TEMA 3.- ONTOLOGISMO, AGNOSTICISMO Y ATEÍSMO.
1.- Posturas ante la existencia de Dios
Para clarificar algunos términos fundamentales y a la vez para servir de introducción al estudio de las posturas que niegan, bien la existencia de Dios, bien la posibilidad de conocerlo mediante la razón, describimos brevemente y en primer lugar las principales posturas que se han producido acerca de la existencia de Dios.
a) Teísmo. El término “teísmo” viene a significar la afirmación teórica y práctica de Dios. Supone que Dios puede ser conocido, de manera incompleta pero cierta, por medio de la razón humana; está abierto, en principio, a que Dios pueda revelarse al ser humano, de modo que la fe religiosa sería la apertura y aceptación del mensaje revelado por Dios. Esta postura será la que expondremos y analizaremos de forma detallada a lo largo de todas estas reflexiones.
b) Deísmo. Muy distinto sin embargo del teísmo es el llamado “deísmo”, que admite la existencia de un Ser supremo, creador (arquitecto) y diseñador del universo físico, pero impersonal, distante y lejano, que no interfiere en el mundo, en el destino del ser humano y de la historia. Por supuesto niega igualmente la idea de una revelación divina y de religiones fundadas en lo sobrenatural. La lucha contra el aspecto sobrenatural de la religión cristiana ha sido uno de los aspectos sobresalientes del deísmo. Acepta la existencia de “un Dios”, pero sólo en el ámbito de la “religión natural” (una cierta creencia sentimental recluida dentro de los límites de lo racional). Los ilustrados Bayle, Mandeville, Tindal, y Toland figuran en los orígenes del deísmo. Pero el más sobresaliente fue Jean Marie Arouet, Voltaire.
Se tiende a una identificación de Dios con la Naturaleza o con una Fuerza natural, y viene a ser como una “idea o razón explicativa” del orden cosmológico y ético, abstracta, impersonal. Será un “Dios relojero”, creador pero distante. Pero más que un Dios real, lo que el deísmo propugna es la “idea de Dios”. De esta “idea” habla Voltaire cuando escribe que “si Dios no existiera, habría que inventarlo”. En el fondo, se trata de una hipótesis, útil en principio, pero que más tarde o más temprano se verá como inservible frente a las leyes físicas, al poder del consenso social o a las ilusiones de la conciencia subjetiva. El único Dios admisible es un Dios que no rebasa el alcance de una razón que solo mira hacia sí misma y no hacia la realidad como tal. Una razón que, en un momento dado, incuso llegará a asumir ella misma el lugar de Dios, juez de lo verdadero y de lo falso, de lo que es y lo que no es. Los revolucionarios ilustrados deificarán a la Razón humana cuando coronen a una mujer, disfrazada como la Diosa Razón, en la catedral de Notre Dame en 1793.
Parece claro, por lo demás, que un “Dios inventado” -o “inventable”- no puede ofrecer una explicación suficiente, no solo al origen del universo y a la legalidad moral, sino a la existencia humana en todo su dramatismo y singularidad, así como a la necesidad de encontrar el porqué, el sentido a la realidad en su conjunto y de saber si ésta le importa a su alejado Creador. El Dios de la “religión natural” que sólo puede ser aceptado si encaja en los límites y esquemas de la razón humana, acabará siendo confundido -es lo coherente, aunque resulte decepcionante- con la razón misma, y en el fondo con el propio ser humano.
c) Panteísmo. No muy lejano temáticamente al deísmo es el panteísmo. Este término significa que “todo es Dios”. Dios no es de ningún modo un ser personal y niega su trascendencia al identificarlo con el conjunto total de las criaturas o seres de la realidad. Rechaza la distinción de Dios respecto del mundo. Una concepción de este tipo puede hallarse en el budismo, o en determinados movimientos sincretistas: ecologismo, New Age, etc.
A lo largo de la historia de la filosofía el panteísmo ha presentado varias modalidades, como el panteísmo emanatista, para el que el mundo sería una prolongación, emanación o desarrollo necesario (y no libre) del mismo Dios (Plotino y el neoplatonismo, Escoto Eriúgena, Avicena, Giordano Bruno...) Puede hablarse también de un panteísmo evolucionista o materialista, según el cual el mundo evoluciona por su propia deriva, a la vez azarosa y necesaria, suscitando paulatinamente la aparición de todos los seres a lo largo del tiempo (Diderot, D’Holbach, darwinismo, R. Dawkins...)
Pero quizás los representantes más importantes del panteísmo filosófico (además del precedente de la filosofía griega, (Heráclito, Parménides, estoicismo...) sean Spinoza y Hegel. Spinoza identifica a Dios con la “Sustancia universal” y con la “Naturaleza”; todos los entes de este mundo serían atributos o modos de la Sustancia única. Para Hegel, el mundo no es más que el despliegue cada vez más perfecto de la realidad que, siguiendo un “plan racional”, se desarrolla hasta su plenitud definitiva que es el Espíritu Absoluto, del cual todas las cosas no son más que momentos sucesivos, finitos, parciales, “negativos” (provisionales) y sin valor en sí mismos, encadenados por una lógica hecha de negaciones y conflictos, la dialéctica, y que culmina en una Autoconciencia Plena, perfección Absoluta de Dios.
El panteísmo es contradictorio (identifica perfecto e imperfecto, finito e infinito, contingente y necesario), implica un claro determinismo en el que se hace muy difícil explicar la sustantividad del ser humano, de cada persona; así como la evidencia experiencial de que ésta puede realizar elecciones y tomar decisiones propias, y el hecho consiguiente de que el ser humano experimente una responsabilidad indudable acerca de sus acciones libres. Si fuéramos sólo una parte del “Todo” divino, no tendrían sentido estas evidencias de nuestra subjetividad consciente y libre. Por otra parte, tampoco es fácil explicar que de un Ser divino “sin rostro”, impersonal -“Algo”, no “Alguien”- hayan podido surgir seres dotados de un ser personal. No parece razonable que el panteísmo sea la fórmula más acertada para entender este mundo repleto de realidades y de diversidad. Se hace difícil asumir nuestra vida con un mínimo de dramatismo si hacia Dios solo cabe un estricta relación de pertenencia pero nunca, en ningún caso, posibilidad alguna de interlocución, de diálogo.
El panteísmo choca contra la realidad moral. Además de excluir toda responsabilidad personal (mérito, culpa), viene a justificar todo lo que tiene realidad; si todo lo que sucede es necesario (e implícitamente “bueno”), la distinción entre bien y mal carece de sentido.
Como afirma el profesor Juan Arana, “el panteísta no espera ningún signo ni revelación de lo alto, sino que saca de lo más hondo de sí el mensaje que anuncia.” No espera nada de Dios porque la divinidad, carente de entidad personal, piensa y se expresa ya en todo momento a través del mundo (y de él mismo, que es una parte del mundo), reducido a mero instrumento suyo.
d) Ontologismo. Es una postura filosófica que mantiene que Dios es lo primero que alcanza nuestro conocimiento, de modo que su existencia resulta inmediatamente evidente por una especie de intuición intelectual o afectiva, y por lo tanto su demostración es superflua. Dios sería lo primero que conocemos -primum ens, primum cognitum-, la fuente de todos los demás conocimientos humanos. Los filósofos más destacados en esta postura son Malebranche, Gioberti y Rosmini.
Sin embargo es bastante claro que lo que de modo inmediato se capta no es el ser en sí mismo -que se identificaría con Dios-, sino entes que tienen ser. El ser divino no se halla implícito en cualquier intelección; de Dios no tenemos intuición, frente a lo que sostienen los ontologistas. Por otra parte, si bien cabe afirmar que Dios es el fundamento, la fuente ontológica, de las cosas finitas (creadas), en el orden del conocimiento ocurre a la inversa, son las cosas creadas, finitas, la “fuente cognoscitiva” de nuestro conocimiento de Dios.
e) Agnosticismo. Ya hemos indicado que la existencia de Dios no es inmediatamente evidente para nosotros. Pero hallamos con cierta frecuencia una postura que lleva esto al extremo, a la negación de la posibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Recibe el nombre de agnosticismo. Ag-noscere significa, etimológicamente, desconocer, ignorar.
Hablando con rigor, el agnosticismo no es lo mismo que el ateísmo (Nota 1). El agnóstico no niega, en principio, la existencia de Dios, como hace el ateo; lo que rechaza es la capacidad del hombre para probar argumentativamente dicha existencia. Hallamos presente esta postura, por ejemplo, en el fideísmo, en Kant y en el positivismo en general (Comte, Carnap, Russell, Ayer...). Para el positivismo, en concreto, el de Dios no es un tema dotado de sentido, ya que es inverificable, y sólo lo que se puede verificar poseería sentido (aunque el principio de verificabilidad, por cierto, tampoco es verificable...)
Suele distinguirse entre el “agnosticismo negativo”, propio de quien rechaza explícita y definitivamente toda posibilidad de acceder a Dios por medio de la razón (Protágoras, Ockham, Kant, Ch. Darwin, Th. Huxley, B. Russell, Neopositivismo...) y el “agnosticismo positivo”, que carece de seguridad a propósito de este conocimiento, pero se halla abierto, como en búsqueda; duda de haberlo hallado y reconocido más allá de un simple “algo tendría que haber”. Pueden considerarse dentro de esta modalidad el poeta Rilke, M. Unamuno o el dramaturgo y político Vaclav Havel.
El agnosticismo, en todas sus modalidades, supone la negación de la Metafísica. Y es que el camino más seguro para acceder racionalmente a Dios es precisamente la “filosofía primera”, abierta al conocimiento del ser y de las causas más profundas de la realidad. Negar esta posibilidad es renunciar de plano al acceso a los asuntos más fundamentales que el ser humano puede y necesita plantearse. Es renunciar en el fondo a una explicación y resignarse a la ignorancia (agnoscere).
Existen motivos y razones suficientes para esperar de la capacidad racional un “acceso a Dios”. La experiencia general (sensible, intelectual, estética, afectiva...) del ser humano nos ofrece un mundo, una realidad formada por el conjunto de las cosas que nos rodean y por nosotros mismos. Y nuestra reflexión nos cerciora de que el modo de ser de esas cosas no es pleno, sino que está sujeto a limitaciones de todo tipo. Cosas inestables en su ser, que surgen y perecen, que experimentan modificaciones y cambios, que presentan un cierto orden, una belleza relativa... Esta finitud en sus perfecciones y cualidades, esta limitación en el ser, suscita la pregunta por su fundamento y origen, por su razón de ser; existen pero podrían no haber existido; son, pero pueden dejar de ser. Se plantea así, para la razón, una necesidad de hallar explicación, de saber acerca de los porqués últimos que den razón de por qué existe algo, por qué hay una perfección relativa, una cierta belleza, un orden que atraviesa cuanto contemplamos, y cuál es la razón de nuestra existencia misma. Y el camino más seguro para ello es el de la Metafísica del ser y el recurso al principio de causalidad.
f) Fideísmo. Puede darse en algunos autores o corrientes un agnosticismo desde el punto de vista racional, pero a la vez un fideísmo, según el cual se admite la existencia de Dios sólo por la fe (o por otros medios como el sentimiento, o la racionalidad moral –en el caso de Kant, por ejemplo-) pero se niega o se duda seriamente de poder conocerlo racionalmente. Pueden citarse aquí, entre otros, el Islam, Guillermo de Ockham, Nicolás de Cusa, Lutero, Calvino, Pascal, S. Kierkegaard...
Sin embargo fe y razón no son incompatibles; al contrario, se complementan y ayudan mutuamente. En el planteamiento fideísta falta el recurso racional a la Metafísica, según el cual la existencia del universo no se explica por sí misma, y esto remite a la existencia de una Causa –Dios- que está por encima de él. Una teología basada solo en la fe, sin “horizonte metafísico”, no podría rebasar el límite de la experiencia religiosa subjetiva, y así, privada la fe de la aportación racional, correría el peligro de reducirse a mera efusión sentimental, mito o superstición, dejando de ofrecer así una propuesta universal. (Cfr. Juan Pablo II, Fides et Ratio, n. 48)
2. La negación de Dios: el ateísmo.
En principio, el caso del ateísmo es más rotundo que los planteamientos anteriores; lo es tanto como el teísmo. En aquél se niega expresamente la existencia de Dios como en este se afirma. Sin embargo, el ateísmo es un fenómeno derivado, como se desprende del mismo término, ya que se sugiere que la afirmación de Dios sería la postura originaria, a la cual se opone (después) el ateísmo, en el cual se halla implícito un cierto conocimiento de lo que se niega.
Desde el punto de vista histórico, la presencia de diversas formas de religión se constata como un elemento consustancial en las diferentes culturas. La negación de Dios surge como una actitud derivada, en cierto modo opuesta al común sentir, lo cual explica que se haya tratado hasta tiempos recientes de un fenómeno claramente minoritario.
Ciertamente, en todas las épocas sabemos de la existencia de ateos: sofistas, epicúreos y estoicos en Grecia, pragmáticos como Maquiavelo y Hobbes en el Renacimiento, ilustrados, idealistas, materialistas, positivistas... Pero hasta el siglo XIX y sobre todo en el XX (Nota 2), no ha pasado a ser un fenómeno cultural de notable alcance, fruto de los materialismos -teóricos y prácticos- que han proliferado en el marco del contexto posthegeliano (Nota 3): marxismo, positivismo, darwinismo, vitalismo, existencialismo, psicoanálisis, postmodernidad...
Ateísmo teórico y práctico.
La negación de Dios aparece, bien como refutación o rechazo explícito de la existencia de Dios, o bien como un actitud existencial de vivir al margen de cualquier referencia a Dios. En líneas generales, así pues, el ateísmo puede ser teórico o práctico.
Hay un ateísmo teórico, en efecto, el de quienes niegan la existencia de Dios, como conclusión o como parte de un proceso intelectual (algunos sofistas griegos, Epicuro, Hobbes, Hume, Bayle, Diderot, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, Sartre, Monod...)
Y hay también un ateísmo práctico en quien, sin elaboraciones teóricas especiales, se comporta como si Dios no existiese, es decir, sin preocuparse para nada de su existencia y organizando la propia vida, privada y pública, prescindiendo de la existencia de un Principio absoluto trascendente. Se podría hablar aquí de indiferentismo respecto de Dios. No se niegan las verdades de la fe o los rituales religiosos, ni tampoco las explicaciones racionales, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, separados de la vida, inútiles. En consecuencia se viene a creer superficialmente, si acaso, en Dios y se vive ‘como si Dios no existiera'. Pero este ateísmo no es menos dañino que el teórico; al contrario, esta forma de vida es aún más destructiva, porque conduce a la indiferencia hacia la fe, hacia los esfuerzos y logros de la razón -es en el fondo una “renuncia a pensar”-, hacia la cuestión de Dios en general y hacia el sentido mismo de la vida.
El ateísmo filosófico moderno puede explicarse como punto de llegada de un proceso que discurre a lo largo de la Modernidad, en el que unos planteamientos filosóficos van sirviendo como premisas a otros y estos a su vez dan lugar a una proliferación de formas de ateísmo desde el siglo XIX hasta nuestros días:
El ateísmo “prometeico” contemporáneo.
Desde otro punto de vista, frente al ateísmo “clásico”, que entiende que la “facticidad del mundo” no requiere un Creador, el ateísmo “contemporáneo” concibe en gran parte la negación de Dios como exigencia necesaria para la afirmación del hombre y de lo humano, como si se tratase de dos realidades excluyentes. Es lo que ha dado en llamarse humanismo prometeico (Nota 4). Se concibe aquí al hombre como un ser autosuficiente, que se hace a sí mismo de algún modo, en el sentido de que no “se debe” a nadie ni “es para” nadie. Y así, si el hombre es libre, entonces Dios no puede existir, porque sería un límite evidente para la autoafirmación de la voluntad humana. Se podrían incluir en este caso Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud y Sartre. En elocuente expresión, Feuerbach y Marx afirman que “el hombre es para el hombre el ser supremo”.
Se lee ya en la tesis doctoral de Marx: “La filosofía hace suya la profesión de fe de Prometeo: ‘Odio a todos los dioses’. Y esta divisa le enfrenta a todos dioses del cielo y de la tierra que no reconocen la autoconciencia humana como divinidad suprema. La filosofía no tolera rival alguno y repite la respuesta que le diera a Hermes, servidor de los dioses: ‘Jamás, tenlo por seguro, jamás cambiaré mi condición miserable por tu servidumbre; porque prefiero mi veces estar encadenado a esta roca que ser el lacayo fiel de Zeus’. En el calendario filosófico, Prometeo ocupa el primer lugar entre los santos y los mártires”. (Nota 5) Nietzsche lo dirá de manera más directa: “Dios no existe, porque si existiera, tendría que serlo yo” (Así habló Zaratustra).
Lo que Nietzsche denomina “la muerte de Dios” es la afirmación de que lo finito no remite a una trascendencia: lo terreno, lo inmanente es la realidad única... pero en ella no existe sentido ni finalidad alguna. El hombre carece de un horizonte que le permita orientarse. No obstante, se avecina la llegada del superhombre que, yendo más lejos que el hombre mismo, impondrá su voluntad de poder confiriendo así sentido a lo terreno.
Este será en cierto modo el punto de partida de Sartre: propugna que su existencialismo no consiste en otra cosa que en sacar las últimas consecuencias de la negación de Dios. Así, no existen referentes éticos objetivos en la naturaleza de las cosas ni en una identidad humana porque no hay un Dios que las determine. Y si Dios no existe, todo esta permitido, como escribía Dostoievski, y entonces es el hombre, que es pura libertad autorreferente, el que se hace a sí mismo al elegir. Ese es el único “sentido” posible. Pero en el fondo, todo es absurdo, todo “está de más”.
El ateísmo de la indiferencia: la ausencia de Dios.
Otra variante del ateísmo contemporáneo -que puede considerarse como un “indiferentismo”- es el modelo economicista de sociedad y de civilización según la cual el “hacer”, el “placer” y el “tener” humanos, plasmados en el consumismo, resolverían los principales problemas y ansiedades del ser humano, lo que haría de Dios un ser innecesario. Nos conformamos con el éxito y el bienestar en esta vida, y punto. Se trata más bien de un ateísmo práctico, de un pragmatismo –en el que la verdad y la realidad son sustituidas por la utilidad, el placer y la eficacia- merced al cual se puede diseñar o soportar la vida humana al margen de Dios, como si Éste no existiese. Aquí no estamos ya ante un fenómeno social minoritario sino ante un fenómeno extendido con cierta notabilidad por sectores y ámbitos culturales diversos.
El materialismo y el ateísmo teóricos tratan de excluir a Dios como condición para que el hombre sea de verdad libre, autónomo e independiente –en cierto modo, “creador de sí mismo”-; para ello trata de amordazar y negar el ansia de Dios por considerarla “alienante”.
El ateísmo economicista y el materialismo pragmático, por su parte, narcotizan dicha ansia y quizá de una manera, si cabe, más eficaz, puesto que el ansia de Dios se aplasta con más facilidad por medio del egoísmo cómodo, de la riqueza material, del consumismo y de la opulencia -“no necesito a Dios, yo me basto”- que por medio de la violencia o la estricta negación.
Según Leonardo Polo, el ateísmo contemporáneo está vinculado a la desintegración del ser humano. El hombre atraviesa hoy una situación de interna división; duda de sí mismo, y esa duda le impide concentrar su esfuerzo; y como afrontar el tema de Dios exige un gran impulso, el hombre desintegrado renuncia o desiste.
El ateísmo actual -sobre todo el de la indiferencia- es fruto de la dinámica histórica que conduce del teísmo al deísmo, y de este a la nada. La difusión de la ignorancia de la cultura religiosa y la radicalización de la secularización -iniciada ésta siglos antes- son dos de sus consecuencias, patentes en la Posmodernidad. En realidad es la manifestación en el plano religioso de un proceso mucho más amplio que afecta a toda la sociedad: la desvinculación, es decir, la pretensión antropológica, moral y cultural de que el logro de la plena realización personal solo es posible mediante la satisfacción de las pulsiones del deseo, constreñido por la lógica del mercado y el éxito económico y político. La técnica se presenta como la herramienta idónea para que el hombre logre evolucionar “más allá” de sí mismo: es el transhumanismo y el posthumanismo.
Para situarse ante el ateísmo en el terreno de la confrontación filosófica, en el debate de las ideas y de los principios que sostienen la existencia humana, se puede proceder, por un lado, “mostrando (ad absurdum” en cierto modo) que de la negación de Dios se sigue la consecuencia de que la vida no tiene ningún sentido: “todo está de más” (Sartre). Por otro lado, cabe debatir acerca de la incongruencia de los argumentos concretos empleados por determinados autores: el reduccionismo de ciertas formas de cientificismo materialista, por ejemplo, o que en el materialismo no es posible justificar la existencia de algo que trasciende la materia, como es el espíritu (lo menos perfecto no puede ser causa radical de lo más perfecto). O también la inviabilidad de la sustitución “prometeica” de Dios por un ser humano autosuficiente... que no existe (la dependencia acompaña siempre al hombre; y de ahí que se recurra a la “ficción” y la utopía posthumanista; que es para algunos, en el fondo, una religión sustitutiva). Como escribía Chesterton: “cuando no se cree en Dios se cree en cualquier cosa”.
Afirma Leonardo Polo que “el ateísmo es peculiar de la cultura occidental en una de sus fases y en ciertos grupos, ahora bastante extensos. En otras culturas no se da; no hay culturas ateas, aunque a veces la idea que se tiene de Dios es poco acertada. El sentido de reverencia es algo propio del hombre; además la palabra cultura remite al cuidado y al culto: el hombre debe ponerse al servicio de lo que obliga, y ello implica un ser del que el hombre depende.” (Introducción a la filosofía, Eunsa,pág. 181)
Pero quizás la manera más rotunda de impugnar filosóficamente el ateísmo consiste en proceder a demostrar racionalmente la existencia de Dios.
Así pues, recapitulando lo visto hasta aquí: frente al ontologismo, afirmamos que la existencia de Dios no es evidente, y que debe demostrarse. Frente al agnosticismo (y al fideísmo) hay que afirmar que, si bien no es posible conocer todo lo que Dios es, sí puede demostrarse que Dios, fundamento y causa primera de la realidad, existe. Y frente al ateísmo, hay que proceder a demostrar que Dios existe. Este será nuestro siguiente paso.
NOTAS
1.- Aunque el agnosticismo podría interpretarse cabalmente también como un ateísmo práctico: en la práctica no se cuenta con Dios.
2.- Es muy valioso el análisis del ateísmo del siglo XX que se lleva a cabo en la Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II (ver n.7 y nn. 19-21)
3.- Muchos de los filósofos posteriores a Hegel (1770-1831) no conciben otra idea de Dios que la formulada por éste, a la cual se oponen en sus argumentos. El dios al que se enfrentan, en el fondo, es el dios hegeliano, en el que no ven sino una rebuscada invención humana. “El dios de Hegel es el superlativo humano”, escribe Kierkegaard. Pero la mayoría (no es el caso del filósofo danés) se quedan en el rechazo de ese Dios sin pensar en que puede haber otras concepciones más acertadas. Así Bakunin, por ejemplo, sostiene que Hegel “ha matado definitivamente al buen Dios, ha quitado a esas ideas su corona divina, mostrando a quien supo leerlo que no fueron más que una creación del espíritu humano que recorrió la historia en busca de sí mismo.” (Dios y el Estado. Ed. Júcar, Gijón, p. 116)
4.- Prometeo, en la mitología griega, era un semidiós al que se presenta como amigo de los humanos. Desobedece a los dioses para ayudar a los hombres entregándoles el fuego que roba a aquellos, símbolo de la inteligencia y de la técnica, por lo cual es castigado por Zeus y encadenado a una roca en el Cáucaso, donde un águila le roe las entrañas cada mañana. Prometeo no rehúye su destino y prefiere permanecer encadenado a retractarse y servir a los dioses del Olimpo. El prometeísmo significa la rebeldía del hombre frente a la divinidad, como afirmación de sí mismo.
5.- Diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro. Prólogo.