TEMA 2.- LA FILOSOFÍA Y LA PREGUNTA POR DIOS (A VISTA DE PÁJARO): GRECIA, CRISTIANISMO, FILOSOFÍA MODERNA, FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA.
La pregunta por Dios surge desde los inicios de la filosofía tanto en relación con el universo como con el hombre. Muy posiblemente haya sido la experiencia de la finitud lo que ha hecho que el ser humano, desde sus orígenes, se haya visto inclinado a cuestionar su propia existencia y el ser de cuanto le rodea, yendo más allá de lo inmediato. Pero ha sido en Grecia donde por vez primera esta reflexión se ha llevado a cabo por medio de la razón de un modo perseverante y paulatinamente sistemático, intelectualmente riguroso.
La experiencia religiosa es cronológicamente muy anterior a la filosófica, y presenta perspectivas diferentes a esta última, si bien en ambos casos la pregunta por Dios es esencial.
1.- EL DIOS DE LA FILOSOFÍA GRIEGA.
A) Los filósofos presocráticos.
Escribe Werner Jaeger en su monumental libro Paideia: “El hombre griego parece tener un concepto casi innato de lo que significa ‘naturaleza’. El concepto que los griegos elaboraron por primera vez tiene indudablemente su origen en su constitución espiritual. Mucho antes de que su espíritu perfilara esta idea, consideraron ya las cosas del mundo desde una perspectiva tal que ninguna de ellas les pareció como una parte separada y aislada del resto, sino siempre como un todo ordenado en una conexión viva, en la cual y por la cual cada cosa alcanzaba su posición y su sentido.” (FCE, 1971, pág. 9)
La primera reflexión entre los llamados filósofos presocráticos, en torno al siglo VI a. Jc., muestra una preocupación por averiguar el origen de cuanto existe. Algunos espíritus, ciertamente selectos, pensaron por primera vez que tras la aparente diversidad y fugacidad de las cosas que constituyen el mundo a nuestro alrededor, podía existir un orden, un kosmos, que respondiera a un principio originario común (arjé), cuyo conocimiento podría dar las claves interpretativas de toda la realidad: el qué, el de qué, el porqué y el para qué de las cosas.
Desde una actitud primera de asombro ante la riqueza deslumbrante de una realidad diversa pero que intuyen que, en su última entraña está profundamente ordenada y es en el fondo única, -la denominarán “physis”, naturaleza-, vemos el sucederse de las preguntas radicales sobre el sentido último de todo, y las respuestas, cada vez menos tímidas, que van jalonando la primera gran aventura del pensamiento racional. Vemos a la vez un alejamiento más o menos explícito de la perspectiva mitológica y “religiosa” a la hora de concebir a la divinidad.
Una primera y sorprendente oleada de pensadores apunta hacia la idea de que existe un único y primordial origen (“arjé”), un principio o causa primera común a todas las cosas. Se les denomina habitualmente filósofos “monistas” (de monos, uno). Poco después, encontramos a varios más apuntando a la existencia de varios principios irreductibles entre sí, a quienes se suele denominar filósofos “pluralistas”. Todos ellos constituyen el grupo de los filósofos llamados presocráticos.
Llama la atención en todo este conjunto de primeros filósofos que, con unas u otras variantes, prácticamente todos vienen a concebir al arjé y a la misma physis en su conjunto como lo divino (“to zeion”). La naturaleza (physis), conjunto vivo de todas las cosas, siempre fecundo, adquiere también tintes sagrados a los ojos de los primeros filósofos. Vendría a ser el receptáculo donde se fundan para brotar perpetuamente las innumerables fuerzas sentidas y presentidas como “sobrenaturales”. De ahí que no debamos extrañarnos de la frase atribuida al primer filósofo de nombre conocido, Tales de Mileto: “Todas las cosas están llenas de dioses” (Cfr. Aristóteles, Sobre el alma, A 5, 411 a7).
El primer grupo es, en efecto, el que aparece en Mileto, en las costas del Asia Menor, al parecer vinculado por el magisterio de Tales (h. 585 a. Jc.), que propone que el origen de todo está en el agua. El origen de todo no es ya la voluntad caprichosa de los dioses, sino un elemento de la naturaleza -o la physis misma como tal- que asombra por su fecundidad y ubicuidad, y que de algún modo está por encima de los hombres y de esos dioses de los que hablan los poetas.
Para Anaximandro (h. 560 a. Jc.), el principio de todo no puede ser una cosa más entre las otras, sino algo indiferenciado y previo a todas ellas. Lo denomina “apeiron”, lo indeterminado, lo infinito. Se conserva un fragmento suyo muy sugerente, que ha sido objeto de diversas interpretaciones:
“Aquello de donde proviene el nacimiento de las cosas, es también aquello hacia donde camina su corrupción en virtud de la necesidad, porque los seres se pagan unos a otros la reparación y la pena de su injusticia, según el orden del tiempo.” (Peri phiseos)
Las narraciones simbólicas que hallamos en la mitología son sustituidas aquí por una sorprendente “ley del tiempo”, por una “justicia cósmica” que marca el principio y el fin de las cosas “según la necesidad”. El apeiron, fundamento de la realidad, no puede ser una cosa más; y desde luego no se parece en nada al capricho y las pasiones “demasiado humanas” de los dioses de los que hablan los poetas.
Por su parte, Anaxímenes (h. 546 a. Jc.), queriendo recoger en la misma idea las potencialidades y la fecundad de las dos hipótesis anteriores, identifica al aire como lo originario.
Todos ellos responden con sus propuestas a la pregunta: ¿de qué están formadas todas las cosas?
Casi contemporáneo de ellos es Pitágoras (h. 530 a. Jc.). Conocido por sus aportaciones a las matemáticas, Pitágoras afirma que existe un orden (kosmos) en el seno y en el conjunto de los seres; este orden, además, es matemático, porque en realidad las cosas son susceptibles de cuantificación y cálculo. En el fondo, todo procede de la unidad, del número “1”. También la música es en el fondo una forma de belleza y armonía matemática.
En el fondo, lo que sostiene Pitágoras es que lo fundamental en la constitución de las cosas no es su materialidad sino su estructura, el orden (matemático) de proporciones del que forman parte y que las define. La pregunta pitagórica no es “de qué” están hechas las cosas, sino cuál es su estructura, cómo están constituidas.
Es de gran interés la visión pitagórica del ser humano. Es un dualismo antropológico, eco lejano de su visión cósmica. Hay en el ser humano dos elementos contrapuestos y de algún modo antagónicos: el alma (psike) y el cuerpo (soma). El alma es de naturaleza matemática, divina, bella (¿espiritual?). El cuerpo es materia, límite, peso, fealdad. El alma es buena, el cuerpo (materia) es malo. El alma se halla encerrada en el cuerpo, que es una cárcel efímera, un lugar de castigo y limitación.
Heráclito (h. 540 - 475 a. Jc.) En su doctrina destaca la idea de que el cambio lo domina todo: “Todo fluye, nada permanece”. A la hora de identificar con un principio (arjé) reconocible la esencia común de todas las cosas, cuya calidad fundamental es el movimiento, señala el fuego:
“Este mundo no ha sido hecho por ninguno de los dioses ni de los hombres; ha sido, es y será un fuego siempre viviente que se enciende según medida y según medida se apaga.”
Del fuego ha surgido todo (aire, agua y tierra), el conjunto de los seres, y todo ha de volver al fuego al término de un largo ciclo cósmico. Este fuego es un principio vital: el calor es fuente de la vida. Todo apunta a una concepción cíclica de surgimiento y desaparición permanente (eterno retorno). Este proceso “según medida” está dominado por un orden lógico. Es elocuente que Heráclito también denomina al fuego logos, pensamiento o razón. Más aún, este logos es el único Dios verdadero, la ley divina inmanente al mundo que todo lo penetra y lo envuelve. Nos hallamos así pues ante una concepción panteísta.
Parménides (540-470 a. Jc.) sostiene que el ser es uno (continuo), idéntico, inmóvil y eterno. La única verdad es que todo es uno y lo mismo, que no cambia, que no tiene principio ni fin.
Los llamados filósofos pluralistas encuentran difícil explicar con un solo arjé la enorme diversidad de los seres y de los acontecimientos del mundo, y se advierte en ellos un cierto eclecticismo o mezcla de aportaciones anteriores.
Empédocles (+ h. 435-430 a. Jc.) toma elementos de otros autores y procura conjuntarlos de forma armónica. Sostiene que existen cuatro elementos irreductibles entre sí, de los que están compuestas las cosas, en diferente proporción: aire, agua, fuego y tierra. Y además hay dos fuerzas naturales antagónicas, el amor (eros) y el odio (polemós), que alternan cíclicamente su preponderancia respectiva, dando así lugar, al influir sobre los cuatro elementos, a la alternativa aparición y desaparición de las cosas del mundo. Éste, tal como nosotros lo conocemos, se halla en una fase intermedia, en la que la influencia del amor y del odio está dentro de una proporción similar.
Anaxágoras (h. 460, + entre 430 y 425 a. Jc.) introdujo la filosofía en Atenas, de donde tuvo que huir precipitadamente acusado de ateísmo, ya que afirmaba que el sol no era un dios sino una piedra incandescente. Sin embargo es uno de los filósofos que entendieron mejor el papel de Dios en el contexto natural. Frente a los anteriores, proclives al panteísmo, Anaxágoras señala a un Dios, al que concibe como una mente ordenadora (Nous), diferente y superior al conjunto de las cosas de este mundo. Una de sus afirmaciones más conocidas es la que dice que “todo está en todo”, que existe una íntima relación y pertenencia recíproca entre las cosas. Éstas están compuesta por unas partículas invisibles, que Anaxágoras llama semillas u homeomerías, ‘partículas elementales’, indivisibles, cualitativamente distintas unas de otras. A partir de un desorden (kaos) inicial, una Mente (Nous) que se halla fuera del mundo, que conoce todas las cosas y tiene poder sobre ellas, introduce el movimiento que agita las partículas que se hallaban en el kaos inerte y las ha ido ordenando hasta que se ha configurado el mundo. He aquí una sugerencia que mira con bastante claridad hacia un Dios trascendente al mundo.
Demócrito (h. 420 a. Jc.): Se conoce su doctrina con el nombre de atomismo y es considerado como el primer gran materialista (y ateo) de la historia de la filosofía.
Sostiene que todas las cosas están formadas a partir de átomos, partículas indivisibles, cualitativamente iguales. Sólo se diferencian por su figura, tamaño, orden y disposición. Flotan en el kaos o vacío, donde son agitados por un movimiento que hace que choquen entre sí, que permanezcan enlazados por algún tiempo y que finalmente se vuelvan a separar. Su aparición y desaparición no obedece a ninguna causa ni finalidad, es fortuita y responde estrictamente a las condiciones mecánicas que las originan. En este ámbito no existe libertad, ni racionalidad o intencionalidad, ni sentido trascendente de ningún tipo.
También son susceptibles de ser incluidos en este conjunto de autores los llamados Sofistas. Relativistas confesos, su preocupación ya no será “cosmológica” sino fundamentalmente pragmática y centrada en los asuntos humanos y más netamente en los políticos. Las “cuestiones divinas” son bastante ajenas a sus preocupaciones, ya que se dedican principalmente a la preparación retórica de los ciudadanos jóvenes pertenecientes a la nobleza de Atenas para acceder al poder político.
Al escéptico Gorgias (”Nada existe, si existiera no podríamos conocerlo y aunque lo conociéramos no podríamos comunicarlo”) se le puede considerar “ateo” o en todo caso “agnóstico”. Pródico y Critias son ateos y pragmáticos declarados: consideran a los dioses como puras invenciones humanas, útiles por lo demás (Nota 1).
Protágoras podría ser representativo de la mentalidad de los sofistas cuando afirma: “En cuanto a los dioses, no alcanzo a saber si existen o no. Numerosos son los obstáculos que impiden saberlo, tanto el carácter no manifiesto de la cuestión como la vida breve del hombre.” Por lo demás, es él quien afirma que “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que no son”, sin plantearse quién a su vez mide al hombre.
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A modo de conclusión, podemos decir que los filósofos presocráticos se desmarcan de las narraciones de los poetas y de los dioses de la polis en lo relativo a sus concepciones sobre la physis y el origen de las cosas. Algunos de ellos son sospechosos de ateísmo a los ojos de sus conciudadanos.
En ningún caso, de entre todos los mencionados, Dios es concebido como un ser personal (de hecho, la noción de “persona” aparece en el contexto teológico cristiano en torno al s. IV, aunque en todo caso el Dios cristiano y judeocristiano sí es considerado un “Tú” -o “tres”, más exactamente, entre los cristianos- con el que el ser humano puede llevar a cabo una interlocución “de tú a tú”). El Dios de la filosofía griega es más bien una fuerza cósmica, distante.
Tampoco ese Dios es creador. La materia es tan eterna (sin principio ni fin) como el propio Dios (si es que no se identifica con él, como entre los atomistas, Heráclito, Parménides…); Dios sólo configura la materia para que surjan los seres que forman parte de la naturaleza. Todo está sometido a un determinismo cósmico, (moira, diké) incuso a un eterno retorno de lo mismo, donde no hay lugar para la libertad humana.
B) Dios en Sócrates, Platón y Aristóteles.
Los tres grandes filósofos del llamado “periodo ático” se consideran explícitamente adversos a la Sofística por muchas razones. Una de ellas es su concepción de la divinidad.
Sócrates (430-399 a. Jc) fue condenado bajo la acusación de no creer en los dioses de la ciudad y de inventarse nuevas divinidades. Sin embargo, en las líneas finales del Fedón, Platón narra los últimos momentos de su maestro: “Ya estaba casi fría la zona del vientre cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló: -Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides. -Así se hará -dijo Critón-…” (Nota 2) Jenofonte le caracteriza como un hombre “muy piadoso” y el mismo Platón en otro lugar lo llama “siempre amigo de los dioses y de los hombres” (Rep. 621c). No cree que el sol y la luna sean divinidades -lo que en el juicio hace que se le confunda con Anaxágoras-, y puede afirmarse que no está de acuerdo con algunos de los aspectos de la religiosidad mítica. Sin embargo, está convencido de que su vida y su misión al servicio de la ciudad obedecen al mandato del dios que habla en Delfos.
Cree pues, en los dioses, y tal vez más que sus compatriotas, pero de un modo diverso, ya que presta especial atención a una “voz interior” que orienta sus decisiones y elecciones y que sin duda tiene algo de divino, un “daimonion” que algunos consideran como el origen de la noción de conciencia moral.
Platón (427-347 a. Jc) habla habitualmente de la divinidad. Aunque censura las historias que los poetas atribuyen a los dioses, es un espíritu religioso, respetuoso con los dioses griegos. Sin embargo se refiere filosóficamente a la “Divinidad” de una manera abierta y ciertamente difusa, apreciando una excelencia máxima en la idea subsistente de Bien, cúspide del mundo inteligible, siendo también este divino y partícipe de la perfección de aquélla. Considera también como un “dios”, de rango inferior, al Demiurgo, situado como entre dos mundos, el artífice que toma las ideas como modelos y plasma sus perfecciones en el ámbito material dando lugar a las cosas de este mundo. La Divinidad -cuya máxima expresión sería la Idea de Bien y las demás que participan de ella- implica como atributo principal la inmutabilidad, que sería el máximo grado de perfección. El Demiurgo e incluso los mismos “dioses, genios, demonios, almas...”, por imitación o por participación, gozarían de forma limitada de la perfección divina de las ideas y del Bien.
Aristóteles (384-322 a. Jc) sostiene la existencia de un Ser supremo, Acto (energeia) puro, trascendente al mundo, coronación ontológica de todo cuanto existe. Es el llamado Motor inmóvil, cuyo principal atributo es ser un Pensamiento que se piensa a sí mismo y que constituye la meta y causa final del movimiento o cambio de todas las cosas. Su perfección “atrae” el dinamismo de todas las cosas hacia sí, “como el amado mueve al amante”. Pero ni crea ni ama, ni en sentido estricto se trata de un ser personal. Aristóteles no era especialmente religioso, pero hacia el final de sus días, desde Calcis, escribía a un amigo: "mientras más solo y solitario estoy, más me gustan los mitos." (Fragmento 1582 b 14)
c) El Estoicismo y el Dios de Plotino.
Tras la muerte de Aristóteles, y durante unos seis siglos aproximadamente, suele incluirse a las diferentes escuelas que surgen y se desarrollan con diferentes orientaciones en el marco común de la Filosofía helenística. Sólo aludiremos al Estoicismo y al Neoplatonismo impulsado por Plotino.
Siguiendo a Zenón de Citium (334-263 a. Jc), el Estoicismo primitivo ofrece una visión marcada por el determinismo físico, en el cual Dios vendría a ser el principio primero y el destino, identificado como un Fuego y como un Logos, en la línea de Heráclito. Dios vendría a ser ese Fuego, principio y energía activa que rige un orden y una legalidad cíclica inmanentes; es un Logos que penetra la materia y con ella todas las cosas y los acontecimientos.
Plotino (203-270 d. Jc.) inicia una doctrina filosófica que se funde con lo religioso, el Neoplatonismo. En el caso de Plotino se llega incluso a una suerte de misticismo. En su doctrina es nuclear la afirmación del Uno, realidad fundante suprema, trascendente e inmanente al mismo tiempo. Causa de todos los seres y que el propio Plotino pone por encima de Dios (en buena lógica el Uno sería el verdadero Ser divino supremo, desde el punto de vista ontológico) ante el que los conceptos y determinaciones humanas palidecen, porque está más allá y por encima de todo lo concebible. De esa Unidad suprema proceden por emanación (o explicitación) todos los seres. A pesar de las afirmaciones de Plotino acerca de la superioridad del Uno, es difícil evitar el panteísmo: el Uno “es todas las cosas sin ser ninguna de ellas”. Es su causa, pero todas permanecen en él y las contiene a todas. Perfectísimo y bueno, autosuficiente, eterno, inmóvil, acto puro, autocreador, voluntad pura, puro Logos, indefinible e inefable. A Plotino se atribuye el origen de la “teología negativa”, capaz únicamente de conocer “lo que no es” Dios.
La influencia de Plotino se dejará sentir durante mucho tiempo, tanto entre los cristianos (Boecio, San Agustín, el Pseudo Dionisio, Escoto Eriúgena…) e islámicos (Avicena), como entre los paganos (Porfirio, Proclo, Jámblico, etc.).
2.- DIOS EN LA FILOSOFÍA CRISTIANO-MEDIEVAL.
A) La aparición del Cristianismo en el contexto helenístico.
El cristianismo no es una filosofía sino una religión. Sin embargo, ya desde su aparición ofrece pretensiones e implicaciones culturales más amplias que las de las religiones del momento.
Se trata de una visión nueva que abarca todos los aspectos de la vida humana. Los griegos aportaron una visión filosófica (teórico-racional) de la realidad natural, del hombre y de la sociedad. Los latinos aportaron su espíritu práctico y su capacidad de organización, de la que es un ejemplo el Derecho romano. Los judíos aportaron por su parte una visión de un Dios único y trascendente, y de la historia, entendida como un proceso direccional protagonizado a la vez por Dios y por un pueblo.
El cristianismo supo fusionar de forma crítica y coherente en el transcurso de tres siglos, por medio de los Padres de la Iglesia, todas esas aportaciones, haciéndolas girar en torno a una visión propia, definida por tres conceptos fundamentales: la persona, el amor y la libertad, cuyo núcleo sin embargo es una nueva manera de entender a Dios, heredada en parte del judaísmo y en gran medida también original en virtud de la enseñanza de Jesús.
Religión y filosofía, como ya se dijo anteriormente, son dos tipos de saber diferentes. La filosofía, tal como surge en Grecia, es un saber que se dirige a la inteligencia y le dice lo que son las cosas. La religión se dirige al hombre íntegro y le habla de la salvación, de su destino, ya sea para que se someta a él, como la religión griega, ya sea para que lo realice, como esta nueva religión de los cristianos.
Los escritores sagrados, al usar a veces ciertos términos filosóficos para expresar su fe, ceden a una necesidad humana, pero sustituyen el antiguo sentido filosófico de estos términos por un sentido nuevo. Se asiste así a un brusco cambio de perspectiva. No se buscan propiamente verdades por descubrir, sino fórmulas para expresar lo ya descubierto y hacerlo comprensible o para profundizar en su contenido.
Los cristianos no disponen de otra técnica filosófica que la de los griegos, y la asumen, pero se empeñan en reformar su contenido y a la vez en refutar su religión y su visión del mundo y del ser humano. Escribe Joseph Ratzinger: “La fe cristiana de los primeros tempos tenía que “decir cuál era su Dios”. Optó por el Dios de los filósofos frente a los dioses de las otras religiones. La respuesta fue ésta: ni Zeus, ni Hermes ni Dionisos o cualquier otro. Ninguno de los dioses que adoráis, sino únicamente el dios supremo, el dios del que hablan vuestros filósofos. Cuando hablamos de Dios nos referimos al ser mismo, a lo que los filósofos consideran el fundamento de todo ser, frente al mito basado en la costumbre y la tradición.” (Introducción al cristianismo).
B) Patrística y Escolástica.
Hay dos grandes núcleos de pensamiento principales en la filosofía cristiana medieval: la Patrística (hasta el siglo V) y la Escolástica (del s. IX al XIV, sin contar la segunda escolástica española del s. XVI). La primera estará muy poderosamente influida por el neoplatonismo: S. Agustín, Pseudo Dionisio, Escoto Eriúgena…; en la Escolástica se dejará sentir también muy vivamente el aristotelismo, a partir de San Alberto y Sto. Tomás de Aquino (s. XIII), para entrar en crisis por la irrupción del nominalismo de Guillermo de Ockham (S. XIV)
Siguiendo a San Pablo al identificar al Dios cristiano con el “Dios desconocido” ante los filósofos epicúreos y estoicos que le escuchaban en el Areópago (Hech., 17, 16-34) los Padres y autores eclesiásticos verán en la veneración ateniense al dios desconocido el ansia del dios monoteísta que ponía fin al politeísmo de los mitos griegos y romanos.
Los pensadores cristianos tendrán como guía la revelación en su reflexión racional, lo que les llevará a concebir a Dios como un ser personal, trascendente, perfección y sabiduría infinita (Logos), omnipotente y creador de todo cuanto existe, incluida la materia.
Los Padres griegos asumieron la idea más original y originaria del cristianismo, el amor como ágape -donación y entrega de sí mismo para el bien de otro, ”nadie tiene amor más grande que quien da la vida”…-, y se instalaron en ella dotándola de un preciso sentido metafísico. Dios es ágape, y por ello ama a sus criaturas, es relación de amor constitutiva, y llama a una comunión en ese amor al ser humano, siendo fuente de su dignidad y el fin último de éste.
San Agustín (354-430) aportará un aspecto muy importante en la concepción filosófica del Dios cristiano, que cuenta con el llamativo precedente de Sócrates: su presencia íntima en el alma humana. Dios es el fundamento último de la realidad, pero ese fundamento no hemos de buscarlo en el exterior, sino en el interior del alma, en su centro más íntimo, donde está intensamente presente.
Santo Tomás (1224-1274) subraya de manera precisa que la distinción entre Dios y lo creado, especialmente el hombre, no es de antagonismo y exclusión. Dios es el fundamento de lo creado, pero “lo sobrenatural no anula lo natural, sino que lo supone y lo perfecciona”; la Omnipotencia de Dios no suprime la libertad humana. El núcleo metafísico de Dios es que es el Ser por excelencia y la fuente de todo ser.
Duns Scoto (1226-1308) y Guillermo de Ockham (1288-1350), ambos cercanos al agnosticismo (a Dios no se llega mediante la razón), y fideístas, presentarán a Dios como “contrario” al orden natural, el cual queda minimizado ontológicamente frente a la “potencia absoluta” de la Voluntad divina. Este voluntarismo divino tendrá importantes repercusiones en el pensamiento moderno y contemporáneo, empezando por el Renacimiento y la Reforma protestante y acabando con el ateísmo de los siglos XIX y XX.
3.- DIOS EN LA FILOSOFÍA MODERNA.
A) Renacimiento y Racionalismo.
Durante la Edad Moderna -y más precisamente a lo largo del periodo cultural llamado la Modernidad- la filosofía ofrecerá otras maneras de comprender a Dios. Aunque perdura la vitalidad de la Escolástica en el siglo XVI en la llamada Escuela de Salamanca, el Racionalismo y la presión cultural del protestantismo ofrecerán otras perspectivas diferentes, marcadas por una prioridad obsesiva del tema del conocimiento, que pasará a ser el asunto filosófico por excelencia.
Durante el Renacimiento se observan tendencias contrapuestas, marcadas desde el inicio por el rechazo de la metafísica realista basada en la abstracción como forma de acceso a la realidad para la inteligencia, impulsado por el nominalismo. El nominalismo, el escepticismo y el luteranismo siembran desconfianza en la razón para acceder al conocimiento de Dios: hallamos en este ámbito un claro fideísmo (Nota 3) (Ockham, Lutero, Pascal…) y doctrinas que desconfían de la razón: “docta ignorancia” y teologismo (Nicolás de Cusa)...
El Racionalismo cartesiano (Descartes, 1596-1650), marcado por una concepción autorreferencial de la racionalidad, se inclinará por un conocimiento en cierto modo innato o a priori de Dios (ontologismo, argumento “ontológico”...) Dios aparecerá entonces como el “seguro” que certifica la validez y certeza del conocimiento intelectual bajo ciertas condiciones (método racional, intuicionismo…) Pero también se dará una importante deriva hacia el panteísmo con B. Spinoza (1632-1677) -“Deus sive substantia sive natura”-, negando la trascendencia de Dios respecto del mundo y despreciando toda forma de acceso religioso por encima de la razón. Lo sobrenatural es explícitamente excluido por Spinoza. Los racionalistas afirman “dogmáticamente” que el Dios de su sistema de ideas es el Dios que rige el mundo real (pero su punto de partida nunca fue la “experiencia de lo real” sino el pensamiento mismo).
B) Empirismo e Ilustración. Kant y Hegel.
El Empirismo inglés, y con él el escepticismo, se irá abriendo paso tras una concepción también reduccionista -como la racionalista, pero de signo opuesto- del conocimiento. Sólo es admisible lo que se basa en las sensaciones. Locke (1633-1704) y Berkeley (1685-1753) admiten el principio de causalidad y sostienen la existencia de Dios como creador del mundo y como cimiento del conocimiento humano; pero el marco es el de que sólo conocemos representaciones de la realidad (ideas, impresiones…); no podemos acceder a la realidad misma. Por consiguiente, la causalidad no nos permitirá acceder a un Dios “real”. Esta será la conclusión de Hume (1711-1776), cuya filosofía concluye en un “fenomenismo escéptico”. La realidad sólo es sostenible por medio de la creencia (Belief), pero el alcance de esta no va más allá de la opinión subjetiva.
Una derivación o versión “débil” del Dios racionalista será la del deísmo del siglo XVIII (Cherbury, Toland, enciclopedismo: Voltaire, Rousseau…) El dios de la filosofía se disocia del Dios de la religión (revelada), concluyendo en la negación del segundo; no hay otra “religión” que la religión filosófica o natural.
El deísmo, al definir a Dios a la medida de un modelo de conocimiento humano reduccionista -el Racionalismo-, acabó de despojar a Dios de sus atributos principales. Será un “Dios relojero” o “ingeniero, arquitecto”…, creador pero distante. Sólo servirá como explicación del “cielo estrellado” y del orden de la “ley moral”. Pero más que Dios, lo que el deísmo propugna es la “idea de Dios”. De esta “idea” habla Voltaire cuando escribe que “si Dios no existiera, habría que inventarlo”. En el fondo, se trata de una hipótesis, útil en principio, pero que más tarde o más temprano se verá como inservible frente a las leyes físicas y al poder del consenso social. El único Dios admisible aquí es un Dios que no rebasa el alcance de una razón que solo mira hacia sí misma, no hacia la realidad como tal. Una Razón que incuso llega a asumir el lugar central de Dios, juez de lo verdadero y de lo falso, de lo que es y lo que no es. Los ilustrados enciclopedistasdeificarán explícitamente a la Razón humana. (Nota 4)
Kant (1724-1804) dirá que “tiene que haber un Dios” que sirva de fundamento al orden moral -premiando y castigando a buenos y malos-, pero este postulado sólo la “fe” (la creencia, una fe o convicción subjetiva, opuesta al saber) puede confirmarlo; la razón y la ciencia no pueden hacer afirmaciones acerca de la realidad como tal y de su fundamento, más allá de lo que se puede captar por medio de la experiencia sensible. Dios es inalcanzable con el entendimiento humano. La metafísica, con sus pretensiones de dar con el fundamento de lo real, nunca podrá ser considerada una “ciencia”, un tipo de saber cabal.
En Hegel (1770-1831) hallamos la culminación de la “teología” racionalista. La Razón no está propiamente “por encima de todas las cosas”, sino que es el dinamismo que todas las cosas siguen, al que obedecen y que las constituye, en su desarrollo hacia una plenitud, la del Espíritu Absoluto, un Dios que se hace a sí mismo y se va manifestando paulatinamente a través de los conflictos y contradicciones de la realidad y de la historia según una lógica implacable, la dialéctica, y que culmina en el Todo autoconsciente, resultado de todo este devenir.
Los momentos y fases, los hechos y los hombres mismos en su individualidad, no son nada por sí mismos; serán algo cuando figuren como eslabones del advenimiento necesario del Absoluto. “La verdad es el todo”. Las “partes” (los acontecimientos aislados, los individuos, las cosas consideradas en sí mismas…) son insignificantes, triviales y por lo tanto “falsas”. Él es el único que es real (y que por otra parte coincide con el Estado prusiano; pero ese es otro asunto…).
Estamos ante un panteísmo dinámico en el que la religión -una religión del sentimiento y la imaginación- es superada por la Filosofía, que es el saber absoluto gracias al cual Dios adquiere conciencia de sí y de toda la realidad: “Dios no es Dios más que en cuanto se conoce a sí mismo; su conocimiento de sí es, además, su conciencia de sí en el hombre…” (Enciclopedia de las ciencia filosóficas)
4.- DIOS EN LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA.
A) Ateísmo prometeico contemporáneo.
En el sistema hegeliano Dios acaba siéndolo ‘todo’, pero a costa del hombre de carne y hueso, del individuo, el cual no es nada en sí y por sí mismo. Dios (y el Estado…) es la Verdad, el Espíritu Absoluto, el fin y culminación de todo: “La verdad es el todo”. Pero entonces los hombres son sus medios, no son nada por sí mismos. El hombre resulta así “alienado”, vaciado de esencia y de valor.
Esto es lo que reprochará a Hegel su discípulo L. Feuerbach (1804-1872), que sostiene que los hombres son los que han inventado las religiones y a Dios, pero desposeyéndose con ello a sí mismos de su dignidad y atributos propios (“alienación”). La única forma de reivindicar al hombre, el verdadero humanismo, es la supresión de Dios, el ateísmo, el materialismo (y la revolución frente al Estado absoluto hegeliano).
Feuerbach y su discípulo K. Marx (1818-1883) sostendrán, frente al Dios de Hegel, que “el hombre es para el hombre el ser supremo”. Marx añadirá que esta reivindicación y emancipación es fruto del propio hacer del hombre (praxis), de su hacer colectivo, el trabajo, y de la revolución que acabará con la propiedad privada, en la que estriba para Marx la alienación radical del hombre.
Estamos ante un “ateísmo prometeico”, de rebeldía del hombre frente a Dios, al que concibe como antagonista y amenazador. Frente a este Dios, se propugna el ideal del hombre autosuficiente, que sólo se debe a sí mismo y es sólo para sí mismo, que no es de otro ni para otro. Es el hombre que se hace a sí mismo mediante sus decisiones. Este ideal es compartido también, con distintas variantes, por otros autores contemporáneos, entre los que podemos señalar a:
- A. Schopenhauer (1788-1860): El hombre, amargado por el deseo insatisfecho que la vida entraña, busca la huida por medio de la ataraxia estoica (tranquilidad debida a la total ausencia de deseos o temores) y el nirvana.
- F. Nietzsche (1844-1900): Anuncia la “muerte de Dios” (la inanidad de los valores morales objetivos). “Dios no existe, porque si existiera, lo sería yo”. Anuncia el advenimiento de la “voluntad de poder”, del Superhombre, cuya voluntad impositiva se convierte en el sentido de la tierra.
- S. Freud (1856-1939): La religión nace de la ignorancia, el miedo, la fantasía y la culpa. Es una neurosis de la humanidad, una patología social, que nace de la superación y consiguiente nostalgia de la dependencia paterna. La religión deriva del desamparo infantil y de la añoranza del padre que aquél suscita. Es, en suma, una plasmación ilusoria de los deseos humanos llamada a ser superada por una visión más madura. Dios solo es una imagen sublimada del padre; pero es preciso “matar al padre” para superar la frustración.
- J.P. Sartre (1905-1980): La existencia de Dios o la idea de la creación del mundo, están en pugna con la libertad del hombre. Que Dios sea el Creador significa sobre todo ser Creador de las esencias, especialmente la esencia de "la humanidad", y de un mundo de verdades y valores eternos. Los hombres somos dignos por vivir en el vacío y suficientemente fuertes para elegir una ruta, haciendo camino al andar, porque no existen los caminos; esta es la grandeza y la angustia del hombre, que es libertad sin referencias; sin un Creador ni un Legislador que nos dé seguridad y nos indique el camino. Estamos condenados a ser libres. El hombre es lo que hace de sí mismo mediante sus elecciones. El hombre existe, luego Dios no existe. El precio es que todo carece de justificación, todo -también el hombre- es superfluo, “está de más”.
B) Darwinismo y Neopositivismo.
Charles Darwin (1809-1882) fue el impulsor del transformismo en biología. Aunque personalmente sus creencias religiosas eran fluctuantes y vinieron a derivar en un agnosticismo (Nota 5), nunca los motivos de sus dudas acerca de la existencia de un Dios de bondad y omnipotencia -le atormentaba el problema del mal- se debieron a sus planteamientos científicos; más bien pensaba que estos eran compatibles con el pensamiento religioso.
No obstante, se ha dado una interpretación sesgada y radical de Darwin en lo que ha dado en llamarse el darwinismo, empezando por T. H. Huxley (él fue quien acuñó el término “agnosticismo”, si bien se inclinó más hacia el ateísmo) y sobre todo por Ernst Haeckel (1834-1919). Materialistas del siglo XIX y el XX quieren ver confirmadas en el pensamiento de Darwin algunas de sus afirmaciones. Los más conocidos portavoces de estas ideas en la actualidad son los partidarios del “Nuevo Ateísmo” (R. Dawkins, D. Dennet, H. Morris, Ch. Hitchens) (Nota 6), si bien el suyo suele considerarse un “ateísmo débil”, bastante pobre en argumentos.La verdad es que Darwin no se identificó con lo que luego daría en llamarse el darwinismo, ingrediente esencial del ateísmo científico. Para el “nuevo ateísmo” Dios sobraría como hipótesis innecesaria a la hora de explicar el origen de un mundo que se explicaría a sí mismo como un proceso carente de finalidad pero en desarrollo creciente. (Nota 7) Sin embargo, nada hay de excluyente entre la evolución biológica de las especies e incluso del mismo universo y la doctrina de la creación, ya que nada impide que aquella pudiera ser el medio elegido por Dios para gobernar el despliegue dinámico de la naturaleza y de la vida.
Siguiendo las huellas del empirismo de Hume y el positivismo de Comte y Stuart Mill, el Neopositivismo del primer tercio del s. XX sostendrá que todo enunciado que no se pueda reducir al simple enunciado de un hecho verificable experimentalmente, no tiene ningún sentido real o inteligible. De este modo, el primer Wittgenstein, Carnap y Ayer, entre otros, sostienen que toda proposición referente a Dios (afirmativa o negativa) no satisface el principio de verificabilidad, y la cuestión misma de Dios (en la que aparecen términos como “causa primera”, “absoluto”, “ser por sí mismo”…) está desprovista de sentido. No se puede ir más allá de los fenómenos verificables científicamente. (Nota 8)
C) Indiferentismo posmoderno.
El aluvión de pretensiones por construir el edificio de la Razón autosuficiente y de echar por tierra toda trascendencia, y los desastres históricos a los que han conducido, acaba en el cansancio y el pesimismo de la Posmodernidad. Tal expresión, difundida sobre todo después de la publicación en 1979 de La condición postmoderna, de J.F. Lyotard (1924-1998) agrupa un conjunto de pensadores –Foucault (1926-1984), Deleuze (1925-1995), Baudrillard (1929), Derrida (1930-2004) y el mismo Lyotard– que, en la segunda mitad del siglo XX, concuerdan en su rechazo del pensamiento y de los ideales de la modernidad. Acentúan no obstante, a la vez, la exclusión de toda metafísica y de todo intento de elaborar “grandes relatos” con pretensiones de unidad, verdad y perdurabilidad.
Los posmodernos se pronuncian frente a las viejas, fracasadas y “represoras” construcciones de la razón y la voluntad, que enmascaran instancias de poder y control. Frente a todo ello, en un proceso de demolición (“deconstrucción”), quedan el devenir y el deseo, lo diverso. No es posible la referencia a lo real, la lógica, el orden establecido. No hay significados, sólo las huellas de otras huellas de otras huellas... Vivimos en el cansancio, renunciamos a la regularidad y a la razón instrumental. La deconstrucción conduce a mostrar que es imposible toda trascendencia, el acceso a una realidad que posea significado por sí misma. Es la carencia de sentido, lo que Nietzsche caracterizó un siglo antes como “la muerte de Dios” pero sin la promesa de un Superhombre. La razón es frágil, todo discurso está abocado a interrumpirse antes de acabar lo que creía querer decir, pero que ya le da lo mismo. Sobre todo si uno intenta explicar o simplemente hablar de todo eso. (O sea, que termino, por ejemplo, aquí mismo.)
¿Y Dios…? Para los posmodernos es un simple concepto desgastado que no significa nada, o todo, o lo que uno quiera, o no... El indiferentismo religioso se hace mero sincretismo de autoayuda, pérdida en el nirvana, comprender que todas las cosas, incluido nuestro yo, no son permanentes y carecen de sustancia. El fundamento, la creación, Dios, la búsqueda de sentido, la hondura personal… se tornan irrelevantes porque el resplandor de la divinidad en la historia del mundo se ha apagado. Una religiosidad inmanentista sin pretensiones de verdad absoluta se acomoda en medio de un mundo de episodios intrascendentes. Como diría Heidegger, el tiempo de la noche del mundo es un tiempo indigente, incapaz de advertir la ausencia de Dios, incluso como ausencia.
D) Una filosofía abierta al ser y a Dios.
El papa León XIII, en su Encíclica Aeterni Patris, del año 1879, eligió el inequívoco subtítulo “Sobre la restauración de la filosofía cristiana según el espíritu de Santo Tomás de Aquino”. A esta carta le siguió a lo largo del siglo XX una floración de autores, centros de estudio y publicaciones que ha dado en llamarse Neotomismo. El tomismo hoy puede decirse que sigue “vigente”, ya que se sigue estudiando y publicando acerca de la doctrina del doctor angélico de manera muy notable. Pero la “vigencia” se puede entender no solo como un mero estar de moda y actualidad, sino también para referirse a que lo que decía sigue siendo verdadero y oportuno. Algo parecido a las obras de arte clásicas, que traspasan épocas y latitudes y siguen teniendo algo valioso que decirnos.
Esto ocurre, no solo con el tomismo, sino con una serie de autores y corrientes de pensamiento, que presentan una perennidad que no se altera por el hecho de que dejen de estar de moda o de ser menos celebradas que otras que se hallen en el candelero de los medios de divulgación en un momento dado.
Durante la Modernidad, e incluso en tiempos de Posmodernidad, sigue siendo adecuado “volver” a la consideración de los grandes maîtres à penser clásicos,no solo por interés histórico o arqueológico, sino porque siguen teniendo algo importante que decirnos, e incluso nos han aportado hallazgos que siguen siendo verdaderos e inspiradores.
Por ello no debe extrañar que ciertos autores “vuelvan” a inspirar nuestro pensamiento siglos después de haber vivido. Es especialmente significativa la pervivencia de muchos autores a través de las épocas, en el marco de la llamada “filosofía cristiana”: agustinianos, escotistas, tomistas, griegos, latinos, etc. Pero volvamos a la filosofía contemporánea.
Entre las múltiples y diversas reacciones contrarias que suscitó el hegelianismo, una de las más brillantes y agudas fue la del danés S. Kierkegaard (1813-1855), pionero del existencialismo, que reivindicará a un tiempo al individuo humano irrepetible y singular -que es “único ante Dios”- y a un Dios que es amor y que desborda los moldes del Racionalismo. Su posición radical y combativa (antirracionalista y antiidealista) le llevará a un claro fideísmo. En una línea de apertura y búsqueda de Dios en un contexto existencialista, e influidos también por Kierkegaard, puede mencionarse a M. de Unamuno y G. Marcel.
No faltan autores independientes que en el siglo XIX vuelven a la Metafísica aristotélica de un modo resuelto, como J. Balmes (1810-1848) y F. Brentano (1838-1917).
Dentro del Neotomismo contemporáneo destacan autores como J. Maritain, E. Gilson, C. Fabro, J. Pieper y R. Garrigou-Lagrange. Pensadores católicos no tomistas son también R. Guardini, M. F. Sciacca y A. del Noce, junto con los fenomenólogos M. Scheler (que derivaría hacia el panteísmo en sus últimas obras) y D. von Hildebrand. Otros metafísicos originales importantes serán, en España, X. Zubiri, A. Millán Puelles y L. Polo.
Una corriente muy significativa en el siglo XX, vinculada directa o indirectamente al pensamiento cristiano, es el Personalismo: E. Mounier, M. Buber, V. Frankl, R. Spaemann... La filosofía personalista surgió en la Europa de mediados del siglo XX proponiendo un concepto de persona digna frente al colectivismo y solidaria frente al liberalismo. Tres raíces últimas nutren el personalismo: la experiencia religiosa de Dios como Padre, el consiguiente proyecto ético de llamada a la comunión y al encuentro interpersonal, y el horizonte metafísico del ser como creación amorosa de Dios.
Afirma Leonardo Polo que “el tema de Dios… es el gran tema de la filosofía: la filosofía desemboca en Dios a la fuerza. Por eso, la relación de la filosofía con fases culturales ateas es problemática: la filosofía se reduce a ensayismo fragmentario fruto de la desorientación. Porque la brújula del pensamiento indica a Dios, y un pensamiento sin Dios es un pensamiento desnortado, que vaga o divaga.” (Introducción a la filosofía. Pág. 182)