RAFAEL ALVIRA, MAESTRO Y AMIGO. IN MEMORIAM.

11.02.2024 | por Andrés Jimenez Abad

RAFAEL ALVIRA, MAESTRO Y AMIGO. IN MEMORIAM.

Ante la muerte de un maestro -de nuestro maestro- es obligado, a mi parecer, traer a nuestro recuerdo el conocido pasaje de la Ética a Nicómaco en el que Aristóteles reflexiona sobre la restitución que se debe a aquellos amigos de quienes se han recibido favores dirigidos a nuestra persona, cuando la amistad se funda en la virtud: “La compensación de los favores recibidos -dice el estagirita- debe hacerse libremente y medirse por la intención. Así parece que debe obrarse también con los que nos comunicaron el amor al saber (la “filosofía”); su valor, en efecto, no se mide con dinero, y no puede haber honor adecuado a ellos, pero quizá baste, como cuando se trata de los dioses y de los padres, tributarles el que nos es posible”. (Ética a Nicómaco, 1164 b)

El valor de la amistad y de aquellos dones que nos vienen de los padres y de la divinidad, es impagable, no tiene precio. Y lo mismo ha de decirse de “aquellos que nos comunicaron el amor al saber”… No podemos sino tributarles todo el honor, el reconocimiento, la dignidad y la gratitud que nos sea posible porque siempre estaremos en deuda hacia ellos.

El propio Aristóteles distinguía entre la amistad en la que dos se aman el uno al otro -se ama lo que el otro es, a él mismo-, y aquella en la que se ama lo que el otro tiene, ya sea a causa del placer, ya sea por interés. (Ibíd, 1164 a)

El magisterio y la amistad se hallan en el mismo caso: la gratuidad, el don de uno mismo, de lo que sabe y de lo que es, fundan una relación que conlleva la búsqueda del bien del otro -“amar, decía también Aristóteles, es querer el bien del otro”-. El ser humano, la persona, crece y se consolida dándose, trascendiéndose. Con su vida y con su magisterio, Rafa -así le llamábamos sus muchos amigos- mostraba que el ser humano encuentra su mayor altura y expresión al darse a sí mismo a través de sus atenciones, de su trabajo bien hecho y de sus vínculos.

Rafael Alvira ha sido -y seguirá siendo- un generoso maestro de humanismo; ha sabido educar y suscitar calidad humana desde el respeto, la amistad y la confianza. Entendía la educación como el arte de suscitar en otros lo mejor de su propia humanidad. Su magisterio ha sido -y es- donación de sí mismo. En él hemos hallado siempre ejemplo y estímulo para dar también lo mejor de nosotros.

En el don se expresa la persona, que se pone a sí misma en lo que da y que busca el bien de la persona a la que se ofrece el don. Así como en el contrato se tiende a reducir la deuda a cero, en el don se tiende a hacerla crecer infinitamente, porque se busca el bien del otro, y en esto no hay medida: se busca el mayor bien posible.

La lógica del don inherente al magisterio tal y como Rafa lo entendía y practicaba se apoya en la confianza primordial en la persona del otro. En esto hay un componente de riesgo, porque esta lógica estriba en no exigir ni obligar al otro a que corresponda. Mientras en una relación de transacción se buscan seguridades de contraprestación que tienden a eliminar la deuda, como decíamos, la donación se nutre de la esperanza: cuando damos incondicionalmente, nos abrimos a que el otro también dé incondicionalmente, esto es, libremente, con aquello que únicamente él o ella puede aportar por ser quien es. Y así, el maestro, al ofrecer el don de su calidad humana, suscita que el discípulo dé libremente lo mejor de sí mismo. De este modo, cuando el discípulo corresponde al don incondicionado recibido del maestro, no se cancela ninguna deuda: acontece un encuentro, un diálogo de gratuidades que discurre en la amistad.

Maestro verdadero es quien sabe transmitir y suscitar en otros calidad humana con su vida. Se trata más bien de alguien que procura vivir lo que enseña y enseñar lo que vive; que enseña a vivir, más aún, que educa con su vida. Rafa Alvira era y será siempre de estos: maestro de vida que procura hacer bien el bien y que contagia su entusiasmo y su ilusión, convirtiéndose en referente que anima a crecer, a vivir creciendo siempre. Porque educar, decía, es suscitar la virtud en el ser humano para que crezca como persona.

Rafael Alvira ha escrito que “aún más que la ciencia, es esencial en el educador la capacidad de despertar en otros el gusto -y esto es un arte-; y para ello es preciso que atesore entusiasmo, interés y admiración por las cosas y por las personas”. El maestro es alguien que atesora “entusiasmo, interés y admiración por las cosas y por las personas”… Con esta afirmación Rafa estaba haciendo un retrato fiel de sí mismo; es posible que sin saberlo, pero sin duda eso era precisamente lo que pretendía ser. Con su amabilidad y con su magisterio hacía el vivir más gustoso y amable a cuantos tuvimos el privilegio de conocerle y aprender de él. A su lado se experimentaba y entendía esa verdad que era para él tan inspiradora: Bonum diffusivum sui.

Andrés Jiménez.