Platón: alegoría de la caverna

República, Madrid: Gredos, 1986, pp. 338-350.
Traducción de Conrado Eggers.

Platón: alegoría de la caverna

- Después de eso –proseguí- compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de edu­cación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de ca­verna, que tiene la entrada abierta, en toda su extens­ión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permane­cer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las caden­as les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un cami­no más alto, junto al cual imagínate un tabique cons­truido de lado a lado, como el biombo que los titiriter­os levantan delante del público para mostrar, por enci­ma del biombo, los muñecos.

- Me lo imagino.

- Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pa­san sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.

- Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

- Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?

- Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

- ¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?

- Indudablemente.

- Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te pare­ce que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?

- Necesariamente.

- Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?

- ¡Por Zeus que sí!

- ¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales trans­portados?

- Es de toda necesidad.

- Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasa­ría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia ­ cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dific­ultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?

- Mucho más verdaderas.

- Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?

- Así es.

- Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los obje­tos que ahora decimos que son los verdaderos?

- Por cierto, al menos inmediatamente.

- Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fác­ilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

- Sin duda.

- Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.

- Necesariamente.

Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.

- Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

- Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañe­ros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?

- Por cierto.

- Respecto de los honores y elogios que se tributa­ban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y «preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre» o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su an­terior modo de opinar y a aquella vida?

- Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.

- Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocu­para su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

- Sin duda.

- Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas som­bras, en ardua competencia con aquellos que han con­servado en todo momento las cadenas, y viera con­fusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos ha­cia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?

- Seguramente.

- Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar ínte­gra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cier­to; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que den­tro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y produc­tora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.

- Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

- Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dis­puestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natu­ral, si la alegoría descrita es correcta también en esto.

- Muy natural.

- Tampoco sería extraño que alguien que, de con­templar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma su­ficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia en sí.

- De ninguna manera sería extraño.

- Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de per­turbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de la tiniebla a la luz; y al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracio­nalmente cuando la ve perturbada e incapacitada de mi­rar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor igno­rancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el res­plandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiada­rá, y, si se quiere reír de ella, su risa será menos absur­da que si se descarga sobre el alma que desciende des­de la luz.

- Lo que dices es razonable.

- Debemos considerar entonces, si esto es verdad, que la educación no es como la proclaman algunos. Afir­man que, cuando la ciencia no está en el alma, ellos la ponen, como si se pusiera la vista en ojos ciegos.

- Afirman eso, en efecto.

- Pues bien, el presente argumento indica que en el alma de cada uno hay el poder de aprender y el órgano para ello, y que, así como el ojo no puede volverse ha­cia la luz y dejar las tinieblas si no gira todo el cuerpo, del mismo modo hay que volverse desde lo que tiene génesis con toda el alma, hasta que llegue a ser capaz de soportar la contemplación de lo que es, y lo más luminoso de lo que es, que es lo que llamamos el Bien. ¿No es así?

- Sí.

- Por consiguiente, la educación sería el arte de volver este órgano del alma del modo más fácil y eficaz en que puede ser vuelto, mas no como si le infundiera la vista, puesto que ya la posee, sino, en caso de que lo haya girado incorrectamente y no mire adonde debe, posibilitando la corrección.

- Así parece, en efecto.

- Ciertamente, las otras denominadas “excelencias” del alma parecen estar cerca de las del cuerpo, ya que si no se hallan presentes previamente, pueden después ser implantadas por el hábito y el ejercicio; pero la ex­celencia del comprender da la impresión de corresponder más bien a algo más divino, que nunca pierde su poder, y que según hacia dónde sea dirigida es útil y provechosa, o bien inútil y perjudicial. ¿O acaso no te has percatado que esos que son considerados malvados, aunque en realidad son astutos, poseen un alma que mira penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige, porque no tiene la vista débil sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agu­damente mira, tanto más mal produce?

- ¡Claro que sí!

- No obstante, si desde la infancia se trabajara podando en tal naturaleza lo que, con su peso plomífero y su afinidad con lo que tiene génesis y adherido por medio de la glotonería, lujuria y placeres de esa índole, inclina hacia abajo la vista del alma; entonces, desembarazada ésta de ese peso, se volvería hacia lo verdade­ro, y con este mismo poder en los mismos hombres vería del modo penetrante con que ve las cosas a las cuales está ahora vuelta.

- Es probable.

- ¿Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin educa­ción ni experiencia de la verdad puedan gobernar ade­cuadamente alguna vez el Estado, ni tampoco aquellos a los que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por no tener a la vista en la vida la única meta a que es necesario apuntar al hacer cuanto se hace privada o públicamente, los segundos por no que­rer actuar, considerándose como si ya en vida estuvie­sen residiendo en la Isla de los Bienaventurados?

- Verdad.

- Por cierto que es una tarea de nosotros, los funda­dores de este Estado, la de obligar a los hombres de naturaleza mejor dotada a emprender el estudio que he­mos dicho antes que era el supremo, contemplar el Bien y llevar a cabo aquel ascenso y, tras haber ascendido y contemplado suficientemente, no permitirles lo que ahora se les permite.

- ¿A qué te refieres?

- Quedarse allí y no estar dispuestos a descender junto a aquellos prisioneros, ni participar en sus traba­jos y recompensas, sean éstas insignificantes o valiosas

- Pero entonces - dijo Glaucón - ¿seremos injustos con ellos y les haremos vivir mal cuando pueden hacer­lo mejor?

- Te olvidas nuevamente, amigo mío, que nuestra ley no atiende a que una sola clase lo pase excepcional­mente bien en el Estado, sino que se las compone para que esto suceda en todo el Estado, armonizándose los ciudadanos por la persuasión o por la fuerza, haciendo que unos a otros se presten los beneficios que cada uno sea capaz de prestar a la comunidad. Porque si se forja a tales hombres en el Estado, no es para permitir que cada uno se vuelva hacia donde le da la gana, sino para utilizarlos para la consolidación del Estado.

- Es verdad; lo había olvidado, en efecto.

- Observa ahora, Glaucón, que no seremos injustos con los filósofos que han surgido entre nosotros, sino que les hablaremos en justicia, al forzarlos a ocuparse a cuidar de los demás. Les diremos, en efecto, que es natural que los que han llegado a ser filósofos en otros estados no participen en los trabajos de éstos, porque se han criado por sí solos, al margen de la voluntad del régimen político respectivo; y aquel que se ha criado solo y sin deber alimento a nadie, en buena justicia no tiene por qué poner celo en compensar su crianza nadie. «Pero a vosotros os hemos formado tanto para vosotros mismos como para el resto del Estado, para ser conductores y reyes de los enjambres, os hemos educ­ado mejor y más completamente que a los otros, y más capaces de participar tanto en la filosofía como en la política. Cada uno a su turno, por consiguiente, debéis descender hacia la morada común de los demás y habituaros a contemplar las tinieblas; pues, una vez habit­uados, veréis mil veces mejor las cosas de allí y conoceréis cada una de las imágenes y de qué son imágenes, ya que vosotros habréis visto antes la verdad en lo que concierne a las cosas bellas, justas y buenas. Y así el Estado habitará en la vigilia para nosotros y para vosot­ros, no en el sueño, como pasa actualmente en la mayoría de los Estados, donde compiten entre sí como entre sombras y disputan en torno al gobierno, como si fuera algo de gran valor. Pero lo cierto es que el Es­tado en el que menos anhelan gobernar quienes han de hacerlo es forzosamente el mejor y el más alejado de disensiones, y lo contrario cabe decir del que tenga los gobernantes contrarios a esto».

- Es muy cierto.

- ¿Y piensas que los que hemos formado, al oír es­to, se negarán y no estarán dispuestos a compartir los trabajos del Estado, cada uno en su turno, quedándose a residir la mayor parte del tiempo unos con otros en el ámbito de lo puro?

- Imposible, pues estamos ordenando a los justos cosas justas. Pero además cada uno ha de gobernar por una imposición, al revés de lo que sucede a los que go­biernan ahora en cada Estado.

- Así es, amigo mío: si has hallado para los que van a gobernar un modo de vida mejor que el gobernar, podrás contar con un Estado bien gobernado; pues sólo en él gobiernan los que son realmente ricos, no en oro, sino en la riqueza que hace la felicidad: una vida virtuo­sa y sabia. No, en cambio, donde los pordioseros y ne­cesitados de bienes privados marchan sobre los asuntos públicos, convencidos de que allí han de apoderarse del bien; pues cuando el gobierno se convierte en objeto de disputas, semejante guerra doméstica e intestina aca­ba con ellos y con el resto del Estado.

- No hay cosa más cierta.

-¿Y sabes acaso de algún otro modo de vida, que el de la verdadera filosofía, que lleve a despreciar el mando político?

- No, por Zeus.

- Es necesario entonces que no tengan acceso al go­bierno los que están enamorados de éste; si no, habrá adversarios que los combatan.

- Sin duda.

- En tal caso, ¿impondrás la vigilancia del Estado a otros que a quienes, además de ser los más inteligen­tes en lo que concierne al gobierno del Estado, prefie­ren otros honores y un modo de vida mejor que el del gobernante del Estado?

- No, a ningún otro.

- ¿Quieres ahora que examinemos de qué modo se formarán tales hombres, y cómo se los ascenderá hacia la luz, tal como dicen que algunos han ascendido desde Hades hasta los dioses?

- ¿Cómo no habría de quererlo?

- Pero esto, me parece, no es como un voleo de con­cha, sino un volverse del alma desde un día noctur­no hasta uno verdadero; o sea, de un camino de ascenso hacia lo que es, camino al que correctamente llamamos filosofía.

- Efectivamente.

- Habrá entonces que examinar qué estudios tienen este poder.

- Claro está.

- ¿Y qué estudio, Glaucón, será el que arranque al alma desde lo que deviene hacia lo que es? Al decirlo, pienso a la vez esto: ¿no hemos dicho que tales hom­bres debían haberse ejercitado ya en la guerra?

- Lo hemos dicho, en efecto.

- Por consiguiente, el estudio que buscamos debe añadir otra cosa a ésta.

- ¿Cuál?

- No ser inútil a los hombres que combaten.

- Así debe ser, si es que eso es posible.

- Ahora bien, anteriormente los educábamos por medio de la gimnasia y de la música.

- Efectivamente.

- Y la gimnasia de algún modo se ocupa de lo que se genera y perece, ya que supervisa el crecimiento y la corrupción del cuerpo.

- Así parece.

- No es éste, pues, el estudio que buscamos.

- No, en efecto.

- ¿Será acaso la música tal como la hemos descrito anteriormente?

- No, porque has de recordar que la música era la parte correlativa de la gimnasia: a través de hábitos edu­caba a los guardianes, inculcándoles no conocimientos científicos sino acordes armoniosos y movimientos rít­micos; en cuanto a las palabras, las dotaba de hábitos afines a aquellos, tratáranse de palabras míticas o más verdaderas, pero no había en ella nada de un estudio que condujera hacia algo como lo que buscas ahora.

- Me haces recordar con la mayor precisión; en efec­to, no había en ella nada de esto. Pero, divino Glaucón, ¿cuál será entonces semejante estudio? Porque ya he­mos visto que las artes son todas indignas.

- Sin duda, pero ¿qué otro estudio queda, si hace­mos a un lado la música, la gimnasia y las artes?

- Bien, si no podemos tomar nada fuera de ellas, to­memos algo que se pueda extender sobre todas ellas.

- ¿Como qué?

- Por ejemplo, eso común que sirve a todas las ar­tes, operaciones intelectuales y ciencias, y que hay que aprender desde el principio.

- ¿A qué te refieres?

- A esa fruslería por la que se discierne el uno, el dos y el tres, en una palabra, a lo que concierne al nú­mero y al cálculo: ¿no sucede de modo tal que todo arte y toda ciencia deben participar de ello?

- Es cierto.

- ¿Inclusive el arte de la guerra?

- Necesariamente.

- Pues Palamedes, cada vez que aparece en las tragedias, hace de Agamenón un general bien ridículo. ¿O no te has dado cuenta de que afirma que, mediante invención del número, ordenó las filas del ejército Troya, numeró las naves y todo lo demás -como si antes nada hubiese sido contado-, mientras Agame­nón, al parecer, ni siquiera sabía cuántos pies tenía, ya que no sabía contar? ¿Qué piensas de semejante general?

- Que era muy extraño, si eso fuese cierto.

- Por consiguiente, ¿impondremos como estudio impensable para un varón guerrero el que le permita contar y calcular?

- Más que cualquier otra cosa, si ha de entender de estrategia o, más bien, si es que va a ser un hombre.