”, Pamplona


La presencia del mal en la naturaleza humana

1. LA CONDICIÓN ORIGINARIA

La experiencia del mal es universal y perenne. Dentro de las invariantes culturales, la experiencia del mal cometido y del mal padecido es una constante. Pero siendo su presencia evidente, tiene algo de paradójico que supone un desafío para el pensamiento.

  • El mal forma parte de nuestra condición: sufrir el mal, cometerlo, no hacer siempre lo que queremos, querer algo y después arrepentirnos…
  • Esta experiencia contradice los anhelos profundos del hombre: es algo extraño al deseo humano profundo. Queremos plenitud, paz, serenidad, sentido, ser amados.

Extraño y, a la vez, formando parte de nuestro modo de ser, de nuestra naturaleza. La tradición cristiana une estos dos caracteres en la expresión naturaleza caída: ese es nuestro estado actual. Pero, si es caída, no era lo originario. Y es esta suma de paradojas la que va a suponer un desafío perenne a la razón.

En esquema, podemos decir que en nuestra tradición hay dos maneras básicas de intentar explicar/describir esta problemática.

  • La caracterización eclesial, cristiana, arraiga en la Biblia. La reflexión bíblica es una reflexión pegada a la experiencia. Habla de combate, de fuerzas que se contraponen. San Pablo lo expresará de manera magistral: la ley del pecado, la ley de la gracia (carta a los Romanos caps. 7 y 8).
  • Nuestra tradición filosófica lo expresará de manera diferente en la modernidad: somos buenos o malos por naturaleza. Esta formulación es pobre, simplifica el problema. No se trata de que seamos buenos o malos moralmente por naturaleza, así, sin más. Hay tendencias, a veces opuestas, la razón juega un papel, la gracia, la libertad, los hábitos y actitudes… juegan un papel principal.
  • Y si algunas filosofías actuales niegan la misma naturaleza humana, el problema en cuestión ya no se plantea, o se plantea de una manera que difícilmente hallará respuesta clara.

Y unido a esto, la indagación racional no dejará de preguntarse por el origen del mal.

  • Si no pertenece a la condición originaria (y eso lo suponemos porque va contra el deseo hondo), ¿por qué aparece? Si vivíamos en armonía, ¿cómo se explica la falibilidad?
  • Y ¿por qué no desaparece? ¿Cuál es la fuerza del mal? ¿No es suficiente la virtud, la buena conducta moral, para vencer la fuerza del pecado? ¿Cómo es posible que no sea suficiente?
  • Si el mal influye, ¿cómo es nuestro querer? ¿Sabemos querer bien?, ¿podemos alcanzar un ordo amoris?

La Biblia nos enseña, nos “da que pensar”. De hecho, en este tema la filosofía, siendo necesaria, revela su límite.

Nos servimos de la filosofía, si se entiende esta como lo que es y lo único que puede ser: la meditación del espíritu humano sobre la base y las causas de este mundo concreto, que, como nos señala la Revelación, nunca fue un mundo “puramente natural”, sino un mundo creado por Dios, dentro de la gracia sobrenatural, con miras a una única finalidad última, sobrenatural: la contemplación de Dios; y que tampoco en la Caída original fue convertido por Dios en un mundo “puramente natural”, sino que está encajado en lo sobrenatural, en todos los sentidos. Así, el objeto de la filosofía ya es siempre más que filosofía (si se consideran la gracia y la Revelación como pertenecientes al objeto específico de la teología), especialmente porque la razón, que es tanto objeto cuanto instrumento de la labor filosófica, no puede haber sido ni llegar a ser “puramente natural”, como tampoco lo es la “naturaleza” de la que procede. Hasta tal punto no lo es, que por más que quepa postular y formular el concepto de una Naturaleza desprendida de toda sobrenaturaleza, no le es posible al filósofo elaborar constructivamente este concepto por falta de suficientes datos de experiencia e intuición. La Naturaleza que conocemos es la que es movida y se mueve entre la Caída en el pecado original y la Redención, estando afectada hasta lo más íntimo por estas dos modalidades. (Balthasar, H. U. von, El cristiano y la angustia, Guadarrama, Madrid, 19642, pp. 105-106).

Tenemos así definido nuestro marco de reflexión. Dejémonos guiar por la Revelación que nos define las coordenadas fundamentales del problema.

Los relatos del Génesis

Apuntemos de manera sumaria algunas ideas fundamentales presentes en el Génesis y que iluminan nuestra reflexión.

Génesis 1. Ser muy bueno, ser imagen, ser en relación.

  • Este bellísimo relato nos dice que para Dios, y por sí misma por lo tanto, la creación es buena: lo que es, es bueno. En el caso del ser humano, de manera especial: “muy bueno”. La primera calificación, la originaria, es que la realidad y, en ella, el hombre, es buena. San Agustín sacará la conclusión -inevitable- a partir de este texto; ser y ser bueno es lo mismo, el ser es bien.
  • Otra afirmación fundamental es que el hombre es creado de forma especial. Todo el texto habla de una predilección por parte de Dios que lo crea “a su imagen y semejanza”. Ser imagen de Dios será el rasgo fundamental para caracterizar al hombre como nos recuerda Guardini.
  • Y Dios establece un vínculo personal, una relación armoniosa con el ser humano. No se entiende al hombre sin Dios, sin la relación con Dios. Para el ser humano, ser es ser en relación con sus iguales y con Dios de manera especial. Y Dios es Dios con nosotros, que busca y establece nuestra relación con Él.

Una visión positiva se desprende de todo esto: lo creado es bueno, y en el ser humano, esta bondad ontológica se desarrolla en una relación personal.

Génesis 2. Cómo vivir

Este capítulo se centra en el hombre, en cómo tiene que vivir, su tarea. En consonancia con la idea antes afirmada de la identidad entre ser y bondad, podríamos decir que ahora el relato habla de que vivir es realizar la propia bondad en la que consistimos. Operari sequitur esse: el obrar sigue al ser (antes que a la esencia, a la naturaleza).

De manera sugerente se nos dice que la encomienda fundamental es dar nombre a lo creado que es puesto a su cuidado. Y ello, unos junto a otros, en colaboración. Esta encomienda, este trabajo, no es una acción solitaria, sino colectiva que, internamente, manifiesta que las relaciones humanas están basadas en la igualdad.

El relato expresa que el hombre sabe vivir: vive cohesionado internamente, con sus iguales, con su entorno. La clave de la cohesión está en reconocer el centro como centro: Dios. Eso ordena su vida. Y reconocer a Dios como centro es reconocer su condición más honda: es criatura, criatura a imagen de Dios.

El mal en la naturaleza humana

Génesis 3. Tentación y caída

Ya en los primeros capítulos aparece la problemática del mal. El mal es casi originario en la vida humana, aunque no es la primera palabra.

En el relato de la tentación y caída la Escritura da una visión no fatalista del mal: el mal pudo no ser. Se nos afirman dos aspectos fundamentales (puede verse Gesché, El mal): somos víctimas y culpables.

  • Hay un consentimiento por parte del ser humano (tanto de Eva como de Adán) que nos lleva a constatar la real responsabilidad del hombre.
  • El ser humano, siendo responsable, no es protoculpable, dado que es tentado.

Y también, siguiendo este relato vamos conociendo el mal y el pecado por sus efectos. El mal es una desgracia que se opone a la bondad de la creación que ahora no es como debería. Los efectos que la Revelación señala atraviesan todas las dimensiones de la naturaleza humana. Agrupemos estos efectos bajo dos rótulos: fractura y nuevo conocimiento.

Fractura. Comienzan las acusaciones en cadena: ella le dice a él… Y esas acusaciones expresan y realizan la ruptura de las relaciones armónicas. Lo otro (Dios, la naturaleza, los demás) son percibidos como amenazas: no solo se rompe la relación; es que la relación se percibe por el pecado como dañina, amenazante, causante de la pérdida de integridad.

El mal en la naturaleza humana
  • Con Dios: me escondo.
  • Con los otros: enemistad, acusación (“acecharás el talón”).
  • Con la naturaleza (cardos, sudor)
  • Con uno mismo: entre lo que es y lo que se figura de manera errada que se puede ser porque desea “ser como dios”.

Nuevo conocimiento. Se abre a una nueva percepción de sí mismo que integra el conocimiento del mal. Se trata de una percepción, de un conocimiento experiencial, no meramente teórico. Al estar ligado a la experiencia, este saber, esta visión, nos transforma, tiene efectos prácticos sobre nuestra vida.

  • De sí mismo: me entero de que soy vulnerable ante la experiencia de una realidad que aparece como amenazante. Me oculto, me protejo.
  • Ya no se puede ver la verdad: todo es ajeno, disociado; no vemos la gravedad del mal que, por su propia lógica, se esconde, se oculta (creemos que es normal).
  • Olvida su naturaleza de criatura. El carácter de criatura define esencialmente el ser del hombre.

Respecto al carácter de criatura, viene bien traer a colación un comentario de Heidegger (La época de la imagen del mundo, 1938): la modernidad pasa de considerar al ser humano como ens creatum a considerarlo como sujeto. Ciertamente el cambio de perspectiva puede subrayarse hasta hacer olvidar el ser criatura. Somos sujetos: de actos, de propiedades… Pero si olvidamos nuestro carácter de creados nos podemos autocomprender como puro principio: como ser independiente respecto a los demás y Dios (fractura consumada). Afirmar que somos creados es afirmar que nuestro ser es dado, recibido, es afirmar que somos dependientes constitutivamente. En términos abstractos se podría decir que con el pecado se produce el paso de la autocomprensión del ser humano como criatura a la percepción como sujeto (teniendo en cuenta las matizaciones anteriormente mencionadas).

Muchas preguntas se plantean a partir de aquí. ¿Cómo entender este origen del mal?, ¿cómo una vida en armonía tiene una falibilidad tan acusada? El mal se esconde, es excesivo, rebasa lo racional; de hecho, se comprenderá mejor a la luz de la gracia (cfr. CEC 385). ¿Cuál es su fuerza del mal?, ¿cuál es su naturaleza?, ¿qué efectos produce?

La tradición cristiana expresará esta problemática con San Pablo utilizando palabras dinámicas: polaridad de la ley del pecado (que abunda) y la ley de la gracia (que sobreabunda) en Romanos 7 y 8. La doctrina cristiana definirá la naturaleza humana como en estado de caído (inclinada al mal, concupiscencia); pero también, abierta a la gracia (capaz de Dios, potencia obediencial). Esta oposición nos ilumina para no caer en un error funesto: no debemos oponer pecado a la naturaleza, sino a la gracia de Cristo.

  • Es la gracia la que, sanando nuestra naturaleza, nos permite llamar con convencimiento y piedad a Dios “Padre”.
  • La gracia restaura nuestro ser imagen llevándolo a su plenitud, reproduciendo la imagen de su Hijo.
  • Es la gracia la que otorga la esperanza de que, en Cristo, la gracia vence (“¿quién contra nosotros?”).

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2. EXPERIENCIA DEL MAL: EL HECHO Y SU LECTURA

Nuestra reflexión seguirá la distinción clara y básica entre mal padecido, sufrido, que habla de nuestro carácter de víctima, y mal infligido, cometido, que habla de nuestro ser culpable, responsable de un mal voluntariamente ejecutado.

La división es clara. Pero entre las dos dimensiones se producen interferencias. Por ejemplo, si sufro una ofensa, muchas veces me vengo, soy víctima que se convierte en culpable. Y ser culpable deja poso de sufrimiento: el mismo sentimiento de pesar en el que consiste la culpa que puede estar rodeada de tristeza, ira…

Se trata de ver el dinamismo del pecado en nosotros, cómo está presente el mal en nuestra realidad personal, en nuestra naturaleza.

A) Mal padecido, sufrido

Todos tenemos experiencias variadas de sufrimiento. En el dolor, en el sufrimiento, experimentamos un mal que empobrece nuestro ser, que consiste en una pérdida de integridad en algún sentido. Y distinguiremos dos tipos de miradas con las cuales interpretamos y, por lo tanto, vivimos, esa experiencia del mal. Es en esa mirada donde se manifiesta la dialéctica entre pecado y gracia.

1. Sobre la vivencia de la finitud

Una de los debates clásicos en esta problemática versa sobre si la finitud es, en sí misma, una clase de mal. Leibniz nos habla del “mal metafísico”. Esta tesis ha sido contestada muchas veces afirmando que no es tal mal: a lo finito no le falta algo que debiera tener (caracterización del mal por San Agustín de Hipona contra el gnosticismo).

Esta argumentación de carácter metafísico corre en paralelo a la vivencia que de la finitud hacemos y en la que la valoramos positiva o negativamente. Desde la óptica paulina adoptada afirmamos que la finitud no es un mal, sino la condición propia de nuestra naturaleza, aunque a veces la vivimos como mal por nuestra mirada que sigue la lógica del pecado. Veamos formas básicas de la finitud en este punto.

a) Impotencia (finitud como límite)

Experimentamos límites de muy diversos tipos. Podemos describir la vivencia de la impotencia como aquella en la que nuestro querer es mayor que nuestro poder. Es una experiencia clara de nuestra finitud, de nuestro ser limitados: no podemos todo lo que queremos. Pero este no poder admite diversas miradas, lecturas, interpretaciones.

1. La mala mirada que sigue la lógica del pecado

Miramos e interpretamos la finitud de la impotencia como mala cuando la interpretamos sometidos al mal. La finitud parece que nos resta algo que considerábamos debido (“seréis como dioses”). A veces queremos mal, queremos lo que no nos corresponde: que todos nos aprecien de modo mágico, que todo nos salga bien sin esfuerzo…

Esta consideración nos hace ver algo esencial: el mal engaña. El mal nos hace errar sobre la medida ordenada de nuestra finitud. Olvidamos una verdad primera: somos criaturas.

Como se ve, el pecado somete nuestra mirada hasta que no sea transformada por la gracia.

2. La buena mirada que sigue la lógica de la gracia

Recordemos la tesis: la naturaleza realiza su sentido en la medida en que está informada por la gracia. Gratia supponit, non destruit, sed elevat et perficit naturam.

El acoger el don de Dios, el consentir de manera agradecida a nuestra condición de ser una criatura que es imagen de Dios, nos revela que no podemos todo. La gracia educa la mirada: nos permite ver que la finitud no es en sí misma mala sino, sencillamente, una propiedad que define nuestra condición de criatura. La acción de un ser finito libre, es la acción en la que se vive la impotencia, sí, pero no tiene por qué vivirse como un mal indebido.

También queremos más de lo que podemos por nosotros mismos, de una manera adecuada: queremos ser felices, santos, que reine la paz y la justicia en todo el orbe…

Pero podemos más de lo calculado por medidas puramente humanas que no tienen en cuenta nuestra esencial referencia a Dios. Por la gracia, la finitud revela su capacidad. Por ejemplo, el sí de María, sin pecado, que quiere el bien al modo de Dios: vivir de modo agradecido al saberse regalada. En ella se ve lo que la naturaleza humana puede dar de sí y que por sí sola no puede llegar a ser. Esta mirada nos hace ver que la finitud humana es capaz de albergar a Dios que lo es todo (homo capax Dei).

La gracia restaura la radical apertura que define la finitud humana. La apertura al ser en general es dilatada como apertura al don de Dios, una apertura que define al hombre como aquel ser como capaz de acoger libremente un don que colma (Marcel). Y acoger es un acto, no mera pasividad.

Nuestro poder “impotente” se amplía al acoger el don, al transformarse según la lógica de la generosidad y no la del dominio. Tendemos a pensar muchas veces que el poder es dominio-sobre. Y esta es solo una faceta, un modo del poder. Más poderosa que la del dominio, es la acción que hace hacer, que crea, que alimenta, que hace ser (Dios causa causas). El amor es más poderoso que la ira destructora porque es fecundo.

El asiento natural, antropológico, de esta “perfección” de nuestra naturaleza por la gracia, la podemos observar analizando la experiencia, que en circunstancias normales, experimentamos al nacer. La experiencia primera del niño es la de una relación en la que se siente acogido. Ser es algo bueno. La experiencia infantil corrobora e ilumina la noción metafísica del bien como trascendental que habla del ser como don, como la primera generosidad en el ente (análisis de Balthasar y Siewerth).

b) Fragilidad (finitud como poder no ser)

El mal en la naturaleza humana

La vivencia de la fragilidad acompaña nuestra vida. Las crisis, la enfermedad, el fracaso… revelan que somos seres vulnerables. Aquí experimentamos lo que va en contra de nuestro deseo de ser y de ser plenamente. Parece algo extraño a nuestra naturaleza aunque lo reconozcamos como propio.

Somos quebradizos, vulnerables. Estas características nos hablan de una dependencia más aguda que pide un cuidado. Fragilidad y vulnerabilidad hacen referencia a una pérdida de la integridad: poder romperse, por ser herido. Eso también es finitud: no solo límite sino poder no ser, contingencia. La posibilidad de la pérdida de integridad es una manifestación clara de nuestra finitud.

El término “contingencia” de clara raigambre clásica, puede resultar a oídos modernos un término equívoco y separado de la experiencia. No así las mencionadas “fragilidad” o “vulnerabilidad”. En sentido estricto, la contingencia es una modalidad de ser cuyo opuesto estricto es la necesidad y que habla de aquel modo de ser del ente que es pero puede no ser. Este poder no-ser forma parte del ser del ente finito.

Y vuelven a aparecer dos formas fundamentales de mirar esta realidad.

  • En términos existenciales, Sartre lleva hasta sus últimas consecuencias este mal modo de mirar: una vida, una existencia radicalmente contingente (como también la de todo lo que nos rodea) es una realidad que “está de más”, gratuita. Y eso provoca al protagonista de la novela la visceral reacción de la náusea.
  • En el otro extremo la experiencia del niño citada. El niño es el emblema de la vulnerabilidad y fragilidad: las vive sostenido, acogido, amparado. En términos metafísicos, admitir que el ente finito, contingente, es fundado, sostenido es, frente a Sartre, altamente consolador.

c) Dependencia (finitud como ser originado; finitud como condición de pérdida)

La dependencia es otra de las experiencias fundamentales de nuestra finitud y es muestra de nuestra condición de criatura. Somos originados, fundados, sostenidos. Esta dependencia ontológica atraviesa nuestro ser natural.

  • La dependencia es algo natural, coherente con nuestro ser criatura. Habla de que somos finitos, fundamentados. Somos sostenidos: y ese sostenimiento nos hace capaces porque nos hace ser. La ayuda de los demás en distintos órdenes de la vida capacita, empodera, acrecienta.
  • La religiosidad y el carácter teologal de la experiencia cristiana nos habla de la prioridad del dejar hacer sobre el hacer. Recuérdese también la enseñanza de Platón sobre el entusiasmo: el hombre alcanza su medida cuando se deja arrastrar por lo bueno y bello (Fedro).

Todo esto nos habla de que la pasividad es constitutiva de nuestra naturaleza: recibir el ser y el dejar hacer que capacita hablan de dependencia. No tenemos por qué considerar que esto es algo indebido. Este sería uno de los errores del individualismo al interpretar la existencia humana como la de un individuo desvinculado, autosuficiente.

La dependencia es una propiedad humana. Ocurre que el grado de dependencia es variable: grande en el recién nacido y en el niño, aunque va menguando, y creciente también en las situaciones de declive: enfermedades, vejez… La tensión entre autonomía y dependencia es una de las grandes cuestiones vitales. El niño se vive necesitado y en confianza; no sufre su alta dependencia. El problema esencial, moral, se nos presenta en el declive.

Damos un salto cuando pasamos de la contingencia a la pérdida, cuando experimentamos la carencia de algo que nos pertenece. Es la experiencia de la merma, del no ser que se introduce en nuestro ser. Es una merma de nuestra integridad, un declive por el cual no podemos lo que podíamos (aquí la impotencia se intensifica). Es una dependencia añadida a la propia de nuestra condición: es una pérdida.

Esa dependencia intensificada puede degenerar en dependencias que solemos llamar “insanas”. Dependencias insanas en las relaciones humanas (hijos que no se despegan de sus padres, educandos de sus educadores…); adicciones a sustancias o a actividades como el juego, la pornografía…; el pensamiento rígido. Aquí se cuela el pecado que nos incita a justificar una debilidad que deberíamos afrontar.

2. Sobre la vivencia del sufrimiento

Con el análisis de la dependencia ya pasamos del poder quebrarnos a experimentar el quebranto. Podemos distinguir dos situaciones paradigmáticas que causan sufrimiento.

  • La enfermedad. Algunas enfermedades son graves, crónicas, en edades tempranas… Son un golpe a nuestro tranquilo modo de estar en el mundo. Es la vivencia de un sufrimiento “sin culpa”. Somos víctimas aunque no podamos señalar una causa culpable (en sentido moral).
  • Pero hay un sufrimiento “con culpa”. Ser víctimas de ofensas. Somos destinatarios de acciones intencionales ofensivas tanto ajenas como propias. Y esta intencionalidad añade maldad al daño recibido, añade sufrimiento.

Es propio del dolor vivido, del sufrimiento, que curve nuestra subjetividad, que la cierre. Este repliegue sobre sí añade dificultad a la comprensión del mal, ya de por sí difícil porque se esconde. Y la mirada con la que interpretamos estas situaciones puede ser ambivalente (San Juan habla de luz y tinieblas; cf. Jn 3, 19, por ejemplo).

El mal en la naturaleza humana

a) Tinieblas

Si este repliegue propio del sufrimiento se modula por el pecado, el yo se convierte en criterio de juicio. Y así se distorsiona el juicio sobre el mal recibido.

Juzgar objetivamente el mal sufrido, juzgar bien que es una ofensa y su gravedad dependerá de la susceptibilidad y de la sensibilidad. Siguiendo la lógica del pecado, la mirada empañada de la soberbia nos llevará a juzgar que incluso cualquier discrepancia es una ofensa. La soberbia nos lleva a distorsionar el juicio sobre el mal recibido.

Otro engaño es el interpretar la ofensa recibida como castigo merecido cuando no lo es. Se vería aquí una equivalencia vista como acto de justicia al creerme merecedor de una pena. En las situaciones de “sufrimiento sin culpa” (enfermedades…), el mal padecido se puede leer como castigo en un ejercicio de aparente equivalencia, o puede llevarnos a ver culpables donde no los hay.

b) Luz: necesito de algo que me saque de la curvatura excesiva

Sabemos del razonamiento de Sócrates (Gorgias 474b) ante la alternativa sobre qué es mejor, si cometer una injusticia o sufrirla. Y conocemos la respuesta: es mejor sufrirla porque el hacer el mal nos hace malos. En realidad, la alternativa es indeseable a pesar de la nobleza del argumento. La ética de la virtud es una propuesta altísima. Pero el querer realizar los valores, el adquirir virtudes, fortalece nuestra naturaleza pero no hasta el punto de vencer la fuerza del mal. La batalla contra el mal presente en nuestra naturaleza supera nuestras fuerzas.

Para vencer la centralidad del yo que desordena el amor, para vencer la soberbia que dirige nuestra mirada, hace falta un movimiento opuesto. Un abandono, un dejar hacer: un acoger la gracia de Cristo que lleva a plenitud nuestra libertad.

  • Ya la misma constitución ontológica del ser humano nos recuerda que este es el verdadero camino. Es mérito de Nédoncelle el haber opuesto al cogito solipsista cartesiano el carácter recíproco del cogito como dato básico. La reciprocidad, la comunión de las conciencias, es un punto de partida, no una conclusión. Hay una “reciprocidad mínima”, en la base. Como él dice, “la percepción del otro comporta siempre un minimum de abandono” (véase el buen análisis de Pérez-Soba).
  • “Si se pretende, pues, emplear el término crítico, la única actitud crítica para la aceptación de este regalo sería un corazón contento que dice gracias, sin detenerse en sí mismo. Y esto tanto más cuanto que, según el mensaje cristiano, el regalo ofrecido es realmente el amor de Dios cristalizado (y al mismo tiempo fluente): Dios en la forma de su entrega. Tamaño regalo, como queda dicho, solo puede aceptarlo quien, a su vez, adopta la misma forma de entrega, configurada de suerte que se transforma en un puro sí, en gratitud y consentimiento”. (Balthasar, H.U. von, El cristianismo es un don, Paulinas, Madrid, 1973, p. 14)

Si el sufrimiento nos atrapa, perdemos libertad. La gracia acogida libera, fortalece nuestra naturaleza y la lleva a plenitud. En este combate está en juego la libertad.

B) Mal hecho, acción culpable

Cuando se piensa en el tema que nos ocupa (la presencia del mal en la naturaleza humana) la realidad del mal hecho, cometido por nosotros, emerge con fuerza. Podemos analizar dos tipos de situaciones fundamentales para ver esta dinámica. El “mal de los buenos” (situación 1) y el “mal de los malos” (situación 2). Es una progresiva inversión de la vida moral derivada de la influencia del pecado.

Situación 1. “El mal de los buenos”. Hago el mal que no quiero y no puedo hacer el bien que quiero.

El análisis de esta situación se centra en aquellas personas que no quieren consentir con el mal; que están dominados por el yo pero, a su vez, atraídos por el bien, por Dios. O sea: abiertos al bien pero en combate para vencer el mal. Esta situación existencial nos introduce en otro aspecto del mal al que podemos denominar como “mal de los buenos”.

El hecho de que se trate de un combate hace que esta situación, como toda situación humana, sea dinámica, argumental, dramática. No se da el caso de opciones equivalentes sobre las que pueda escoger con claridad e igual indiferencia ante ambas. Lo propio de la vida moral y teologal es que la apertura existencial, la percepción de la belleza del bien, de la gracia, es cambiante. Conforme vamos avanzando en el proceso vital, vamos dilatando o contrayendo la sensibilidad que nos hace más o menos ciegos o clarividentes, como Hildebrand analizó muy bien (Actitudes morales fundamentales -Palabra, Madrid 2003- original de 1965).

Si no aceptamos el don de la gracia vamos a peor, nos hacemos más ciegos aun sin darnos cuenta. O escoges y acoges el don o te va atrapando el mal, el pecado: esa es la alternativa dramática. Si acoges el don, el bien, cada vez estamos más atraídos por el bien. Si escoges el mal, cada vez más atrapados por el mal.

Por naturaleza estamos inclinados hacia el bien. Así de rotundo comienza Aristóteles su Ética a Nicómaco: el bien, lo que todos los entes apetecen. El desarrollo medieval de ello fue la afirmación de dos dimensiones de la voluntad: la voluntad como tendencia al bien en general (voluntas ut natura) y la voluntad racional, electiva que quiere el bien conocido que la razón práctica prudente le señala (voluntas ut ratio). Esta orientación básica al bien es natural. Pero va modulándose por el pecado o la aceptación de la gracia.

El estado de caído de nuestra naturaleza se va perfilando aquí con relativa claridad: veo el bien y no puedo/quiero hacerlo. Estas situaciones muestran la lógica perversa del mal. El mal no añade nada. De hecho, invierte lo bueno. Preferir un bien menor es una inversión de la orientación de la voluntad. Al hilo de esto, San Pablo nos habla de la farisaica voluntad de salvarse satisfaciendo la ley (glorificarse). Es una esclavitud, entendida como la renuncia, a veces ya olvidada, a perseguir bienes mayores.

a) Combate

 El mal en la naturaleza humana

Todos tenemos experiencia de la lucha interna: la de querer vencer la fuerza del deseo que considero inconveniente. Me quiero más a mí mismo que el bien por hacer ahora. Algunas explicaciones dignas de tener en cuenta.

  • Impotencia moral. El análisis que Aristóteles realiza sobre la akrasía, la impotencia. La experiencia de reconocer que lo que ahora deseo no es el bien por sí mismo aunque me siga atrayendo hacerlo. Hay una lucha interna ligada al saber: sé en potencia lo que es el bien por hacer en esta situación, no en acto (dándole la razón parcialmente a Sócrates, cosa que también hará Santo Tomás).
  • Actitud egoísta. Hildebrand desarrolla la categoría de “actitud fundamental” que estaría en la base del obrar moral, en la base de los hábitos morales. Podemos destacar dos: el egoísmo y el respeto (que recuerdan a los dos amores de San Agustín). La actitud fundamental del egoísmo se puede caracterizar por la preeminencia del interés propio sobre el bien trascendente al sujeto.
  • Lucha entre opciones de fondo y deseos actuales. Algo parecido a lo anterior: la “opción fundamental” que podemos realizar en favor de la justicia, la opción de ser bueno en general. Es una buena categoría moral: nos habla de una decisión sobre una forma de ser. Pero las situaciones concretas, las decisiones aquí y ahora, deben corroborarla. La opción de base ilumina, motiva, pero no garantiza que siempre seamos coherentes con ella.
  • Cansancio del donante. El dolor de la compasión puede llevarnos a un límite: no puedo aguantar tanto sufrimiento. No puedo seguir haciendo el bien aunque lo quiera en el fondo. Se va produciendo una pérdida de sensibilidad, una pérdida de frescura del bien por hacer.

Todo esto ocurre si no mantenemos una actitud vigilante de lucha, si no dejamos educar el deseo por el bien, si no dejamos ser colmados más allá del cálculo. En el caso de que nos dejemos conducir por el bien, tiene lugar otra experiencia por la cual el pecado deja de tener poder coercitivo sobre nuestra vida y se desarrolla en nosotros una facilidad, una connaturalidad para el bien (una “vida nueva”).

b) Separación entre lo teórico y lo práctico

Damos un paso más: aquí se da una pérdida mayor de la sensibilidad moral. Puede darse una visión racional teórica del bien moral por hacer entendido como ideal, como valor. Pero es el bien en su universalidad abstracta. La concreción propia de la vida estaría deslindada de este ideal que, en realidad, no me concierne. No vemos el bien y su atractivo en la circunstancia particular. Y por eso no sabemos distinguir el bien del mal: la razón práctica no percibe bien el bien.

* * * *

Con las dos siguientes formas entramos de lleno en la presencia no ocasional del deseo de hacer el mal a otros. Algunos ejemplos.

c) Mezquindad, estrechez

  • Ganas de fastidiar. A veces sin motivo concreto nos agrada y divierte ver el mal que otros sufren. A personas desconocidas y a personas conocidas.
  • Venganzas pequeñas hacia personas que nos han incomodado, molestado, ofendido.
  • En general, mirar de manera estrecha.

d) Voluntad maléfica

Llegamos en este recorrido a un dominio mayor del corazón humano por parte del pecado. Nos asomamos al fondo indefinible del corazón, inobjetivable, donde la ley del pecado es más intensa y poderosa.

En el proceso de intensificación de la inversión de la vida moral (que el bien sea el mal, que el mal sea el bien) damos un paso cuando nos percatamos de la fascinación por el mal. Si el mal nos atrae es que lo percibimos como un bien en algún aspecto. Hacer daño, destruir… ¿habla del bien de nuestro poder? La voluntad maléfica que pretende ordenar la realidad según mi idea, mi deseo, mi querer. El yo y su poder como medida de lo moral.

En el recuerdo esporádico del bien, su atractivo ya no tiene la fuerza que sí tiene la fascinación por hacer el mal a sabiendas viendo en ese mal el carácter de bien para mí en algún sentido, donde la validez moral palidece. Por eso podemos decir que veo el bien pero prefiero el mal donde su carácter de malo es muy claro ya porque, aun siendo mal por sí mismo, no es claramente un mal para mí ahora.

Estamos en la situación en la que no se ve el bien, en la que desoigo el bien posible y prefiero el mal que me domina. Esto supone un desorden profundo de nuestra naturaleza creada para el bien, prácticamente una inversión de nuestro orden natural.

  • Crueldad: disfrutar con el mal ajeno que yo provoco.
  • Codicia que nos lleva a quitar a otro lo necesario.
  • Indiferencia y ceguera culpable por las necesidades ajenas.

Situación 2. “El mal de los malos”. El abismo de la maldad

En Mc 3, 22-30 se nos narra una historia extrema y en la que Jesús juzga este mal como el peor. Este mal que solo Dios conoce: la mala acción, el mal corazón de aquel dispuesto a destruir a Jesús. Es el odio hacia Dios, verdadera decisión y soberbia demoníacas. Es el misterio insondable de la iniquidad, dato revelado al que tenemos acceso solo a través de Jesús en los evangelios y los santos.

Acusan a Jesús de tener a Satanás en su interior. Es una blasfemia contra el Espíritu Santo que Jesús afirma ser un mal imperdonable. Son palabras durísimas y que nos cuesta aceptar. Siempre afirmamos, a renglón seguido, que Dios es misericordioso, que su gracia nos abrirá y nos sacará de la soberbia y, por lo tanto, Dios nos perdonará. Pero en el relato evangélico esa parte no está dicha a renglón seguido. Aquí las palabras son tajantes. La afirmación es clara: hay un mal imperdonable.

El mal en la naturaleza humana

Manifestaciones de esta maldad.

  • Mirada entenebrecida que proyecta la propia oscuridad. Veo el bien, la gracia, la grandeza de Jesús y la interpreto como mal, como algo de Satanás.
  • Palabras, actos que manifiestan la maldad del corazón hasta el punto de terminar matando a Jesús.
  • Desde otra perspectiva, puede citarse aquí el brillante análisis que realiza Arendt sobre ese mal que califica de “imperdonable”: la inversión de la vida moral de los campos de exterminio (Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, 1963).

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3. LA TRANSMISIÓN Y PERMANENCIA DEL MAL

Tras analizar diversas facetas de la presencia del mal en nosotros, de cómo el pecado va invadiendo nuestro ser, veamos ahora, de manera más abstracta, universal, la lógica del mal, su transmisión. Son distintas figuras de envilecimiento de la víctima que tras sufrir un mal, lo realiza como respuesta.

Marcel hablaba de las “técnicas de envilecimiento” que, sobre todo los nazis, utilizaban con las personas. Por influjo de estas técnicas perdemos la conciencia de nuestro valor, perdemos el contacto con nosotros mismos, por lo cual ya no somos dueños, no somos libres.

a) Venganza

Jean-Luc Marion explica con claridad que la lógica propia del mal es la de la venganza. En esa venganza se da la apariencia de justicia por la presencia de la idea de equivalencia: la de la víctima de una ofensa al devolver y hacer un mal a su agresor.

Esa venganza por la que se perpetúa el mal guarda una extraña analogía con la idea clásica del carácter difusivo del bien (bonum diffusivum sui, axioma atribuido tradicionalmente al Pseudo-Dionisio). Pero mientras el bien es fecundo, constructor (hace ser), el mal es destructor; y no es difusivo de suyo, por sí mismo. La venganza es una respuesta del otro, de la víctima. Y solo el perdón paralizaría esta espiral.

Este espíritu de venganza comienza con la negación de la causa que me provoca sufrimiento defendiendo mi causa, mi posición. La acusación parece la única salida para la víctima. Una causa más o menos identificada, más o menos universal.

Y así se establece la lógica del mal: la venganza que rompe relaciones. En su análisis, Marion llega al extremo del suicidio que expresa esta lógica del mal: el preferir la nada que produzco al don infinito que recibo. Aunque habría que decir que esta situación no hay de hecho preferencia alguna: no se ve el don que recibo.

La figura de Satán queda explicada como la de aquel que quiere la impotencia de la voluntad (que se define por querer el bien). Querer el mal: inversión, impotencia que destruye afirmándose a sí mismo. Frente a esto 1 Jn 2, 1: nosotros tenemos un defensor, un abogado ante el Padre. Y esto expresa la dependencia liberadora frente a la autonomía orgullosa.

b) Repetición

Otra figura de transmisión es la repetición.

  • Repetición en la memoria donde el sufriente queda fijado en el mal sufrido en un abuso de la memoria: el resentimiento (que tan bien analizó Scheler en El resentimiento en la moral, 1912).
  • La repetición de lo que ha vivido: el hacer yo lo que me hicieron. Interpreto lo vivido como lo que es creando una enigmática y perversa compulsión.

c) Estructuras de pecado

Juan Pablo II habla de “estructuras de pecado” (Sollicitudo rei socialis, 36) que hacen difícil la realización de un bien fácil. La dimensión social del pecado que cristaliza en estructuras de acción que promueven la realización del mal como algo “necesario” o como un “cuasi-bien”.

* * * *

Es mérito de la gracia reconocer que soy pecador, cuando reconozco la revelación de Jesucristo, que Dios es misericordioso. Ahí reconozco la impotencia de salvarme. Recordamos nuestro ser criaturas, nuestra grandeza (en nuestra miseria): somos capaces de albergar el don de Dios que sobreabunda (Dios mismo que se entrega) y vence el pecado. Con la salvación, la persona se reunifica con la realidad y despliega la llamada a ser bueno.

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4. SI EL HOMBRE ES BUENO O MALO POR NATURALEZA

Para concluir vamos a tratar de manera breve dos problemáticas filosófico-teológicas agudas y perennes: sobre la calificación de la naturaleza humana (buenos o malos por naturaleza) y sobre la falibilidad, la posibilidad de la caída, del pecado. Nos podemos servir de la básica distinción entre ser y operación.

Desde el punto de vista del ser. La respuesta es clara para la visión cristiana. El hombre es bueno por naturaleza. Dios lo ha creado a su imagen. Y a partir de aquí, la teología medieval incluyó con naturalidad la idea metafísica de que ser es algo bueno (el bien como trascendental que experimenta el niño al nacer y ser acogido como hemos visto).

Derivada de esta bondad ontológica es la orientación al bien desde el punto de vista operativo. Con el conocimiento aparece el deseo como dice Aristóteles. Y el bien es lo que todos apetecen. Nosotros también. La medida de la realización del hombre es el bien realizado al cual naturalmente está orientado.

Pero esta orientación se complica con la aparición del pecado. Emerge con fuerza el yo como criterio del bien que se opone al bien por sí mismo (y más aún, a la voluntad de Dios). Vivimos en tensión, con la presencia de fuerzas contrapuestas: la del pecado a la que nos oponemos cuando acogemos el don de Dios.

Pero nuestra naturaleza es histórica, social. Nos instalamos en una situación socio-histórica que es un precipitado del cúmulo de decisiones de la humanidad. Hay estructuras de pecado y estructuras de virtud que nos influyen, que modulan esa orientación al bien que necesita ser reorientada por la presencia del pecado.

Históricamente, los hechos y las situaciones parecen dar la razón a Hobbes. El hombre es un lobo para el hombre sobre todo cuando hay competición por bienes escasos (lo cual es muy frecuente). Para este autor, todos somos iguales en nuestra avidez natural. La avidez no será natural como pensaba Hobbes, en sentido de haber sido creados así, pero la condición humana actual tiene en el deseo básico del tener una fuerza que cae muy pronto en abusos. El egoísmo y el miedo que señala Hobbes también parecen describir bien al ser humano. Otra cuestión es que la política omnímoda sea la única respuesta posible a esta situación (aunque la política tiene que ser parte de la solución ya que somos políticos por naturaleza).

La famosa frase que hizo famosa Hobbes está sacada de Plauto quien, en una obra de teatro, Asinaria, afirma que “lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”. El sentido de la frase en Plauto es distinto al que nos hace ver Hobbes. Es una variación de la regla de oro.

Rousseau es el otro filósofo moderno que ha popularizado la respuesta opuesta. El hombre es bueno por naturaleza. Pero, ¿qué significa esto? ¿Tener buenos sentimientos? ¿Obraríamos bien si no entrásemos en contacto con los demás? Además, la contraposición entre naturaleza y cultura que plantea Rousseau es excesiva y simplista. La naturaleza humana es cultural, no algo previo a ella. Y además, ¿la cultura es mala? ¿Toda obra del hombre es mala? Es un planteamiento del problema confuso.

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5. SOBRE EL ORIGEN DEL MAL. LA FINITUD HUMANA: “LA NO COINCIDENCIA CONSIGO MISMO”

La Revelación nos habla del origen del mal pero deja preguntas sin respuesta. ¿Cómo, si vive en armonía, el hombre peca? Porque es falible. Pero esa falibilidad es también de carácter moral. Lo teologal, ¿no es tan fuerte como para que el hombre permanezca en el bien? Misterio de iniquidad dirá san Pablo. Y aquí “misterio” parece decir que hasta el mismo san Pablo no tenía respuesta.

¿Planteamos bien la pregunta? Y si está bien planteada, ¿tenemos derecho a plantearla si la Revelación no la responde? Y si “la gracia perfecciona la naturaleza”, ¿por qué no elimina el carácter de “caída” que la caracteriza?

La falibilidad es natural, pertenece a nuestra naturaleza creada. No es la falibilidad la que hay que curar. Como ya hemos dicho, es un nombre de la finitud de un ser libre. Lo que hay que curar es el pecado y su fuerza.

La finitud humana es peculiar: es la finitud de un ser estructuralmente abierto a la totalidad de lo real tanto desde la razón como desde la voluntad y los afectos. Siendo finito, limitado, está abierto de manera irrestricta. Dada esta tensión entre limitación y apertura, podemos afirmar que en la finitud habita una desproporción entre una finitud ineliminable y una infinitud a la que está abierta.

Le debemos a Ricoeur el estudio detallado y matizado sobre esta cuestión. Ricoeur glosa a Pascal en su afirmación sobre la grandeza y miseria del ser humano y a Maine de Biran en su aforismo sintético: homo simplex in vitalitate, duplex in humanitate. (“El hombre lábil”, Segunda parte de Finitud y culpabilidad, 1960).

El ser humano es un ser desproporcionado, síntesis de finitud e infinitud. Por ejemplo: la perspectiva finita que define nuestro conocimiento, nuestro ángulo de apertura cognoscitiva a la realidad (influyen nuestra situación biográfica, convicciones, saberes…) y las trascendencia de la perspectiva (la infinitud) por la que somos capaces de juzgar la perspectiva en cuanto que perspectiva (por lo tanto, no encerrados en ella).

Esta desproporción es una brecha íntima y habla de una distancia interior, de una no coincidencia consigo mismo. Es aquí donde se ve la posibilidad de la caída, la fragilidad, la labilidad. Pero es su condición de posibilidad, no su causa. No hay identificación entre finitud y culpabilidad.

Por otro lado, Balthasar nos habla de la “pretensión de la finitud” en la Teodramática. Es la pretensión de insertar lo absoluto en lo relativo, lo definitivo en lo transitorio. Si ese deseo, inagotable, no se aquieta en Dios, emergen las figuras de Fausto y del Superhombre. Si absolutizamos el polo de la autonomía que caracteriza al ser humano (negando nuestro ser regalado), nuestra libertad se convierte en norma del bien.

Estas reflexiones, en consonancia con el pensamiento clásico, nos permiten ver que la apertura irrestricta de un ser limitado es tanto condición de posibilidad de la caída como condición de posibilidad de acogida y aceptación del don de Dios. El deseo natural de ver a Dios del que habla la tradición cristiana, la potencia obediencial que nombra la orientación y posibilidad de acogida de la gracia también es una “no coincidencia consigo mismo”. El ser que es capaz de pecar es el ser que puede acoger la gracia, que puede vivir la presencia de Dios (inhabitación) para transfigurar su vida teologalmente (divinización), para llevar a plenitud (concurso de Dios y del hombre) el ser creatural a imagen del Hijo encarnado. Es la estructura natural que culmina con la gracia.

Véase el bello escrito de Guardini sobre la melancolía, sobre la insatisfacción de aquel que aspira a un todo que no posee y que se sufre porque nada concreto calma ese anhelo. O como dice Ricoeur: “el hombre es gozo de sí en la tristeza de lo finito”.

Balthasar, reflexiona sobre la angustia derivada de esta no coincidencia consigo mismo. Nuestro autor distingue dos tipos fundamentales de angustia: la angustia del pecado y la angustia de la Cruz.

  • La angustia del pecado que se vive y experimenta como aislamiento, como un querer (consciente o no) ser olvidado por Dios.
  • Y en oposición, la “angustia de la Cruz”. Es la angustia de Cristo, una angustia fecunda derivada de cargar con el pecado pero sin consentir con él. Es una angustia fecunda que dilata el amor. Y esta angustia fecunda la observamos en nosotros en el afrontar lo valioso, en la disposición a sacrificarse por otros, en el asumir el lugar de los demás.

Y ya, desde un punto de vista metafísico, Pieper se plantea este problema de la mano de santo Tomás. Y con él, apela a la contingencia que habla de la presencia de la nada en todo lo creado como criatura que es. La posibilidad de no ser, la posibilidad de la pérdida de la integridad es reflejo de que somos creados de la nada. Y es esa posibilidad, esta contingencia, la condición de posibilidad de la caída (aunque el mismo Pieper dice que esta no es una respuesta acabada; no puede haberla).

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COROLARIO. OBEDIENCIA Y LIBERTAD

Solo es verdaderamente libre el que escoge el bien, el que ama. El que se entrega, el que se fía, el que obedece, dispone de sí en la apertura al otro que hace ser. Nuestro ser relacional permite aceptar estas dos palabras juntas en mutua iluminación.

Solo es verdaderamente libre el que acoge la gracia, el don de Dios que colma el profundo deseo que el mismo don desvela. Sabernos criaturas, vinculados, ilumina la comprensión y vivencia de la libertad, la comprensión de que el bien por hacer es valioso por sí mismo, y que desearlo y realizarlo es uno de los nombres de nuestra vocación.

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Bibliografía

BALTHASAR, H. U. von, El cristiano y la angustia, Guadarrama, Madrid, 19642

CABADA, M., La vigencia del amor. Afectividad, hominización y religiosidad, San Pablo, Madrid, 1994. (Excelente estudio sobre la importancia de la afectividad en el desarrollo del niño en sus primeros capítulos).

FORTE, B., Lo eterno en el tiempo. Ensayo de antropología sacramental, Sígueme, Salamanca, 2000 (En especial los capítulos 3 –“antropología negativa” y 4 – “antropología abierta”-).

GESCHÉ, A., Dios para pensar I. El mal. El hombre, Sígueme, Salamanca, 1995 (Se trata de un conjunto de artículos que fueron reagrupados bajo ese título general, “Dios para pensar”. Los relativos al mal son de muy recomendable lectura para este tema).

GUARDINI, R., Acerca del significado de la melancolía. Disponible en: https://guardini.wordpress.com/acerca-del-significado-de-la-melancolia/

PÉREZ-SOBA, J. J., “¿Personalismo o moralismo? La respuesta de la metafísica de la comunión. (Alcance del análisis de Maurice Nédoncelle)”, QUIRÓS, A., SARMIENTO, A., MOLINA, E, ENÉRIZ, J., PEÑACOBA, J., El primado de la persona en la moral contemporánea, 1997, 281-292. Disponible en: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/5563/1/JUAN%20JOSE%20PEREZ%20SOBA.pdf

PIEPER, J., El concepto de pecado, Herder, Barcelona, 1979

RICOEUR, P., Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid, 2011 (había edición anterior en Taurus). Segunda parte: El hombre lábil, estudia la desproporción y la posibilidad del mal.