Sólo se ve bien con el corazón

Leyendo El Principito de A. SAINT-EXUPÈRY

Autor: Andrés Jiménez Abad

Sólo se ve bien con el corazón
Introducción

El Principito, de Antoine de Sant-Exupèry (1900-1944), es el libro más editado de cuantos se han escrito en el siglo XX y el libro francés más leído y traducido de todos los tiempos.Publicado en 1943 por primera vez,es la narración, en 27 breves capítulos, de un proceso espiritual. Adoptando la forma de un cuento, el narrador refiere en primera persona su encuentro en pleno desierto del Sahara con un misterioso niño, tras haber sufrido una avería durante una trave­sía aérea en solitario. Pero a cada paso, aquí y allá, brotan reflexiones personales acerca de la vida y su sentido.

No pretendo realizar aquí una exégesis literal del texto ni un análisis exhaustivo, sino una modesta recreación personal que pretende ser fiel a su espíritu, elaborada desde mis propias coordenadas vitales y con los comentarios de muchos de mis alumnos y de mis amigos a lo largo de casi cuarenta años. (Como muchos, leí por primera vez El Principito demasiado pronto, quizás; a los once años. Y, la verdad, no llegué a entenderlo demasiado. Me quedé, eso sí, con su amable imagen salpicada de simpáticos dibujos. Muchos años después, tras oír una referencia ocasional en una conferencia del profesor A. López-Quintás, volví a leerlo con otras claves, nacidas de mi experiencia personal... y descubrí la belleza interior que palpitaba en todas sus palabras. Desde entonces no he dejado de compartirla año tras año con mis alumnos de Bachillerato y con muchos de mis mejores amigos.) Siempre busqué al leer con ellos El principito una confrontación abierta y luminosa con nuestra propia vida.

Las obras de arte, en especial las que llamamos obras maestras, no dicen cosas. Sugieren, abren una visión o una emoción profundas y suscitan un eco en quien las contempla, un eco personal, nuevo. Como quien contempla por primera vez el mar... y el mar amanece para sus ojos. El espectador y el intérprete -en este caso el lector- recrean en su mundo interior lo que en él resuena de la obra. Por eso muchas veces la obra supera al autor, sin dejar de debérselo todo.

La lectura de esta obrita es en efecto un excelente marco para la reflexión acerca del sentido de la vida, del verdadero valor de las cosas, de las personas, de la amistad, del tiempo que se vive y del trabajo. Invita al descubrimiento de la oculta trascenden­cia de cada cosa, de la actividad humana, de cada rincón del mundo. Oculta, sí, porque "lo esencial es invisible a los ojos". Y es también una profunda pero comprensiva crítica al pragmatismo que tan a menu­do hace estéril la vida de muchos hombres y mujeres. Esas “personas mayores…”

Pero vayamos a las páginas de libro.

Asistimos a la narración de un proceso vital en el que destacan dos actitudes contrapuestas acerca de la realidad, representadas aquí por la mirada de “las personas mayores” por un lado, y la mirada propia de “los niños” por otro.

A una mirada superficial o pragmática chocará sin duda la dedicatoria:

A LÉON WERTH

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa todavía: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene, por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. Si no fueran suficientes todas esas razones, quiero entonces dedicar este libro al niño que fue hace tiempo esta persona mayor. Todas las personas mayores antes han sido niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, por consiguiente, mi dedicatoria:

A LÉON WERTH, cuando era niño.

Va dirigida a Léon Werth (Léon Werth (1878-1955) fue un novelista, ensayista y periodista francés. En 1931 conoció a Saint-Exupéry y pronto se convirtió en su mejor amigo. Sería uno de los primeros biógrafos del autor de El Principito, quien también le dedicó su Carta a un rehén, que se publicó el mismo año 1943.), una persona que padece hambre y frío, pero cuya mayor necesidad -contra lo que cabría esperar a simple vista- no es de alimento y abrigo. Esta persona «tiene verdadera necesidad de consuelo», de un agua que es buena para el corazón... La vida no consiste en sobrevivir solamente, sino en saberse atendido, comprendido, aceptado, valorado.

Hay un genial toque de ironía en ese "esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños"; a un lector apresurado le arrancaría a lo mejor un leve esbozo de sonrisa, por lo chocante. Pero si nos paramos a pensar un instante, caeremos en la cuenta de que aquí se hace una observación algo severa hacia las "personas mayores", que supondrán que pocas cosas pueden aprender de los niños.

Dos mentalidades, dos miradas

El argumento parte de una reflexión retrospectiva del narrador sobre su propia infancia, en la que la mirada asombrada y en apariencia ingenua del niño contrasta con la mentalidad utilitarista y pragmática de las personas mayores entre las que finalmente ha terminado por incluirse.

Alejado, no sólo en el tiempo, de su infancia, su existencia convencional y aburguesada le deja vacío: “Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente". Cifra el sentido de su vida en el ejercicio profesional de la aviación, pero también su avión termina por fallar, dejándole tirado y solo en medio del desierto, «a más de mil millas de toda región habitada".

Perdido y con escasos recursos para sobrevivir, se produce el acontecimiento: la aparición de un niño, procedente al parecer de otro "mundo", un mundo pequeño e insignificante. El misterio profundo que le envuelve irá dejando paso paulatinamente, no sin altibajos, a una creciente sintonía interior entre ambos personajes.

Nos hallamos ante una alegoría en la que aparecen múltiples símbolos, paradojas e ironías. La más importante seguramente es la contraposición permanente entre los niños y las llamadas “personas mayores”. Pero, ¿qué significa aquí realmente ser una "persona mayor" y ser un "niño"?...

Veremos que se trata, como decíamos más arriba, de dos actitudes ante la realidad, de dos miradas o actitudes ante la vida. La mirada de las personas mayores, de la “gente seria”, representa la mentalidad utilitarista y pragmática que es propia de nuestro mundo contemporáneo. Fascinada por las apariencias, los números, el relumbrón y la eficacia, pero a la vez superficial, desesperada y cerrada a la trascendencia. Pero como es la actitud más general, se muestra como la más realista y “razonable".

En contraposición, la mirada de los niños simboliza una mirada abierta al ser de las cosas y a su razón de ser. Más allá de las apariencias, de la prisa o el afán de resultados y de éxitos, se centra en el valor de las cosas sencillas y cotidianas, en la amistar y en el amor desinteresados, en el trabajo bien hecho y realizado con espíritu de servicio... Es una mirada, una actitud, que nos lleva a descubrir que la felicidad, la plenitud a la que aspira todo ser humano, se alcanza por medio de la autodonación libre y amorosa.

Así como la mirada de las personas mayores es calificada como “razonable”, a la mirada de los niños se la identifica con la capacidad de "comprensión", con la hondura que va más allá de las apariencias, de lo que se ve a simple vista, y profundiza en lo esencial.

Los niños, no nos engañemos, no son quienes tienen una edad cronológica temprana, sino quienes, con independencia de sus años, mantienen una mirada inocente: limpia, honesta y sencilla. Hay, por desgracia, entre nuestros jóvenes, demasiados “adultos prematuros”.

«Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: A Léon Werth, cuando era niño.»

¿Ser "como todos"?

El argumento parte de una reflexión retrospectiva del narrador sobre su propia infancia, en la que la mirada asombrada y en apariencia ingenua del niño contrasta con la mentalidad utilitarista y pragmática de las personas mayores entre las que finalmente ha termina­do por incluirse.

¿Ser como todos?

Arranca el capitulo primero con una especie de confidencia: un adulto recuerda que en su infancia, impresionado por la lectura de un libro sobre la vida salvaje, dibujó un elefante engullido por una serpiente boa. Visto “desde fuera”, y sin averiguar los motivos que llevaron al niño a realizar su dibujo, a las personas mayores les parecía un sombrero…

“Las personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera de pintor. (...)

Tuve, pues, que elegir otro oficio y aprendí a pilotar aviones. He volado un poco por todo el mundo y la geografía, en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía distinguir perfectamente la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se pierde uno durante la noche.

A lo largo de mi vida he tenido multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión sobre ellas.

Cuando me he encontrado con alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi dibujo número uno que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: "Es un sombrero". Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan razonable.”

El niño que quería mostrar lo que le había asombrado en sus lecturas es sermoneado para que se deje de sueños y de tonterías y vaya a lo práctico; que sea como los demás, que se dedique a estudiar materias útiles y a hacer cosas rentables...

Pero ante lo que podría haberse considerado una “adecuada socialización” del niño, una “integración en el mundo real y realista” en el que ante todo hay que ser eficaces; ante una forma de vida tan “razonable” en apariencia, el narrador confiesa, a continuación, en el comienzo del capítulo segundo:

“Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente".

Tal vez una existencia convencional y aburguesada no es capaz de satisfacer las ansias humanas de felicidad y tras ella sólo existe una cosa: el vacío.

"Algo se había roto en mi motor"

El narrador confiesa que las personas mayores –esas que dan tanta importancia a las apariencias- le instaron a que fuera como todo el mundo y que se dedicara a estudiar y a realizar actividades útiles y prácticas, nada de cosas raras como el dibujo.

Por eso se dedicó a la profesión de aviador, y aceptó vivir entre tanta gente hablando de lo que habla todo el mundo, diciendo lo que todo el mundo dice y pensando como todo el mundo piensa. Pero el resultado no fue, por desgracia, una vida feliz, de convivencia social grata y de rica comunicación con quienes había vivido durante años. He aquí, decíamos, su confesión, terrible: “Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente”. Confesión de soledad, de incomunicación, de una vida intrascendente y superficial.

Y no sólo eso; el aviador vivía entregado a su trabajo -"vivía para trabajar", podría afirmarse-; su trabajo se había convertido en el fin y el fundamento de su vida…, hasta que, de pronto…

...“hasta que, hace seis años, tuve una avería en el desierto de Sahara. Algo se había roto en mi motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para ocho días.

La primera noche dormí sobre la arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano.”

No nos engañemos. No se habla aquí de un aviador caído en medio del Sáhara. Estamos ante un hombre –tal vez tú o yo, amigo lector- al que su trabajo, su único asidero, ha terminado también por fallarle. Un despido, un fracaso, una operación ruinosa, una deslealtad… “Algo se había roto en mi motor”. Nuestro hombre se encuentra vacío, tirado, solo, desorientado y en plena frustración, “a mil millas de todo lugar habitado”. En pleno desierto y verdaderamente solo aunque pudiera estar físicamente rodeado de gente.

Y de súbito…

Imaginaos, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:

— ¡Por favor... dibújame un cordero!
—¿Eh?
—¡Dibújame un cordero!

Me puse en pie de un salto como herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario muchachito que me miraba gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa. Las personas mayores me desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.

Miré, pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el desierto, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo.

Una de las cosas curiosas del libro es que a los encuentros humanos que en él se producen les acompaña la salida del sol, como iremos viendo. Y del mismo modo, en los momentos de agonía, desencuentro o desesperación, se lee siempre: “cayó la noche”. En este caso, la narración nos dice que el principito apareció ante el aviador justamente “al amanecer”.

Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma estilográfica. Recordé que yo había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le dije al muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.

—¡No importa —me respondió—, dibújame un cordero!

Como nunca había dibujado un cordero, rehíce para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:

— ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Dibújame un cordero.

Abrumado por la perplejidad y deseoso de comenzar a arreglar el motor, nuestro piloto dibuja una y otra vez corderos que por su aspecto exterior no complacen a su pequeño interlocutor. Harto, así pues, dibuja una caja con tres agujeros y exclama:

¿Hay una afectividad específicamente humana?

—Esta es la caja. El cordero que quieres está dentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven juez se iluminó:

—¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para este cordero? —¿Por qué?—Porque en mi tierra es todo tan pequeño. Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
—¡Bueno, no tan pequeño! Está dormido. Y así fue como conocí al principito.

Es curioso pero, en medio de la soledad y desesperación del piloto, el principito ha roto su ensimismamiento y le ha sacado del sentimiento de desesperación, obligándole -convertido en pintor improvisado- a salir de sí mismo, de su problema y de su angustia, y a preocuparse por complacer la necesidad de otra persona, de modo exigente incluso, aportando no lo que uno quiere sino lo que el otro necesita; sin dar importancia a la apariencia, para centrarse en algo más profundo e íntimo, invisible tal vez a los ojos.

Salir de uno mismo

El narrador había centrado toda su vida y su voluntad en un trabajo notable, el de aviador que, sin embargo, terminó por dejarle tirado, en una situación de precariedad vital. Su trabajo era su refugio y su último asidero en una vida gris, basada en el utilitarismo y en lo políticamente correcto. Sin embargo acaba por fallarle; y lo que venía siendo el “motor” de su vida se avería gravemente; se queda tirado y solo, como si estuviera en medio del desierto del Sahara, desesperado y en situación de urgencia extrema, sin recursos para subsistir (eso pensaba él): “Estaba a mil millas de todo lugar habitado y me quedaba agua apenas para ocho días…”

A su parecer, de esa supervivencia a toda costa dependía el sentido de su vida. La aparición del principito le irá haciendo ver poco a poco otra cosa muy diferente: que su sed, sobre todo, no era la del agua para beber… era una sed más profunda, la sed de su corazón, la irrupción en su vida de alguien singular, la necesidad de sentido.

Pero aún estamos en el principio de toda esta peripecia. Nuestro piloto, perplejo ante el misterio de la aparición del niño que se dirige a él en medio de esta situación crítica, de soledad y desmoralización, se ve obligado a satisfacer una demanda insólita: “-Por favor, dibújame un cordero”. De esta manera, el aviador -aunque el hecho le parecía absurdo al principio y no entendía nada- ha tenido que salir de sí mismo y de su apremiante situación, para satisfacer la exigente demanda de otra persona, dibujando corderos a su modo que no complacen al muchachito, hasta que termina dibujándole una caja con tres agujeros y le dice: “-El cordero que quieres está dentro”. A lo que el principito responde: “-¡Es exactamente como lo quería!”.

A veces, lo esencial no radica en las cosas, sino en el sentido de las cosas, ese sentido que no aparece a simple vista y que trasciende lo inmediato. No se trata de la materialidad del regalo, de lo que se ve a simple vista, sino del valor de la amistad o del amor que representa. El secreto de la amistad y del amor humano estriba seguramente en esto, en alcanzar la hondura del corazón del otro, desde el fondo de uno mismo. No tanto por lo que damos, sino porque nos ponemos a nosotros mismos en lo que damos. La amistad consiste en querer el bien del otro, en ofrecerle lo mejor que uno tiene. Decía Simone Weil que las mismas palabras -“te quiero”- pueden ser triviales o extraordinarias dependiendo de la profundidad de la que proceden y a la que se dirigen.

El cordero que ofrece el aviador al principito no es el que le hubiera gustado al autor, sino el que –portador de un sentido más profundo- el receptor precisa. Este cordero, símbolo de amistad, que le ha regalado el aviador será para el muchacho todo un tesoro. Muchas veces ni siquiera somos conscientes del valor de lo que damos a los demás, y son ellos los que nos hacen caer en la cuenta, justamente por su aprecio y por el valor que le atribuyen.

"A las personas mayores les encantan las cifras"

En el capítulo III de El principito, nuestro aviador recibe un disgusto notable cuando su nuevo y misterioso amigo le pregunta por su avión averiado y se refiere a él diciendo:

“-¿Qué es esta cosa?

-No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi avión”, contesta, algo picado, el piloto, que hasta hoy se había sentido orgulloso de su profesión y de su género de vida, pero que ha descubierto ahora la soledad real en la que vivía.

Y entonces el principito soltó una magnífica carcajada que irritó al aviador:

-“¡Tú también has caído del cielo… qué gracioso… La verdad es que en esto no puedes haber venido de muy lejos…”

Y es que al aviador, como a cualquiera, no le gustaba que se tomaran a broma su desgracia, especialmente al comprobar que su proyecto de vida no daba para mucho.

Pero ya en el capítulo IV, ese “tú también has caído del cielo”, lleva al piloto a interesarse por el lugar de origen del niño. Sí, el jovencito procedía de otro planeta, de otro mundo… Por cierto, nada grande ni vistoso. Llevaba allí una vida muy corriente en un planeta pequeño, vulgar incluso. Presumiblemente, se nos dirá, se trataba del asteroide B 612. Porque habrá de saberse que los astrónomos asignan un número por nombre a esos pequeños mundos, a esas vidas que son tan simples que apenas se ven con el telescopio o con los grandes titulares.

Es muy divertida la historia del descubrimiento del asteroide B 612, por cierto. A través de ella, en el libro se acentúa el contraste entre aquellas dos miradas tan distintas: la mirada de los niños –esa mirada que lleva a comprender la vida- y la superficial mirada de las personas mayores, tan “razonable y común”, tan atenta a lo inmediato, a la rentabilidad de los resultados y sobre todo a las apariencias.

La indumentaria del astrónomo turco que descubrió el planeta del principito hizo que nadie creyera su demostración. Pero cuando la repitió vestido a la europea, “todo el mundo compartió su opinión”. Y comenta el autor:

A las personas mayores les encantan las cifras

“A las personas mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo.

Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?" Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"

A las personas mayores les encantan las cifras

De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que uno existe", las personas mayores se encogerán de hombros y os tratarán como a unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.

Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:

"Érase una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo". Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.”

La mirada superficial y pragmática de las personas mayores impide ver a la persona más allá de su apariencia. Es algo así como aquellos dos circos que aparecen en el magnífico cortometraje: "El circo de la mariposa" (Joshua Weigel, 2009): el Circo Carnaval, fascinado por las máscaras y desentendido de las personas, y el Circo de la Mariposa, en el que se todos se saben portadores en su interior de una dignidad única.

Ocurre además que los números son anónimos y sustituibles (“un hombre es un millón de hombres partido por un millón”, decía A. Koestler), pero las personas no. Por eso puede ser muy, pero que muy peligroso e injusto que a las personas se las trate como números.

Y quizás ello explique que sea tan difícil encontrar un verdadero amigo -los amigos son únicos, irrepetibles- que nos haga salir de nuestra soledad. Por eso, el aviador, años más tarde, pondrá todo su afán en no olvidar a su amigo el principito:

“Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras.”

La mirada de los niños, ajena a todo utilitarismo, es capaz de “ver corderos a través de las cajas”; pero el pobre aviador confiesa desconsolado que le resulta imposible: “-Soy quizá un poco como las personas mayores. Debo de haber envejecido”. En la dedicatoria del libro, Saint Exupèry había escrito que “todas las personas mayores han sido niños antes… Pero pocas lo recuerdan.” Quizás por eso es tan importante haber hallado por fin a un amigo, al otro lado de la desolación.

Y hay aún otro dato muy interesante: se nos ha dicho que el principito “tenía necesidad de un amigo”. Es decir, que ya ha pasado por una situación parecida a la que ahora atraviesa el aviador. Dos historias paralelas de desencuentro y de amistad… Tal vez, en el fondo, la misma historia.

"¡Cuidado con los baobabs!"

El capítulo 5 de El Principito es muy aleccionador. El narrador confiesa que no le gusta “adoptar tono de moralista”, pero es que este libro es un puñado de reflexiones acerca del sentido de la vida, de la amistad y de la felicidad y nada de eso se improvisa. Este capítulo trata de los baobabs que, como todos sabemos, son enormes árboles que crecen en las sabanas africanas. Alcanzan los 25 metros de altura y 10 metros de diámetro.

En este curioso y sugerente episodio se aprecia el simbolismo general de la historia. En ella aparecerán diferentes planetas, entre ellos el del principito o la Tierra misma, por ejemplo. Pero esos planetas representan nuestras vidas: el mundo en el que nos desenvolvemos, el tipo de vida, nuestra escala de valores, nuestra personalidad incluso. ¿Cómo es nuestra vida? La del principito era bastante insignificante, habitaba un planeta muy pequeño que no llamaba la atención. Era su hogar, sus costumbres, sus relaciones, los principios y valores, la actividad a la que dedicaba su tiempo… Nada llamativo, la verdad. Como puede serlo también la vida de muchos de nosotros, que ni salimos en los periódicos ni por la tele, ni hemos protagonizado nunca grandes heroicidades ni escándalos. Tal vez “algún transeúnte común” diría que se trata de una vida o de un mundo anodinos, sin interés especial, sin valor incluso.

Pero se nos advierte aquí una cosa: pequeña o grande, llamativa o no, nuestra vida puede ser escenario y campo de cultivo de acciones buenas o malas; de valores o vicios. Y estas virtudes o hábitos torcidos pueden embellecer nuestra vida, en el primer caso, o, asfixiarla o esclavizarla hasta hacerla saltar por los aires en el segundo. Y esto es lo que representan aquí los baobabs: esos hábitos que empiezan por ser acciones o caprichos insignificantes, y que la negligencia puede provocar que –en palabras de San Ignacio en sus Ejercicios espirituales- pasen de ser “hilillos” que nos atan a ser gruesas cuerdas y redes o cadenas que nos quiten toda libertad, todo amor y todo bien.

“En efecto, en el planeta del principito, como en todos los planetas, había hierbas buenas y malas, como resultado de buenas y malas semillas”.

Semillas invisibles al principio pero que, al hacer aparición, deben ser examinadas con atención, por si se trata de rosales o de baobabs, por ejemplo. Es decir, de acciones, inclinaciones y hábitos, buenos o malos.

¡Cuidado con los baobabs!

“-Los baobabs, antes de crecer, comienzan por ser muy pequeños”, dice el principito. “Y si un baobab no se arranca a tiempo, ya no es posible desembarazarse de él. Invade todo el planeta. Lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs demasiado numerosos, lo hacen estallar.”

Así ocurre con nuestros hábitos. Si son buenos los llamamos virtudes, disposiciones estables que orientan nuestra vida al bien y la llenan de belleza auténtica. Pero si son malos hábitos, se convierten en vicios, que nos van anulando y quitando libertad, y llenan la vida de oscuridad y de amargura. De infelicidad.

Por eso el narrador nos dice que el peligro de los baobabs es poco conocido, lo cual hace que los riesgos sean aún mayores y más importantes. Y por eso también, nos confiesa, ha procurado ilustrar su historia con uno de sus dibujos más grandiosos, impulsado por la urgencia y gravedad del asunto.

¿Cómo se evita que los vicios arraiguen en nuestra vida?, se pregunta. “Es cuestión de disciplina”, contesta con palabras del principito. “Hay que dedicarse regularmente” cada día “a arrancar los baobabs en cuanto se los distingue de los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes.” Es una rutina que requiere insistencia y vencer la pereza.

¡Cuidado con los baobabs!

Pero hay también otro dato muy importante: resulta, se nos dice en el capítulo, que los corderos comen arbustos y por lo tanto también se pueden comer las malas hierbas de baobab cuando son pequeñas. Es decir, nuestros amigos verdaderos –pues el cordero aquí simboliza la amistad del aviador hacia el principito- son una inestimable ayuda para sacar de nosotros nuestro mejor yo y para apoyarnos en la lucha contra nuestros fallos y defectos de carácter.

No estamos solos en nuestra pequeña vida, pero hemos de estar dispuestos a dejarnos ayudar cada día en nuestra lucha por hacerla más hermosa y contribuir a la belleza de este mundo, cuyo cuidado se nos ha encomendado como vocación original.

“…Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos… "

Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a los que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.”

Y una mañana, a la hora de la salida del sol...

En el capítulo octavo se nos dará noticia de una flor, una rosa –símbolo de la persona amada- que marcará muy hondamente la vida del muchacho. Es la experiencia del amor temprano, que fascina y a la vez desconcierta, y en el que la falta de una mirada profunda, capaz de “comprender” -que sepa ver el valor de la persona amada más allá de las apariencias y de los contratiempos-, dará lugar a la primera y precipitada decepción amorosa.

Sucedió, así, que en su pequeño planeta, en su modesta vida, apareció un buen día una flor distinta de otras que habían pasado por él sin dejar una huella profunda: que “aparecían una mañana entre la hierba y luego se extinguían por la noche”. Pero ésta no, ésta era muy especial; hizo su aparición –“una mañana, exactamente a la hora de la salida del sol”- tras una elaborada preparación que la hizo mostrarse “con el pleno resplandor de su belleza”.

A la admiración inicial por la deslumbrante belleza y la magnífica apariencia de la flor, empieza a suceder el desconcierto: no se trataba de una rosa cualquiera, era una flor sumamente vanidosa: “-¡Qué hermosa eres!”, exclamó el muchacho. –“¿Verdad?, respondió la flor, y he nacido al mismo tiempo que el sol…”

Pero lo más notable de la aparición de esta persona/flor tan singular es que inicia su diálogo reclamando la atención del principito: le pide que la riegue, pues era la hora del desayuno. Más tarde le pedirá que le coloque un biombo, pues teme las corrientes de aire… -“Y por la noche me meterás bajo un globo. Aquí hace mucho frío”, añadirá. El principito empieza a desvivirse por atenderla hasta que, en un momento dado, descubre que la flor también le dice algunas mentiras para encumbrarse ante él. Por eso, “a pesar de la buena voluntad de su amor, empezó a dudar de ella”.

Al cabo del tiempo, el principito reconocerá que se dejó entonces llevar en su decepción por aspectos superficiales –las “espinas” de las rosas, esos defectos o errores que hallamos en las personas que están a nuestro lado- y no supo ir más allá, hasta la persona misma, para apreciar la grandeza del bien que ésta suponía:

“-No debí haberla escuchado; nunca hay que escuchar a las flores. Hay que mirarlas y aspirar su aroma. La mía perfumaba mi planeta, pero yo no podía gozar con ello… No supe comprender nada entonces. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me perfumaba y me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! Debí haber adivinado su ternura detrás de sus pobres astucias… Pero, termina diciendo- “yo era demasiado joven para saber amarla”.

Y es que un aspecto esencial del amor verdadero es el perdón: ese ponerse ante la persona que nos hizo daño o nos confundió, y decirle: “Tú me importas más que tus errores”. Porque es preciso llegar a amar en la rosa hasta la espina.

"Era demasado joven para saber amarla"
Era demasado joven para saber amarla

Los capítulos VIII y IX del libro se refieren a la aparición de la rosa en el planeta del principito y a la decepción y consiguiente partida de éste, al sentirse defraudado por los defectos y errores que había encontrado en ella.

Sin ser capaz de ver más allá de las espinas, hasta llegar al fondo de la persona amada, a lo que ella representa para su vida y a sus intenciones verdaderas, el muchacho decide dejarla y marchar lejos -abandonarla- para encontrar amigos, conocer el mundo y aprender de la vida.

Le faltaba esa mirada profunda que da el amor aquilatado y que va más allá de las apariencias, de los malentendidos o de los contratiempos que surgen. Se precipitó, sin duda, como él mismo reconocerá más adelante:

“-No supe comprender nada entonces… me perfumaba y me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! Debía haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias… Pero yo era demasiado joven para saber amarla.”

Será en el momento de la despedida cuando empiece a dudar de lo correcto de su decisión, pero ya no será capaz de rectificar; y partirá, con una profunda melancolía en el corazón, tras escuchar de la flor su verdadera disposición:

Era demasado joven para saber amarla

“-He sido tonta, le dice. Te pido perdón.. Procura ser feliz… Te quiero. No has sabido nada por mi culpa… Has sido tan tonto como yo.”

El orgullo impedirá a la flor retener al principito, y éste, a su vez, creerá que le será más fácil encontrar lo que busca si se aleja de su hogar. Como tantos casos que seguramente conocemos, a veces se confunde la libertad con el desarraigo.

Para su evasión aprovechará “una migración de pájaros silvestres”... Gentes, mensajes, modas que van de acá para allá sin rumbo fijo y que atraen tras de sí a jóvenes y no tan jóvenes que, por carecer de maestros de vida, buscan sin saber muy bien dónde se encuentran el bien, la verdad, la felicidad, la belleza.

Se asomará así a la vida de otras gentes intentando quedarse e iniciar con ellas una relación de amistad para intentar llenar el hueco que siente por la ausencia de su flor.

Conocerá así, en la región de los asteroides 325 a 330, personajes representativos de diferentes estilos y actitudes ante la vida, la felicidad, el amor y la amistad misma.

"¡He aquí un súbdito!"

El capítulo X nos muestra la figura curiosa de un rey que habita en un pequeño y solitario planeta: el planeta 325 (ya se sabe que a las personas mayores les encantan las cifras). Un rey que en su planeta minúsculo se viste de púrpura y armiño… y que sueña con reinar sobre todas las cosas y destinos.

¡He aquí un súbdito!

Este personaje, será, como los que conocerá el principito en los otros planetas que se dispone a visitar, ejemplo de un tipo de “persona mayor”. Con esta expresión el libro se refiere simbólicamente a una forma de mirar el mundo, las cosas y a las personas, eminentemente utilitarista y superficial; una mirada del todo incapaz de comprender el verdadero valor de las cosas y de las personas. Y como empezaremos a ver en seguida, incapaz también de apreciar el verdadero valor de la amistad. Para el utilitarista, todo –incluidas las personas- se divide en dos simples tipos: lo que me es útil y lo que no.

Y a estas personas mayores es a las que precisamente se dirige el principito, llamando a la puerta de sus vidas, asomándose a sus planetas, con el propósito de encontrar un amigo.

Y la primera persona a la que se encuentra es alguien que, sin más presentación, exclama: “-¡Ah, he aquí un súbdito!”, porque para él todos a su alrededor son súbditos, gente sometida a lo que él mande.

Pero con una cruel ironía, no exenta de fino humor, se nos presenta el mundo de este rey absoluto y universal: el planeta está cubierto por su magnífico manto de armiño y es minúsculo y solitario. Hasta el punto de que no cabe nadie más que un pobre rey, triste y solo, y su absurda pretensión de imponerse sobre todo.

Es tal su afán de control que ordena al principito que bostece y que no bostece, según lo que éste vaya a hacer. Para el rey, lo que no está prohibido es obligatorio. Y por consiguiente, nadie se siente cómodo y libre junto a él, porque no deja lugar a la iniciativa y a la normalidad.

Pero se nos dice además que este rey era también “muy bueno”. Esa forma de ser a la vez "autoritario y bueno" se conoce con el nombre de paternalismo. Al ejercer el paternalismo, una persona toma decisiones que no pueden discutirse ni cuestionarse, pero a la vez también transmite un cierto afecto. En definitiva, quita iniciativa a los demás con la intención de procurarles el bien, porque cree saber mejor que nadie lo que les conviene. Considera al otro incapaz de valerse por sí mismo, no le valora como persona sino más bien como una especie de apéndice suyo, como “súbdito”.

Es importante señalar que no se habla aquí simplemente de política. Se trata de la relación entre la autoridad y la libertad en el ámbito de la convivencia; se puede aplicar al ámbito familiar, al del trabajo o al de la amistad, por ejemplo.

Nuestro rey, tal vez resignado ante la evidencia de una realidad tozuda, que no siempre obedece nuestros deseos, prefiere dar “órdenes razonables”, pero que en el fondo no son ni verdaderas órdenes ni son tampoco razonables. Así, para que tenga lugar una puesta de sol, “manda” que ocurra cuando necesariamente va a ocurrir. “Lo exigiré, ¡será esta noche… a las siete y cuarenta! ¡Y verás cómo soy obedecido”. Evidentemente eso ni es mandar ni es de veras razonable.

Pero este rey bueno, aunque autoritario, no deja de decir cosas verdaderas: La primera: “La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón”. Pero, claro, la verdadera autoridad no se da cuando no se aplica a quien se le ha quitado la libertad. Eso es poder, control, imposición. La verdadera autoridad consiste en ayudar a crecer, en dar auge.

Otra notable sentencia del rey: Al querer retener al principio bajo la sombra de su manto real, pretende nombrarle ministro de Justicia… Pero como el principito repone que no hay en el planeta nadie a quien juzgar porque la vida del rey no deja espacio para que nadie participe de ella de verdad… el rey responde: “-Te juzgarás a ti mismo. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.”

Nada más cierto. Pero la respuesta del principito, contundente y asertiva, no lo es menos: “-Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte. No tengo necesidad de vivir aquí.”

Tampoco le gusta condenar a muerte y perdonar la vida a nadie, como le ordena el rey.

En definitiva, como el principito ve que no puede respirar, agobiado por el afán del rey de ser siempre obedecido, de imponer de un modo u otro su voluntad sin dejar espacio ni capacidad a los demás para ser ellos mismos, decide alejarse. Ante lo irremediable de la partida, el rey exclama: “-¡Te hago embajador!”

Qué difícil es entrar en la vida de alguien que no te ve como amigo ni te valora por ser tú mismo sino en función sus intereses. Y qué tristeza y soledad la de su vida.

Absurda vanidad... / "Bebo para olvidar que bebo..."

Contrasta la dirección que toma la grandeza de Dios en su amor hacia el ser humano, que es la de abajarse, con la de nuestro pobre orgullo de criaturas limitadas, que es, tantas veces, la de envanecernos. Queriendo emular la estatura de Dios, nos inflamos a veces como el sapo aquél que reventó de tanto que quiso hincharse.

En el Capitulo XI de El principito asistimos precisamente a la visita al planeta de un pobre vanidoso. Vanidoso viene de vano, vacío, hueco, falto de solidez. La vanidad, el engreimiento y la presunción son muchas veces una pobre careta, un escaparate que se engalana hasta el ridículo de tanto querer aparentar lo que no se es.

Por eso, ya desde el principio, llama la atención ese personaje que, nada más ver al principito desde lejos, exclamó: “-¡Ah, ah! ¡He aquí la visita de un admirador!”

Ocurre que, como el rey del planeta anterior, que pensaba que todos los hombres eran sus súbditos, para los vanidosos, los demás son admiradores. Su mirada está deformada por sus prejuicios o por su soberbia. Hay, en efecto, “personas mayores” –según la simbología del libro- que no ven en los otros a la persona, sino lo que de ella les puede ser útil. Por eso, entre otras cosas, no es posible la amistad con los soberbios y los presuntuosos, porque no son capaces de amar y respetar.

Y este vanidoso, además, cae de lleno en el más tonto de los ridículos. Como se cree superior, único, el mejor…, y la realidad suele ser testaruda…, al final se ve humillado y solo. En su vida, en su planeta, no cabe nadie más... y nadie más desea estar tras unos primeros minutos, en los que se hace palpable el engreimiento y la vaciedad del personaje. Suele ocurrir que, además, para sentirse superiores, este tipo de personas a menudo se recrean humillando o denigrando a los demás, como si le hiciera perfecto a uno el que los demás no lo fueran.

Llevaba puesto nuestro vanidoso un extravagante sombrero, como si fuera una cresta que le hiciera superior a los demás, y que le hacía creerse por ello superior: “-Es para saludar. Es para saludar cuando me aclaman. Pero desgraciadamente, nunca pasa nadie por aquí.” El sombrero se podría llamar fama, titulaciones, cualidades, belleza externa, popularidad, imagen, apariencia, moda… Es la fatua grandeza –la vanagloria- de los fuegos de artificio, de las máscaras de carnaval, de pensar que esta vida y sus limitados horizontes lo son todo.

Por eso, cuando el principito le sugiere la posibilidad de volver a la realidad y reconocerse como todos, haciendo que el sombrero caiga, el vanidoso no le oye. “Los vanidosos no oyen sino las alabanzas”…

La vacuidad, la torpeza existencial de quien adopta la vanidad y la presunción como manera de asomarse a la vida y de relacionarse y compararse con los demás, se pone manifiesto en la parte final del diálogo:

—¿Tú me admiras mucho, verdad? —preguntó el vanidoso al principito.

—¿Qué significa admirar?

—Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta.

—¡Si tú estás solo en tu planeta!—¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras! —¡Bueno! Te admiro —dijo el principito encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué te sirve? Y el principito se marchó.

"Decididamente, las personas mayores son muy extrañas", se decía para sí el principito durante su viaje.

"BEBO PARA OLVIDAR QUE BEBO..."

Los capítulos XII y XIII de El principito son de notable interés. El primero de ellos es muy breve, pero de una tristeza inmensa. Es la llegada del principito al planeta habitado por un bebedor. Representa a esas “personas mayores” que viven encadenadas a algún tipo de adicción, ya sea por la dependencia hacia una sustancia, o a un trabajo, al juego, al sexo o a cualquier otra actividad que ha perdido su sentido y absorbe de tal modo a la persona que le quita todo poder de decisión. Encerrada en sí misma, carece de todo horizonte. Melancolía y amargura lo llenan todo.

—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.

—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.

—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.

—Para olvidar.

—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.

—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.

—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.

—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.

Y el principito, perplejo, se marchó.

"No hay la menor duda de que las personas mayores son muy extrañas", seguía diciéndose para sí el principito durante su viaje.”

"Son mías, porque las poseo" / "Es la consigna"
Son mías, porque las poseo

El capítulo XIII, sin embargo, correspondiente al cuarto de los planetas, es demoledor por otros motivos. Nos encontramos ante la mirada en extremo pragmática y utilitarista del hombre de negocios. Si el rey, nada más divisar al principito, creyó ver en él a un súbdito, y el vanidoso sólo supo ver un admirador, el hombre de negocios, concentrado en laboriosos cálculos, sumas y restas, sólo verá en el recién llegado una molesta interrupción.

Se halla sumamente atareado en precisar que posee ni más ni menos que “quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y un…” “-De… Ya no sé. ¡Tengo tanto trabajo!”…

Cuando el principito le pregunte “-¿Quinientos millones de qué?” No sabrá decir de qué se trata. “-Millones de esas cositas que se ven a veces en el cielo”. Apretado por las preguntas insistentes, añadirá: “Cositas que brillan…, cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes.” “–¡Ah, estrellas!”, caerá en la cuenta al fin el principito.

¡¡Precisión. Precisión!!: “-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno”, exactamente. Y repetirá una y otra vez: “-Yo soy serio, no me divierto con tonterías. Yo soy serio. No tengo tiempo para desvariar. Yo soy serio. Soy preciso.” Este “pobre rico”, no tiene tiempo. Qué lástima. Porque, bien mirado, no tener tiempo es no tener vida.

“-Poseo las estrellas, son mías, porque jamás, nadie antes que yo, soñó con poseerlas.” Razonando con tan poco fundamento como el ebrio, argumenta: “-Poseo las estrellas para ser rico, y soy rico para comprar más estrellas…” En su afán de posesión, posee y compra más y más y más estrellas, con el único fin de poder asegurar que son suyas, depositarlas en el banco, escribir su cantidad en un papel y después encerrar el papelito, “bajo llave, en un cajón.” Reduce el ser y el valor de las cosas a meros objetos manipulables, incluso a las personas. Imposible la amistad y el amor con quien sólo busca poseerte.

El principito no dudará en calificar a este curioso y terrible personaje -que aspira a poseer y dominar el mundo entero y en especial aquello que tiene algún valor para los demás- de “apenas humano”: “¡No es un hombre, es un hongo!”, dirá en otro lugar. Para añadir seguidamente: “Jamás ha aspirado una flor. Jamás ha mirado a una estrella. Jamás ha querido a nadie…” Presume de ser serio, pero esta seriedad al principito le produce verdadero horror. “¿Serio?” Con ironía dirá que tal vez sea divertido y hasta poético, pero no tiene nada de serio. Y es que no hace justicia al verdadero valor de las cosas ¡y de las personas!.

Porque la “posesión” a la que se refiere el principito es muy diferente; más aún, es todo lo contrario. No consiste en asfixiar, controlar y decidir sobre los demás, a quienes se toma por “cosas”, sino en ponerse a disposición de “los míos”. El “mi” de intimidad, del verdadero amor, es todo lo contrario del ”mi” de posesión y manipulación. El amor posesivo no es amor. Es violencia. El verdadero amor y la amistad se basan en el respeto, en dejar ser al otro, en buscar su bien, en ayudarle a ser quien es, y a ser lo mejor que pueda ser. “Mi” flor, “mis” volcanes… Es útil que yo los posea, “pero tú no eres útil a las estrellas…”

“El hombre de negocios, concluye el capítulo, abrió la boca pero no encontró respuesta”, y el principito se fue, repitiéndose otra vez que “decididamente, las personas mayores son enteramente extraordinarias”.

"ES LA CONSIGNA"

Es la consigna

El trabajo es para la vida, y es vida él también. Pero sólo adquiere sentido verdadero cuando es elevado por el amor, cuando se convierte en don para el bien de alguien. En medio de la soledad radical amenaza el vacío existencial, y el trabajo, buscado por sí mismo o sólo como el mero cumplimiento de un deber, y no por otro valor más alto, termina por perder su sentido y se convierte en una agotadora cadena, en una alienación insoportable.

Este es el drama del farolero que habitaba en el más pequeño de los planetas que el principito visitó al dejar su casa, buscando el modo de hacer amigos.

Lo que el principito encontró aquí le resultó extraño y chocante: Un farol y un farolero. Eso es todo. Un hombre y su trabajo cotidiano. Y nada más. Lo extraño del caso era este “nada más”: “el principito no lograba explicarse para qué podrían servir, en algún lugar del cielo, en un planeta sin casa ni población, un farol y un farolero.” Un planeta sin casa ni población, en un lugar perdido, sin tradiciones ni raíces, un lugar como otro cualquiera, una vida que se vive por inercia y sin vínculos ni cuidados hacia nadie en concreto… el desarraigo de tantos individuos que hoy viven para trabajar, descansan lo mínimo para trabajar más aún, y que se precipitan hacia una soledad completa.

Absurdo. ¿Qué hace un hombre que vive para trabajar pero no sabe para qué sirve su trabajo?... No es que su trabajo no pudiera tener un sentido, es que el farolero ni se lo había planteado. He ahí el drama… Y para colmo, como su trabajo es su vida, tampoco tiene capacidad de ocio y de descanso, de fiesta, de celebración, de vinculación a nadie… Y es que su trabajo no lo vive como un servicio, como una donación de sí mismo por el bien de alguien concreto. Si trabaja es… “por la consigna”, sólo porque tiene el deber de trabajar. Y lo hace muy disciplinadamente.

Cuando el principito le pregunte qué es la consigna, el farolero sólo acierta a responder: “es la consigna”. “–No comprendo, dijo el principito entonces. –No hay nada que comprender, dijo el farolero. La consigna es la consigna. Buenos días, y apagó el farol.”

El cumplimiento del deber al principio resultaba asequible y hasta razonable, se podía alternar el trabajo y el descanso… Pero “de año en año el planeta gira más rápido y la consigna no ha cambiado”. Así es su vida y la de muchos de nosotros… la prisa y el activismo se apoderan de nosotros, hacemos y hacemos, corremos y corremos… y se nos olvida por qué y para qué hacemos y corremos tanto. Vamos muy deprisa hacia ninguna parte. Y la vida se escapa fugaz y vertiginosa: “¡Qué raro, en tu planeta los días duran un minuto!”

Un trabajo, carente de sentido, así pues, agobia al farolero y no le deja comprender el valor de lo que hace ni disfrutar de ello. Pero tampoco le deja comprender y saborear el verdadero descanso, el ocio, la celebración y la alegría. El principito sugiere al farolero, encadenado a su deber, que puede encontrar el verdadero descanso caminando lentamente para quedar siempre al sol. El sol representa en el libro la fuente del sentido, se trata pues de pararse a contemplar, a pensar, a celebrar, a orientarse… es decir, dejar que el amor, la gratitud y el gozo se introduzcan en su vida y en su trabajo. Convertir el tiempo y el esfuerzo en don. Pero el farolero le responderá que no. “Lo que me gusta en la vida, le dice, es dormir”…

El amor –el querer y procurar el bien para alguien- proporciona el verdadero valor de las cosas y de las personas. Eso es lo que falta en la vida del rey, del vanidoso, del hombre de negocios, del bebedor... También en la del farolero, aunque de él dirá el principito: «es el único que no me parece ridículo. Quizá porque se ocupa de una cosa ajena a sí mismo... Es el único de quien pude haberme hecho amigo.» Pero… Sí, había un pero. Dedicado a un trabajo cuya verdadera belleza y utilidad desconocía, y sin haber descubierto que el sentido último del trabajo está en el amor y en el servicio a las personas, el farolero se ha encapsulado en su soledad. “Su planeta –dirá el principito- es verdaderamente demasiado pequeño. No hay lugar para dos...”

Todos los demás han visto en el pequeño un «súbdito», un «admirador», una «pesada molestia»… Le han valorado por la utilidad que pueden obtener de él, incapacitándose para amarle y aceptarle por él mismo, tal y como es. Y el farolero, encadenado a la consigna, no ha descubierto el valor de su trabajo por no haber sido capaz de convertido en dádiva, en oblación.

"No puedo saberlo" / "¡Estoy solo!"

Con el capítulo XV culmina la travesía de nuestro joven protagonista por varios planetas tras haber dejado en el suyo, como consecuencia de una decepción profunda, a la rosa a quien quería. Experimentaba la necesidad de un amigo, pero ha ido encontrando en su viaje a “personas mayores” (el rey, el vanidoso, el bebedor, el hombre de negocios, el farolero…) que no le han puesto las cosas fáciles. En esta ocasión llega al sexto planeta, un planeta bastante amplio, habitado por un anciano geógrafo, que simboliza, como veremos, a un moderno hombre de ciencia.

No puedo saberlo

La primera sorpresa vendrá dada, nada más llegar, porque recibe el siguiente saludo: “-Anda! ¡He aquí un explorador!!

Es esta una interpelación que recuerda mucho a la recepción de otros personajes, como el rey, para quien el joven fue tomado y valorado como un súbdito, como el vanidoso, que le recibió como un admirador, o como el hombre de negocios, que vio en él una inoportuna molestia para sus ocupaciones. Todo ellos veían en el principito, no una persona, no al joven que él es, sino a alguien que podía resultar útil o contraproducente para sus intereses. Hay en todos ellos un prejuicio, una etiqueta que clasifica al muchacho ante estos personajes, en cuyos planetas el principito no podrá quedarse a vivir por ser imposible una relación de amistad. El amor de amistad es, ante todo, un amor de persona, que considera al amigo como una persona cuyo bien se quiere.

Pues bien, nuestro anciano se encuentra ante un grueso libro de anotaciones. –“Soy un geógrafo”, le dice. “Un sabio que conoce dónde se encuentran los mares, los ríos, las ciudades, las montañas y los desiertos”…

“-Es muy interesante, dice el principito. Por fin un verdadero oficio… Es muy bello vuestro planeta: ¿Tiene océanos? –No puedo saberlo, contesta el geógrafo. –Ah, ¿y montañas? –No puedo saberlo… -¿Y ciudades, ríos o desiertos?... –Tampoco puedo saberlo. -Pero eres geógrafo. –Es cierto, pero carezco de exploradores. Un geógrafo es demasiado importante para deambular por ahí. No debe dejar su despacho.”

Y así vamos descubriendo cómo el geógrafo toma el mundo como objeto de cómputo y registro. Viene aureolado por el oficio de sabio, pero como ocurre a tantos especialistas del saber, resultan ser escépticos acerca de su propia vida. No olvidemos que los planetas en esta narración simbolizan nuestra vida.

Sólo admite como real lo que encaja en sus procedimientos de investigación. Exige “pruebas”. Le interesan las grandes leyes y fenómenos de la naturaleza, que puede incorporar a sus cálculos estadísticos. Llegará a afirmar: “Escribimos cosas eternas”.

Cuando el principito le refiere que en su vida pasan cosas no muy aparatosas ni destacables, el geógrafo le dirige una mirada despectiva. Pero sobre todo la gran decepción se producirá cuando salga a colación el tema de la flor:

“—También tengo una flor. –No anotamos las flores, dijo el geógrafo. – Por qué? ¡Es lo más lindo! (…)

—Porque las flores son efímeras. -¿Efímeras”? -Sí. Significa que algo está amenazado por una próxima desaparición.

—¿Mi flor está amenazada de desaparecer próximamente?

—Indudablemente.

Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi casa!". Por primera vez se arrepintió de haber dejado su planeta, pero bien pronto recobró su valor.

—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó. —La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación... Y el principito partió pensando en su flor.“

Parece que el principito acaba de advertir que la sabiduría que de verdad merece la pena no es la que se alza como un absoluto pero que al final oculta una profunda ignorancia acerca de lo que en realidad a él le parece más valioso: que la vida está para amar y ser amado. Que el ser amado es quien de verdad cuenta cuando buscamos el sentido de la vida.

"¡ESTOY SOLO!"

Nos asomamos ahora a los capítulos XVI al XIX. El principito venía de visitar seis curiosos planetas habitados por “personas mayores”. Tras el infructuoso esfuerzo de entablar amistad con ellas, llega finalmente a la Tierra. Si algo destaca en ella, a juicio del narrador, es que está habitada por multitud de personas mayores: 111 reyes, 7.000 geógrafos, 900.000 hombres de negocios, etc. Con ironía, finge darnos una cifra exacta que sin embargo no lo es…

¡Estoy solo!

¿Y cómo es la Tierra, un planeta en el que hay tantas personas mayores?

Se trata en este caso de un planeta de grandes dimensiones, en el que los hombres, a pesar de su número tan elevado, no ocupan tanto lugar. Exagerando, el narrador llega a afirmar que podría amontonarse a la humanidad sobre una diminuta isla del Pacífico. No obstante, se nos dice algo significativo: “Las personas mayores se imaginan que ocupan mucho lugar. Se sienten importantes…”

Y sin embargo, al llegar a la Tierra, el principito no vio a nadie… Bueno, hace sentir más bien escalofríos lo que ocurrió en realidad: a quien primero se encontró fue a la muerte. una serpiente que advierte al principito que es más poderosa que el dedo de un rey, que a quien toca lo devuelve a la tierra de donde salió, que, mostrándose ella misma como un enigma, sin embargo los resuelve todos… Y el “buenas noches” con el que se saludan nos habla también de soledad y de falta de relación humana: “-¿No hay nadie en la Tierra?”, preguntará el muchacho. Y la serpiente le contesta: “–Aquí es el desierto… ¿-Dónde están los hombres…? Se está un poco solo en el desierto… -Con los hombres también se está solo”, sentencia el reptil.

El panorama no es precisamente alentador. La Tierra es un planeta de muerte y de soledad. No olvidemos que los tiempos en que se escribe este libro son de guerras, de angustias y tristeza. Los filósofos existencialistas del momento, muchos de ellos compatriotas de Saint-Exupéry, vienen proyectando en el mundo intelectual un halo de penumbra, de angustia y sinsentido acerca de la vida humana: El hombre, dirán, es un ser para la muerte, una pasión inútil; hemos sido arrojados a un mundo en el que nosotros y todo está de más…

Se esperaría que un planeta tan poblado como la Tierra fuera un lugar en el que será fácil hallar amigos. Pero a veces las grandes ciudades, los abarrotados autobuses y metros, las calles y plazas atestadas por la multitud, resultan ser auténticos desiertos. Con los hombres, dice la serpiente, también se está solo… Ante la muerte acaba imponiéndose el silencio.

El diagnóstico es brutal. La sensación dominante es abrumadora, de un pesimismo imponente. Una pequeña flor en medio del desierto asegurará que los hombres son muy pocos –“seis o siete”, afirma-, y no se sabe nunca dónde encontrarlos, pues no tienen raíces y el viento los lleva… El sinsentido, el desarraigo, la indiferencia… se agudizan. Advertimos que este pequeño libro tiene un calado más hondo de lo que parecía a una mirada superficial.

Así las cosas, el principito sube a una alta montaña: “-Desde una montaña alta como ésta, se dijo, veré de golpe todo el planeta y todos los hombres…”. Pero lo que se encontró sólo fueron “agujas de rocas bien afiladas”. Hostilidad, peligro, aristas que presagian una vida angosta y dura… en suma. Y aún más terrible: A su saludo, lanzado al azar -“Buenos días”-, le sigue una respuesta pasmosa:

“-Buenos días… Buenos días… Buenos días… -respondió el eco.

-¿Quién eres? –dijo el principito.

-Quién eres… quién eres…, -respondió el eco.

-Sed amigos míos, estoy solo –dijo el principito.

-Estoy solo, estoy solo, estoy solo… -respondió el eco.”

De manera admirable, sirviéndose de la imagen del eco, se nos muestra un mundo en el que la soledad lo invade todo. La situación no puede ser más desoladora. La soledad rodea al muchacho por todas partes. Todo el mundo a la vista es un enorme desierto: “¡Qué planeta tan raro!: es seco, puntiagudo y salado”, pensó el principito. Da lo mismo estar en medio de un espacio vacío que estar odeado de gente… La soledad de tantos y tantos, multitudes solitarias, gentes que vagan sin sentido y sin rumbo, donde el viento las lleve… Hostilidad, desconfianza, ausencia de vida, amenaza: “Seco, puntiagudo, salado.” Es demoledor pensar que en las casas de los hombres también es todo soledad, sequedad, conflicto, amenaza, aridez. Que en ellas no hay amor.

-“Y los hombres no tienen imaginación”, añadió el principito: “Repiten lo que se les dice… En mi casa –es así como llama a su planeta- tenía una flor: era siempre la primera en hablar…” Pero lo más importante está aún por acontecer… Al principito le esperan aun más y mayores sorpresas. Y lo mejor está a punto de llegar.

"Me creía rico con una flor única..."
Me creía rico con una flor única...

El capítulo XX de El Principito es muy breve y sirve de antesala al capítulo central del libro, el XXI. Pero es muy interesante, porque en él se plantea la triste situación del joven. Sus expectativas de encontrar amigos entre los hombres que habitan la Tierra se han visto inquietadas por la visión general del planeta, un planeta “seco, puntiagudo y salado”, en el que lo primero que encuentra es el desierto –“con los hombres también se está solo”, se le dice– y la muerte, simbolizada por la serpiente, que al parecer sería el desenlace de todos los enigmas.

Sin embargo, el principito descubrió al fin una ruta, un camino. Y en él se produjo un encuentro insólito, que le ocasionará un gran impacto.

“-Buenos días”.

Se encontraba nada menos que en un jardín florido de rosas. -¡¡De rosas…!!-.

“-Buenos días”, le respondieron éstas. Todas se parecían a su flor.

Estupefacto, preguntó el muchacho: “-¿Quiénes sois?”

-Somos rosas, dijeron las rosas.

Y el principito se sintió muy desdichado, puesto que su flor le había contado que era la única de su especie en el universo. Y él lo había creído. Y he aquí… que había cinco mil -¡¡cinco mil!!- todas semejantes, en un solo jardín.

Aunque uno esperaría que el muchacho se sintiera engañado y consternado por el despecho, la limpieza de su corazón le lleva a pensar en que su flor, si lo supera, se sentiría humillada hasta dejarse morir.

Pero se impone el hecho tremendo, al que sigue una profunda decepción, un desencanto terrible:

“Me creía rico con una flor única y no poseo más que una rosa ordinaria. La rosa y mis tres volcanes que me llegan a la rodilla, uno de los cuales quizá está apagado para siempre. Realmente no soy un gran príncipe.” Y, tendido sobre la hierba, se echó a llorar.

Abrumado por el desencanto causado al pensar que aquella a la que amaba carecía de valor, siente que su vida tampoco lo tiene. Piensa que la suya es una vida insignificante, anodina, sin valor y sin sentido…

El principito no se ha dado cuenta aún de que algo, o alguien, es “único”, no por no tener semejantes, sino por la existencia de vínculos de intimidad, confianza y fidelidad… Seguramente, porque aún no ha aprendido a “ver con el corazón”

Me creía rico con una flor única...
"Crear lazos"

Nos adentramos en el capítulo nuclear de El principito, el capítulo XXI, fuente de referencias y claves para todo el libro.

Una vez en la tierra y habiendo llegado a la morada de los hombres en busca de un amigo, el muchacho se vino abajo cuando descubrió que en un solo jardín había más de 5.000 rosas, tan hermosas o más que la que había dejado en su planeta. Pensó que ésta no poseía tanto valor como él creía, ya que era sólo una flor entre miles, “una rosa ordinaria”. Sorprendentemente, su amor hacia ella no se había apagado, pero pensó que la flor que amaba no era diferente a las demás… Y entonces le sobrevino el llanto.

Pero he aquí que, de repente, se escucha una voz inesperada:

“-Buenos días”.

“-Buenos días”, respondió sorprendido el principito, que al principio no había visto bajo un manzano al zorro que le hablaba.

El niño, entonces, le manifiesta su necesidad más inmediata: “-Ven a jugar conmigo. ¡Estoy tan triste!…”

A lo que el zorro contestó: “-No puedo. No estoy domesticado”.

“-¿Qué significa “domesticar”?”

Pero el zorro no estaba dispuesto a contestar de inmediato, tal vez porque pensaba que se trataba de algo evidente. “-¿Qué buscas?, le contestó”.

“-Busco a los hombres”, le dirá el muchacho.

-“Los hombres cazan y crían gallinas, es su único interés”, contesta el zorro. “¿Buscas gallinas?”

Crear lazos

- No, dijo el principito. Busco amigos. ¿Qué significa “domesticar”?, insistió. Y entonces el zorro revelará al principito algo sumamente importante:

- Es una cosa ya olvidada, significa "crear lazos..."

- ¿Crear lazos?

- Efectivamente—dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos; y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...

Y entonces se produjo la primera luz en el alma confusa del principito:

- Comienzo a comprender —dijo—. Hay una flor... creo que me ha domesticado...“

El principito, no lo olvidemos, se encontraba abrumado por una brutal decepción tras encontrar en un solo jardín de la Tierra cinco mil rosas tan hermosas o más que la que dejó en su planeta y que él creyó única en el universo. Pero el zorro acaba de mostrarle que a pesar de ello, su flor sigue siendo única.

¿Cuál es el secreto? Se encuentra en algo esencial, que el zorro llama “domesticar”:

“-Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos; y no te necesito. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...”

Domesticar, se nos dice, es “crear lazos”, vincularse. El vínculo al que aquí se refiere el libro no es otro que el amor de amistad, el amor de benevolencia, la entrega que busca el bien de la persona amada. Y este vínculo, que nos ata dulcemente a la persona del amigo o del amado, lo hace absolutamente único: muestra su singularidad y su valor incomparable. Es a través de este vínculo como se muestra la hondura y el valor profundo, único, de cada persona, y también de todo aquello que tiene que ver con ella.

Más aún. Los vínculos con los que otras personas se atan a nosotros, su aprobación hecha entrega y donación, hacen que descubramos el valor del que nosotros mismos somos portadores. Al haber sido elegidos no a la fuerza sino con libertad, al comprobar que alguien nos prefiere a otros, e incluso -oh maravilla- antes que a sí mismo -puesto que llega a anteponer nuestro bien al suyo propio y se sacrifica por él-, nos vemos obsequiados con el más grande de los regalos: nos descubrimos llenos de valor, hasta el punto de haber hecho exclamar a quien nos ama: “-Tú me importas; es bueno que existas, que estés en el mundo, y estoy dispuesto o dispuesta a ponerme a tu disposición para que crezcas, para que aumente tu bien, para lo que necesites; porque quiero tu bien incluso por encima del mío”.

Erich Fromm escribe que “el amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. Y el amor maduro responde: ‘¡Te necesito porque te amo’.”

Ser elegidos, preferidos, amados así, hace que el mundo y la vida se llenen de sol para nosotros, que todo tenga sentido, incluso las cosas que no nos son útiles. El ruido de los pasos de la persona amada ya no es una posible amenaza, se convierte en música. El trigo es para el zorro un recuerdo del amigo y se transforma, el trigo también, en algo importante y lleno de sentido; en objeto de amor.

“-Si me domesticas, mi vida se llenará de sol -dirá el zorro al principito. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, mira: ¿Ves allá los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo… ¡Por favor, domestícame!”

Cuando, tiempo después, el principito haya domesticado al zorro y tenga que separarse de él para regresar junto a su flor, éste se echará a llorar:

–No deseaba hacerte daño, dijo el principito, pero quisiste que te domesticara… –Si, dijo el zorro. –¡Pero vas a llorar! –Sí. –Entonces, no ganas nada. –Gano -dijo el zorro-, gano por el color del trigo.

Se nos está diciendo que el amor da sentido a todas las cosas, incluso a las lágrimas. Y que es necesario para que el mundo, y aquellos que nos aman o a quienes amamos, salgan del anonimato y de la indiferencia. Y que existen formas de valor que rebasan la utilidad.

¿Y qué hace falta para amar así?: –Tiempo, dedicación, paciencia. Las prisas y el utilitarismo son la muerte del amor humano y de la amistad. En un magnífico párrafo, se nos insiste en la necesidad de dedicar tiempo a la persona amada; y en el amor que profundiza en el ser amado haciendo posible el verdadero conocimiento: sólo se comprenden, sólo se conocen a fondo las cosas que se aman.

-Por favor, domestícame, dijo el zorro al principito.

-Bien lo quisiera, respondió el principito, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.

-Sólo se conocen las cosas que se domestican –dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo ¡domestícame!

-¿Qué hay que hacer? –dijo el principito.

-Hay que ser muy paciente…

Para crear lazos hace falta tiempo, paciencia, respeto, entrega.

…Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca…

Es preciso respetar el ritmo y el espacio que la otra persona necesita. No debemos invadir su intimidad de forma precipitada o abusiva. El amor no es forzado. Para amar primero es necesario el respeto.

Y jalonando, educando y expresando este respeto, aparecen los ritos, esos gestos simbólicos, que hacen diferentes y especiales los momentos, los lugares, la actividad a través de la que discurre la vida y la relación entre las personas: un aniversario, un modo respetuoso y cuidado de hacer las cosas, un gesto de deferencia, una celebración festiva… El rito salvaguarda el valor y el sentido de las cosas y de los acontecimientos importantes que tienen que ver con las personas que amamos. Señala el significado especial que tienen las cosas importantes de nuestra vida. Y por ello mismo un rito no puede separarse de la vida, que es la que le da contenido.

—Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así el precio de la felicidad. Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

—¿Qué es un rito? —inquirió el principito.

—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

Y llegamos al momento final de este encuentro de amistad con el zorro, ese maestro sabio que enseñará al principito a mirar más allá de las apariencias y de la utilidad. Que le muestra, desde una amistad vivida honda y respetuosamente, que existe una fuente de sentido que hace nuevo y único aquello y a aquellos a quienes amamos.

Es entonces cuando el zorro dice al principito:

—Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver las rosas:

—No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún –les dijo. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Y las rosas se sintieron molestas.

—Sois bellas, pero estáis vacías –les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, porque es ella a la que yo he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el biombo, porque es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Porque ella es mi rosa.

Y volvió con el zorro.

—Adiós —le dijo.

—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, es muy simple: sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos.

—Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse.

—Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.

—Es el tiempo que yo he perdido con ella... —repitió el principito para recordarlo.

—Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...

—Soy responsable de mi rosa... —repitió el principito a fin de recordarlo.

Ojos para ver lo esencial, los ojos del corazón. Ojos para comprender. La mirada interior de quien ama con un amor clarividente, un amor que no es ciego, ve más allá de las apariencias, del placer y del sufrimiento, de la utilidad o la inutilidad, de las ganas y las desganas.

Más allá de la belleza externa –“sois hermosas, pero estáis vacías”-, se descubre la belleza interior y el valor magnífico del ser amado, de quien es nuestro tiempo y nuestra vida. El tiempo que es vida. –“El tiempo que perdiste por tu rosa hace que sea tan importante… eres responsable para siempre de lo que has domesticado.”

Los vínculos del amor de benevolencia, de auténtica amistad, hacen que no podamos concebir nuestra vida –esa vida que se ha hecho don- sin la persona amada, sin esa responsabilidad por su bien que da sentido a nuestro trabajo, a nuestro afecto, a nuestra alegría, a nuestras lágrimas. Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos.

Y esa entrega es la que hace nuevas y únicas todas las cosas. Hasta el color del trigo.

El valor del tiempo

Quien ha comprendido el valor del tiempo que se entrega para el bien de aquellos a quienes se ama, descubre que el tiempo es vida; y quien dedica, quien da su tiempo a otro por amor, ama. Y entonces este amor da sentido a todas las cosas: "Si me domesticas, mi vida se llenará de sol", le había dicho el zorro al principito. "El tiempo que perdiste por tu rosa hace que ella sea tan importante". Dar mi tiempo es darme, dar mi vida durante ese tiempo.

Pero, por desgracia, en la Tierra, en nuestro mundo, se ignora a menudo el valor del tiempo que se dedica a otros, que se hace don. El muchacho se había excusado al principio ante el zorro, para no domesticarlo, diciendo que no tenía mucho tiempo porque tenía que encontrar amigos y conocer muchas cosas. Y sin embargo era precisamente esto lo importante: "Sólo se conocen las cosas que se domestican", sólo se conocen las cosas que se aman..., le contesta el zorro. Y eso, conocer a fondo, comprender, requiere precisamente tiempo.

Tiempo y paciencia: "Los hombres, observó el zorro, ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!" "-¿Qué hay que hacer?", preguntó el principito; a lo que el zorro contestó: "-Hay que ser muy paciente". Es preciso ir poco a poco, adaptarse sin prisas al ser y al estar del otro, hasta llegar -en el caso de ir a lo más profundo- a instalar la propia plenitud en la plenitud del otro, poniendo la propia vida a su servicio.

Escribía el Papa Benedicto XVI: “No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. (...) El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido –cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención personal.” (Deus caritas est) Y esa atención personal supone tiempo, delicadeza, dedicación.

Tras su encuentro con el zorro, el principito va a tener dos breves pero elocuentes encuentros. Y ambos tienen que ver con el tiempo.

El primero es con un guardaagujas (Cap. XXII) que clasifica a los viajeros "por paquetes de mil"; masas y grandes concentraciones de gentes que circulan por la vida a toda prisa, sin paz y que no dan paz. Que no están contentos en ninguna parte. "A veces, escribía Viktor Frankl, se tiene la impresión de que algunas personas caminan cada vez más y más de prisa con el fin de no plantearse si van en realidad a alguna parte". Fascinados por la eficiencia acerca de los medios, hemos olvidado cuáles son los fines que de verdad merecen la pena en la vida. En realidad "no persiguen -no perseguimos- absolutamente nada".

Los hombres -las "personas mayores", como se les llama en el libro- que van tan deprisa, no tienen tiempo para contemplar, para pensar, para apreciar el valor de los otros y para ponerse en su lugar. (¿Se puede amar así; se puede educar así; se puede cuidar así...?) "Sólo los niños saben lo que buscan", dirá el principito. No se refiere en realidad a los niños de corta edad, sino a quienes saben comprender, a los que tienen una mirada profunda y limpia, desinteresada y no utilitarista. A los que saben "ver con el corazón".

El segundo encuentro (cap. XXIII) lo tiene el principito con un "mercader de píldoras perfeccionadas que aplacan la sed". "Se toma una por semana -se nos dice- y no se siente ya la necesidad de beber... Es una gran economía de tiempo".

Y se apostilla con ironía: "Los expertos aseguran que se ahorran 53 minutos por semana."

"-¿Y qué se hace con esos 53 minutos?", pregunta el principito. "-Se hace lo que se quiere", contesta el mercader.

Lo queremos todo ya mismo. Es el inmediatismo de querer tener aquí y ahora lo que nos apetece, o lo que les apetece a otros. Para esta mentalidad "el tiempo es oro", un capital que se agota al emplearlo, que ha de invertirse de forma rentable y no debe desperdiciarse en cosas que no sean útiles. Se trata aparentemente de "ganar tiempo" produciendo más, de tener más y más cosas y vivir deprisa... pero sin saber a dónde se va. Y esta es precisamente la definición del sinsentido, de una vida absurda, sin metas, sin ideales, sin nadie para quien vivir... Y es que las prisas matan el amor, nos hacen superficiales.

Frente a esa forma de vivir, para la que el tiempo es oro, productividad a ultranza, agendas repletas -incluso las de los niños más pequeños-, en la que el "ser" deja de tener importancia y ha sido desplazado por el "hacer", existe otra manera de ver y de apreciar la vida. Se trata de descubrir el tesoro que existe en cada instante, el único real, por otra parte, aunque efímero. "Saber" viene etimológicamente de "saborear", de pararse a apreciar el "sabor", la belleza y la singularidad de cada cosa -y de cada persona-, de dedicarle atención. De dejarla ser lo que es y captar su trascendencia, como una nota necesaria y única en la gran sinfonía de la creación.

El valor del tiempo

"-Yo, se dijo el principito, ante los argumentos del comerciante, si tuviera 53 minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente..."

Se trata, en fin, de caer en la cuenta, como el principito había descubierto gracias a su amistad con el zorro, de que el tiempo es vida, donación de sí, ocasión de obrar amando. Es una forma de darse sin perderse y una fuente de valor: "El tiempo que perdiste por tu flor es lo que la hace tan importante".

Este tiempo que es vida consciente y convertida en don, no tiene "precio" sino "valor". El amor que da valor a todas las cosas también redime el tiempo. Santa Teresa de Calcuta decía que "el valor de nuestras acciones no está en su cantidad, su magnitud o su espectacularidad, sino en el amor que ponemos al realizarlas". Pero el amor no sabe de prisas, lo que busca es permanecer.

La marcha a través del desierto

En el capítulo XXIV de El principito se reanuda la narración del encuentro entre el muchacho y el aviador-cronista de nuestra historia.

Hasta ahora se nos venían contando las andanzas del principito por varios planetas y la Tierra. Las claves de sentido que hemos visto aparecer a lo largo de las mismas serán aplicadas a la difícil situación en la que se hallaba nuestro aviador, que sólo disponía de agua para ocho días... Y he aquí que esta provisión se había terminado.

El aviador pensaba que el accidente de su avión, la caída en el desierto y su desesperada situación sólo admitían una solución posible: sobrevivir a toda costa. Sin embargo, poco a poco se nos ha ido insinuando que la avería era en realidad una situación de crisis, tras una existencia gris y sobre todo carente de sentido. Recordemos cómo la describió al principio de la narración el propio piloto: "Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente". Ni un trabajo bello y bien considerado, ni una vida social entre las "personas mayores" han llenado su vida; por el contrario, han terminado por dejarle en una situación desesperada: "era cuestión de vida o muerte", llegó a decir también.

Y, ahora, la sed -una sed de sentido, no lo olvidemos-, la soledad en medio del desierto -un desierto que puede ser la vida entre la gente que le rodea en su ciudad, en su trabajo o en su misma familia- y la urgencia, hacen la situación insostenible y crítica. "-Todavía no he reparado mi avión, no tengo nada para beber..."

La muerte parece esperarles tras las dunas y, no obstante, el principito exclama: "-Es bueno haber tenido un amigo aun si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro". El aviador, sorprendido, no puede sino reflexionar: "No mide el peligro. Jamás tiene hambre ni sed. Un poco de sol le basta". Precisamente, tiempo atrás el zorro le había confiado al muchacho: "Si me domesticas, mi vida se llenará de sol"... Y es que al principito no le importaba tanto la vida como el sentido de la vida. No le angustia el acabamiento de su vida, sino el "fin", la meta, el para qué, lo que le da sentido: la amistad del zorro, el amor por su rosa. El aviador empieza a barruntar el motivo de su sed, en qué puede consistir realmente la avería en su motor.

Pero aún será preciso caminar hacia una fuente, encontrar un pozo a la desesperada, en alguna parte: "Es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo -dirá el narrador-, nos pusimos en marcha". Caminando durante horas en silencio entre las arenas, "cayó la noche"; y sin embargo, aturdido por la fiebre, el piloto verá también que "las estrellas comenzaron a brillar"...

"-¿También tú tienes sed?, le pregunta al niño. Y éste responde: "-El agua puede también ser buena para el corazón". No comprendí, confiesa el aviador. La fatiga, el duro caminar y el agotamiento les hace sentarse. Y entonces el principito exclamó: "-Las estrellas son bellas, por una flor que no se ve... Y el desierto también es bello. Lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en alguna parte..."

En ese momento el propio aviador repara en que el desierto, ese lugar donde están a punto de morir, esconde un misterio, algo que resplandece en el silencio, como le pasó en su infancia en aquella casa en la que dicen que se escondía un tesoro que nadie llegó a encontrar nunca, pero que encantaba toda la casa: "Mi casa guardaba un secreto en el fondo de su corazón". Lo mismo que las estrellas y el desierto: "lo que los embellece es invisible." Y es que existe en todas las cosas una misteriosa fuente de sentido; pero sólo una mirada conducida por el amor y la amistad es capaz de descubrirla. Pero esto significa dejar de pensar en uno mismo y en el propio interés; en salir de sí para buscar el bien de aquellos que nos han "domesticado", aquellos de cuyo bien nos hemos descubierto responsables.

Y es entonces cuando el principito se transfigura ante la presencia del aviador:

"Como se durmiera, lo tomé en mis brazos y volví a ponerme en camino. Estaba emocionado. Me parecía cargar con un frágil tesoro. Me parecía también que no había nada más frágil sobre la Tierra... Y me dije: 'lo que veo aquí, es sólo una corteza. Lo más importante es invisible... Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara... Y lo sentí más frágil todavía."

La vida del pequeño príncipe y la del aviador perdido se entrelazan en medio del desierto. Su penosa marcha, apoyada tan sólo en su amistad, hace que el desierto en que a veces se convierte una vida, se transfigure y se llene de trascendencia porque, a pesar de todo, encierra un manantial de sentido. Pero el sentido de las cosas, de los acontecimientos y de la vida sólo se descubren por medio de una mirada que nace del corazón, por la clarividente mirada de quien ama -"sólo se conocen las cosas que se domestican", había dicho el zorro-, por la aceptación asombrada de misterio que envuelve a cada cosa. El verdadero amor no es ciego, sino clarividente; es capaz de penetrar más al fondo, de atravesar las apariencias y contemplar el bien que es la persona amada.

Con la amistad, con el amor que ve lo profundo de la persona y descubre en ella otra forma de valor más allá de la mera utilidad, aparece el vínculo: "domesticar, crear lazos". Lo que hace posible, -son palabras del propio Saint-Exupéry en su libo "Ciudadela"-, "salvar el nudo invisible que convierte aquellas cosas -la rosa, el campo de trigo, la catedral- en dominio, patria, rostro familiar”.

Y así, en medio de este fatigado caminar cuidando del joven amigo, tiene lugar el acontecimiento, la iluminación: "descubrí el pozo al nacer el día". Sí, precisamente, es entonces cuando nació el día; cuando la noche empezó a quedar atrás. Y en medio del desierto aparece un pozo de agua, de un agua que es buena para el corazón.

Un pozo de agua que es "buena para el corazòn"

El capítulo XXV es, en cierto modo, el del culmen de toda la historia de amistad entre el jovencito y el aviador que nos cuenta su historia. El muchacho se había enemistado con la flor a la que amaba, y buscó llenar su frustración y su vacío con nuevas amistades entre las "personas mayores", hasta que el zorro le hizo comprender dónde está el auténtico valor de las cosas y de las personas y en qué consiste el verdadero amor de amistad.

Tras el encuentro inesperado en medio del desierto, y habiendo conocido la asombrosa peripecia vital del principito, el aviador se lanza al desierto tomando en brazos al muchacho, compartiendo ambos la escasez de agua y la fatiga, y buscando un pozo que sacie su sed.

Un pozo de agua que es buena para el corazòn

Pero la verdadera búsqueda de ambos no es la de una fuente de agua que elimine la sed corporal. El piloto -olvidando su propia penuria y por primera vez en su vida- ha salido de sí. Ha centrado toda su energía en atender y cuidar al principito, al que ve frágil y necesitado de protección, pero rebosante de fidelidad hacia su amigo el zorro y de preocupación por la rosa que había abandonado.

El piloto ya no piensa en su propia sed, porque la verdadera sed que padecía, su soledad y falta de sentido, acaba de ser remediada: lo importante, eso que no es visible a simple vista, acaba de descubrirlo en la fragilidad del que ha empezado a ser su amigo. Y es así cuando aparece a su vista el pozo que andaba buscando; y la noche de la desesperación cede su sitio a la luz del día. "Si me domesticas...", dijo una vez un zorro a un principito desorientado, "...mi vida se llenará de sol".

Este es el instante en el que el aviador se da cuenta de que su vida anterior había sido un ir y venir sin sentido, porque no llevaba a ninguna parte, porque no había en ella nadie por quien vivir: "Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente".

El principito le dice entonces: "Los hombres se encierran en los rápidos pero no saben lo que buscan. Entonces se agitan y dan vueltas..." Y concluye: "No vale la pena."

No es de extrañar que el pozo que acaban de encontrar no sea un pozo de los habituales en cualquier desierto. Porque del desierto del que se nos habla es el de la soledad, de la desolación y del sinsentido. La sed no es la de nuestro organismo biológico, sino la sed del corazón, el deseo radical de nuestra vida: una sed de felicidad, de sentido, de alguien, en fin, que ponga nombre y rostro al amor y la amistad. Y por eso el pozo y la roldana cantan, y el agua es como una música: es "buena para el corazón, como un regalo". Es el agua de la amistad, del amor, del consuelo. Y por eso, en el encuentro con esa persona única en el mundo a los ojos del amor y la amistad, "todo era bello como una fiesta". Aparece, en efecto, la belleza, como -allá en la infancia- el resplandor en los regalos de Navidad en los que resuenan la dulzura de las sonrisas, la luz del árbol y la música de la misa de medianoche.

"Icé lentamente el balde hasta el brocal. Lo asenté bien. En mis oídos seguía cantando la roldana y en el agua, que temblaba aún, vi temblar el sol." "Si me domesticas..., había dicho el zorro, mi vida se llenará de sol".

"- En tu tierra -vuelve a decir el principito- los hombres cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín... y no encuentran lo que buscan... Y sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa o en un poco de agua... Pero los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón".

El amor verdadero no es ciego. El autentico amor -que sale de sí y busca el bien para la persona amada y se vincula a ella- es clarividente. Es capaz de ver hasta la belleza de las espinas en una rosa.

El principito le pide ahora al aviador que "aterrice". Y le pide dos cosas: una, que le dibuje el bozal que prometió para su cordero. El cordero simbolizaba la amistad inicial entre el aviador y el principito. Pero esa amistad no debía poner en peligro el amor hacia su rosa... Se trata de poner respeto y delicadeza en esta amistad, para que contribuya a la hermosura del planeta del principito, a la ordenada belleza de su vida.

Y lo segundo que le pide: que vuelva a su trabajo, al avión averiado; debe atender el afán cotidiano y asumir su responsabilidad, reorientar sus prioridades sin descuidar sus tareas: "-Debes trabajar ahora. Debes volver a tu máquina".

Pero, a la vez, se dibuja en el trasfondo de la amistad encontrada que el principito ha de volver a su planeta, a su vida, a reencontrarse con su flor. Se insinúa así pues la partida. Y termina el aviador su reflexión: "Me acordaba del zorro. Si uno se deja domesticar, corre el riesgo de llorar un poco..."

La separación
La separación

El capítulo XXVI está lleno de contrastes, de enseñanzas y de melancolía. Se abre con la enigmática presencia de la serpiente. El principito habla con ella y queda en que esa noche emprenderá el camino de regreso a su planeta. Vuelve al lugar del que partió, a su hogar, con su amada flor y sus pequeños volcanes. Pero, misteriosamente, se nos afirma que tiene que pasar por el duro trance de la muerte. No oculta su miedo, incluso. Volver a nuestro origen, tras el extravío, no es sencillo. Pero al mismo tiempo se revela que la muerte no es la última palabra. Y que lo que se ve no es lo importante... "Parecerá un poco que me muero.... Parecerá que me he muerto y no será verdad..." La muerte, así pues, se asemeja a una purificación, en la que el cuerpo se asemeja a una corteza... "una vieja corteza abandonada". Y es que, ciertamente cuando un amigo se va... algo se muere en el alma.

Pero el principito cambia de tema sorprendiendo al aviador:

"-Estoy contento de que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Vas a poder volver a tu casa... -¿Cómo lo sabes? Precisamente, revela el narrador, venía a anunciarle que contra toda esperanza había tenido éxito en mi trabajo."

Es que lo que faltaba al trabajo del aviador, y a su vida misma, centrada esencialmente en el trabajo, era el sentido, el para qué. Ahora, gracias a la amistad del principito, a su risa, la vida y el trabajo ya no serán anodinos, insustanciales, absurdos; y la vida ya no será un desierto de soledad y vacío, porque en ella habrá una fuente que mana un agua "buena para el corazón"; esa fuente es una persona, alguien que no nos es indiferente, el amigo que es único en el mundo. "Vas a poder volver a tu casa": Sí, regresa a tu existencia, ahora que tiene ya para ti un sentido, ahora que sabes que eres "único en el mundo", que eres importante para alguien, no porque le eres útil o porque le interesa lo que tienes o lo que haces, sino, simplemente, por ser tú.

Lo extraordinario es que, gracias a las personas a las que amamos, todo aquello que nos habla de ellas, o que guarda con ellas alguna relación, está lleno de valor y de sentido.

"Es como con la flor, le dice el principito. Si amas a una flor que se encuentra en una estrella, es agradable mirar el cielo por la noche. Todas las estrellas están florecidas... Y es como el agua. La que me has dado a beber era como una música, por la roldana y por la cuerda... ¿Te acuerdas?... Era dulce."

Y entonces, le dice aún, el universo mismo tendrá sentido, incluso en la noche:

"Por la noche mirarás las estrellas... Mi estrella será para ti una de ellas. Entonces te agradará mirar las estrellas... Todas serán tus amigas. Y luego te voy a hacer un regalo..."

El principito volvió a reír.

-¡Ah, hombrecito...! ¡Me gusta oír tu risa!

-Precisamente, será mi regalo... Cuando mires al cielo, por la noche, como ya habitaré en una de ellas, como yo reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír! Y cuando de hayas consolado (siempre se encuentra consuelo) estarás contento de haberme conocido. Serás siempre mi amigo."

Pero cuidado, no todos entienden esto. "Tus amigos se asombrarán al verte reír mirando el cielo... te creerán loco. Te habré hecho una muy mala jugada." Es verdad. Las personas mayores, los que compran cosas hechas a los mercaderes, los que nunca tienen tiempo, los que sólo entienden de números y de utilidad, de intereses y de prisas..., lo que creen que en este mundo sólo estamos para disfrutar y satisfacer nuestros deseos y que luego "nos quiten lo bailado", pensarán que buscar sentido más allá es algo estúpido.

No obstante, el principito vuelve a su alegría desbordante:

"-Será como si te hubiera dado en lugar de estrellas... un montón de cascabelitos que saben reír... Y yo también miraré las estrellas. Todas las estrellas serán pozos con una roldana enmohecida. Todas las estrellas me darán de beber... ¡Será tan divertido! Tendrás quinientos millones de cascabeles y tendré quinientos millones de fuentes..."

Pero calló, porque lloraba...

Sí, la despedida hace llorar y sufrir a los amigos. Y podríamos pensar como el propio principio le objetó al zorro: "-Entonces no ganas nada... Pero... -Gano, dijo el zorro, por el color del trigo."

La última reflexión antes de partir, sin embargo, le remite a quien da sentido a su vida, a su flor:

"-¿Sabes?... mi flor... soy responsable. ¡Y es tan débil! ¿Y es tan ingenua! Tiene cuatro espinas insignificantes para protegerse contra el mundo.."

Ya en el capítulo XXVII, seis años más tarde de lo acontecido, el narrador dice haberse consolado "un poco". El hecho es que, al no hallar el cuerpo del principito al nacer el día siguiente, llegó a la convicción de que su regreso al planeta se había consumado. Y ahora... "por la noche, confiesa, me gusta oír las estrellas. Son como quinientos millones de cascabeles..." Pero..., ay, como olvidó añadir una cuerda a su bozal para el cordero, la preocupación no ha desparecido...

Y así, cuando piensa que la flor no ha sufrido daño por los cuidados del principito, "todas las estrellas ríen dulcemente"... Pero, ¿y si el principito llega a distraerse y el cordero se acerca a la flor y se la come durante la noche...? "¡Entonces los cascabeles se convierten en lágrimas!... Porque ahora ya "nada en el universo sigue siendo igual si en alguna parte, no se sabe dónde..., un cordero ha comido a una rosa."

Las "personas mayores" nunca comprenderán que tal cosa tenga tanta importancia... Sin embargo, para quien vive amando, nada es indiferente. El mundo, el paisaje desértico donde aconteció el encuentro, el color el trigo, las estrellas... todo está lleno de significado, porque nos habla de aquellos a los que amamos. El amor que nos hace responsables para siempre de quien amamos va más allá de las apariencias y es capaz de descubrir el valor de lo que se ama...

Porque es precisamente el amor el que hace nuevas todas las cosas.

A modo de conclusión

A lo largo de toda la narración se observa, en fin, que el sentido que adquiere la vida como consecuencia del amor de oblación crece laboriosamente, después de haber soportado la soledad e incluso la ceguera del espíritu. La decepción y el sentimiento de vacío de sentido se hicieron presentes lo mismo en el asteroide del pequeño príncipe que en el activismo y la vida social del aviador. Ambos han tenido que aprender a amar entre sinsabores hasta llegar a ver la vida de un modo más profundo y bello.

Podría afirmarse que la vida del aviador -expresión de la de otros muchos hombres y mujeres- ha recobrado su sentido cuando el adulto autosuficiente y defraudado ha encontrado al niño que en otro tiempo fue.

No es temerario pensar que el personaje del joven principito hace alusión en cierto modo a la "infancia perdida" del aviador, a aquella mirada de asombro capaz de aceptar las cosas sin reparar en su utilidad inmediata; en la que resplandece la inocencia y que es capaz de abismarse en una amorosa contemplación.

Saint-Exupèry parece llevar a cabo un diagnóstico de su generación... y de la nuestra: "Todas las personas mayores antes han sido niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan)...", afirma ya en la dedicatoria de esta narración. Su crítica no es amarga ni desesperada como la del existencialismo nihilista de su tiempo, sino constructiva y esperanzada. Indica el camino, que se insinúa poco frecuentado, eso sí, pero posible: «Domesticar» es «una cosa demasiado olvidada». Significa «crear lazos»..., convertir al otro en un ser único en el mundo, y sentirse responsable de su bien.

Aristóteles definía certeramente el amor como "querer el bien para alguien". El amor de amistad es fuente de vínculos morales, exige estar dispuesto a dar la vida por el amigo -mediante el trabajo, el tiempo, el cuidado, la delicadeza, la generosidad, el respeto...-, ser responsable para siempre del bien que éste merece y del bien que él mismo es. La clarividencia de este amor hace descubrir el valor de aquel a quien se ama -"solo se conocen las cosas que se domestican.."-, y su fecundidad hace que el amor mismo se convierta para ambos en una fuente de valor. Y así es como la vida puede "llenarse de sol".

El Principito