En defensa de la persona humana

La fundamentación de los derechos humanos a partir de la antropología del humanismo cívico

Autor: Liliana Beatriz Irizar
Docente Investigadora Universidad Sergio Arboleda

“Se ha repetido hasta la saciedad: nunca como hasta ahora la humanidad había puesto tanto entusiasmo en la afirmación de la persona humana y de sus derechos inalienables, y nunca como hasta ahora esos ideales humanistas han sido tan cruel y cínicamente conculcados. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón profunda de este grandioso efecto perverso?” Alejandro Llano, Humanismo Cívico

RESUMEN

Se ha escrito y se escribe mucho sobre los derechos humanos, sin embargo los ataques a la persona humana son cada día más inauditos. De ahí la importancia de reflexionar sobre quién es el hombre y en qué se fundamentan sus auténticos derechos. Con este fin nos basaremos en la antropología que subyace al humanismo cívico en la versión de Alejandro Llano.

ABSTRACT

In the last years, human rights have been a very current subject, however,
the attacks, against human person, increase every day. It is the reason why, is very important to know the real man´s nature and which are the real human rights. It explains why we assume the anthropology of civic humanism (in Alejandro Llano’s version) as the fundamental point of view in this article.

 

En defensa de la persona humana

Introducción

Ciertamente, el tema de los derechos humanos ha ocupado y sigue ocupando un lugar privilegiado en la mente, discusiones y escritos de prestigiosos especialistas: filósofos, juristas, políticos... Con todo, me atrevo a decir que con los derechos humanos, ha sucedido algo similar a lo ocurrido con otras realidades –pensemos, sin ir más lejos, en el amor- que a fuerza de ser nombradas sin recalar en su significado profundo acaban siendo banalizadas, cuando no instrumentalizadas.

Y es que nuestra cultura, arrastrada por el frenesí de las comunicaciones y la fiebre de la información, lo que necesita, ante todo, es el sosiego de una actitud reflexiva que le permita desenmascarar el atropello de un lenguaje eufemístico que no nos deja siquiera pensar por nosotros mismos. Ahora bien, cuando lo que está en juego es nada menos que la sacralidad de la persona humana y la indisponibilidad de sus derechos inherentes, comprendemos que si hay algo que nos apremia e interpela en la hora presente es la valentía en asumir una actitud sapiencial, es decir, filosófica o contemplativa, frente a esa admirable y magnifica realidad que llamamos hombre.

Es en este orden de ideas es por lo que vuelvo al tema del humanismo cívico a fin de buscar entre los presupuestos de esta propuesta filosófico-política, algunas ideas que nos permitan pensar con hondura y rigor acerca de los derechos humanos.

De acuerdo con Alejandro Llano, diré, entonces, que hay un camino muy prometedor por estrenar y en el que se halla buena parte de lo que buscamos. Se trata del cambio del paradigma de la certeza al paradigma de la verdad -sustitución ésta que ha sido propuesta por MacIntyre-, o su equivalente “tránsito del paradigma epistemológico al paradigma antropológico”, en frase de Llano. ¿Por qué digo que en ese cambio de paradigma encontraremos elementos para construir un discurso serio sobre los derechos humanos? Porque “Hitos clave de este cambio de modelo son la rehabilitación del concepto de naturaleza, la nueva consideración de la corporalidad humana y la adopción de un realismo sin empirismo”. [Llano, A., Humanismo cívico; Barcelona, Ariel, 1999, p. 14.] En este escrito voy a detenerme en los dos primeros, pero deseo añadir uno que, si bien, está implícito en los mencionados, y que, encontramos resaltado en diversos lugares de la obra del filósofo español, su especial importancia para nuestro tema aconseja que lo explicitemos. Me refiero a la vuelta a lo Absoluto como fundamento incondicional de la dignidad de la persona y sede inapelable de sus derechos fundamentales. Pues bien, aquí me propongo mostrar que una tesis central del humanismo cívico es que el rigor y la eficacia con que estos puedan ser defendidos sólo se puede anclar ahí, en el Absoluto y en la naturaleza humana por Él creada y legislada.

1. Derechos humanos y naturaleza humana

Comenzaré precisando la noción de naturaleza sobre la que se asienta la antropología que defiende el humanismo cívico, contraponiéndola al concepto de naturaleza que ha imperado, desde la modernidad hasta hoy, en la reflexión filosófica y científica; todo con el fin de mostrar el estrecho vínculo y dependencia ontológica que existe entre los derechos humanos y la naturaleza humana entendida metafísicamente.

1.1. ¿Qué naturaleza?

El concepto de naturaleza que es urgente repensar y rehabilitar es el que se gestó al amparo de los presupuestos metafísicos y gnoseológicos de la filosofía clásica, me refiero concretamente al pensamiento de Aristóteles sobre el particular; doctrina que aparece mejorada y enriquecida, en Santo Tomás de Aquino.

La naturaleza es, tanto para Aristóteles como para Santo Tomás, la esencia o principio ontológico que marca desde dentro la peculiaridad específica de cada ser; de ahí la conocida definición de naturaleza o esencia como aquello que hace que algo sea (específicamente) lo que es.

Dicha naturaleza es al mismo tiempo principio y fin: fuente de la operatividad de un ente y meta [ARISTÓTELES, Física, II, C. 8, 199a5-10;Tr. G. Echandía, Madrid, Gredos, 1995.] hacia la cual debe dirigirse el despliegue existencial de dicho ser. Justamente, esta doble caracterización de la naturaleza como principio y fin es lo que la habilita para ser de suyo normativa: ella es parámetro, regla que permite valorar (“medir”) qué operaciones son o no naturales para un determinado ser. Tengamos presente, con todo, que esta nota de la normatividad, en rigor, únicamente es aplicable a la naturaleza humana, ya que sólo el ser humano, en virtud de su racionalidad, es capaz de conocer la propia naturaleza en cuanto tal y, partir de esta comprensión, aceptarla, o no, como ley y patrón de conducta. [Cfr., GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A.M., Naturaleza y dignidad. Un estudio desde Robert Spaemann; Pamplona, EUNSA, pp. 115-116.]

Aclarado esto, quiero puntualizar de qué modo la naturaleza es regla del obrar humano. Si tenemos presente que ella es fin (telos) del ser que especifica, y que el fin es aquí sinónimo, no de término, sino de bien o perfección [“... la naturaleza es fin. En efecto, lo que cada cosa es, una vez cumplido su desarrollo, decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, aquello por lo que existe algo y su fin es lo mejor...” ARISTÓTELES, Política; I, C.2, 1252b8-9;Tr. M. García Valdés, Madrid, Gredos, 1988.], advertiremos con facilidad que de cara a dicha meta ontológica el ser humano puede evaluar qué actos lo retienen dentro de los carriles de su propia plenitud existencial y cuáles lo sitúan fuera de las coordenadas de su perfección. En pocas palabras, la perfección de su ser racional a que puede aspirar el hombre, se convierte para él en deber ser y, por lo mismo, en medida o criterio a cuya luz puede reconocer como naturales o no naturales determinados actos, esto es, como potenciadores o no de su ser específico.

Tal vez sea oportuno hacer referencia aquí a otros dos pilares de la doctrina clásica sobre la naturaleza:

  • La afirmación del alcance metafísico de la razón junto con la admisión de su función práctica.
  • La doctrina de los habitus, y dentro de ellos el papel jugado por la virtud de la prudencia.

En efecto, hablar de naturaleza en los términos en que lo he hecho lleva implícito el reconocimiento de una razón capaz de acceder a ella, una razón, pues, que traspasando los límites de los datos sensibles penetra en lo metaempírico, y es apta, al mismo tiempo, para conocer los principios éticos y dirigir desde ellos la acción humana. Función práctica de la razón, esta última, que magistralmente describe Aristóteles en la Ética a Nicómaco.

El cuadro que he trazado sobre la naturaleza de los clásicos se completa, finalmente, con la doctrina de los habitus, particularmente de los hábitos virtuosos, “suplementos de ser” que refuerzan las funciones racionales en la búsqueda y consecución óptima de sus fines propios; pero sobre este tema volveré en el apartado siguiente.

Si he querido detenerme en estas especulaciones de tipo metafísico se debe, al olvido en que ha caído, lamentablemente, la concepción de naturaleza que he analizado. Olvido que tiene una larga historia tras de sí, que no cabe aquí recordar con detalles, pero sí al menos retomar en algunos de sus aspectos fundamentales para el tema que estamos tratando. Me refiero a la comprensión de la naturaleza bajo los cánones del nominalismo occamista y del mecanicismo cartesiano. A partir del momento en que se desterraron de la reflexión filosófica los universales –eso es básicamente el nominalismo-, y que, por su parte, el matematicismo cartesiano redujo la naturaleza física a “extensión, figura y movimiento local” –eso es la res extensa a través de la que Descartes ideó un universo mecanizado-; a partir de entonces quedaron sentadas las bases de una “era postmetafísica” en la que la naturaleza sólo podría ser leída a la luz del método y del modo de pensar matemático. Estamos ante la naturaleza desteleologizada, tal como la entenderán el positivismo y el cientificismo, corrientes éstas que no admitirán otra forma de abordar y de inteligir la naturaleza que no sea en términos empíricos y puramente fácticos. El deber ser de la naturaleza teleológica ha quedado sepultado y definitivamente oculto para unas mentes ávidas de “ideas claras y distintas”.

Más interesante es todavía descubrir el trasfondo ideológico de esta mentalidad manifiestamente antropocéntrica: “conocer la naturaleza para dominarla”.Este propósito de someter la realidad hasta su instrumentalización nos desvela la “voluntad de poder” que permea todo el proyecto moderno [No podemos olvidar que el proyecto moderno es un proyecto de emancipación de toda autoridad, sea temporal o divina, por tanto, la “voluntad autónoma” se independiza de la naturaleza, porque la naturaleza, deliberadamente desteleologizada, no tiene ya nada que decir a un sujeto que es más que naturaleza: “En ese abandono de la naturaleza se cifra una de las principales conquistas de la modernidad; la ciencia y la técnica, la razón humana, han ganado para el hombre un mayor espacio de acción. La naturaleza ha dejado de ser un límite para la libertad. En este contexto, el hombre es ‘lo otro que la naturaleza’, y se contrapone a ella como libertad, racionalidad, actividad.” González González, A.M., op. cit., p.43.] y que llega hasta nuestros días a través de los abusos de una ciencia y una tecnología que no sabe de otros límites que los meramente fácticos. En este sentido, advierte Alejandro Llano que “Si, desandando el proceso evolutivo, se considera a la realidad física como un tejido indiferenciado, como una cantidad informe e inerte, sin relieves cualitativos ni internos dinamismos, se tenderá a tratarla como un inagotable material de trabajo con el que se puede hacer cualquier cosa. Tal es la visión mecanicista del mundo, en la que se basan las utopías revolucionarias y transformadoras de la realidad, propias de la modernidad tardía, y que sigue alimentado ese gigantesco proceso metabólico de producción, consumo y destrucción que recorre la entraña de las actuales actividades comerciales y bélicas...” [LLANO, A., Humanismo cívico..., p. 166.]

Por eso, no creo que sea exagerado afirmar que el mecanicismo y el voluntarismo modernos son violentos y generadores de violencia; violencia de la que el blanco más atacado ha sido siempre, y hoy más que nunca, la persona humana. Efecto trágico, pero fácilmente previsible si se tiene en cuenta que un universo sin finalidades propias e intrínsecas, es un universo carente de todo sentido que no sea el asignado por el sujeto humano, pequeño aprendiz de demiurgo que a partir de ahora dejará de preguntarse acerca del significado que habita en cada ser, y pasará a fijarle otro, en general, el que mejor exprese el valor instrumental o de cambio de que ha quedado revestida toda realidad, incluida la persona.

Estamos en condiciones de ver ahora con más claridad por qué sin una noción de naturaleza como la aristotélica, los derechos humanos seguirán siendo violados hasta extremos inauditos, muy a pesar de las, incluso a veces bien intencionadas, declaraciones y convenciones internacionales. Es que habiendo poblado el universo de seres “desnaturalizados”, es decir, sin un modo de ser y una finalidad inmanente (seres desteleologizados), el hombre moderno quedará despojado de su peculiar identidad, esto es, un “espíritu encarnado”; una naturaleza racional unida sustancialmente a un cuerpo.

En cambio, la antropología del humanismo cívico, lejos de todo reductivismo, se propone, hasta donde es posible, abarcar al hombre en su indisociable e íntegra realidad: alma y cuerpo, espíritu y materia; asumiendo que sólo desde una tal comprensión de la naturaleza humana, se es capaz de apuntar a “una imagen humanista del hombre y del ciudadano”, noción basilar de esta propuesta filosófica. Y...”tal imagen, advierte Llano, no es definible en pocos trazos, porque el ser humano no se deja prender en un diseño acabado, por complejo que sea. El hombre es un proyecto para sí mismo: no es, sino que será. De ahí que la máxima que sintetiza las paradojas y posibilidades del humanismo siga siendo este pensamiento de Pascal: ‘El hombre supera infinitamente al hombre”. [LLANO, A., Humanismo cívico..., pp. 173-174.]

Pues bien, mi tesis es que únicamente a partir de esta concepción humanista de la persona se está en condiciones de proteger verosímilmente y sin contradicciones su íntegra dignidad espiritual y corporal. Es lo que trataré de mostrar a continuación.

2. Potenciar el propio ser. ¿A qué tenemos derecho los seres humanos?

Decía al comienzo que a una cultura como la nuestra, plagada de equívocos y de ambigüedades, le hace falta de manera imperiosa asumir una actitud contemplativa o, lo que es lo mismo, necesita estrenar los senderos de un pensar meditativo, como le gusta repetir a Alejandro Llano.

Entre esos equívocos uno de los que seguramente más perplejidades y contradicciones ha generado en el debate ético, jurídico y político es el vinculado con la expresión “derechos humanos”. De un tiempo a esta parte han aparecido en los discursos mencionados diversos y variados “derechos humanos”, “nuevos derechos humanos”, que los llama el P. Abelardo Lobato. Lo que queda por saber es qué tan humanos y, por lo mismo, qué tan derechos (debidos, exigibles) son esos reclamos o pretensiones.

Me parece que las consideraciones que he hecho en torno a la naturaleza humana dentro de las coordenadas de la metafísica realista, que es la del humanismo cívico, pueden ayudar a conjurar muchas falacias que impiden que un tema tan relevante sea pensado con rigor y sin apasionamiento.

Veíamos hace un momento que la naturaleza humana, como toda naturaleza, está radicalmente orientada hacia un fin (telos) o bien propio y que en el caso del hombre, ese bien equivale a potenciar, desplegar su función (ergon) específica. A esta meta de excelencia y plenitud Aristóteles la llama vida buena, virtuosa o feliz, y Alejandro Llano la denomina también vida lograda. De modo que si afirmamos que hay naturaleza humana y que esta naturaleza es teleológica, es necesario admitir que yo no me “realizo” de cualquier manera; quiere decir que no toda vida se logra, se llena; para que esto suceda y para que no sea posible hablar de una vida malograda o truncada, hay, entonces, que, en expresión de R. Spaemann, “recordar” [Cfr. GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A.M., Naturaleza y dignidad..., especialmente cap. V.] la propia naturaleza enfocando las elecciones personales hacia esas profundidades ontológicas desde donde “me habla” la verdad reguladora y liberadora de mi ser. Esta verdad sobre el norte y orientación definitiva que debo imprimir a mi existencia, es verdad práctica; una verdad que es preciso descubrir y redescubrir una y otra vez, para, a renglón seguido, plasmar libremente, de modo siempre inédito y original, en la propia biografía personal. Y es que en la antropología realista libertad y verdad no sólo no se contraponen, sino que para ser libre necesito “andar en la verdad”, particularmente verdad sobre mi ser de hombre o mujer: “Actuar según verdad, escribe el profesor Llano, no supone sofocar la libertad –como se derivaría de un esquema mecanicista, que sólo admite la realidad de la materia y del movimiento local- sino que implica potenciar la libertad: perfeccionarme realmente, realizar mi propio ser práctico.” [LLANO, A., La vida lograda; Barcelona, Ariel, 2002, p.148.]

Y no es de manera azarosa o improvisada que se consigue incrementar la propia libertad, porque si bien el ser humano lleva inscritas en las entrañas de su ser unas inclinaciones que de suyo están orientadas hacia el bien de su naturaleza, es decir, al bien racional, no son más que eso, tendencias, que es necesario fortalecer mediante el ejercicio constante y regular de actos virtuosos. Gracias a ese empeño continuado en la práctica de actos excelentes, la inteligencia, voluntad y las emociones “aprenden” a dar lo mejor de sí mismas y confluyen en una meta común: el telos o fin de la naturaleza racional o espiritual, fin que equivale a un despliegue de la misma en términos de lo óptimo y excelente.

Así, con cada uno de esos actos en que “atiendo” a mi naturaleza y me conformo con ella: “estoy, dice Llano, logrando una mayor intensidad humana” [LLANO, A., Ibid. p.31.] y redimiendo el tiempo de su vanidad porque es tiempo ganado únicamente el que se queda en mi ser práctico en “formas estables y eficaces de ser”. [LLANO, A., Idem.]

Naturaleza teleológica... naturaleza que nos recuerda un deber: el de ser fieles al propio ser; es ley ésta que no coacciona, sino que propone e indica el camino de la plenitud.

Pero a estas alturas ¿dónde han quedado los derechos humanos que andamos buscando? Podemos decir que resplandecen luminosamente inteligibles dentro del marco de esta teleología de la naturaleza humana. Tengo el derecho, porque tengo el deber, de adensar mi ser humano. Dicho con otras palabras, la dialéctica derechos/deberes humanos sólo se hace plenamente inteligible a la luz de una metafísica de la persona que acoja estos presupuestos:

  1. El concepto de naturaleza teleológica.
  2. En el caso de la persona, la admisión de una naturaleza que es normativa porque es ley para un ser racional, y por lo mismo ley moral, que ha de secundar desde su libertad.
  3. Sólo en el libre seguimiento de esta ley, el ser humano logra encontrarse consigo mismo.
  4. Únicamente a través de la praxis virtuosa, que no hace más que confirmar, reforzando, la ley de su ser, consigue el hombre situarse en el terreno de una existencia plena, madura, lograda, que es su felicidad.
  5. La naturaleza humana y su ley son universales; su raíz metafísica las sitúa por encima de geografías y culturas. Por eso caber remarcar que la tesis de la naturaleza humana que defiende el humanismo cívicoes una tesis contra el relativismo: hay acciones que son malas para mí porque son malas para todos los individuos de mi especie. Que son malas significa que son acciones que me apartan de mi ser racional, que me degradan porque violentan y traicionan mi identidad personal más profunda.

En este contexto se advierte claramente la perversión antropológica encerrada en las falacias propias del relativismo ético tales como: “ese acto es malo para una mentalidad occidental”; “eso será inmoral para los que creen en Dios”.

Precisamente he querido puntualizar los hitos clave de la antropología realista para desenmascarar lo que muchas veces no son más que gustos o preferencias personales y que se encubren bajo el rótulo efectista y retórico de “derechos humanos”. Con solemnidad patética se suelen invocar “derechos de la sexualidad”; “derecho a controlar el propio cuerpo”; “derecho a escoger el propio plan de vida”... y no se cae en la cuenta de que no puede existir un derecho a malograr la propia vida, un título que me habilite a dañar el núcleo de mi existencia. En este punto vuelvo a insistir en la necesidad urgente, diría angustiante, de retornar a un pensar meditativo, tan caro al humanismo clásico. Y es que el relativismo cultural, que es alentado con tenacidad por los medios de (des)información, inhibe a los hombres y mujeres de pensar desde lo hondo de sí mismos y afirmar categóricamente “esto es malo” o “esto es bueno”, por el temor de ser acusados de fundamentalismo o de dogmatismo.

A este craso error epocal, que es el relativismo, se suma otro equívoco, fruto de la mentalidad poiética y demiúrgica de la modernidad: el hombre actual, fascinado por las posibilidades que le ofrecen la ciencia y la tecnología, ha llegado a convencerse erróneamente de que “puedo” es sinónimo de “tengo derecho”, borrando así las fronteras entre lo fácticamente posible y lo moralmente reprobable. Como señalaba hace unos pocos años el entonces presidente de Alemania, Johannes Rau, “Donde se pueden cumplir o parece que se pueden cumplir deseos anteriormente irrealizables surge enseguida una apariencia de derecho.” [RAU, J., “¿Irá todo bien? Por un progreso a medida humana”, Discurso del Presidente Federal, Salón de Actos Otto Braun de la Biblioteca Nacional de Berlín, 18 de mayo de 2001.]

Se hace patente, pues, que hemos de recuperar sin demora la “conciencia del límite”; el límite o confín metafísico y ético, no fáctico, que es, a la vez, sentido y plenitud, y que cobija en sí mismo la aptitud para “situar” al hombre en su condición de criatura, es decir, de un ser cuya inteligencia no mide, sino que es medida por el ser y sus leyes, y, en último término por la Verdad suprema [Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Q.D. De Veritate, q.1, a.5.]. Sólo por este camino recuperaremos la “mirada contemplativa” [Mirada que S.S. Juan Pablo II bellamente definió como “aquella actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del asombro por el ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado”. Carta Enc. Centesimus Annus, n° 37; Versión castellana de la Políglota Vaticana, Madrid, Ediciones Paulinas, 1991.] capaz de descubrir en la normatividad inmanente al ser humano sus auténticos derechos inalienables, es decir, aquellas prerrogativas ontológicas de las que depende y en cuyo descubrimiento se juega la potenciación y plenitud de la existencia personal.

3. Un nuevo modo de pensar la corporalidad humana

En la antropología que subyace al humanismo cívico encontramos otra pieza conceptual fundamental para construir un sólido discurso de cimentación y defensa de los derechos humanos. Se trata de un nuevo modo de pensar la persona, un modo de pensar realista que rescata y reivindica la índole corporal del ser humano. Pues bien, considero que esta innovadora manera de pensar la antropología permite afianzar los derechos humanos en, al menos, dos verdades estrechamente entrelazadas, que manan de la naturaleza del hombre. En primer lugar, la dignidad del cuerpo, porque si la persona es digna ha de serlo también su cuerpo, ya que yo no tengo cuerpo, sino que soy mi cuerpo. Y “Precisamente porque yo soy mi cuerpo, éste y sus manifestaciones merecen un absoluto respeto, que no admite excepciones.” [LLANO, A., El diablo es conservador; Pamplona, EUNSA, Cap. 6: Antropología de la dependencia, p.117.]

Pero la inteligencia de esta profunda verdad antropológica resulta entorpecida por otro lastre, hijo del mecanicismo: la abolición del hilemorfismo aristotélico, que tenía que arrojar como saldo fatal la deshumanización del cuerpo humano. El alma ya no será la forma del cuerpo y, por consiguiente su principio vivificante y humanizante que lo eleva y, de algún modo, lo espiritualiza haciéndolo participar de su dignidad. En el dualismo cartesiano el cuerpo quedará trocado en res extensa, materia desteleologizada. En este sentido afirma Ana Marta González que “A partir de aquí lo específicamente humano se decide en una instancia distinta de la corporeidad”. [GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A.M., op. cit., p. 149.] El cuerpo humano pasará a ser una pieza más de la naturaleza mecanizada, naturaleza que despojada de fines intrínsecos ha quedado reducida a pura exterioridad, a lo otro que el hombre [GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A.M., op. cit., pp. 68-69 y p.149.]. Se percibe fácilmente cómo de ese extrañamiento hará parte también el cuerpo del hombre. Cuerpo, que andando el tiempo, se convertirá en uno de los tantos instrumentos al servicio de las extravagancias y caprichos de la sociedad tecnológica, pues, “...la naturaleza así entendida –como pura exterioridad- se convierte en un mero soporte material, un mero instrumento para fines de la conciencia: se mediatiza con respecto a fines extrínsecos a ella misma.” [GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A.M., op. cit., p. 69.]

La otra verdad, hermana de la anterior, que puede ayudar a defender con absoluta justicia los derechos humanos es la que se fija en la condición real del hombre como ser esencialmente dependiente. Ciertamente,su constitutiva condición corpórea o, lo que es lo mismo, el hecho de que la naturaleza humana esté compuesta –de dos coprincipios: un alma espiritual y un cuerpo- hace del hombre un ser necesitado de los demás; indigente, en mayor o menor medida, a lo largo de toda su vida. Me parece definitivamente innovador y oportuno que el humanismo cívico repare en esta dimensión antropológica, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte de los ataques a los derechos humanos vienen dados por la vía de una comprensión sesgada del ser humano que confina su dignidad dentro de los límites de la funcionalidad y de la “calidad de vida” [Tal como la entiende la lógica utilitarista del welfarism. “Calidad de vida” para esta ideología equivale a “bienestar”.Cfr. LLANO, A., El diablo es conservador..., p. 113.]. Pero dejemos que el mismo Alejandro Llano nos hable acerca de las innovadoras luces que esta “antropología de la dependencia” puede aportar a la ética y al derecho:”¿Acaso somos menos humanos en la primera infancia o en la senectud?¿Disminuye tal vez nuestra condición antropológica en un período postoperatorio o a raíz de un infarto? ¿O es que hemos de tratar como realidades mostrencas a los tetrapléjicos o a los autistas? Las repercusiones éticas de las posibles respuestas a tales interrogantes son de la máxima relevancia. Y no sólo para las personas que se encuentran en tales situaciones de dependencia profunda, sino también para aquellos que hemos pasado por ellas o por ellas llegaremos a pasar, además de tener que cuidar de personas que no se valen por sí mismas”. [LLANO Humanismo cívico..., p. 174.]

Es evidente que si el cuerpo configura desde dentro la identidad personal, y hace del hombre y de la mujer seres ontológicamente dependientes, entonces, mi condición de persona no puede estar sujeta al ejercicio óptimo de las funciones racionales o vitales. Con todo, en las antípodas de la sensata visión humanista y sapiencial que defiende el humanismo cívico se sitúa otra: una interpretación cientificista del hombre que desconoce otro lenguaje que no sea el de la eficiencia y la utilidad. Esta ideología es efecto inequívoco de un talante intelectual que valora la seguridad y la certeza por encima del bien y de la verdad; por encima del bien humano y de la verdad sobre el ser humano. Se trata del ya mencionado paradigma racionalista que, como señala nuestro filósofo, ha ido trazando un abismo cada vez más insuperable entre la eficacia y la misericordia, arrojando como saldo lamentable la deshumanización de las relaciones interpersonales y de la sociedad misma. [Cfr. LLANO, A., El diablo..., p.109.]

Inseparable, por el contrario, de esta antropología realista y, por lo mismo, “integral”, es la actitud profundamente humana del sacrificio que juega un papel central en la comprensión del ser humano y en la lectura en clave humanista de sus derechos inalienables: “... los hombres reales y concretos sólo (pueden) promover el humanismo cívico apelando a una dependencia ontológica, a una solidaridad constitutiva y natural que nos impide desentendernos de los demás y estilizar estéticamente las relaciones humanas. Lo que la ideología antropocéntrica quiso desterrar a toda costa fue precisamente la idea de sacrificio, la noción de una entrega esforzada y generosa que no espera una compensación inmediata, sino que se realiza por motivos que al mismo tiempo nos superan y nos protegen. La cancelación de todo sufrimiento en aras la completa emancipación del hombre adulto y maduro ha originado el tremendo efecto equívoco de un sufrimiento sin límite y sin consuelo.” [Ibid. pp. 190-191.]

Me complazco en subrayar que el humanismo cívico propone valores genuinamente humanos, hace ya largo tiempo olvidados, cuando no despreciados, por una sociedad herida gravemente de un individualismo antinatural y agresivo. Son valores como la dependencia, la solidaridad, la capacidad de servicio y atención al otro, y de manera particular la misericordia o piedad; virtudes, que cuando se practican, iluminan sabiamente nuestra comprensión del hombre y de las complejas y dramáticas circunstancias en que la vida humana a menudo se desenvuelve. Pienso concretamente en el caso de la eutanasia, o del aborto. El reclamo, por ejemplo, de un presunto derecho a “vivir o morir con dignidad” (o el no menos eufemístico “homicidio por compasión”) trasluce a las claras el desolador vacío de una cultura que ha perdido el sentido tanto de la vida como de la muerte. Pero, ¿qué es una vida digna? Para espíritus embotados por el ansia sin límites de experimentar, sentir, disfrutar... es muy difícil entender cuán valiosa es la vida de un niño con síndrome de Down, de un tetrapléjico o de un anciano enfermo. Y más complejo aun les resulta aceptar que una vida así es capaz de ennoblecer, a su vez, la existencia de quienes adopten ante el desvalimiento y el dolor ajenos una actitud de apoyo fraterno y de cercanía amorosa. Hace exactamente diez años Juan Pablo II, el “Papa de la vida”, llamó, con valiente lucidez, a la pretendida “piedad” implicada en la eutanasia falsa piedad, “...más aún, una preocupante ‘perversión’ de la misma. En efecto, la verdadera ‘compasión’ hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar”. [S.S. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium Vitae; L’Osservatore romano, 31-03-05.]

Por eso, creo que un camino apto para proteger efectivamente a la persona es dar paso a este modo humanista de pensar el ser humano, esto es, una mentalidad para la cual, en el decir del profesor Llano, “... el dar y el recibir no están sometidos a un cálculo cuantitativo, en términos de do ut des, sino que se rigen por la actitud de completa reciprocidad, sin exigencia de contrapartidas del mismo monto. Si el humanismo es tan soberbio e ilustrado que pierde el sentido profundamente humano que lleva consigo el sufrir por otros y, sobre todo, con otros, entonces es que se ha transmutado en su paradójica oposición, es decir, en lo inhumano o deshumanizador”. [LLANO,A., El diablo es conservador; Pamplona, EUNSA, Cap.6: Antropología de la dependencia, p.117.]

Conclusión

Imagen del Absoluto
El valor sagrado e indisponible de la persona humana

Si hemos seguido el hilo de las reflexiones precedentes estaremos en condiciones de admitir que asentar la defensa de la persona humana sobre bases consistentes y operativamente eficaces equivale a rehabilitar y defender la noción de naturaleza, y en particular de naturaleza humana, propias de la metafísica clásica. Pero todavía cabe preguntarnos si ese fundamento, incuestionablemente necesario, es definitivamente “fundante”; o si, por el contrario, el origen último de la dignidad humana hay que buscarlo en una fuente ontológica todavía más honda e inquebrantable.

En defensa de la persona humana

Recordemos, con todo, que la naturaleza que el humanismo cívico aspira a restablecer es constitutivamente teleológica. Naturaleza del hombre en la que se nos desvela, entonces, la sublime dignidad de su ser espiritual y trascendente; excelencia ontológica esta última que permea y dignifica la humana corporalidad.

Telos propiamente humano del que emergen y reciben validez inderogable, pero también su sentido y su límite, los derechos naturales o fundamentales.

En fin, naturaleza racional y libre o ser personal en el que resplandecen o apenas laten vestigios de la divinidad.Y aquí hemos dado, como apunta Alejandro Llano, con el “...fundamento definitivo que confiere fuerza y valor incontrovertible a las demás razones que se puedan aducir a favor de esa sagrada dignidad: la persona humana es imagen y semejanza de Dios. Reflejo y similitud del Absoluto mismo, el hombre guarda una chispa de la divinidaden su mente y en su corazón, de manera que debe ser tratado con infinito respeto.” [LLANO, A., La vida lograda..., p. 49.]

Excelentes estudios, metafísicos y teológicos, se han encargado, ciertamente, de ahondar en este fundamento último e inconmovible de la dignidad personal y a ellos es imprescindible remitirse para ser capaces de abarcar a la persona en su sublime singularidad. Pero, mi pretensión al final de este trabajo es mucho más modesta: simplemente enfatizar lo que considero una tesis central del humanismo cívico: la necesidad de volver al Absoluto si se quiere, en serio, “re-conocer” y, consiguientemente, tutelar la peculiarísima identidad del ser humano; identidad sólo a partir de la cual se pueden definir y proteger con justicia y absoluta radicalidad los títulos que le son inherentes.

Sí; en este ser “imagen del Absoluto” -imagen, que, como afirma R. Spaemann, “le permite aparecer con un resplandor que no es el suyo propio” [SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia; Tr. J.L. Del Barco, Madrid, Rialp, 1991.]- se decide el carácter irrevocable e incondicionado de la dignidad de la persona [No está de más subrayar que el ser humano es persona desde el momento en que existe vida biológicamente humana, es decir, desde el momento de su concepción. Sin embargo, diversas teorías bioéticas de manera caprichosa y gratuita distinguen entre ser humano y persona fragmentando en etapas la única vida de un ser que desde su origen es una persona llena de potencialidades, utilizando para eso términos como el de “preembrión”, que es un concepto ideológico, no científico (Vid. Gloria Tomás Garrido, Aborto; Arvo.net). Al respecto sólo quiero apuntar lo que sugerentemente planteaba J. Rau en el discurso ya citado: “Quien no comparta esta apreciación sobre el momento en que comienza la vida humana (es decir, desde la fecundación del óvulo) tendrá que responder a la siguiente pregunta: ¿A partir de que otro momento debería protegerse absolutamente la vida? ¿Y por qué precisamente a partir de ese otro momento posterior? ¿No tendría cualquier otra delimitación carácter arbitrario, no quedaría expuesta a ulteriores rectificaciones ¿No existiría el riesgo de que otros intereses terminaran prevaleciendo sobre la protección de la vida?”. J. Rau, ¿Irá todo bien?..., p.4.], porque sólo a la luz de su origen y de su destino trascendentes es posible reconocer su valor sagrado, es decir, intocable, indisponible.

Pienso que nunca se insistirá demasiado en esta radical condición del hombre como “fin en sí mismo”; como “criatura que Dios ha querido por sí misma” [Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past., Gaudium et Spes, 24.], particularmente en una coyuntura histórica como la que atravesamos, tan repleta de paradojas, incertidumbres y contradicciones especialmente en lo tocante al ser humano y al sentido de su vida y de su muerte.

Pero esta noche de “crisis de sentido” por la que atraviesa nuestra cultura -cultura que no sabe ofrecer al hombre otro arraigo que el oscilante y vulnerable de las convenciones- representa, sin embargo, un desafío: el de ser capaces de hallar las fórmulas intelectuales que posibiliten al hombre de hoy reencontrarse a sí mismo a partir del reencuentro con el que es su Creador y Padre. De ahí mi insistencia en la novedad y riqueza de la propuesta de A. Llano; con razón afirma nuestro autor que “la tesis del humanismo cívico es la tesis del sentido” [LLANO, A., Humanismo Cívico..., p. 181.], precisamente por eso, porque el anclaje último de esta propuesta filosófica lo constituye “la tesis del Absoluto” [Conviene tener presente que para el realismo metafísico el Absoluto o Dios se identifica con el mismo Ser Subsistente (Cfr. S. Th., I, q.3, a.4). Sobre el particular vid. LLANO, A., Sueño y vigilia de la razón, cap. 11; Pamplona, EUNSA, 2001.]. Dicho con otras palabras, el humanismo cívico inserta sus reflexiones en el marco de una filosofía del ser que viene precedida y fundada por una metafísica creacionista; de manera que este nuevo modo de pensar, gracias a los principios netamente sapienciales y arquitectónicos sobre los que descansa –Dios, causa primera y fin último de todas las criaturas- es apto para iluminar la autocomprensión del hombre así como el real alcance y sentido de sus derechos y deberes fundamentales. Y esto a través de un modo de conocer y pensar asentado sobre sólidas convicciones, aunque siempre sujeto a una ulterior revisión que arroje mayor esclarecimiento y certitud (es lo que denomina A. Llano un “cognitivismo moderado”).

Pues bien, frente al propagado mito de una libertad concebida como autodeterminación absoluta [“Esta libertad como radical autonomía subjetiva constituye, ciertamente, -afirma A. Llano- la idea más característica de la modernidad europea, lo que marca su originalidad irreductible respecto a la filosofía clásica” Sueño y vigilia de la razón..., cap. 8.], o “libertad sin verdad” que ha vuelto este mundo hostil y, muchas veces, inhabitable, especialmente para los seres más débiles e indefensos; frente a un relativismo despótico que trivializa y somete a consenso público hasta lo que tiene en sí mismo un valor sagrado e indisponible. En fin, ante la desorientación y la perplejidad de una humanidad ávida de sentido, estoy convencida de que el humanismo cívico tiene mucho que aportar al debate contemporáneo sobre los derechos humanos. Ante todo y principalmente, está en condiciones de proporcionar una comprensión íntegra del ser humano que está cimentada sobre las macizas bases de la verdad -no sólo ontológica, sino también teológica- sobre el hombre; verdad que es apta para iluminar el “ojo del alma” de muchos hombres y mujeres de buena voluntad haciéndoles comprender que “El único destello de autenticidad que puede hacer de nuestra libertad un inconfundible esfuerzo humanista autorrealizador de nuestra identidad y que genere paz y justicia, es el desvelamiento de la imagen de Dios en cada uno de nosotros; la aceptación de una condición creatural que hace de nuestra autonomía el resorte permanente para asemejarnos a nuestro origen y fundamento.” [LLANO, A., Sueño y vigilia de la razón…, cap. 11.]

BIBLIOGRAFÍA

ARISTÓTELES, Física, II;Tr. G. Echandía, Madrid, Gredos, 1995.
ARISTÓTELES, Política; I, C.2;Tr. M. García Valdés, Madrid, Gredos, 1988.
CONCILIO ECUM. VAT. II, Constitución Pastoral, Gaudium et Spes, 24.
GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A.M., Naturaleza y dignidad. Un estudio desde Robert Spaemann; Pamplona, UNSA.
LLANO, A., El diablo es conservador; Pamplona, EUNSA,
LLANO, A., Humanismo cívico; Barcelona, Ariel, 1999.
LLANO, A., La vida lograda; Barcelona, Ariel, 2002.
LLANO, A., Sueño y vigilia de la razón; Pamplona, EUNSA, 2001.
RAU, J., “¿Irá todo bien? Por un progreso a medida humana”, Discurso del Presidente Federal, Salón de Actos Otto Braun de la Biblioteca Nacional de Berlín, 18 de mayo de 2001.
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Q.D. De Veritate.
SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia; Tr. J.L. Del Barco, Madrid, Rialp, 1991.
S.S. JUAN PABLO II, Carta Enc. Centesimus Annus, n° 37; Versión castellana de la Políglota Vaticana, Madrid, Ediciones Paulinas, 1991.
S.S. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium Vitae; L’Osservatore romano, 31-03-05.