EL MITO DEL NACIMIENTO PREMATURO DEL HUMANO
Por JOSÉ VÍCTOR ORÓN SEMPER. En

Muchas veces se ha dicho que el ser humano nace en desventaja, especialmente si lo comparamos con otros animales. Mientras que un potrillo recién nacido puede seguir a su madre en pocas horas, un bebé necesita años de cuidados constantes para valerse por sí mismo. Esta observación, aunque cierta, ha alimentado una idea muy extendida: que nacemos incompletos, como si fuésemos una obra inacabada, y que la educación existe para completar lo que la biología dejó a medias.
De esta visión nace una concepción equivocada: que el objetivo de educar es solventar nuestras carencias naturales para convertirnos en adultos funcionales. Así, el niño es visto como un proyecto por completar, una criatura inmadura que necesita ser moldeada, corregida, dirigida. Desde ahí, se plantea una educación como mecanismo técnico de mejora, orientada a un ideal de independencia y autosuficiencia. Pero este presupuesto, si se examina con profundidad, no se sostiene.
A menudo se afirma que el ser humano, por sí solo, no aguantaría casi nada. Y es verdad. Pero ¿quién ha dicho que tenga que estar solo? ¿Desde cuándo la autosuficiencia es el paradigma deseable de lo humano? Buscar la independencia como desvinculación es, en realidad, un suicidio del ser persona. La verdad es que no nacemos preparados para estar solos porque no estamos hechos para vivir solos interiormente.
Nuestra identidad más profunda no es la de seres aislados, sino la de seres en relación. Desde antes de nacer, el ser humano responde a la voz, al gesto, al afecto, no por mera satisfacción, sino por deseos de diálogo y encuentro. Somos radicalmente sociales, no por necesidad, sino por estructura. Nacemos con una apertura al otro y con una vocación innata al encuentro interpersonal. Nuestra riqueza no está en lo que logramos hacer solos, sino en nuestra capacidad de vincularnos y cuidarnos mutuamente. Pretender que la educación tenga como fin último la independencia es olvidar que la plenitud humana se juega en la interdependencia, no en la autosuficiencia. Educar no es fabricar individuos funcionales, sino acompañar personas hacia una vida significativa, vivida con otros.
La naturaleza no se equivoca. Cada ser nace como necesita para desarrollar lo que le es propio. Algunos animales nacen prácticamente acabados, con poca necesidad de aprendizaje. El ser humano, en cambio, nace en una situación radicalmente abierta. Cuanto más alta es la autoría que un ser está llamado a ejercer, es decir, cuanto más está llamado a ser protagonista libre y creativo de sus actos, más frágil e indeterminada será su condición inicial.
La indefensión del niño no es una carencia, sino la condición de posibilidad para el aprendizaje, el vínculo, la libertad y la creatividad. Donde hay indeterminación, hay margen para elegir; y donde hay elección, hay posibilidad de crear. El ser humano no es un repetidor de patrones heredados, sino un creador de sentido. Por eso, cuanto más complejo es el entorno al que un ser debe responder, más dependiente es al nacer, más necesita de su grupo, y más creativa debe ser su respuesta.
La complejidad no reclama adaptación, sino creatividad. No basta con repetir lo aprendido: hay que responder a lo nuevo, a lo incierto, a lo inesperado. Para eso se necesita un sujeto que cree, no solo que se acomode. La verdadera educación, entonces, no puede consistir en adaptar al niño al entorno, como si debiera encajar en un sistema preestablecido. Eso no es educar, sino domesticar. Educar es abrir espacio para que el niño pueda imaginar, decidir y transformar su entorno con responsabilidad y libertad. Es permitirle responder desde su interioridad, no desde el miedo o la repetición.
Aquí se hace evidente una verdad incómoda: una educación que transmite solo lo ya conocido, que estandariza y se basa en criterios de eficiencia, es una educación que castra la creatividad del niño. No se trata de sobrevivir, sino de vivir con sentido. No de cumplir expectativas externas, sino de responder al reto que representa el otro como sujeto libre y relacional.
Si bien hay psicologías que entienden al niño como alguien que debe ser estimulado desde fuera y dirigido hacia metas impuestas, otras, más afinadas y sensibles al niño, han mostrado que el niño es ya, desde antes de nacer, un sujeto orientado al otro, con interioridad viva, y con capacidades relacionales, afectivas y cognitivas. No necesita ser empujado hacia la vida: la desea desde el principio.
Este cambio de mirada es decisivo. Quien ve al niño como una criatura incompleta, a moldear y dirigir, propondrá una educación muy distinta de quien descubre la grandeza del ser humano desde su origen. No es una cuestión teórica, sino una actitud que lo cambia todo.
Ante esto, muchos se preguntan: ¿es necesario estudiar psicología o pedagogía para educar bien? Toda formación suma, pero lo más urgente no es más técnica, sino una mirada distinta. Ver al hijo o al alumno como una persona con quien compartir la vida, y no como alguien a quien modelar. Si uno cree que su hijo o alumno tiene interioridad y busca el encuentro, entonces su modo de estar será otro: habrá presencia, escucha, resonancia. En cambio, si se le ve como alguien vacío a llenar, se caerá, tal vez sin querer, en una relación instrumental, vertical, que sofoca la posibilidad del encuentro.
Aquí aparece un dilema real que viven padres y docentes. Muchos profesores confiesan con frustración: «No tengo tiempo para crear ese espacio de libertad. Tengo que dar materia». Y muchos padres dicen: «La vida no me da opción, no tengo tiempo para mi hijo». Estas frases no expresan solo agotamiento, sino una renuncia más profunda: la de haber asumido una vida en la que lo más humano ha sido desplazado.
Quizás, sin saberlo, los niños, con su búsqueda de sentido y su resistencia al automatismo, están poniendo en evidencia un ridículo social mayor: hemos organizado una vida en la que lo esencial no tiene lugar. Y lo denuncian simplemente siendo quienes son.
Pero hay esperanza. Cada generación ofrece a la anterior la oportunidad de recuperar su humanidad. Hijos que salvan a padres. Alumnos que humanizan a sus maestros. Lo hacen sin estrategia, sin discurso, simplemente llamando al encuentro. Y esa llamada, si es acogida, puede devolvernos el deseo de una vida más verdadera, más digna, más plenamente humana.
JOSÉ VÍCTOR ORÓN SEMPER